Capítulo 7 En La Estepa Del Hambre

Un poco antes de amanecer, para aprovechar la frescura matutina los tres viajeros reemprendían la marcha a través de la interminable estepa donde reinaba un silencio impresionante. A pesar de la estación avanzada, a las pocas horas el calor era abrasador y ponía a dura prueba la resistencia de Hossein y Tabriz, habitantes de una zona relativamente fresca y ventilada. En cambio, el otro compañero se mostraba incólume a los ardores del sol y al polvo que levantaban sus pies, bien aclimatado como estaba a esa atmósfera agobiante. A mediodía, aprovechando el poco de sombra de una duna muy elevada, hicieron una pausa de varias horas; reanudaron luego el fatigoso andar y con las últimas claridades del crepúsculo alcanzaron felizmente el segundo oasis, formado. por un grupo de árboles que ocupaban dos o tres hectáreas de terreno.

— ¡Que Allah te condene al infierno, “loutis”! -dijo Tabriz, que ya no daba más, tirándose sobre las hierbas al llegar-. ¡Nosotros no tenemos tus piernas para esta clase de caminatas! ¡No nos asustan trescientas millas a caballo, pero nos agotan tres mil metros a pie!

— Mi señor -le contestó humildemente el hipócrita- en la estepa del hambre no debe uno detenerse si quiere salvar, la vida… Mira, el calor casi ha hecho que se evapore nuestra provisión de líquido.

— ¡Me siento como si hubiese atravesado el Asia entera! -replicó el otro.

— ¿Encontraremos al menos agua? -preguntó Hossein, también tumbado en el suelo.

— Así lo espero, mi señor. Permanezcan aquí mientras yo voy a buscarla.

El bandolero empuñó el “yatagán” que llevaba a la cintura, tomó el odre ya semivacío y se internó en la arboleda no sin cierta aprensión, pues sabía que esos parajes eran muy frecuentados por animales feroces. Como era su costumbre, iba monologando entre dientes.

— Me gustaría saber si ese tonto de Dinar se paró aquí. Tiene buenas piernas y…

Se interrumpió bruscamente corrió a ocultarse detrás del tronco de un grueso plátano e surgía aislado en medio de un grupo de arbustos.

— Querido Karawal -continuó cuando se hubo tranquilizado un poco- una rama no se rompe sola a menos que sople un fuerte viento, según me enseñó mi padre…

Se mantuvo inmóvil espiando con los sentidos aguzados a su alrededor y pasados algunos minutos sin que notara nada sospechoso, prosiguió su camino husmeando el aire como los perros de caza. Había avanzado tina veintena de pasos cuando oyó un ruido igual al de un cuerpo que cayera a un pozo.

— Parece que bebida no falta -masculló-; ahora hay que averiguar quién es el que está bebiendo… ¡Atención, amigo!

Separó unas ramas y descubrió una abertura redonda de una docena de metros de circunferencia llena de un líquido clarísimo. En la superficie se veían círculos concéntricos que se ensanchaban hasta romperse en los bordes.

— Alguien ha cruzado el estanque -se dijo poniéndose inquieto.

Miró en tornó y dio un rápido salto al agua en la que se hundió hasta las caderas. Un animal que se hallaba oculto entre los arbustos acababa de saltar también y caer en el mismo punto en que Karawal se había encontrado: un solo segundo de vacilación que éste hubiese tenido lo habría puesto entre las garras del agresor el cual, desilusionado, emitió una suerte de balido similar al de la oveja.

— Sé que no eres un cordero, mi amigo -exclamó el bandido- y también lo que vales.

Conozco tus uñas pero no me agarrarás tan fácilmente… ¡Un guepardo! ¡Peligroso vecino!

El animal no era mayor que una oveja y tenía la cabeza de un perro, pequeña y alargada, el cuerpo de un gato de grandes dimensiones; las patas altas, el pelaje largo e hirsuto, de color gris amarillento con manchas negras y marrones. Pariente próximo de la pantera y del leopardo, aunque de menor corpulencia, es tan audaz y feroz como ellos; pega saltos extraordinarios y es un temible cazador, pues corre con tanta velocidad como las gacelas. Sin embargo se deja domesticar fácilmente y árabes e hindúes se sirven de él como auxiliar en la caza.

El guepardo daba vueltas alrededor del estanque soplando y bufando, pero sin osar poner las patas en el agua. Karawal no ignoraba que estos animales no se deciden nunca a cruzar un río por pequeño que sea, porque tienen a la mojadura la misma aversión que los

gatos. Con todo, se había situado en el centro del estanque para evitar que tuviese la tentación de echarle las zarpas.

— Aquí no corro peligro -pensó- pero me encuentro inmovilizado. ¿Cómo saldré si los otros no vienen a socorrerme?

Mientras tanto la fiera, cada vez más exasperada, corría en torno a la circunferencia buscando el punto más cercano para pegar el brinco. De cuando en cuando se detenía de golpe, plantábase tiesa en sus largas patas y miraba ferozmente al “loutis” para reemprender en seguida su carrera. Por fin cansada de malgastar inútilmente sus fuerzas, se había tendido a la entrada de una espesa mata refunfuñando sordamente y azotándose los flancos con la cola como un gato irritado.

— ¡Héme aquí sitiado! -murmuró el bandido-. ¿Qué hacen mis dos protectores que no acuden en mi ayuda? ¿Se habrán quedado dormidos?… ¡Yo no puedo medir mis uñas contra las garras de un guepardo…!

En ese instante la bestia volvió la cabeza, dio un resoplido, se incorporó y aguzó la vista.

— Debe de haber percibido algún rumor -indujo el sitiado-. Tal vez sean mis compañeros que llegan. ¡Y sería tiempo!

El guepardo daba evidentes señales de inquietud y se preparaba a alejarse de la mata cuando sonaron dos detonaciones a corto intervalo una de otra. Se le vio entonces replegarse sobre sí mismo y luego caer para no volver a levantarse más.

— ¡Gracias, mis señores! -dijo simplemente el bandido apresurándose salir del estanque-. Me encuentran fresco como una rosa y bien bañado.

— ¿Y con mucho miedo? -le preguntó Hossein, que fue el primero en aparecer con la pistola en la mano.

— Ni siquiera un adarme, mi señor, se lo aseguro -contestó Karawal-. El guepardo no podía atacarme porque el agua me servía de trinchera.

— Pero te tenía bien asediado -le hizo notar Tabriz.

— Eso es verdad, señor, y ya empezaba a impacientarme. ¿Sospecharon ustedes que me había ocurrido alguna malaventura?

— Es más, creímos que sólo encontraríamos tu cadáver -respondió el sobrino del “beg”.

— Todo está bien cuando termina bien -sentenció el “bailamonos”-. Ahora calmen su sed, mis señores, en esta agua que es de manantial y no existe otra tan buena en toda la estepa del hambre.

— Y debe saber al polvo que llevabas encima -bromeó el gigante.

— No es culpa mía, señor; no podía dejarme devorar como si fuera un pastel para no ensuciar el estanque.

Bebieron largamente y regresaron al punto que habían escogido para acampar dejando a la fiera allí tirada por ser su carne incomible. Tabriz había descubierto dos nidos de avutardas y recogido una veintena de huevos al parecer frescos, que puso a cocer entre

cenizas.

— Pasaremos aquí la noche -dispuso Hossein-; las marchas en estos terrenos ondulados abisman a los más fuertes.

— Yo no tengo ningún apuro, mi señor -declaró el “loutis”-; llegar al río diez días antes o después, me es exactamente lo mismo.

Cenaron dividiéndose fraternalmente los huevos, recogieron leña para mantener el fuego en previsión de que hubiese ocultas otras fieras en los alrededores, y se tendieron sobre la hierba. La noche pasó tranquila, turbada tan sólo por los aullidos de una pareja de lobos, y cuando aparecieron las primeras luces de la aurora emprendieron nuevamente su andar en busca del oasis de Kara Kum. No soplaba la más leve brisa, pero a pesar de ello, algunas cortinas de arena ondeaban hacia el occidente, que era la dirección que llevaba la pequeña comitiva.

— ¿Nos amenazará . otra “burana”? -interrogó Hossein.

— No, señor -fue el parecer del amaestrador de monos que observaba atentamente el horizonte-; la atmósfera está limpidísima y no advierto ningún cirro que anuncie viento.

— Sin embargo -observó el gigante- esos polvos se levantan en forma de torbellino y no podrían hacerlo si no fuesen aventados.

— La causa debe ser algún grupo numeroso de animales -presumió Karawal.

— ¿Gacelas? -preguntó el joven. -No, ejemplares más grandes.

— Elefantes no deben ser -significó Tabriz- porque nunca los hubo en la estepa.

— Apostaría a que son onagres -opinó el “loutis”-. Algunas veces se dejan ver por estos eriales y siempre en grandes manadas. Hay que cuidarse de ellos, porque cuando corren no los detiene ni un cañonazo y tiran coces muy poderosas. Un día recibí una que casi me deja muerto. Cuando cargan lo mejor es aplastarse detrás de alguna duna y dejarlos pasar sin intentar hacer fuego.

— Yo comería con gusto un poco de asado de onagre -confesó el coloso-. La carne de estos asnos silvestres es apreciada’ hasta por los emires.

— Se dice que no falta ningún día de la mesa del cha de Persia -añadió Hossein.

— Pues tendrán que esperar otra ocasión para saborearla -significó Karawal.

Las nubes de arena continuaban y cambiaban brusca- . mente de dirección, como si las bestias que las producían se divirtiesen en galopar sin rumbo fijo. Por cierto que esa es la costumbre de los onagres, los cuales se pasan el día compitiendo entre ellos a quien es más veloz y sólo se detienen algunos momentos para comer un poco de gramínea.

— Pues parece que ahora se están entreteniendo en asustarnos, porque obstruyen el camino -observó Tabrizseñal de que nos han visto.

— Sí, también yo me he dado cuenta de ello -manifestó el bandido con cierta preocupación.

— ¿Qué hacemos, entonces? -preguntó Hossein.

El “loutis” estaba por contestar cuando aparecieron entre las nubes de polvo los primeros grupos de onagres galopando desenfrenadamente. Este animal es parecido al asno común, tiene su mismo tamaño, pero sus formas son más esbeltas, las orejas menos largas y el pelaje grisáceo con una línea longitudinal negra en el dorso que se cruza con otras dos a la altura de la espalda.

— ¡A ocultarse! -gritó Karawal con voz tonante.

Con pocos saltos ganaron la duna más cercana, de un par de metros de alto y cien de extensión, cavaron apresuradamente algunos pozos y se tendieron uno al lado del otro.

Eran lo menos cuatrocientos los asnos silvestres, y salvaban con rapidez prodigiosa las dunas que encontraban a su paso. Delante iban los machos, seguían los más jóvenes y luego las hembras, pero detrás de éstas había una retaguardia formada por los ejemplares más fuertes. Cuando llegaron a la altura detrás de la cual se guarecían Hossein y sus compañeros, se detuvieron un breve instante y la cruzaron levantando una enorme columna de polvo. Era tal la impetuosidad de su carrera, que pasaron sobre los tres hombres sin tocarlos con sus cascos.

— ¡Salvados! -exclamó Tabriz poniéndose en pie de un salto, con una pistola en la mano.

Pero había cantado victoria demasiado pronto, porque en ese momento aparecían dos masas amarillentas en lo alto de la duna persiguiendo a la manada.

— ¡Atención! -advirtió al verlas-. ¡Leones!

— ¡Huyamos! -gritó a su vez el “loutis”-. ¡Pronto! ¡Pronto!

Una suerte de cerro de arena de unos diez metros de elevación surgía a unos cincuenta pasos y hacia él corría desesperadamente el bandido.

— ¡Piernas, señor! -recomendó el coloso a su patrón, siguiéndolo.

En el tiempo que dura un relámpago alcanzaron la cúspide del cerro y se aprestaron a defenderse. Los leones, advertidos un poco tarde de su presencia, se quedaron indecisos entre acometerlos o seguir detrás de la velocísima presa que perseguían. Los onagres habían aprovechado su detención para ganar distancia.

— ¡Esos pícaros nos han dejado en la estacada! -protestó el “bailamonos”-. ¡Como las fieras ya no podrán alcanzarlos, ahora se echarán sobre nosotros! … Son macho y hembra y probablemente deben de estar hambrientos.

— ¿De dónde pueden venir estos leones? -quiso saber Tabriz-. En nuestra estepa nunca he visto uno.

— Seguro que de los desiertos de Persia -susurró Karawal-. Hay muchos en ese país.

— ¡Cuidado! -avisó Hossein-. Se acercan.

Las bestias carniceras habían cruzado la primera duna. Eran de talla más bien pequeña pero muy temibles por su extremada agilidad. No parecían tener mucha prisa por atacarlos y los observaban con cierta inquietud a juzgar por el movimiento de sus colas.

— Tomemos posiciones -sugirió el gigante-. Yo cuidaré esta parte y ustedes la contraria, pues tengo la impresión de que atacarán por ambos lados.

— A menos que esperen la noche -apuntó el amansamonos.

— ¿Y nos tendrán aquí quemándonos al sol y sin tener nada que llevamos a la boca?

— Ya te resarcirás después con un muslo de león -lo consoló su señor.

— Pésimo bocado, señor; valía más el guepardo.

— Parece que las bestias están de consulta -dijo el sobrino del “beg” que no las perdía de vista. Vuelto a Karawal inquirió-: ¿Están cargadas tus pistolas?

— Sí, señor, pero dudo que la pólvora prenda: todavía debe estar mojada.

— Yo no tengo más que una carga. ¿Y tú, Tabriz?

— Dos, patrón; algo es algo. Empero tenemos los “cangiares”, que también valen… ¡Ah, parece que los señores leones están explorando! ¡No los creía tan prudentes!

— Procuran ganarse la comida sin exponer la piel -comentó el bandido.

Las dos fieras, después de haberse aproximado a la pequeña colina casi arrastrándose por la arena, se habían separado y cumplían el giro en sentido opuesto, con los ojos puestos en la altura, como si la midieran para elegir el punto más favorable al asalto.

Concluida la exploración se habían echado el uno junto al otro y emitían roncos rugidos.

— Es el asedio -dijo el “loutis”-. Anoche fue el guepardo, hoy los leones: voy a terminar en el vientre de una bestia feroz…

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