Capítulo 5 A Traves De La Estepa

Ambos corceles corrían como si en efecto hubiesen querido ganar en velocidad al viento que barría sin descanso la interminable llanura. Eran dos bellos ejemplares persas, menos delgados y de formas más bellas ‘que los de raza árabe, de cabeza alargada y patas sutiles y nerviosas. Los animales de la estepa turquestana, donde los hay en abundancia ya que todas las tribus se dedican a su cría, son de una resistencia increíble, pero no tienen el galope fogoso de los oriundos de Persia, en especial los del Jorasán, que son los más estimados, aunque en verdad exigen mayores cuidados que los autóctonos,, los cuales no

necesitan ninguno, y sus propietarios antes de ponerlos en venta los someten a pruebas extraordinarias.

Hossein y Tabriz, a galope tendido, aguzaban el oído temerosos por instantes de que les llegara el estruendo de alguna descarga anunciadora de que el ataque a la morada de Talmá había principiado. Pero el viento soplaba del sud y dada la lejanía, aunque se hubiese producido no hubieran podido percibirlo.

— ¿Llegaremos a tiempo, patrón? -preguntó el servidor cuando habían galopado algunas milla-. Nuestros caballos despliegan una velocidad endiablaba, pero antes de una hora no nos será posible llegar a la casa de tu prometida. Y en ese tiempo puede tomarse de asalto hasta un fortín.

— Si nos enviaron a aquel desdichado mensajero, quiere decir que la gente de Talmá no piensa rendirse antes de nuestro arribo -contestó el joven aparentando calma.

— ¿Quién pudo haber empujado hasta aquí a los “águilas de la estepa”?

— Siempre caen cuando creen alzarse con un buen botín y Talmá es rica.

— Yo sospecho otra cosa, patrón, pero no oso decírtela.

— Debes hablar, Tabriz.

— He oído decir que el khan de Samarkanda y también el de Bukara se han servido muy a menudo de los “águilas” para proveer de bellas muchachas a sus harenes…

Hossein sintió como si le hubiesen dado un golpe en el corazón y vaciló en la silla.

— ¿Quieres matarme, Tabriz? -gimió con voz sofocada. -Yo no quería decírtelo, señor.

— ¿Pero será posible que esos desalmados hayan podido ser atraídos por la hermosura de Talmá más que por sus tesoros?

— La fama de la muchacha ha volado muy lejos y puede haber alcanzado el harén de los khanes.

— ¡Ay de ellos si así fuera! Por potentes que sean, mi cólera sabría golpearlos.

— Ten en cuenta, señor, que esto no es más que una suposición mía.

— Que me ha herido más dolorosamente que una puñalada.

— También es posible que sólo persigan apoderarse de las riquezas de tu amada, patrón.

— ¡Que se lleven todos sus cofres henchidos de oro y pedrerías, pero que no la toquen a ella! Nunca podrás formarte una idea, Tabriz, de lo mucho que la quiero… Cuando corro por la estepa, me parece verla huir delante mío como una visión celeste; cuando duermo, sueño que entra silenciosamente en mi tienda, se acerca a la cabecera de mi lecho y me murmura palabras de amor; cuando estoy cazando, el movimiento de los animales, el gorjeo de los pájaros, el rumor de las hojas movidas por el aire, todo me parece que me habla de ella… ¿Me entiendes, Tabriz?… Aguija, pues, a tu caballo, sin tregua, sin compasión… no importa que sucumba, lo mismo que el mío… tenemos muchos para reemplazarlos…!

— ¡Perros bandoleros! -rugió el gigante-. ¡Voy a hacer una carnicería de ellos, lo juro!

¡No les van a quedar ganas de abandonar sus malditas cuevas de la Quirguicia!

¡Apura, Tabriz!

Los dos bridones hacía media hora que galopaban sin disminuir su acelerado ritmo. De pronto el colosal siervo lanzó una exclamación.

— ¿Has oído, patrón? ¡La descarga!

— ¡Detén tu caballo! -le gritó Hossein.

El gigante, con la rapidez del rayo, de un terrible tirón hizo dar una vuelta a su montura que se plegó sobre los jarretes. El muchacho, que era más hábil jinete, había frenado de golpe el suyo a riesgo de quebrarle las patas. El viento soplaba con la mayor violencia y arrastraba trombas de arena que giraban vertiginosamente.

— Escucha, patrón -dijo Tabriz.

— Sólo oigo los rugidos del viento -contestó Hossein cuya frente se había inundado de sudor.

Los dos caballos, con la cabeza gacha, soplaban ruidosamente y parecían escuchar también ellos los estridentes silbidos que terminaban en gemidos agudos o cesaban de improviso y se alternaban con ensordecedores mugidos como los que producen las olas al romperse en la playa.

— ¿Tampoco ahora has oído, patrón? -preguntó Tabriz.

— Sí; es una descarga de arcabuces.

— Acaso estén asaltando la casa de Talmá…

— ¡Volemos! ¡Volemos!

Reanudaron la loca carrera. La morada de la muchacha distaba todavía unas nueve millas, que los incomparables corceles podían salvar en menos de una hora. Galoparon con la cabeza baja para evitar las ráfagas de arena respirando como fuelles por más de treinta minutos, hasta que Hossein, que escrutaba ansiosamente el oscuro horizonte, detuvo su jorasano al tiempo que le gritaba al servidor:

— ¡Atención, Tabriz!

— ¿Qué pasa, patrón?

— ¡Los lobos!

— ¡Mala señal! detrás de ellos estarán los “águilas”.

— Reposemos un momento. Si la casa de Talmá hubiese sido asaltada, habríamos oído repetirse los tiros de fusil. Llegaremos a tiempo.

Los bandidos que infestan las estepas turquestanas usan de un sistema especial, triste pero seguro para dar caza al hombre, porque de su delito no queda la menor traza: siguen a los lobos. Estas bestias, como es sabido, sólo atacan a las personas cuando están aisladas o en pequeño grupo, así es que en cuanto los salteadores entienden sus lúgubres aullidos, que el viento lleva muy lejos, montan a caballo y por la vía más breve caen sobre los

infelices viajeros y los roban y degüellan sin piedad. Los lobos; intimidados por la aparición de tanta gente montada, se detienen a cierta distancia y apenas aquéllos se retiran después de cometidas sus fechorías, se dan un banquete con los cuerpos de las víctimas. Los turquestanos afirman que estos carniceros nunca asaltan a los asesinos, aún hallándose en gran número, por haber comprendido que son sus mejores proveedores de alimento. Desde luego que esta versión no puede comprobarse. Hossein y Tabriz se pusieron a observar las pequeñas sombras de ojos fosforescentes que corrían con fantástica ligereza y pegaban saltos por encima de las altas hierbas.

— Son realmente lobos -dijo el joven sin demostrar la menor inquietud- pero no hay que preocuparse. No están en cantidad suficiente como para atreverse a atacar; además, nuestros bridones corren más que ellos.

— Y deben saberlo, patrón, porque permanecen a distancia.

— Lo que interesaría descubrir es si los “águilas” se encuentran delante o detrás de ellos.

— Eso es difícil adivinarlo.

— ¿Qué aconsejas hacer?

— Tomar vuelo y hacer correr a los lobos, señor. Todavía no han empezado a ulular y tal vez los bandoleros estén lejos.

— ¡Adelante, entonces, y estemos bien en guardia!

Los dos finos corredores emitieron un relincho, levantaron las orejas y se arrojaron en la oscuridad con la cabeza extendida, las narices dilatadas y las pupilas brillantes. Los lobos saludaron su partida con un espantoso concierto de aullidos que se expandió por toda la dilatada planicie.

— ¡Los malditos nos están denunciando a los “águilas”! -dijo Tabriz martillando una de sus pistolas.

— No tires por ahora -le indicó Hossein-. Pueden creer también que están persiguiendo a un grupo de asnos salvajes o de gacelas.

Las hambrientas fieras, divididas en dos filas, galopaban a derecha e izquierda de los corceles separadas por un espacio de cincuenta metros. No eran más de una treintena y parecía que no se sintiesen suficientemente fuertes para acometer. Especularían también con que saltase de la montura alguno de los jinetes o rodase agotado uno de los animales para caerle encima. No habían transcurrido muchos minutos cuando el gigante divisó sobre la línea del horizonte, que empezaba a clarear, grandes sombras que se agrupaban rápidamente.

— ¡Patrón! -gritó-. ¡Los “águilas” están delante nuestro! Mira qué raya oscura que se mueve allí. Pareciera que se preparasen a cerrarnos el paso.

— ¡Miserables! -rugió el joven levantándose en los estribos para ver mejor-. ¡Creen poder detener al sobrino

del “beg” Agha! ¡Atravesaremos sus ‘filas como balas de cañón!… ¡Fuera, el

“cangiar”, Tabriz!

— ¡Ya lo empuño!

— ¡La rienda entre los dientes y una pistola en la mano izquierda; … ¡A todo galope!

Cuando estuvieron a cincuenta pasos de la barrera enemiga una voz potente les gritó:

— ¡Párense! ¿Quién vive?

— ¡Amigos de la estepa! -contestó Hossein levantando el “cangiar”.

— ¡Deténganse!

— ¡Espera un momento! … ¡Atropella, Tabriz! ¡A ellos!

Un jinete que se había destacada de la línea avanzaba al trote corto. Hossein le apuntó su pistola y disparó. El bandolero, golpeado en medio del pecho, abrió los brazos, dejó caer la brida y cayó pesadamente, mientras su caballo espantado pegaba un brinco y emprendía una loca fuga por la estepa.

— ¡Carga, Tabriz! -ordenó el joven-. ¡Embistamos a esos perros!

Los dos hombres arremetieron contra los bandidos con el ímpetu de un huracán. Eran unos veinte, formados en fila y bien montados y armados, pero Hossein y Tabriz, después de descargar sus pistolas, apretaron con las rodillas los flancos de sus cabalgaduras y comenzaron a repartir a diestro y siniestro terribles sablazos. Esa carga furiosa, llevada con tanta audacia, tomó de sorpresa a la banda, produciendo en ella pánico e indecisión.

En lugar de cerrar la línea sus componentes hicieron saltar a los caballos de costado abriendo con ello un pasaje y no atinaron siquiera a usar sus armas de fuego. La valiente pareja, abatidos un par de facinerosos, pasó como una tromba y continuó su veloz carrera por entre las tupidas hierbas de la llanura.

— ¡Afloja las riendas, Tabriz! ¡Esos perros ahora tratarán de darnos alcance! -recomendó Hossein.

Múltiples detonaciones confirmaron sus palabras y los proyectiles silbaron alrededor de los jinetes. El coloso se volvió para mirar lo que sucedía a sus espaldas y vio a la masa de piratas esteparios que ávida de venganza por la muerte de sus compañeros, se había lanzado tras ellos como una caterva de demonios lanzando alaridos espantosos. Pero sus caballos turquestanos no tenían la clase de los persas, y a pesar de que éstos habían galopado más de dos horas, no dejaban que se les aproximasen los de sus perseguidores.

— No nos van a perder de vista -comentó Hossein.

— Dentro de poco estaremos en la casa de Talmá -respondió Tabriz- y entonces…

Una lejana descarga interrumpió su dicho. El joven profirió un juramento.

— ¡Están atacando! …

— Sí, la casa de Talmá -confirmó el servidor que se había puesto pálido.

— ¡Ah, canallas!. .. -aulló Hossein, hirviendo en cólera. En ese instante resonó una segunda descarga.

— ¡Parece que se está combatiendo en dos lugares distintos! -apreció Tabriz.

— Los bandidos han de haberse dividido en dos grupos; uno estará sitiando la casa de mi prometida y el otro habrá arremetido contra la aldea de los sartos para impedir que acudan

en ayuda de su señora.

— Bien; quiere decir que tenemos enemigos atrás, enemigos delante y enemigos en los flancos … ¡Si hoy no dejamos aquí la piel, viviremos cien años!

— ¿Siempre nos persiguen?

— Sí, se hallan distantes, pero no demuestran intenciones de abandonar la caza. Lo que me sorprende es que no hagan uso de sus fusiles: todavía podrían hacer blanco.

— Han de querer tomarnos vivos.

— En efecto, cuando pasamos entre ellos han tirado a nuestras monturas y no a nosotros.

— Aprovecharemos esa interesada magnanimidad para hacer estragos en ellos… ¡Oh!

¡Otra descarga!… ¡Parece que esos perros intensifican el ataque!

Los disparos arreciaban, sin pausa, lo que denotaba que los asaltantes habían encontrado recia resistencia. Hossein y Tabriz, encorvados sobre la silla, escrutaban ansiosamente el horizonte. Sus rostros reflejaban preocupación y rabia.

— ¡Ya estoy aquí, Talmá! -gritaba el joven como si ésta pudiese oírlo-. ¡Resiste todavía algunos minutos! ¡Pronto estará a tu lado el hombre que te ama!

Unos momentos más tarde vieron destacarse sobre la planicie los contornos de una construcción maciza de la que brotaba intermitentes lampos de fuego que se cruzaban con otros que salían de las altas hierbas.

— Patrón -propuso Tabriz -entremos por la parte trasera del edificio-. Los “águilas” están arremetiendo de

frente y por aquel lado no se nota ningún movimiento.

— Como quieras. Tabriz, aunque mi deseo sería caer inmediatamente sobre esa canalla y sablearla a gusto.

— Es mejor ser prudente, señor. Son muchos y nunca se sabe dónde va a terminar una bala de pistola o de mosquete.

— Da la vuelta, entonces; nos tomaremos más tarde la revancha.

Hicieron un rodeo para acercarse a la casa por la parte posterior sin ser notados. Los

“águilas de la estepa”, que tenían concentrada toda su atención en el ataque, ni siquiera advirtieron su llegada.

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