Vigesimosexta jornada

Como no había nada tan delicioso como los castigos, ni nada que predispusiera tanto a los placeres, y de aquellos tipos de placeres que se habían prometido no saborear, hasta que los relatos permitieran, desarrollándolos, entregarse a ellos con mayor amplitud, se imaginó de todo para hacer caer a los sujetos en unas faltas que proporcionaran la voluptuosidad de castigarlos. A tal efecto, los amigos, después de reunirse de manera extraordinaria aquella mañana para razonar sobre este asunto, añadieron diferentes artículos a los reglamentos, cuya infracción debía ocasionar necesariamente unos castigos. En primer lugar, se prohibió expresamente a las esposas, a los muchachos y a las muchachas, peer en otro lugar que en la boca de los amigos; tan pronto como les entraran ganas, debían ir a buscar inmediatamente a uno de ellos y soltarle lo que se retenía; una dura pena aflictiva era infligida a los delincuentes. Se prohibió absolutamente, de igual manera, el uso de los bidés y de las limpiezas de culo; se ordenó a todos los sujetos, en general y sin ninguna excepción, que jamás se lavaran y sobre todo que jamás se limpiaran el culo después de cagar; que cuando se les encontrara el culo limpio, era preciso que el sujeto demostrara que había sido uno de los amigos quien se lo había limpiado, y que lo citara. Mediante lo cual el amigo interrogado, disponiendo de la facilidad de negar el hecho cuando se le antojara, se procuraba a la vez dos placeres; el de limpiar un culo con su lengua, y el de castigar al sujeto que acababa de ofrecerle este placer… Veremos unos ejemplos. Se introdujo después una nueva ceremonia: de buena mañana, en el café, tan pronto como entraban en la habitación de las muchachas, y lo mismo cuando se pasaba después a la de los muchachos, cada uno de los sujetos debía abordar a cada uno de los amigos, y decirle en voz alta e inteligible: «¡Me cago en Dios! ¿Queréis mi culo?, lleva mierda». Y aquellos o aquellas que no pronunciaran tanto la blasfemia como la proposición en voz alta; serían inmediatamente anotados en el libro fatal. Es fácil imaginar con cuánto esfuerzo la devota Adélaïde y su joven discípula pronunciaron semejantes infamias, y esto les divertía infinitamente. Resuelto todo eso, admitieron las delaciones; este medio bárbaro de multiplicar las vejaciones, admitido por todos los tiranos, fue abrazado con calor. Se decidió que cualquier sujeto que presentara una queja contra otro ganaría la supresión de la mitad de su castigo en la primera falta que cometiera; lo que no comprometía a nada en absoluto, porque el sujeto que acababa de acusar a otro ignoraba siempre hasta dónde debía llegar el castigo cuya mitad le prometían perdonarle; por lo cual les era muy fácil darle todo lo que se le quería dar, y seguirlo convenciendo de que había ganado. Decidieron y publicaron que la delación sería creída sin prueba, después de lo cual bastaría ser acusado por cualquiera para que pudieran anotarle inmediatamente. Aumentaron, además, la autoridad de las viejas, y a partir de su mínima queja, verdadera o no, el sujeto era inmediatamente condenado. En una palabra, se estableció sobre el pueblo humilde toda la vejación, toda la injusticia que pueda imaginarse, convencidos de obtener cantidades de placeres tanto mayores cuanto mejor ejercida estuviera la tiranía. Hecho eso, visitaron los retretes. Colombe fue hallada culpable; se disculpó por lo que la víspera le habían hecho comer entre comidas y no había podido aguantar, que era muy desdichada, y la cuarta semana consecutiva que era castigada. El hecho era cierto, y toda la culpa la tenía su culo, que era el más fresco, el mejor torneado y el más lindo que se pudiera ver. Ella objetó que no se había limpiado, y que esto debía por lo menos valerle de algo. Durcet lo examinó y, habiéndole descubierto efectivamente una enorme y anchísima capa de mierda, se le aseguró que no sería tratada con tanto rigor. Curval, que estaba empalmando, la cogió, y después de limpiarle por completo el culo, se hizo traer el excremento, que comió mientras ella le masturbaba, y alternaba la comida con muchos besos en la boca y con órdenes terminantes de engullir a su vez todo lo que él le devolvía de su propia deposición. Visitaron a Augustine y Sophie, a las que se había recomendado que, después de las deposiciones hechas la víspera, siguieran en el estado más impuro. Sophie estaba en regla, aunque se hubiera acostado con el obispo, tal como exigía su posición; pero Augustine estaba extremadamente limpia. Segura de su respuesta, se adelantó orgullosamente, y dijo que ellos sabían perfectamente que ella había pasado la noche, según su costumbre, en el dormitorio del señor duque, y que antes de dormir la había hecho acercarse a su cama, donde él le había chupado el agujero del culo mientras que ella le masturbaba la polla con a boca. Interrogado el duque, dijo que no se acordaba de nada (aunque fuera muy cierto), que se había dormido con la polla en el culo de la Duclos, hecho que podía comprobarse. Pusieron en la comprobación toda la seriedad y toda la gravedad posibles; fueron a buscar a Duclos que, viendo claramente de qué se trataba, certificó todo lo que había dicho el duque, y sostuvo que Augustine solo había sido llamada un instante al lecho de monseñor, que le había cagado en la boca para volver después a comerse su zurullo. Augustine quiso defender su tesis, y discutió con la Duclos, pero se le impuso silencio, y fue anotada, aunque absolutamente inocente. Pasaron al lugar de los muchachos, donde Cupidon fue hallado en falta: había hecho, en su orinal, la más bonita mierda que pueda imaginarse. El duque la cogió y la devoró, mientras el joven le chupaba la polla. Denegaron todos los permisos de capilla, y pasaron al comedor. La bella Constance, a la que a veces, por razón de su estado, se dispensaba de servir, aquel día se sentía bien y apareció desnuda; su vientre, que ya comenzaba a hincharse un poco, excitó mucho la imaginación de Curval, y, como vieron que comenzaba a manosear algo duramente las nalgas y el seno de la pobre criatura, por la que se descubría día a día que su horror iba en aumento, ante los ruegos de ella y dado el deseo que tenían de conservar su fruto por lo menos hasta una determinada época, se le permitió no aparecer aquel día hasta las narraciones, de las que jamás quedaba exenta. Curval volvió a despotricar sobre las ponedoras de criaturas, y afirmó que si fuera el dueño establecería la ley de la isla de Formosa, donde las mujeres embarazadas antes de los treinta años son machacadas a palos en un mortero junto con su fruto, y que, cuando se impusiera aquella ley en Francia, seguiría habiendo dos veces más de población que la necesaria. Pasaron al café; era ofrecido por Sophie, Fanny, Zélamir y Adonis, pero servido de una manera muy original: se lo hicieron beber desde su boca. Sophie sirvió al duque, Fanny a Curval, Zélamir al obispo, y Adonis a Durcet. Guardaban los sorbos en su boca, se la enjuagaban con ellos, y después los depositaban en el gaznate de aquel a quien servían. Curval, que se había levantado de la mesa muy excitado, empalmó de nuevo con esta ceremonia y, cuando hubo terminado, se apoderó de Fanny y se le corrió en la boca, ordenándole, bajo las penas más graves, que se lo tragara, lo cual hizo la desdichada criatura sin atreverse siquiera a pestañear. El duque y sus otros dos amigos hicieron peer o cagar, y, después de la siesta, fueron a escuchar a Duclos, quien emprendió así la continuación de sus relatos:

«Voy a pasar rápidamente», dijo la amable mujer, «sobre las dos últimas aventuras que me quedan por contaros sobre esos hombres singulares que solo encuentran su voluptuosidad en el dolor que se les hace sentir, y después, si os parece bien, cambiaremos de materia. El primero, mientras yo le masturbaba, desnudo y de pie, quería que, por un agujero abierto en el techo, se nos arrojara, durante todo el tiempo de la sesión, chorros de agua casi hirviente sobre el cuerpo. Por mucho que le razonara que, no teniendo la misma pasión que él, iba a verme, sin embargo, víctima de ella, me aseguró que no sentiría ningún dolor, y que aquellas duchas eran excelentes para la salud. Le creí, y me dejé hacer; y como estaba en su casa, no pude controlar el grado de calor del agua: estaba casi hirviente. No podéis imaginaros el placer que sintió recibiéndola. En mi caso, aun actuando lo más rápidamente que pude, gritaba, os lo confieso, como un gato escaldado; se me peló la piel, y me prometí no volver jamás a la casa de aquel hombre».

«¡Ah, diablos!», dijo el duque, «me entran ganas de escaldar así a la bella Aline». «Monseñor», le contestó humildemente esta, «yo no soy un cerdo». La ingenua sinceridad de su respuesta infantil hizo reír a todos, y preguntaron a Duclos cuál era el segundo y último ejemplo que tenía que citar del mismo género.

«No era ni mucho menos tan penoso para mí», dijo Duclos: «solo se trataba de protegerse la mano con un buen guante, tomar después con esta mano gravilla ardiente de una sartén, sobre un anafe, y, con la mano así llena, frotar a mi hombre con aquella gravilla casi encendida, de la nuca a los talones. Su cuerpo estaba tan singularmente endurecido por este ejercicio que parecía de cuero. Cuando llegaba a la polla, había que cogerla y masturbarla en medio de un puñado de arena hirviente; se le ponía dura con mucha rapidez; entonces, con la otra mano, colocaba debajo de sus cojones la pala al rojo vivo preparada a propósito. El frote, sumado al calor devorador que abrasaba sus testículos, y tal vez a unos cuantos manoseos sobre mis dos nalgas, que debía mantener siempre muy a la vista durante toda la operación, bastaba para ponerle fuera de sí, y se corría, procurando siempre que su esperma cayera sobre la pala al rojo vivo para verla quemarse con deleite».

«Curval», dijo el duque, «me parece que se trata de un hombre tan poco amante de la población como tú». «Tiene todas las trazas», dijo Curval; «no te oculto que me gusta la idea de querer quemar su leche». «¡Oh!, ya veo todas las que te sugiere», dijo el duque; «y aunque ya hubiera germinado la quemarías con el mismo placer, ¿no es cierto?» «Mucho me temo que sí», dijo Curval, haciendo no sé qué a Adélaïde que le hizo lanzar un agudo grito. «¿Y a ti qué te pasa, puta», dijo Curval, «para chillar de esa manera?… ¿No ves que el duque me está hablando de quemar, de vejar, de castigar la leche germinada?, ¿y qué eres tú, por favor, sino un poco de leche germinada al salir de mis cojones? Vamos, sigue, Duclos», añadió Curval, «pues siento que las lágrimas de esta zorra me harían correrme, y no quiero».

«Por fin, llegamos», dijo nuestra heroína, «a unos detalles que, por llevar consigo unos caracteres de singularidad más picantes, tal vez os gustarán más. Ya sabéis que en París suele exponerse a los muertos en las puertas de las casas. Había un hombre importante que me pagaba doce francos por cada noche en que podía llevarlo ante uno de esos lúgubres aparatos. Toda su voluptuosidad consistía en acercarse conmigo lo más posible, al borde mismo del ataúd, si podíamos, y allí yo debía masturbarle de modo que su leche cayera sobre el ataúd. Recorríamos así tres o cuatro cada noche, según el número de ellos que yo había descubierto, y en todos realizábamos la misma operación, sin que él me tocara otra cosa que el trasero mientras le hacía la paja. Era un hombre de unos treinta años, y fue cliente mío durante más de diez, en los cuales estoy segura de haberle hecho correrse sobre más de dos mil ataúdes».

«Pero ¿decía algo durante la operación?», preguntó el duque. «¿Te dirigía la palabra a ti o al muerto?» «Insultaba al muerto», dijo Duclos; «le decía: “¡Toma, tunante! ¡Toma, maricón! ¡Toma, malvado!, ¡llévate mi leche a los infiernos!”». «Vaya una manía extraña», dijo Curval. «Amigo mío», dijo el duque, «estoy seguro de que este hombre era uno de los nuestros y que seguramente no se quedaba ahí». «Lleva razón, monseñor», dijo la Martaine, «y tendré ocasión de representaros alguna vez a ese actor en la escena». Duclos, aprovechando entonces el silencio, continuó así:

«Otro, que llevaba mucho más lejos una fantasía bastante parecida, quería que yo mantuviera unos espías en el campo para avisarle cada vez que enterraban en algún cementerio a una muchacha muerta sin enfermedad peligrosa (era lo que más me recomendaba). Tan pronto como le había encontrado alguna, y siempre me pagaba muy bien el descubrimiento, salíamos por la noche, nos metíamos como podíamos en el cementerio, y dirigiéndonos inmediatamente a la tumba indicada por el espía, y cuya tierra estaba recientemente removida, trabajábamos rápidamente los dos en quitar con nuestras manos todo lo que cubría el cadáver; y no bien podía tocarlo, yo le masturbaba encima mientras él lo manoseaba por todas partes, y sobre todo en las nalgas, si podía. A veces empalmaba por segunda vez, pero entonces cagaba y me hacía cagar sobre el cadáver, y se corría encima, sin dejar de sobar todas las partes del cuerpo que podía alcanzar».

«¡Oh!, eso sí que lo entiendo», dijo Curval, «y, si debo seros sincero, lo he hecho algunas veces en mi vida. Es cierto que le añadía unos cuantos detalles que todavía no es hora de contaros. Sea como sea, me la pone tiesa; ábrete de piernas, Adélaïde…» Y yo no sé lo que ocurrió, pero el canapé se dobló bajo el peso, se escuchó una inequívoca eyaculación, y creo que pura y simplemente el señor presidente acababa de cometer un incesto. «Presidente», dijo el duque, «apuesto a que has pensado que estaba muerta». «Sí, es cierto», dijo Curval, «pues de no ser así no me habría corrido». Y Duclos, viendo que se callaban, terminó así su velada:

«Para no dejaros, señores, con unas ideas tan lúgubres, voy a cerrar mi velada con el relato de la pasión del duque de Bonnefort. Este joven señor, al que entretuve cinco o seis veces, y que, para la misma operación, veía con frecuencia a una amiga mía, exige que una mujer, armada con un consolador, se masturbe desnuda delante de él, tanto por delante como por detrás, tres horas seguidas sin interrupción. Hay un reloj de pared para regular la operación, y si abandonas la tarea antes de que haya pasado exactamente la vuelta de la tercera hora, no te paga. Él está frente a la mujer, la observa, le da vueltas y vueltas por todos lados, la anima a desvanecerse de placer, y si, transportada por los efectos de la operación, acaba realmente por perder el conocimiento en el placer, no hay duda de que se adelanta el suyo. Si no, en el mismo instante en que el reloj marca la tercera hora, se le acerca y se corre en sus narices».

«A fe mía», dijo el obispo, «que no entiendo, Duclos, por qué no has preferido dejarnos con las ideas anteriores en vez de con esta. Aquellas tenían algo de picante y que nos excitaba considerablemente, en lugar de una pasión de agua de rosa, como esta con que acabas tu velada, que no deja nada en la cabeza». «Ha hecho muy bien», dijo Julie, que estaba con Durcet; «por lo menos, yo se lo agradezco, y todas podremos acostamos más tranquilas sabiendo que no tienen en la cabeza las malas ideas que Madame Duclos había iniciado hace un momento». «¡Ah!, ¡no te fíes demasiado, bella Julie!», dijo Durcet, «pues yo solo me acuerdo de lo antiguo, cuando lo nuevo me aburre, y para demostrártelo, ten la bondad de seguirme». Y Durcet se precipitó a su gabinete con Sophie y Michette, para correrse no sé cómo, pero de una manera que, sin embargo, no gustó a Sophie, pues lanzó un grito terrible y volvió colorada como una cresta de gallo. «¡Oh!, lo que es a esta», le dijo el duque, «no tenías ganas de tomarla por muerta, ¡pues acabas de darle una furiosa señal de vida!» «Ha gritado de miedo», dijo Durcet, «pregúntale lo que le he hecho, y ordénale que te lo cuente en voz baja». Sophie se acercó al duque para contárselo. «¡Ah!», dijo este en voz alta, «no había como para gritar, ni mucho menos para correrse». Y, como sonó la hora de la cena, interrumpieron todas las conversaciones y todos los placeres, para ir a disfrutar los de la mesa. Las orgías se celebraron con bastante tranquilidad, y fueron a acostarse virtuosamente, sin que hubiera ninguna apariencia de embriaguez, lo que era extremadamente raro.

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