Un nuevo amorío se formaba, en sordina, dentro de los muros impenetrables del castillo de Silling, aunque no tuviera unas consecuencias tan peligrosas como el de Adélaïde y Sophie. Esta nueva asociación se tramaba entre Aline y Zelmire; la conformidad del carácter de las dos jóvenes había ayudado mucho a unirlas: ambas dulces y sensibles, con un máximo de dos años y medio de diferencia de edad, mucha puerilidad, mucha simplicidad en su carácter, en una palabra ambas casi con las mismas virtudes y ambas casi con los mismos defectos, pues, Zelmire, dulce y tierna, era indolente y perezosa como Aline. En una palabra, se agradaban tanto que, la mañana del 25, fueron encontradas en la misma cama, y he aquí cómo eso ocurrió. Zelmire, que estaba destinada a Curval, dormía, como se sabe, en su dormitorio; esta misma noche, Aline era compañera de cama de Curval; pero Curval, que había vuelto borracho como una cuba de las orgías, solo quiso acostarse con Bande-au-ciel, y gracias a ello las dos pichonas, abandonadas y reunidas por este azar, se metieron, por temor al frío, en la misma cama, y allí se pretendió que su meñique había rascado algo más que los codos. Curval, abriendo los ojos por la mañana, y viendo a los dos pájaros en el mismo nido, les preguntó qué hacían allí, y, ordenándoles que acudieran al acto las dos a su cama, las olfateó por debajo el clítoris, y descubrió claramente que las dos seguían todavía llenas de flujo. El caso era grave: todos estaban de acuerdo en que aquellas señoritas fueran víctimas del impudor, pero se exigía que entre ellas reinara la decencia (¡qué no exigirá el libertinaje en sus perpetuas inconsecuencias!), y, si alguna vez se llegaba a permitirles ser impuras entre sí, era a condición de que fuera por orden de los señores y bajo sus miradas. Por ello el caso fue llevado al consejo, y las dos delincuentes, que no pudieron o no se atrevieron a desmentirlo, recibieron la orden de mostrar lo que hacían, y de exhibir ante todo el mundo cuál era su pequeña habilidad privada. Lo hicieron sonrojadísimas, llorando, y pidiendo perdón por lo que habían hecho. Pero era demasiado apetitoso tener que castigar a la bonita parejita el sábado siguiente para que imaginaran que podían perdonarla, y fueron inmediatamente inscritas en el libro fatal de Durcet, que, entre paréntesis, esta semana iba agradablemente lleno. Terminada esta diligencia, acabaron el desayuno, y Durcet hizo sus visitas. Las fatales indigestiones dieron un delincuente más: era la pequeña Michette; ya no podía más, decía, la víspera la habían hecho comer demasiado, y mil pequeñas excusas infantiles más que no impidieron que fuera anotada. Curval, que empalmaba mucho, cogió el orinal y devoró todo lo que contenía. Y lanzando después sobre ella unas miradas enojadas: «¡Oh!, sí, claro, pillina», le dijo, «¡oh!, sí, claro, serás castigada, y además por mi mano. No se puede cagar así; por lo menos, podías habernos avisado; sabes perfectamente que no hay hora en que no estemos dispuestos a recibir mierda». Y, mientras le soltaba la lección, le sobaba fuertemente las nalgas. Los muchachos estaban intactos; no se concedió ningún permiso para la capilla, y se sentaron a la mesa. Durante la comida se discutió mucho sobre la acción de Aline: la creían una mosquita muerta, y, de pronto, ahí estaban las pruebas de su temperamento. «¡Qué, amigo mío!», dijo Durcet al obispo, «¿hay que fiarse ahora del aspecto de las muchachas?» Convinieron unánimemente en que no había nada más engañoso, y que, como todas eran falsas, solo se servían de su inteligencia para serlo con mayor habilidad. Estas frases llevaron la conversación sobre las mujeres, y el obispo, que las abominaba, se entregó a todo el odio que le inspiraban; las rebajó al estado de los animales más viles, y demostró su existencia tan absolutamente inútil en el mundo, que se podría extirparlas a todas de la faz de la Tierra sin perjudicar en nada las intenciones de la naturaleza que, habiendo encontrado anteriormente el medio de crear sin ellas, volvería a encontrarlo cuando solo existieran hombres. Pasaron al café; era servido por Augustine, Michette, Hyacinthe y Narcisse. El obispo, uno de cuyos mayores placeres simples era chupar el pito de los chiquillos, llevaba unos minutos divirtiéndose con este juego con Hyacinthe, cuando de pronto exclamó retirando su boca llena: «¡Ah!, ¡me cago en Dios, amigos!, ¡un desvirgamiento! Seguro que es la primera vez que este bribonzuelo se corre». Y, en realidad, nadie había visto todavía a Hyacinthe llegar a este punto; le creían incluso demasiado joven para conseguirlo; pero ya tenía catorce años cumplidos, la edad en que la naturaleza suele colmarnos con sus favores, y nada había más real que la victoria que el obispo se imaginaba haber alcanzado. Quisieron sin embargo comprobar el hecho y, como todos querían ser testigos de la aventura, se sentaron en semicírculo alrededor del joven. Augustine, la más célebre pajillera del serrallo, recibió la orden de hacer una paja a la criatura ante la asamblea, y el joven tuvo permiso para sobarla y acariciarla en la parte del cuerpo que deseara: ¡ningún espectáculo más voluptuoso que el de ver a una joven de quince años, bella como el día, prestarse a las caricias de un muchacho de catorce y excitarlo a correrse con la más deliciosa masturbación! Hyacinthe, tal vez ayudado por la naturaleza, pero más claramente sin duda por los ejemplos que tenía a la vista, se limitó a tocar, sobar y besar las lindas nalguitas de su pajillera, y, al cabo de un instante, sus hermosas mejillas se colorearon, lanzó dos o tres suspiros, y su linda colita despidió a 3 pies de distancia cinco o seis chorros de una leche suave y blanca como la nata, que cayó sobre el muslo de Durcet, que estaba lo más cerca posible de él, y que se hacía masturbar por Narcisse contemplando la operación. Comprobado a conciencia el hecho, acariciaron y besaron a la criatura por todas partes; cada uno de ellos quiso recoger una pequeña parte de aquella joven esperma, y como les pareció que, a su edad y para un estreno, seis eyaculaciones no eran un exceso, a las dos que acababa de tener, nuestros libertinos le hicieron añadir una por cabeza, que él les derramó en la boca. El duque, excitándose con el espectáculo, se apoderó de Augustine y le masturbó el clítoris con la lengua hasta que ella se corrió dos o tres veces, cosa que la tunantuela, llena de fuego y de temperamento, no tardó en hacer. Mientras el duque masturbaba así a Augustine, no había nada tan gracioso como ver a Durcet, que se disponía a recibir los síntomas del placer que él no procuraba, besar mil veces en la boca a la hermosa criatura, y tragar, por así decirlo, la voluptuosidad que otro hacía circular en sus sentidos. Era tarde, se vieron obligados a saltarse la siesta y a pasar al salón de historias, donde Duclos llevaba tiempo esperando. Tan pronto como todos se hubieron acomodado, prosiguió el relato de sus aventuras en los términos siguientes:
«Ya he tenido el honor de decíroslo, señores, es muy difícil comprender todos los suplicios que el hombre inventa contra sí mismo para recuperar, en su envilecimiento o en sus dolores, las chispas de placer que la edad o la saciedad le han hecho perder. ¿Creeríais que una de esas personas, hombre de sesenta años, y singularmente hastiado de todos los placeres de la lubricidad, ya solo los espabilaba en sus sentidos haciéndose quemar con una vela todas las partes de su cuerpo y principalmente las que la naturaleza destina a tales placeres? Se la apagaban despiadadamente en las nalgas, la polla, los cojones, y sobre todo en el agujero del culo; durante ese tiempo besaba un trasero, y cuando le habían repetido fuertemente quince o veinte veces esta dolorosa operación, se corría chupando el ano que su incendiaria le presentaba.
»Vi a otro, poco después, que me obligaba a utilizar una almohaza de caballo, y a pasársela por todo el cuerpo, exactamente como habrían hecho con el animal que acabo de nombrar. Tan pronto como su cuerpo estaba completamente ensangrentado, lo frotaba con alcohol, y este segundo dolor le hacía correrse abundantemente sobre mi pecho, que era el campo de batalla que quería regar con su leche. Me arrodillaba ante él, apretaba su polla con mis tetas, y él derramaba cómodamente el agrio sobrante de sus cojones.
»El tercero se hacía arrancar uno a uno todos los pelos de las nalgas. Se masturbaba durante la operación sobre un zurullo calentísimo que yo acababa de soltar. Después, en el instante en que un convenido “joder” me informaba de la proximidad de la crisis, hacía falta, para reafirmarla, que le hundiera en cada nalga un tijeretazo que lo hiciera sangrar. Tenía el culo abierto por las llagas, y me costó encontrar un lugar intacto para hacer en él mis dos heridas; en aquel momento, su nariz se hundía en la mierda, se embadurnaba con ella toda la cara, y unos chorros de esperma coronaban su éxtasis.
»El cuarto me metía la polla en la boca y me ordenaba que la mordiera con todas mis fuerzas. Entretanto, le desgarraba las dos nalgas con un peine de hierro de púas muy puntiagudas, y después, en el momento en que notaba su instrumento a punto de fundirse, cosa que me anunciaba con una levísima y debilísima erección, entonces, digo, le abría al máximo las dos nalgas, y le acercaba el agujero del culo a la llama de una vela plantada en el suelo para este fin. Solo la sensación de la quemadura de la vela en su ano decidía la emisión: endurecía yo entonces mis mordiscos, y mi boca no tardaba en llenarse».
«Un momento», dijo el obispo. «Hoy no podré oír hablar de correrse en una boca, sin que esto no me recuerde el golpe de suerte que acabo de tener, y no prepare mi mente para placeres del mismo tipo». Diciendo esto, atrae hacia sí a Bande-au-ciel, quien estaba a su lado aquella noche, y comienza a chuparle la polla con toda la lubricidad de un auténtico bujarrón. La leche sale, él se la traga, y repite inmediatamente la misma operación con Zéphire. La tenía tiesa, y pocas veces las mujeres salían airosas cuando las tenía a su lado en el momento de la crisis. Desgraciadamente, era Aline, su sobrina. «¿Qué haces aquí, zorra», le dijo, «cuando lo que quiero son hombres?» Aline quiere escapar, él la agarra por los pelos, y arrastrándola a su gabinete con Zelmire y Hébé, las dos muchachas de su serrallo, «Ahora veréis, ahora veréis», dijo a sus amigos, «¡voy a enseñar a esas bribonas a ponerme unos coños bajo la mano cuando son pollas lo que quiero!» Fanchon, por orden suya, siguió a las tres doncellas, y al cabo de un instante se oyó gritar agudamente a Aline, y los aullidos de la eyaculación de monseñor se juntaron a los acentos dolorosos de su querida sobrina. Todos regresaron. Aline lloraba, apretaba y meneaba el trasero. «¡Ven a enseñármelo!», le dijo el duque. «Me enloquece ver las huellas de la brutalidad de mi señor hermano». Aline mostró no sé qué, pues siempre me ha sido imposible descubrir lo que ocurría en aquellos infernales gabinetes, pero el duque exclamó: «¡Ah, joder, es delicioso! Creo que voy a hacer otro tanto». Pero habiéndole hecho notar Curval que era tarde y que tenía que comunicarle un proyecto de diversión para las orgías, que exigía tanto toda su cabeza como toda su leche, rogaron a Duclos que iniciara el quinto relato con el que debía cerrar su velada, y continuó en estos términos:
«Entre las personas extraordinarias», dijo la hermosa mujer, «cuya manía consiste en hacerse envilecer y degradar, había cierto presidente de la Cámara de Cuentas llamado Foucolet. Es imposible imaginar hasta qué punto avivaba su manía; había que ofrecerle una muestra de todos los suplicios. Yo lo colgaba, pero la soga se rompía a tiempo, y caía sobre el colchón; al instante siguiente, lo tendía sobre una cruz de San Andrés y fingía romperle los miembros con una barra de cartón; le marcaba el hombro con un hierro casi candente que le dejaba una ligera huella; le azotaba la espalda, exactamente como el verdugo, y había que mezclar todo eso con insultos atroces, amargos reproches de diferentes crímenes, de los cuales, durante cada una de estas operaciones, en camisón, con un cirio en la mano pedía muy humildemente perdón a Dios y a la Justicia. Finalmente, la sesión terminaba sobre mi trasero, donde el libertino venía a perder su leche, cuando su cabeza había alcanzado el último grado de calentura».
«¡Bien!, ¿me dejarás correrme en paz ahora que Duclos ha terminado?», dijo el duque a Curval. «No, no», dijo el presidente; «conserva tu leche: te digo que la necesito para las orgías». «¡Oh!, soy tu criado», dijo el duque; «¿me tomas acaso por un hombre gastado, y te imaginas que un poco de leche que pierda ahora me impedirá ceder y corresponder a todas las infamias que se te ocurrirán dentro de cuatro horas? No temas, estaré siempre dispuesto; pero mi señor hermano se ha complacido en ofrecerme un pequeño ejemplo de atrocidad, que me molestaría no realizar con Adélaïde, tu querida y amable hija». Y empujándola acto seguido al saloncito con Thérèse, Colombe y Fanny, las mujeres de su grupo, le hizo verosímilmente lo que el obispo había hecho a su sobrina, y se corrió con los mismos incidentes, pues se escuchó igual que un momento antes un grito terrible de la joven víctima y el aullido del libertino. Curval quiso decidir cuál de los dos hermanos se había portado mejor; hizo acercarse a las dos mujeres y, después de examinar prolongadamente los dos traseros, sentenció que el duque había imitado al otro superándolo. Se sentaron a la mesa y, habiendo rellenado de flatulencias mediante alguna droga las entrañas de todos los sujetos, hombres y mujeres, jugaron después de cenar a soltar pedos en la cara. Los cuatro amigos estaban echados de espaldas, sobre los canapés, con la cabeza levantada, y los demás iban por turnos a peerles en la boca; Duclos estaba encargada de contar y marcar y, como había 36 peedores y peedoras frente a únicamente cuatro engullidores, los hubo que recibieron hasta 150 pedos. Para esta lúbrica ceremonia Curval quería que el duque se reservara, pero se trataba de algo perfectamente inútil; era demasiado amigo del libertinaje como para que un nuevo exceso no le ocasionara siempre el mayor efecto, fuera cual fuese la situación que se le propusiera, y está claro que se corrió completamente por segunda vez con las ventosidades blandas de la Fanchon. En el caso de Curval, fueron los pedos de Antinoüs los que le costaron la leche, mientras que Durcet perdió la suya, excitado por los de Martaine, y el obispo excitado por los de Desgranges. Pero las jóvenes beldades no consiguieron nada, hasta tal punto es verdad que es preciso que todo concuerde y que sean siempre las personas crapulosas quienes ejecuten las cosas infames.