El resultado de las bacanales nocturnas fue que se hicieran muy pocas cosas aquel día; olvidaron la mitad de las ceremonias, comieron de cualquier manera, y solo en el café comenzaron a reconocerse. Era servido por Rosette y Sophie, Zélamir y Giton. Curval, para reponerse, hizo cagar a Giton, y el duque se comió la mierda de Rosette; el obispo se la hizo chupar por Sophie y Durcet por Zélamir; pero nadie se corrió. Pasaron al salón; la bella Duclos, muy indispuesta por los excesos de la víspera, solo ofreció una mínima parte de sí misma, y sus relatos fueron tan breves, mezcló en ellos tan pocos episodios, que hemos tomado la decisión de suplirla y de extractar para el lector lo que dijo a los amigos. Siguiendo la costumbre, contó cuatro pasiones.
La primera fue la de un hombre que se hacía masturbar el culo con un consolador de estaño que llenaban de agua caliente, y que le jeringaban en el ano en el momento de su eyaculación, que realizaba por sí mismo y sin que nadie lo tocara.
El segundo tenía la misma manía, pero la realizaba con un número mucho mayor de instrumentos; comenzaban por uno muy pequeño, y aumentaban poco a poco, y de línea en línea, se llegaba hasta el último, cuyo tamaño era enorme, y solo se corría con él.
El tercero precisaba mucho más misterio. Se hacía meter de entrada uno enorme en el culo; después se lo retiraban; cagaba, comía lo que acababa de hacer, y entonces lo azotaban. Hecho esto, devolvían el instrumento a su trasero, lo retiraban una vez más. Pero esta vez, era la puta la que cagaba y le azotaba, mientras que él comía lo que ella acababa de hacer. Le hundían por tercera vez el instrumento: en esta ocasión, soltaba su leche sin que se le tocara y mientras terminaba de comer el zurullo de la muchacha.
Duclos habló, en el cuarto relato, de un hombre que se hacía atar todas las articulaciones con unos cordeles. Para hacer su eyaculación más deliciosa, le llegaban a anudar el cuello, y, en este estado, soltaba su leche frente al culo de la puta.
Y, en el quinto, de otro que se hacía atar fuertemente el glande con una cuerda; en la otra punta de la habitación, una muchacha desnuda se pasaba entre los muslos el extremo de la cuerda y tiraba de ella hacia delante presentando sus nalgas al paciente; así se corría.
La historiadora, realmente agotada después de cumplir su tarea, pidió permiso para retirarse; le fue concedido. Hicieron travesuras durante unos instantes, después de lo cual se sentaron a la mesa, pero todo se resentía todavía del desorden de nuestros dos actores principales. De modo que en las orgías fueron tan prudentes como podían serlo semejantes libertinos, y todo el mundo se fue a la cama bastante tranquilo.