Capitulo 6 El Amaestrador De Monos

En efecto, el animal que había intentado sorprenderlos en el sueño, era un oso y pertenecía a una raza particular que se encuentra en el continente asiático, especialmente en las pendientes de la gran cordillera que, partiendo de la India se extiende hacia el Afganistán y la Tartaria. No tienen la corpulencia de los osos negros o castaños; son más ágiles, su hocico es aguzado, las orejas grandes y redondas, el pelo oscuro estriado de blanco en el pecho y una especie de crin les rodea el cuello. Son muy robustos y corajudos y el que acababa de abatir Tabriz pesaría no menos de doscientos kilos y presentaba tres grandes heridas abiertas por el “cangiar” de su adversario.

— Primero le partí la espina dorsal -comprobó el gigante sin mostrarse mínimamente impresionado -y. cuando empezó a morderme, lo ataqué con el “cangiar”. Los usbekis tienen pésimas pistolas, pero saben afilar bien sus armas blancas.

— ¿Cómo puede encontrarse aquí esta bestia que habita generalmente en las montañas?

— Es lo que también yo me pregunto. Debe haber descendido del Kasret-Sultán empujado por el hambre.

— Son peligrosos estos animales ¿verdad?

— En mi juventud cacé algunos. Atacan a los hombres y son el terror de los criadores de caballos. Muy golosos de miel y fruta, no desprecian la carne cuando la han probado, sobre todo la de los equinos. Pero los perjudicados se indemnizan con la de ellos, que es más sabrosa que la del carnero… Lo comprobarás en breve.

Mientras hablaba, el gigante había cortado las patas traseras del oso y con el “cangiar”

estaba cavando un agujero de medio metro de profundidad; luego lo llenó de ramas secas entrecruzadas y les prendió fuego.

— He aquí un horno soberbio -explicó-. Ahora hay que quitar el cuero a las patas y envolverlas en hojas para que no se quemen.

— ¿Me vas a enseñar a cocinar, Tabriz?

— Talmá me lo agradecería… ¡Qué bruto soy!… No debía recordártela… ¡Perdóname, señor!

— ¡Al contrario, Tabriz es bueno que hablemos de ella! -lo tranquilizó Hossein, que se había puesto intensamente pálido-. Pero termina antes tus preparativos.

El servidor desembarazó el foso de los tizones semiconsumidos e introdujo en las cenizas calientes los dos jamones; cubrió de tierra hasta el ras y encendió encima una buena cantidad de leña y hojas secas para mantener el calor interno.

— Ya está hecho, señor.

— Dime, entonces: ¿qué me aconsejas hacer con respecto a Talmá?

— Matar a tu primo, señor… Es él quien ha pagado a los “águilas” para raptarla y el que intentó asesinarnos. ¡Mátalo sin piedad, sin misericordia! ¡Si tú no lo haces, juro por Allah que lo haré yo! … Tú no has advertido ciertos actos sospechosos que no escaparon a tu tío ni a mí…

— ¿El “beg”?

— Sí, también él había notado algo y antes de que abandonáramos la estepa me encargó que vigilara a Abei.

— ¿Quieres queme vuelva loco, Tabriz?

— Quiero abrirte los ojos. Por otra parte, ¿no tenemos las pruebas? No sólo trató de asesinarnos, sino que llevó su infamia hasta colocarte en la faja documentos que habían de perdernos en el caso de no sucumbir a su primo traidor.

— ¡Tienes razón, Tabriz! ¡Tengo que matarlo! -rugió Hossein-. Pero de Talmá… ¿Qué le habrá sucedido a Talmá, Tabriz? ¡Dime algo! …

El fiel amigo estaba por abrir los labios, pero no se atrevió a exteriorizar lo que pensaba y contuvo su impulso. Dejó pasar algunos instantes y dijo:

— Cálmate, señor. ¿Has olvidado a tu tío? Giah Agha no dejará que tu prometida quede en manos de los bandidos y procurará rescatarla aunque tenga que emplear en ello toda su fortuna.

— ¿Y a quién la dará si se corre la voz de que hemos caído bajo los muros de Kitab?

— No hará nada si antes estar completamente convencido de tu muerte. Además, ¿no estamos libres ahora?

— Todavía no hemos salido de la estepa, Tabriz…

— Saldremos. Los usbekis han de creernos sepultados en la arena y no perderán el tiempo en buscarnos. Estoy seguro que están galopando con rumbo a Bukara.

— Acaso tengas razón -concedió Hossein, que parecía un poco más tranquilo-. ¿Crees que estamos muy, lejos del Amu-Darja?

— Creo que no lo alcanzaremos antes de una semana, patrón. No podemos contar con nuestras piernas, pues acostumbrados al caballo, somos muy malos caminantes. Tratemos de hacer honor al asado si queremos reponer las fuerzas; después nos pondremos en macha llevando algunas provisiones con nosotros.

— Sobre todo agua, aunque no veo en qué recipiente.

— Utilizaremos la vejiga del oso, que puede contener varios litros, señor. Olvida tus preocupaciones y hagamos honor a los jamones, que deben estar a punto.

El coloso excavó la ceniza y los retiró sin hacer. caso del calor, aspirando el olor exquisito que de ellos se desprendía.

— ¡Un bocado que nos envidiaría el mismo cha de Persia! -elogió.

Cortó varias anchas hojas de plátano y depositó la carne sobre ellas después de limpiarlas de las quemadas que la envolvían.

— ¡Cocción perfecta! ¡Mira el rosado y agrietado de la piel, patrón!…

Dividió el asado en cuatro pedazos y comenzaba a saborearlo cuando oyeron una voz jovial decir tras ellos:

— ¡Buenas noches, mis señores! ¿No hay nada para un pobre “loutis” que se muere dé hambre y que ha perdido a los colaboradores que lo ayudaban a vivir?

Hossein y Tabriz, tomados de sorpresa, se pusieron de pie y empuñaron sus armas. El hombre que había salido de la mata de tragacantos hizo un gesto de innocuidad y aña

— ¡No teman nada de mí, señores! ¡Ya ven que no soy más que un pobre diablo!

— Me parece haberte visto otra vez -dijo Tabriz, después de haberlo escudriñado atentamente.

— Y a mí también, señor, me parece haberte visto -concordó Karawal, pues era él.

— ¿No formabas parte de la caravana de prisioneros tomados en Kitab?

— Sí; la seguía para divertir con mis monos a aquellos infelices y ganarme el sustento.

— Si no me equivoco tenías un compañero… ¿Cómo te encuentras ahora aquí? ¿Por qué no has continuado con la caravana?

— Cuando arreció la tormenta me sentí elevar en el aire y arrojar no sé donde.

— Igual que nosotros -terció Hossein.

— Al recobrar el sentido me encontré en medio de las dunas con los huesos destrozados; me orienté lo mejor que pude y traté de ganar de nuevo el campamento, pero en el sitio en que debía hallarse no encontré ni tiendas ni ánima viviente.

— ¿Habían partido?

— Lo dudo, señor; creo más bien que hombres y animales hayan sido sepultados por la violencia de la “burana”. Sólo vi una enorme colina de arena y si hubiese dispuesto de algún instrumento para hacer una excavación, lo habría comprobado.

— Prosigue. ¿Y luego?

— Me puse en marcha para alcanzar este oasis antes de morir de sed.

— ¿Conoces entonces la estepa?

— He nacido en ella; además nosotros, los amaestradores de monos, no cesamos de caminar durante toda nuestra vida, por lo que la Tartaria, Persia, el Beluchistán, nos resultan completamente familiares.

— Siéntate y come -lo invitó Hossein-; tenemos carne en abundancia.

— Lo veo, señor -constató el “loutis” echando una mirada ávida sobre el cuerpo del oso que yacía a pocos pagos.

Los tres se pusieron a comer sin agregar palabra. El bribón devoraba como si no hubiese probado bocado desde hacía varios días y una sonrisa de satisfacción se dibujaba en sus labios, producida no por el hambre apagada, sino por haber dado con los fugitivos.

Terminado el banquete dedicaron varias horas a prepararse para la prosecución del viaje.

Asaron otra buena parte del oso, convirtieron su vejiga en odre para llevar el agua y abandonaron el oasis con rumbo opuesto al que seguía la caravana. Tabriz, que las últimas experiencias hicieran desconfiado en extremo, había prestado muy poca fe a las afirmaciones del “bailamonos” pues sabía que después de un fuerte huracán la

estepa cambia de fisonomía y no es fácil reconocer un lugar cualquiera. En ese momento atravesaban una región cubierta de “tepe”, montículos de tierra finísima dispuestos en estrato, debajo de los cuales se encuentran carroñas de bestias y también de seres humanos. Ninguna mata de hierbas alegraba el inmenso erial; ni un pájaro, ni una gacela lo animaba: hasta las avutardas, comunes en otras estepas, allí faltaban en absoluto.

— ¡Qué triste región! -lamentó Hossein.

— ¡Y de este espectáculo tenemos lo menos por ocho días! -advirtió Tabriz que sudaba copiosamente-. ¿Verdad, “loutis”?

— Sí; no tardaremos menos en alcanzanzar las limpias aguas del Amú-Darja, señor -

confirmó éste.

— ¿No equivocaremos la dirección? -inquirió Hossein.

— Un trotamundos no se equivoca nunca; si podemos renovar nuestra provisión de agua y aguantan nuestras piernas, llegaremos de seguro.

Hacía algunas horas que el sol había desaparecido cuando los viandantes, completamente agotados, decidieron hacer alto entre dos dunas que formaban una especie de barranco bastante profundo en el que se veían los esque- letos de algunos camellos y caballos.

— ¡Compañía poco alegre! -comentó el coloso-. ¡Pero que nos dará menos fastidios que los vivos!

seguro que a éstos los ha sepultado alguna “burana”, pues de lo contrario tendríamos a los usbekis siguiendo las huellas que vamos dejando en la arena y que se mantienen hasta que sopla de nuevo el viento.

— ¿Sabes dónde nos encontramos, “loutis”?

— A pocas horas de marcha de otro oasis al que llegaremos antes del mediodía.

— ¿Hay. allí agua y caza?

— Así lo espero, señor.

— Creo que haremos bien en dividir la noche en cuartos de guardia.

— Es inútil señor -objetó el bandido-. Nadie vendrá a turbar nuestro sueño. En estos parajes en que falta el agua no se ve nunca a nadie. Cenemos y durmamos tranquilamente para reponer fuerzas y poder reanudar la marcha al despuntar el alba.

Devoraron otro trozo de oso, bebieron parcamente y cavaron un pozo en la arena en el que se dejaron caer teniendo las armas a mano. Diez. minutos después Hossein y Tabriz, que estaban rendidos, dormían profundamente, pero no Karawal, quién habituado quizás a caminar o más resistente al sueño, había pegado el oído en el suelo y puéstose a escuchar acuciosamente. Permaneció así una media hora, luego se incorporó silencioso tratando de no hacer crujir la arena y musitó:

— Debe ser él; no es tan tonto como lo creía… -dirigió f una mirada a los durmientes y prosiguió-: ésta sería una buena ocasión para terminar con ellos, pero es peligroso. Con este oso no debe jugarse… mientras mato a uno el otro puede saltarme encima y entonces

¡adiós ambiciones de comandar la banda! Hay que ser prudente y tener paciencia… ¡No soy un estúpido!

Esperó algunos minutos y después de comprobar que ni Tabriz ni Hossein se habían movido, ascendió la duna sin producir el menor rumor y se situó en la cima monologando:

— No debe de hallarse lejos; mis sentidos no me engañan jamás. -Armó una pistola del par que llevaba oculto en su ancha faja y dijo-: Las precauciones nunca están de más…

Una sombra se había dibujado sobre otra alta duna. El falso “loutis” se llevó dos dedos a la boca y emitió un leve silbido al que respondió otro igual; la sombra se dejó resbalar hasta el pie de la duna y Karawal hizo lo mismo.

— No me engañé, Dinar -dijo éste cuando se encontraron-; muchacho querido, te estás convirtiendo en un hábil bandido más pronto de lo que yo pensaba. Si continúas a este paso, cuando yo sea el jefe de los “águilas” tendré en ti un buen lugarteniente:

— El mérito es de mi maestro -reconoció con toda modestia el aprovechado discípulo- y espero responder con honor al alto cargo.

— ¡Ajá!… ¿De modo que también tú tienes tus ambiciones?… ¡Muy bien! Con ambición se puede conquistar el mundo… Dime ahora cómo te ha ido.

— He podido seguirlos sin ninguna dificultad… ¿Así que son ellos?…

— ¡Por Allah, el Profeta y todos los santos de nuestro Paraíso!… ¡Es claro que son ellos!

… ¿Sabes algo de los Bukaros?

— No he vuelto a verlos. Sospecho como tú, que la tempestad los habrá enterrado.

— Hemos hecho bien en escapar cuando vimos que lo hacían nuestros queridos amigos…

— ¿Qué piensas hacer ahora, Karawal?

El bandido mayor se acarició la barba y miró las estrellas como si les pidiera inspiración; luego declaró con voz grave:

— Es preciso que cumplan su interrumpido viaje a Bukara, así embolsaremos otra recompensa que nos dará el emir y también estaremos seguros de que allí terminarán su aventura mientras nosotros redoblamos las ganancias.

— ¡Eres un genio de sagacidad, Karawal! ¿Y cómo realizaremos ese propósito?

— Muy fácil: a orillas del Amú hay un; puesto de usbekis y quirguizos, mitad soldados y mitad bandoleros, situados allí por el emir para vigilar la frontera. A su jefe, que un tiempo formó parte de los “águilas”, lo conozco bien. Supongo que no tendrás miedo de atravesar solo la estepa del hambre; eres joven y robusto y en seis días puedes alcanzar el puesto y hablar con él. Ese hombre por pocos “thomanes” sería capaz de matar a su padre, además de que podrá contar con un premio del emir.

— Bueno, ¿y después qué pasa?

— ¿Recaes en tu estupidez, muchacho? Yo conduzco a mis dos hombres al Amú-Durja; el pelotón de usbekis nos detiene, nos hace prisioneros a los tres… ¿Comprendes?

— ¿Y no informaremos de esto al señor Abei?

— Se necesitarían de quince a veinte días para llegar a la estepa de los sartos y no contamos ni podemos fiarnos de nadie. Lo sabrá todo a nuestro regreso.

— ¿En qué paraje se encuentra ese jefe usbeki amigo tuyo?

— En Georlu-Tochgoi … ¿Sabrás hallarlo?

— Allí pesqué muchas veces con los somorgujos, cuando era niño, la deliciosa “garitsa”

que tanto abunda.

— Entonces, hijo mío, parte sin pérdida de tiempo y trata de llegar entero a ese lugar.

— Adiós, Karawal.

El joven Dinar se echó a la espalda una alforja con víveres, remontó la duna y desapareció tras ella.

— ¡Así es como se dirigen los negocios! -murmuró Karawal refregándose las manes alegremente-. Comparado conmigo Hadgi, que asumió la jefatura de los “águilas”, no es más que un cretino.

Y fue a reunirse con sus protectores.

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