Capítulo 10 Dos Contra Veinticuatro

Los usbekis que habían fugado ante la decisión y el coraje de los turquestanos, volvían reforzados y deliberaban a unos cincuenta pasos sobre la mejor manera de apoderarse de los recalcitrantes. Luego, temiendo alguna inopinada descarga, se habían tendido detrás de una mata de arbustos.

— ¡Uhm!… -murmuró el gigante-. ¡No me parecen muy corajudos estos soldados del emir! ¡Con dos docenas de hombres yo habría tomado a esta hora, de asalto, su reducto!

— ¡No te adelantes, Tabriz! La partida no ha comenzado todavía. Has olvidado que en el reducto hay falconetes y que esta tapera tiene las paredes de barro. .. -lo amonestó el joven, que no participaba de su optimismo.

En el mismo instante partió de la mata un tiro de fusil que fue a incrustarse en la mesa que les servía de barricada. El coloso dio un salto y se puso al reparo detrás de la puerta.

— Por lo visto se han decidido -dijo sonriendo-. ¡Son más prudentes que conejos.:.!

— ¡Calla, Tabriz, y trata de no exponerte!

— No temas, señor. Voy a dejar que derrochen sus municiones. También yo tengo apego a la vida, al menos hasta el día en que te vea vengado.

Una descarga siguió a su discurso: las balas penetraron en la tabla, en las paredes y en el techo.

— Patrón, tengo una idea que me parece buena. No te asustes si me oyes gritar, al contrario, imítame.

Resonó una segunda descarga: el gigante lanzó un alarido como si hubiese sido herido de muerte.

— ¡Grita también tú, patrón! … ¡Fuerte! ¡Fuerte!…

Aunque Hossein todavía no había captado la intención de su servidor, profirió un aullido salvaje.

— Ahora, silencio -le susurró Tabriz-. Finjámonos muertos.

Los sitiadores al oír los gritos se habían levantado con los fusiles humeantes; permanecieron quietos algunos minutos y al no percibir ningún rumor procedente de la choza, alentados por el tipo del turbante verde, avanzaron algunos pasos; luego como los ocupantes no dieran señales de vida, creyeron que ya no la tenían y decidieron retirar sus cadáveres del interior. Eso hizo que no tomaran la precaución de cargar sus mosquetes.

— ¡Atención, patrón! -murmuró el gigante, que se mantenía oculto detrás del batiente de la puerta-. Cuando sea el momento, cáeles encima saltando por arriba de la mesa.

El que iba a la cabeza del pelotón se había adelantado blandiendo una descomunal cimitarra y cuando estuvo a tres o cuatro pasos de la tapera empezó a gritar:

— ¡Ríndanse!… ¡Ríndanse!…

Como no obtuviera ninguna respuesta, esperó todavía un rato y luego declaró volviéndose a sus hombres:

— Están verdaderamente muertos. No esperaba de ustedes que tirasen tan bien…

Los veinticuatro soldados avanzaron valientemente, pero cuando estaban por remover la mesa, Hossein y el inmenso Tabriz la salvaron de un salto y cayeron sobre ellos haciendo resonar el grito de guerra de su tribu:

— ¡“Uran”! .. ¡“Uran”!.. .

El ataque fue tan inesperado que produjo un desbarajuste: los dos primeros golpes de

“cangiar” derribaron a la pareja de usbekis más adelantada con las cabezas partidas; el coloso con su sola presencia inspiraba pánico. Los atacantes, convertidos en atacados, se pusieron a disparar como liebres en pos de su jefe que marcaba el tiempo de la velocidad.

— Creo que por el momento tienen bastante -consideró Tabriz-. Pero pronto habrá que cuidarse mucho de las balas, pues van a caer como lluvia sobre nosotros.

— Mientras sean de fusil no me preocupan -expresó el joven- lo malo sería que se sirviesen de los falconetes que tienen en el reducto.

— Hasta ahora no han pensado en ellos; si llegaran a tener esa ocurrencia, no podríamos resistir mucho. -¿Qué hacen ahora esos poltrones?

— Nos están espiando y cambian ideas… ¡Parece que les agrada más parlotear que combatir! … No, me engañaba: van a consumirle más pólvora al emir.

Salieron algunos tiros de la mata que sólo produjeron ruido y humo, ya que las balas de esos viejos mosquetes no lograban atravesar las paredes de barro ni la mesa de un espesor poco común.

— ¡Adelante! ¡Música! -voceaba el gigante que parecía divertirse enormemente-. ¡Hace falta algo más que vuestros ruidosos fusiles para vencernos, estúpidos! ¡Vengan a desalojarnos con los “cangiares”, si se atreven!…

De súbito pegó un salto hacia la mesa sin cuidarse de las balas.

— ¿Qué haces, Tabriz? -le gritó Hossein.

— ¡El miserable…! ¡Allí… ! ¡El ” loutis”… ! ¡Está allí…!

— ¿Con los usbekis?

— Sí, patrón… se oculta… ¡El canalla! Pero lo tendré de ojo…

— ¡Sal de ahí…!

— Tienes razón, señor. Soy un idiota en exponerme así… ¡Algunos centímetros más abajo y mi cabeza estallaba…!

Una bala le había hecho saltar su alto gorro persa y desde ese momento tanto él como su joven amo se guardaron bien de asomarse, pues la fusilería continuaba sin pausa. Cesó media hora después, como si los sitiadores se hubiesen convencido de que estaban haciendo un desperdicio inútil de municiones.

— ¿Vendrán al asalto ahora, Tabriz? -preguntó Hossein.

— No parece que tengan esa intención -contestó el coloso-; al menos por el momento.

— ¿Irán a buscar los falconetes?

— ¡Eh, no lo sé, señor… ! ¡Pero no me siento muy tranquilo…!

— ¿Cuál será el fin de esta aventura…? Ya no los veo, ¿los ves tú?

— Desaparecieron todos… Habrán ido a desayunarse. Vamos a ver si encontramos nosotros también algo de comer. Mientras tú vigilas, yo hurgo.

En la mezquina habitación había algunos cajones contra las paredes y un baúl carcomido sobre el que yacía un jergón que debía servir de lecho al ocupante de la choza.

Tabriz buscó en su interior y tuvo suerte de hallar varias galletas de maíz y un cacharro con pescado frito conservado en grasa de camello. En un ángulo encontró también un vaso de “cumis”.

— Por un par de días tenemos víveres asegurados -dijo Tabriz después de realizada la inspección- y en ese tiempo pueden suceder muchas cosas… ¿Volvieron, patrón?

— No veo a nadie; se diría que han abandonado la empresa.

El gigante no contestó; estaba muy ocupado en mover algo que se hallaba en la base de una de las paredes. Se trataba de una tabla de encina encajada en el barro.

— ¿Qué haces? -quiso saber el joven.

— Algo debe de haber detrás de esto. .. -contestó el servidor tirando de la madera. ¡Es resistente! ¡Ya vas a ceder, querida; nada resiste a los músculos de Tabriz!

En uno de los fuertes tirones cedió el obstáculo y dejó al descubierto una abertura de más de un metro de circunferencia que debía comunicar con alguna caverna subterránea o por lo menos con algún sótano.

— Señor, cuida la puerta en tanto yo hago una exploración.

Se deslizó y desapareció mientras su compañero tomaba posición detrás de la mesa; pero no descubría a ningún usbeki. Seguramente estarían deliberando sobre algún plan para apoderarse de los duros combatientes. En esto pensaba el sobrino del “beg” cuando vio penetrar en la choza un objeto humeante que lo obligó a apartarse bruscamente.

Alguien había lanzado un hachón encendido.

— ¡No parece que se hayan retirado…! -murmuró Hossein.

Un acceso de tos le impidió continuar. Había caído otro cuerpo junto a la puerta del cual se desprendía un humo acre y hediondo.

— ¡El “alfek”! … ¡La hierba repugnante de los pantanos amargos! ¡A eso sí que no podremos resistir…! ¡Nos van a asfixiar…!

— ¡Por todos los diablos del infierno! -gritó detrás de él el gigante, que acababa de salir del pozo y se había puesto a toser-. ¡Llego bien a tiempo!

— ¡Nos van a agarrar, Tabriz! El viento sopla de aquel lado y dentro de poco la choza estará llena de humo.

— Sígueme, señor. Antes de que adviertan nuestra fuga estaremos lejos…! ¡Verás qué linda jugada…!

El coloso reía despreocupadamente, lo que demostraba que no había ningún peligro.

Sin pedir explicaciones, Hossein se puso detrás de su fiel servidor, quien después de haberse llenado los bolsillos de galletas y pescado había redescendido por la abertura.

— Aférrate a mi casaca, señor -le dijo- ya que no tic nes como yo ojos de gato.

— ¿Adónde vamos?

— No te preocupes; corre siempre tras mío antes de que ese humo pestilente nos asfixie.

El coloso caminaba de prisa con los brazos extendidos hacia adelante: parecía que , viese realmente, porque no hesitaba ni un segundo en su avance. El joven, en cambio, andaba a ciegas por aquel corredor tenebroso en el que no se filtraba un solo rayo de luz.

El suelo, al principio descendía, pero aproximadamente a los cien metros se empinaba sin que la oscuridad se atenuase. Un rato después anunció Tabriz:

— Ya llegamos. He aquí el aire fresco de la colina que empieza a acariciarnos. Todavía quince o veinte pasos y haremos trabajar a los falconetes.

— ¿Los falconetes? ¿Te has vuelto loco, Tabriz?

— ¡Ya verás, patrón! ¡Los tomaremos por la espalda! ¡Los vamos a ahogar a todos en el río, incluso al “loutis’! … ¡Alto! Ya estamos en la salida.

El coloso se había parado de golpe; sus manos tantearon una superficie metálica y al dar con una manija, la empujó con fuerza. Una gran claridad iluminó el corredor.

— ¡Una puerta de hierro! -exclamó Hossein-. ¿Adónde lleva?

— ¡Nunca podrías adivinarlo!

— ¡No me impacientes, Tabriz!

— ¡Ven!

Cruzaron la puerta y se hallaron en una suerte de depósito lleno de cajones y barriles, que recibía la luz por dos estrechas troneras.

— ¿Dónde estamos? -repitió el joven.

— En un polvorín: esos barriles están llenos de pólvora, ya los inspeccioné antes.

— ¿Será el reducto que vimos desde la barca?

— El mismo, señor.

— ¿De modo que nos encontramos en la guarida de los lobos de Bukana? Esperemos que no nos hagan pedazos.

— No lo creo. Por lo pronto cerraremos la puerta de comunicación que es sólida y se atranca con baras de hierro. Los usbekis no entrarán en el corredor antes de que pasen varias horas.

— ¿Estás seguro de que no hay nadie en el reducto?

— Cuando estuve no oí rumor alguno. Es indudable que toda la guarnición se encuentra en la orilla del río esperando que salgamos de la choza.

Atravesaron el depósito y pasaron a una caballeriza en la que se hallaban cuatro hermosos corceles persas. -¡Ya tenemos con qué vadear el río! -exclamó Tabriz. -¡Son soberbios! -admiró el sobrino del “beg”.

— ¡Calla! … ¿No has oído crujir una puerta? -¿Serán los soldados que vendrán a proveerse de mu

niciones?

— ¡Esto es lo que nos faltaría!.. .

En un ángulo había un montón de heno lo suficientemente alto como para ocultarlos y se colocaron detrás. Un paso pesado y cadencioso se hizo notar a lo largo de un pasaje cubierto que conduciría sin duda al reducto. Unos segundos después, un viejo bukaro armado de fusil entraba en la caballeriza y se dirigía al depósito de municiones. El gigante había hecho un movimiento para incorporarse, pero fue retenido por Hossein.

— Déjalo estar -le susurró-. Podría dar la voz de alarma. Cuando se haya munido de pólvora y balas retornará al río.

Es lo que sucedió: el hombre, a su regreso llevaba consigo dos bolsas de regular tamaño y se marchó sin haber notado nada. Al apagarse el ruido de sus pasos los dos esteparios se pusieron de pie.

— ¡Rápido, patrón! -apremió el, gigante.

Salvaron rápidamente el recinto cubierto y salieron al aire libre donde estiba la batería de cuatro falconetes afirmada sobre un terraplén. No había ningún centinela. El comandante, seguro de que a nadie se le ocurriría llegar hasta allí, había llevado a presenciar el asedio de la ”hoza a todos sus hombres. Tabriz buscó la puerta de salida del reducto al descampado y la atrancó con una gruesa viga.

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