Capítulo 11 La Derrota De Los Usbekis

El fortín que defendía los vados del Amú-Darja en ese punto de la frontera estaba situado sobre una pequeña colina, posiblemente la única altura de la estepa occidental.

Aunque no era muy recio, ofrecía cierta importancia porque estaba formado por un grupo de construcciones de adobe en un terraplén munido de almenas y contaba con cuatro falconetes que disparaban balas de una libra.

Desde allí los turquestanos dominaban el río en un largo trecho y a toda la aldea.

Divisaron en seguida la choza que acababan de abandonar, la cual estaba aislada de todas las demás en la extremidad meridional. Delante de ella ardían hachones de leña fétida que expandían nubes de humo negro y a poca distancia se hallaban en acecho los soldados del emir fusil en mano, preparados a recibir con una descarga a los presuntos asilados. Eran unos cuarenta y a ellos se habían agregado algunos pescadores, más por curiosidad que para prestarles ayuda. Tabriz exclamó de pronto:

— ¡El “loutis”! … ¡Allá! … ¡Atraviesa el río en una barca llevando dos caballos!

— ¿Huye?

— ¡Lo apostaría! Ha de haber recibido el precio de su traición y ahora trata de ponerse en salvo.

— ¡No debemos dejarlo escapar, Tabriz! ¡Quiero tener a ese hombre en mis manos, pues sospecho que es uno de los “águilas” pagados por Abei!

— Espera, entonces; voy a tratar de destrozarle la barca.

— ¡Te dije que lo necesito vivo!

— Haré lo que pueda por complacerte. Tú dispara contra los usbekis; yo miraré a ese perro y a su compañero, que me parece es el que nos cocinó el pescado.

Examinaron los falconetes y vieron que estaban todos cargados. Apuntaron con la mayor exactitud las dos piezas que se hallaban en las extremidades- de la batería y encendieron las mechas.

— ¡Allá va! -anunció Hossein.

Una fuerte explosión sacudió el aire y el proyectil fue a caer en medio de los usbekis, derribando a dos de ellos. El coloso hizo fuego a su vez y la bala dio en la popa de la chalupa en que huían los dos bandoleros. Entre los soldados del emir se produjo indescriptible estupor y se desparramaron en todas direcciones profiriendo aullidos y blasfemias.

— ¡A las otras piezas! -urgió Tabriz-. ¡No hay que darles tiempo de reponerse!

— Sabremos aprovechar los tiros… ¡Mira!. .. ¡La barca se hunde.

— ¡Por Mahoma! … ¡Esos miserables están ganando la costa a caballo! … Ah, pero a lo menos nos enseñan dónde está el vado! ¡Lo aprovecharemos!

Karawal y. Dinar, al ver que la chalupa se iba a pique, se habían tirado resueltamente al agua, obligando a hacer lo mismo a los caballos y como los separaban pocos metros de la ribera, llegaron rápidamente a ella y se perdieron en la espesura. El gigante, al verlo, exclamó con acento lamentoso:

— ¡Ah, señor! ¿Por qué no me permitiste matarlos?

Hossein no tuvo tiempo de contestarle: furiosos alaridos y algunos disparos de mosquete habían explotado al pie de la colina. Los usbekis se habían decidido a atacar cuando se dieron cuenta de quiénes eran los que habían ocupado el reducto.

— Patrón -sugirió Tabriz-, descarga los otros falconetes mientras yo voy a buscar más munición.

— Trae también fusiles y ten prontos dos caballos a la salida -completó el joven-.

Estemos listos para huir.

Mientras el gigante se alejaba corriendo, el sobrino del “beg” se puso a buscar el sitio donde se habían ocultado los enemigos. Estos, reparados por las rocas, habían alcanzado la base del sendero y avanzaban aguijoneados por la voz de su jefe.

— Los voy a tomar de enfilada -musitó Hossein-. Se me ofrecen en profundidad y dos balas bien dirigidas van a producir un descalabro.

Sin preocuparse del fuego de arcabuz que le hacían, resguardado como estaba por las almenas, puso en posición las dos piezas apuntando a lo largo del sendero y las descargó una tras otra. La primera bala le sacó limpia la cabeza, con turbante y todo, al que

comandaba la tropa, y la segunda derribó, como si se tratase de un juego de bolos, a media docena de soldados. Los demás se detuvieron un instante, indecisos entre continuar subiendo o salir disparando. La muerte de su jefe hizo que optaran por lo último: descendieron desordenadamente la vereda y ganaron el río, donde se encontraban varias barcas ancladas. Cuando Tabriz estuvo de vuelta con las municiones, ya se habían embarcado y remaban desesperadamente.

— Te perdiste lo mejor -le dijo Hossein-. Somos dueños de la aldea.

— ¿Escaparon?

— Ya no se les ve; han de ir a buscar refuerzos. Pero no vamos a ser tan torpes como para esperarlos.

— Los caballos están listos: elegí los dos mejores.

— ,Y los fusiles?

— Colgué dos de cada silla; había bastantes en el arsenal.

— Entonces, vámonos antes de que regresen y tratemos de vadear el río.

Traspusieron corriendo el declive del terraplén y alcanzaron la puerta detrás de la cual se hallaban las cabalgaduras; atravesaron una especie de rastrillo tendido sobre un precipicio, montaron de un salto y descendieron el sendero a todo galope. La aldehuela había sido abandonada por sus habitantes ante el temor de ser ametrallados por la batería del fortín.

— Si no nos salvamos ahora, no lo haremos nunca más -sentenció el coloso-. Mahoma y Alá nos protegen.

— Así lo creo -concordó Hossein-. Y lo hacen para que yo pueda castigar al infame que engañó a mi tío, me robó a Talmá y trató de asesinarnos… ¡Al vado, Tabriz! ¡Nos espera nuestra querida estepa turana!

Los caballos no opusieron ninguna resistencia para entrar en el agua; el fondo se tocaba a poco más de un metro y avanzaron con toda seguridad. Un cuarto de hora más tarde ponían el pie en la ribera opuesta que no era muy escarpada.

— Sigamos las huellas del “loutis” y su compañero, Tabriz.

— Dejaron un pasaje entre estas hierbas, de modo que no nos será difícil hacerlo. Estarán lejos, pero no nos llevan más de una hora de ventaja.

— ¡Acelera!

Se habían internado apenas en la arboleda cuando sintieron resonar un tiro de arcabuz y una voz que intimaba:

— ¡Alto! ¡Son prisioneros!

— ¡Prepara el “cangiar”, Tabriz, y carguemos! -gritó Hossein.

Por fortuna la amenaza no tuvo consecuencia, pues con gran sorpresa, los fugitivos pudieron continuar camino sin ser molestados y penetrar en la inmensa estepa de los filiados.

— ¡Esta es la libertad! -exclamó el gigante.

— ¡Y la venganza! -agregó Hossein-. ¿Ves las trazas del “loutis”, Tabriz?

— Sí, patrón; por aquí pasaron los dos granujas: las hierbas no se han enderezado todavía.

— ¿Se habrán resignado los usbekis con su derrota o nos perseguirán?

— No creo que se atrevan a invadir la frontera…

La soberbia, verdeante llanura, donde las hierbas estaban constantemente en movimiento, como las olas del mar, se abría ante ellos. El sol tramontaba envuelto en un nimbo de oro y púrpura, pero pronto la luna aparecería en todo su esplendor. En la vasta planicie no se distinguía una tienda, un animal, ni tampoco vestigios de los bandidos. A pesar de ello, los jinetes no perdían la esperanza de alcanzarlos.

— Antes de que lleguemos a orillas del mar Negro o a los confines de Persia, les caeremos encima -sostenía Tabriz-. Es imposible que monten caballos mejores que los nuestros.

— ¿Hacia dónde crees que se dirigen?

— Lo más probable es que busquen pasar a territorio irano.

— En ese caso tendrán que cruzar la estepa de los sartos… ¡Tengo necesidad de ese hombre, Tabriz! ¡Es un testimonio precioso!

— Que yo preferiría torcerle el cuello antes que llevárselo a tu tío.

— Cometerías un gran error, Tabriz…

— ¡Mira! -lo interrumpió éste-. Dos puntos negros en el horizonte.

— ¿Nuestros hombres?

— Podrían ser también dos liebres, señor. Esperemos a que salga la luna.

Hossein detuvo su montura y estudió con atención las dos manchitas que se veían en lontananza.

— Lobos no son -estimó-, más bien parecen caballos.

Reanudaron la carrera en el momento en que el sol desaparecía por completo sumiendo la estepa en profunda oscuridad.

— Atenuemos un poco la marcha, señor, y esperemos la salida de la luna que no tardará en producirse -propuso el coloso.

— Entonces los alcanzaremos de noche.

— Sería lo mejor. En alguna parte habrán de detenerse; sus caballos no son de hierro y tendrán necesidad de un poco de reposo.

Pusieron los animales al paso a la espera ‘de que una claridad en el horizonte les anunciase la aparición del astro nocturno. Tabriz no apartaba los ojos de la línea marcada por los perseguidos, bien visible entre las altas hierbas. No habían transcurrido veinte minutos cuando surgió de la extremidad de la planicie un gran disco de cobre inflamado

que proyectaba grandes fases de luz rosa, la cual se trans- formaba rápidamente en azulada.

— Ya tenemos ahí la luna que acude en nuestra ayuda -dijo el gigante-. Vamos a ver cómo en pleno día y en este mar de verdor, los caballos de nuestros bandidos se destacarán nítidamente.

— Deben de haber hecho alto en alguna parte, porque no los percibo -observó Hossein-.

También es posible que habiéndose dado cuenta de que son perseguidos, hayan forzado la marcha para ganarnos alguna milla.

— No lo creo, señor; sus animales no pueden competir con los nuestros. Lo más posible es que estén escondidos en algún sitio, de modo que hay que proceder con la mayor cautela. Pueden ser buenos tiradores, aunque nunca oí que lo fuera un “loutis” o un cocinero.

— Ya te dije que el “bailamonos” sospecho sea un “águila de la estepa”.

— En ese caso la cosa cambia. Pongamos al trote los caballos y seamos prudentes.

— Tengamos también prontos los fusiles.

Moderaron el paso y se alzaron sobre los estribos para abarcar con la vista mayor extensión en busca de un punto luminoso que descubriese el campamento de los dos pillastres.

— No se ve nada -rezongó el coloso- y no obstante siento, como los lobos cuando olfatean su presa, que nos han preparado una celada. En guardia y tratemos de ser nosotros los que los sorprendamos a ellos, ya que hay que tomarlos vivos.

Continuaron andando durante otro cuarto de hora hasta que Tabriz, que iba delante, tiró violentamente de las riendas.

— ¡Alto, patrón!

— ¿Hemos llegado?

— ¡Encabrita tu caballo!

Un relámpago iluminó el espacio seguido del estruendo de un grueso mosquete. El animal de Tabriz, que al recibir un vigoroso golpe de talón se había empinado sobre sus patas traseras, cayó arrastrando a su jinete. Hossein disparó el fusil disparando al acaso a ras de tierra. Se oyó un grito estridente:

— ¡Karawal… me han muerto! …

— ¡En cambio yo estoy vivo! -replicó el vozarrón del gigante.

Con toda habilidad, en el momento de derrumbarse su montura, había estirado las piernas y abandonado los estribos, de tal modo que fue a parar algunos metros más lejos.

Mientras se incorporaba un hombre salía de las hierbas y huía con la velocidad de un gamo. Era el “loutis” que, sin tiempo para saltar en su cabalgadura, había cifrado su salvación en su agilidad para mover los pies. El coloso lo vio y se lanzó tras él, “cangiar”

en mano, mientras Hossein lo corría a caballo. Pero cuando éste había avanzado unos pocos metros, salía volando por el aire: su montura había tropezado contra una cuerda

tendida y rodado al suelo. Por fortuna las hierbas allí tenían más de un metro de alto y la caída no tuvo mayores consecuencias. Tabriz, en tanto, perseguía encarnizadamente al fugitivo, al que gritaba sin pausa:

— ¡Párate, bandido, o te abro “el cráneo! ¡Es Tabriz, el gigante, quien te corre! ¡Me basta un puño para anonadarte!

El falso domesticador de monos, loco de terror, bufando como una foca, trataba de ganar distancia: parecía tener alas en los talones y la agilidad de los veinte años. Pero el coloso, con sus largas piernas, no le permitía la más pequeña ventaja y se le acercaba cada vez más. De pronto, el miserable dio un tropiezo y cayó. Tabriz le estuvo rápidamente encima y tomándolo por el cuello lo levantó como a un muñeco.

— ¡Estás en mis manos, canalla! -bramó.

— ¡Gracia, señor…! -jadeó el bandolero, sin atreverse a oponer resistencia.

— La obtendrás si hablas. Por lo pronto dame tu “cangiar” y el arcabuz y esperemos al patrón.

— ¿El señor Hossein?

— ¿Cómo? ¿Lo conoces? -aulló el gigante, apretándole el cuello con más fuerza, hasta hacerle salir un palmo de lengua-. ¡Ajá! … ¡Te has traicionado! ¡No andaba tan errado mi señor!

— ¡Gracia! … ¡Me estrangulas! …

— No lo haré ahora, ¡pero como no hables! …

Le quitó las armas, las colocó delante suyo y le advirtió con acento terrible:

— ¡Si haces un movimiento, te aplasto de un puñetazo! …

¡Y es bueno que sepas que me bastó uno para matar un día a un camello! ¿Me has entendido?

— Sí, señor Tabriz; no soy sordo -contestó el pillastre con voz temblorosa.

En ese momento una voz que venía de detrás de la mata preguntó:

— ¿Lo has apresado?

Era la de Hossein que avanzaba trayendo por las bridas su caballo y los de los bandoleros.

— Aquí lo tengo, señor, y no se escapará, te lo aseguro. El joven ató juntos a los tres animales y los hizo acostar

en el suelo; luego, armado de su “cangiar” se acercó al prisionero y le enrostró colérico:

Miserable! ¡Después de lo que has hecho, la muerte entre los mayores tormentos no sería suficiente para ti!

— ¡Gracia, señor! -imploró el infeliz-. ¡Yo no he obrado por cuenta propia!…

— ¿Quién te pagó? ¡Habla!

— Si por mí hubiese sido, no los habría traicionado… Por otra parte no deben negar que merezco un poco de reconocimiento, ya que sin mí no hubiesen salido vivos de la estepa del hambre.

— Es más astuto que el diablo el bribón éste –murmuró Tabriz.

— ¿Por cuenta de quién has obrado? ¿Del jefe de los “águilas”?

— No, señor. Después que Talmá fue liberada por tu primo Abei, no he vuelto a verlo y creo que todavía ignoraba que ustedes se hubiesen salvado.

— ¿De quién, entonces?

El malhechor vaciló un momento antes de responder.

— ¡Si no lo dices te haré asar a fuego lento!

— De tu primo.

— ¡De Abei!… -rugió el joven. -Sí; me había tomado a su servicio para que volviese a Kitab a verificar si tú y Tabriz habían muerto. Quería estar seguro.

— ;Ah, el infame! … ¿Y por qué necesitaba esa comprobación?

— Sin alguien que pudiese atestiguar tu muerte, ¿cómo habría de poder casarse con Talmá?

— ¡El miserable!…

— Una palabra, patrón -terció el coloso; y volviéndose a Karawal-: Tú debes saber quién fue que nos baleó a traición cuando hacíamos frente a los moscovitas.

— Sí; me han dicho que fue Abei.

— ¡Ese vil quería a mi prometida y le era necesaria mi vida! … Continúa: ¿Qué órdenes tenías que cumplir en Kitab?

— De ser posible, llevar los cadáveres a la estepa; en caso de que sólo estuviesen heridos, tratar de ponerlos en manos del emir, pues te había colocado encima documentos comprometedores.

— Ya ves, -patrón, que no me había engañado -apuntó Tabriz.

Hossein permaneció algunos segundos silencioso; luego dijo al bandido:

— Tengo derecho a matarte, pero te perdonaré la vida si declaras delante de mi tío la infame misión que te había encomendado mi primo.

— Estoy pronto a hacerlo -exclamó Karawal, respirando a pulmones llenos.

— Tabriz, ata los brazos a este hombre y colócalo a caballo. Partiremos al instante…

¡Tengo sed de venganza! …

El gigante amarró sólidamente al falso “loutis”’ y los tres emprendieron la marcha al trote corto de los animales a través de la interminable llanura.

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