Capítulo 8 El Ataque De Los Leones

Los animales carniceros de cualquier *taza, que no vacilan en atacar gacelas, antílopes y hasta jirafas en pleno día, no se atreven con el hombre aunque estén hambrientos. Se diría que su mirada los hacen titubear y esperan las tinieblas para agredirlo. Los dos leones, quizás impresionados también por la actitud resuelta de los tres viajeros, estaban esperando que desapareciera el sol para obrar.

— Comienzo a creer que tengan el estómago menos vacío de lo que nos imaginábamos y que anoche han disfrutado de una cena más copiosa que la nuestra -opinó el coloso.

— Estamos perdiendo un tiempo precioso -lamentó Hossein.

— En cuanto pasemos el Amú-Darja dispondremos de los caballos que queramos y en un par de días alcanzaremos la tienda del “beg”, señor -lo alentó el servidor.

— ¡Con tal que ella estuviese allí…! -murmuró el jo; ven que sólo pensaba en Talmá.

— Silencio, señor; éste no es el momento oportuno para hablar de estas cosas… ¡Mire!

Los leones se permiten el lujo de echar una siestita… ¡Si los pudiera sorprender les acariciaría bien el lomo con mi “cangiar”! …

En efecto, las fieras al ver que los hombres no abandonaban la altura, habían colocado la cabeza entre las patas delanteras y entornado los ojos. Al coloso ya empezaba a aburrirlo aquella situación y suponiendo que se hubiesen realmente dormido, había decidido tentar un golpe audaz.

— ¡Pase lo que pase, voy a embestirlos! -dijo.

— ¡Te acompaño! -declaró el sobrino del “beg”.

— ¡Es una locura, señores! -les previno Karawal.

No era por sus vidas que se preocupaba el bandolero, sino porque si eran despachurrados por los leones él se encontraría solo para afrontarlos.

— Quédate aquí si tienes miedo -le dijo Tabriz.

— Yo no soy un guerrero como ustedes, señores, sino un pobre “loutis” -lloriqueó el taimado.

— Permanece, entonces -concedió Hossein.

Los dos turquestanos armaron sus pistolas, desenvainaron los “cangiares” y con infinitas precauciones iniciaron el descenso del cerrito para ver de acercarse a las fieras hasta tenerlas a tiro. Estas parecían verdaderamente dormidas, pero cuando ya estaban a mitad camino detonó eh los ámbitos un rugido tan potente como un trueno. El macho había saltado como movido por un resorte, con la crin erizada, y se había encogido preparándose para el gran brinco.

— ¡Atento, señor! -gritó el gigante.

La fiera había arremetido contra el joven que se hallaba eh un plano más bajo, pero éste le hizo fuego con una calma admirable, deteniéndolo eh su impulso y haciéndolo rodar casi a los pies de Tabriz.

— ¡Ahora me toca a mi! -aulló el servidor propinándole un formidable golpe de

“cangiar” eh la cabeza.

La leona eh tanto, al oír el rugido del compañero también se había incorporado, pero tuvo un instante de hesitación que aprovechó el coloso para descargarle las dos pistolas.

Profirió un bramido lamentoso y a largos saltos se perdió entre las dunas.

— ¡Eh, “loutís”! -gritó Tabríz-. ¿Has visto cómo los hombres de la estepa turquestana saben matar a vuestros leones?

— Tiran ustedes mejor que los cosacos del Don -se limitó a expresar el bandido.

— Ahora podemos continuar nuestro viaje -consideró Hossein-. Hemos perdido demasiado tiempo y llegaremos a hora tarda al oasis de Kara Kum.

Bebieron unos sorbos de agua del odre y se pusieron eh movimiento procurando

caminar lo más ligero posible. Alcanzaron la meta completamente deshechos, muertos de hambre y sedientos, tres horas después de ponerse el sol. pero en ese terreno más vasto, poblado de árboles y de rica vegetación, no sólo encontraron agua fresca, sino gran cantidad de huevos de avutarda, por existir allí una inmensa colonia de estas aves.

Comieron de buen humor al margen del pozo y luego, mientras uno de ellos montaba guardia y mantenía el fuego encendido para alejar a posibles fieras, los otros dos dormían a pierna suelta.

Los días que siguieron fueron una monótona secuencia de marchas por la ilimitada estepa, interrumpidas solamente para comer algo y descansar un poco, y cuando cumplían la sexta jornada descubrieron por fin la zona umbrosa que se extiende a lo largo del Amú Darja. El pseudo. domesticador de mohos había maniobrado de modo de’ desembocar cerca del puesto quirguizo comandado por su amigo.

— Señores -dijo cuando se detuvieron delante de los primeros árboles, fingiendo incontenible alegría- la parte más difícil de nuestro viaje la hemos superado. Ahora no tenemos sino atravesar el río y entraremos eh la estepa de los filiados que confina con la de los sartos.

— Eres un buen hombre y recibirás un regalo digno del sobrino de un “beg” -le prometió Hossein.

— ¿Habrá aquí un vado? -inquirió Tabríz.

— Eso es lo difícil, señor -manifestó el bandido-; el Amú debe ser en esta parte ancho y profundo y sin una barca no podremos atravesarlo. Pero si no yerro debemos estar no distantes de una aldea de pescadores de “garitsa”. ¿Conocen ustedes esos exquisitos peces que se parecen a las truchas?

— Nos interesa más conocer a los que los pescan -apuntó el coloso.

— Si me lo permiten me. pondré a buscarlos. Tenemos todavía unas horas de luz y mis piernas aguantan perfectamente. Aquí pueden aguardarme tranquilos, pues estas riberas están deshabitadas; continúen andando hasta el río y enciendan fuego; me comprometo a volver con una barca.

— Bien; nosotros trataremos entretanto de procurar la cena -dijo Hossein.

El “loutís” se alejó siguiendo el margen de la arboleda y el gigante y su, señor se internaron bajo la bóveda de follaje para gozar de su deliciosa frescura al cabo de ocho días de extenuantes caminatas asaeteados por los ardientes rayos del sol.

— ¡Me parece revivir! -exclamó el coloso-. Siento cómo los poros de mi reseca piel absorben voluptuosamente la humedad de este ámbito… ¡Hasta husmeo el aire de nuestra estepa, señor! …

— ¡Se va acercando la hora de la venganza…! -dijo Hossein que se había puesto sombrío.

— ¡Si, patrón; y el castigo debe ser despiadado como es ley entre los hombres de nuestra tribu!

— Mi tío no perdonará. Lo conozco: es implacable. Pero me atormenta una sospecha.

— ¿Cuál, señor?

— Que Abei le haya hecho creer que he muerto y obtenido sustituirme al lado de Talmá.

— Descarta por ahora esos malos pensamientos e intentemos averiguar si es posible cruzar el río sin esperar la vuelta del “loutis”.

En aquel sitio el Amú tenía un ancho de más de medio kilómetro, su corriente era muy rápida y parecía profundo; además, la orilla opuesta no ofrecía ningún punto de abordaje.

Estaba formada por altísimas rocas negruzcas, cortadas a pico, que trasudaban una materia viscosa de color oscuro que se deslizaba lentamente al agua.

— Sin una embarcación no podremos pasar -manifestó el coloso- y deberemos hacerlo más arriba o más abajo de aquí, pues enfrente tenemos un terreno petrolífero: no hay sino ver el líquido que mana de aquellas piedras.

— Esperemos entonces al hombre de los monos. Sabiendo que va a recibir un premio, no dejará de volver.

— Entretanto iré a buscar algo de comer. No ha de faltar aquí algún árbol frutal.

No fue muy rendidora la excursión de Tabriz, ya que sólo recogió algunas grosellas y bayas.

— Por el momento contentémonos con esto -dijo-. El domamonos sabe que estamos desprovistos de víveres y pos traerá de seguro muestras de famosos peces.

Comieron golosamente la fruta y se sentaron bajo una gigantesca encina que extendía sus ramas en todas direcciones. Amo y siervo se quedaron callados con la mirada fija en la otra ribera. Ambos pensaban en lo mismo: el “beg”, Talmá y, sobre todo, en el indigno causante de todas sus desdichas. Hacía varias horas, que las tinieblas los rodeaban cuando el gigante, que observaba de tanto en tanto el curso del río, percibió algunos puntos luminosos que se reflejaban en sus aguas.

— Barcas de pesca -reconoció incorporándose-. El “loutis” nos había prometido una y viene con varias… Hubiera preferido, sin embargo, lo primero.

— ¿Temes algo, Tabriz? -preguntó Hossein, que parecía salir de un sueño.

— Nunca he tenido relaciones con los pescadores del Amú, señor, de manera que no puedo decirte si son buenas o malas gentes.

— Si son bandidos es poco lo que podrán robarnos, porque los bukanos del emir me sacaron hasta el último “thomán”.

— Como a mí -ratificó el coloso.

Los puntos luminosos aumentaban a los vistos y comenzaban a delinearse las siluetas de las embarcaciones; pronto se distinguieron a los remeros que se esforzaban por vencer la correntada: eran seis unidades tripuladas cada una por cinco personas. En la proa y a la extremidad de un largo palo había una especie de bola hecha con alambre de cobre entretejido dentro de la cual ardía un hachón impregnado en petróleo. No sin cierto estupor, los dos observadores notaron posados sobre las bordas, uno al lado del otro, numerosos pájaros de patas más bien largas, que parecían en libertad.

— ¿Pero estos hombres se dedican a la pesca o a la caza? -exclamó Tabriz-. ¿Qué hacen allí esos avechuchos?

En ese momento una voz conocida se hizo oír desde la flotilla:

— ¡Aquí estoy, mis señores! ¡Llego en buena hora!

— ¡El “loutis”! -gritaron a un tiempo Hossein y Tabriz.

Con pocos golpes de remo la chalupa en que venía atracó en el sitio donde ardía él fuego y el bandolero saltó a tierra anunciando:

— Somos huéspedes de estos pescadores, muy buena gente de la que no tenemos nada que temer.

— ¿Nos trasladarán al otro lado del río?

— Sí señor, pero a la madrugada, porque ahora van a emprender la pesca de la “garitsa”.

Por otra parte, para encontrar un lugar en que efectuar el desembarco tendremos que navegar río abajo bastantes millas, pues en la ribera de enfrente la pared rocosa se extiende a larga distancia y detrás hay una vasta zona petrolífera. Vengan a bordo y asistirán a una pesca muy divertida.

— ¿Con el vientre vacío?

— No; ya he pensado en ello. Preparé una canasta con pescado cocido, galletas de maíz, un frasco de “cumis” y pipas.

Saltaron a la barca que era la mayor de todas y los remeros la hicieron avanzar ofreciendo la popa a la corriente.

— Dime un poco, “loutis” -lo interrogó el gigante sin dejar de comer-. ¿Qué hacen aquí esos pajarracos?

— Sirven para pescar la “garitsa”, señor. Son somorgujos del mar de Aral, buceadores infatigables amaestrados para esta pesca, que se realiza especialmente en las noches oscuras como la de hoy.

Las seis barcas se habían colocado formando dos líneas en mitad del río y los hombres movían los remos hacia atrás para atenuar la rapidez de la corriente. En el mar de Aral y los cursos fluviales que desembocan en él, así como en los de China y del Japón, los pescadores utilizan aquellos palmípedos para obtener pesca abundante, del mismo modo que en las estepas se valen de los halcones para la caza. Ello hace a ambas operaciones además de productivas interesantes.

Los somorgujos, ávidos comedores de peces, tienen una habilidad excepcional para sacarlos porque pueden mantener mucho tiempo la cabeza bajo el agua. Bien amaestrado, cada uno de ellos puede proporcionar el sustento a una familia de pescadores. Se emplean raramente de día porque las horas más propicias son las de la noche. Los peces son atraídos por la luz que colocan en los fanales de las chalupas y cuando se muestran a flor de agua, obedeciendo a un silbido las aves se arrojan sobre ellos. Las más atrevidas son las jóvenes: se zambullen, aferran la presa y la llevan a su patrón, el cual podría esperarla en vano si no les hubiese puesto en el cuello un apretado anillo de bronce que les impide tragarla. Son tan estúpidas y obedecen de tal modo a su instinto, que a pesar de no poder

aprovechar su trabajo, lo prosiguen hasta el fin. Reciben como recompensa las entrañas de las víctimas que devoran hasta el hartazgo. Un somorgujo produce por excursión de quince a veinte kilogramos de pescado, que multiplicados por los que lleva cada barca representa una respetable ganancia para su propietario.

La flotilla se deslizaba río abajo y las aves pescadoras iban y venían trayendo en cada vuelo una “garitsa” que la tripulación destripaba seguidamente. Fuera de esa tarea, sólo tenia la de renovar las antorchas de los fanales. Cuando llegó a una parte del río tan ancha que formaba un lago sembrado de pequeñas islas boscosas, dijo Karawal a Tabriz:

— Aquí van a realizar la gran pesca, porque es el punto donde la “garitsa” se reúne en mayor cantidad.

Empero, en las chalupas que avanzaban se produjo un hecho inesperado: los somorgujos apenas tocaban el agua se apresuraban a regresar a bordo y se negaban obstinadamente a volar de nuevo. Entre los tripulantes comenzó a manifestarse entonces cierta agitación: escrutaban el agua, olfateaban el aire, detenían la marcha. De pronto partió un clamor de la primera:

— ¡Huyamos!. .. ¡Huyamos!.. . ¡La nafta! …

Y al mismo tiempo se veía una inmensa llama que avanzaba sobre la superficie del agua.

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