Capítulo 4 El Mensajero

En el cielo tenebroso no brillaba ni una estrella; fuertes ráfagas hacían inclinar los tallos de las plantas hasta casi. tocar el suelo y por intervalos rumoraba en lontananza el ronquido del trueno sin el acompañamiento de los relámpagos. A pesar de conocer al dedillo el terreno que pisaba, al “mestvire” le costaba bastante trabajo orientarse en aquella oscuridad.

— He aquí una noche propicia para los “águilas de la estepa” -iba mascullando-. Se arrojarán sobre la presa con mayor velocidad que los halcones de Abei Dullah y el enamorado esposo se verá privado de la bella Talmá. El primito sabe dirigir bien sus negocios y es más generoso que el khan de Bukara. ¡Pobre “beg” Giah Agha! ¡Esta vez tu barba blanca vale menos que la naciente de un jovenzuelo de veinte años!

Levantó la cabeza, miró las nubes que pasaban empujadas por el viento cada vez más fuerte y expresó casi en voz alta:

— Hay que abrir bien los ojos.

Extrajo de debajo de la túnica dos pistolas, las colocó en la cintura al lado del

“yatagán” y continuó su marcha tarareando:

— Hay quien bebe el Vino igual que si fuese agua y se conserva manso como un cordero; otro canta tal que una alondra; un tercero adquiere la fuerza del toro; alguno se transforma en tigre feroz con alma de demonio; son muchos los que se ponen a hacer muecas símiles a las de los monos y no falta el que se siente feliz revolcándose en el fango lo mismo que un puerco. Además…

El músico ambulante interrumpió bruscamente su canturreo, se puso a escrutar las tinieblas y tendió el oído inclinándose para escuhar mejor. Entre el ruido de las hierbas sacudidas por el viento percibió un silbido.

— Hadgi -reconoció-. Podía haberme esperado un poco más lejos. ¡En buen aprieto me encontraría si el mastodonte del turcomano me hubiese acompañado!

Todavía podía distinguirse a la distancia la tienda del “beg” de la que se filtraba un rayo de luz que iluminaba largo trecho de la llanura.

— Por suerte nadie se ocupará ya de mí, fuera de Abei Dullah, que pondrá el mayor cuidado en no traicionarse.

Se llevó dos dedos a la boca y emitió un prolongado silbido al cual contestó otro a breve distancia. Un instante después una sombra humana surgió a pocos pasos.

— ¿Águila? -preguntó el “mestvire” con la mano apoyada en la empuñadura de una pistola.

— Soy Hadgi, jefe -respondió la sombra.

— No pensaba que estuvieras a tan breve distancia de la tienda del “beg”.

— Era necesario que te hablase urgentemente. -¿Por qué? ¿Qué ha pasado?

— Algún sarto ha descubierto nuestra presencia, porque la casa de Talmá fue cerrada esta noche más temprano de lo habitual y se han oído rumores como si estuvieran barricando las entradas.

— ¿Habrán cometido tus hombres la imprudencia de hacerse ver en las cercanías?

— No, jefe.

— ¿Ninguno estuvo en la aldea de los sartos?

— No; permanecieron todo el día ocultos entre las altas hierbas.

— ¿Quién puede habernos traicionado? A pesar de todo, es indispensable dar el golpe esta noche, mientras Hossein esté lejos. Además, así lo he convenido con su primo.

— Mi gente está lista.

— Como comprenderás, no quiero perder los cinco mil “thomanes” que me prometió, suma que ni el khan de Chiva pagaría por una muchacha, aunque fuese la más bella de la estepa quirguisa.

— Tampoco nosotros deseamos perder la parte que nos corresponde -dijo Hadgi.

— ¿Qué disposiciones has tomado?

— La casa de Talmá está rodeada a corta distancia por mis hombres, que no esperan más que mi orden para asaltarla. No nos llevará mucho tiempo, sobre todo no contando con la presencia del terrible Hossein, tan distinto de su miedoso primo.

— La noticia le llegará un poco tarde. La tienda del “beg” está muy alejada y los disparos no podrán oírse. Por otra parte, trataremos de no emplear las armas de fuego. ¿Te has informado de las fuerzas de que dispone Talmá?

— Ocho servidores y un par de mujeres.

— Bien, vamos allá; la medianoche no debe estar lejos.

Los dos bandidos se pusieron en marcha. Hadgi, que poseía mejor vista que su compañero o más sentido de orientación, tomó la delantera y avanzaba encorvado para resistir mejor los embates del viento. Cuando éste se levanta en la estepa turquestana conduce tal cantidad de arena de los vecinos desiertos, que llega a interceptar a veces los rayos solares. Las trombas son tan comunes en esas regiones, que hasta en los días en que no sopla la más leve brisa se ven elevarse grandes columnas del suelo y desfilar por la llanura. Los indígenas, que las temen sobremanera porque a menudo les impiden abandonar sus tiendas, les dan el nombre de “shaitans”, que quiere decir demonios.

— ¿No oyes nada, Hadgi? -preguntó el “mestvire” deteniendo de pronto al compañero.

— Sólo el viento -respondió el otro.

— No, escucha bien: es el galope de un caballo. ¿Algún siervo de Talmá que haya podido abandonar la casa sin ser visto para advertir al “beg”? Prepara tu arcabuz, ¡rápido!

Ambos cómplices se aplastaron en el suelo. Á pesar del viento se percibía perfectamente el galope -de un caballo lanzado a rienda suelta, pues los cascos resonaban contra la tierra arcillosa. Al rato en la hosca línea del horizonte se dibujó confusa la silueta de un caballero.

— Apunta tú al jinete, yo lo haré al animal -dispuso el romancero.

— Lástima no poder verle la cara antes de mandárselo al Profeta -ironizó Hadgi.

— ¿Estás seguro de que no se ha movido ninguno de los nuestros?

— Ordené que nadie se alejase de los alrededores de la casa, pasara lo que pasara, y bien sabes, jefe, que nuestra gente obedece.

— Entonces no te preocupes y derriba al jinete -dispuso fríamente el, “guzlero”-. Uno más o menos no va a turbar nuestras conciencias.

El desalmado levantó su arcabuz y apoyó el codo sobre la rodilla para afirmar la puntería. El mensajero pasaba entonces a unos cuarenta pasos de distancia. Dos lampos iluminaron la noche: el jinete se abatió sobre el cuello del caballo mientras este pegaba un brinco y lanzaba un relincho de dolor.

— ¡Tocados! -gritó el “mestvire” con sonrisa feroz-. ¡Los “águilas de la estepa” no erran nunca! ¡Vamos, Hadgi!

Con enorme sorpresa oyeron a una voz airada exclamar:

— ¡Pero no siempre matan, malvados! … ¡Vuela, Kasmin!

El noble bruto dio un salto de costado y reanudó su desenfrenada carrera mientras el dueño se aferraba a su cuello, señal de que había sido herido gravemente.

— ¡Se nos escapa! -aulló el “mestvire” lleno de rabia.

— No te preocupes, jefe. Ese hombre no llegará vivo a la tienda del “beg” -le aseguró Hadgi-. Mi bala debe de haberle atravesado el cráneo o quebrado la columna vertebral.

— Así será, pero más me hubiera gustado verlo aquí caído.¿Qué haremos ahora?

— Atacar en seguida la casa de Talmá, jefe. Si tardamos, podemos perder los “thomanes”

de Abei Dullah.

— Tienes razón, corramos. No creo que encontremos mucha resistencia y podremos despachar el negocio rápidamente.

Mientras los dos compinches apresuraban el paso para alcanzar la aldea, el caballo herido corría como una luz en dirección a la tienda de Giah Agha guiado por los reflejos que se desprendían de ella. El pobre animal jadeaba ininterrumpidamente y de su boca se escapaban sordos relinchos junto con abundante saliva que manchaba su reluciente pelaje negro. El jinete, casi agonizante, tenía la cara pegada a sus crines y reunía sus postreras fuerzas para mantenerse en la silla. Cuando el caballo se detuvo a la puerta de la tienda, dobló las rodillas y se desplomó.

El inmenso Tabriz, que desde hacía rato había estado - tendiendo el oído al galope cada vez más próximo, salió rápidamente y llegó a tiempo para recibir en sus brazos al infeliz mensajero antes de que cayese de la montura. Hossein apareció en ese momento llevando en la mano una tea encendida.

— ¡Un hombre herido! -exclamó.

— Sí, y un caballo que se muere -completó Tabriz.

El -gigante depositó al jinete sobre un almohadón, sosteniéndole la cabeza para evitar que los flujos de sangre lo ahogaran. Parecía a punto de expirar. Se acercaron Abei y el anciano y todos lo contemplaban ansiosamente. Era un joven de unos veinticinco años, de piel morena, nariz encorvada y pequeña barba rojiza. Llevaba una casaca de gruesa lana y un cinturón de cuerda del que colgaba un “cangiar”. Tenía una herida en el costado derecho y de ella salía la sangre a borbotones.

— Es un sarto -dijo Hossein-. ¿Quién habrá sido el asesino?

— Sóplale en la boca, Tabriz -indicó el “beg” al ver que el desdichado hacía esfuerzos por mover los labios.

Obedeció el coloso y el herido en seguida abrió los ojos fijándolos sobre Hossein al tiempo que balbuceaba:

— Talmá… a la casa… los “águilas”… pronto…

El joven dejó escapar un alarido.

— ¿Qué dices?… ¿Talmá en peligro? … ¡Habla, habla antes de que la muerte te lleve!

El moribundo asintió con la cabeza y casi en un soplo agregó:

— Los “águilas”… celada… rodean la casa… corran…

Se enderezó hasta sentarse y se mantuvo un instante en esa posición, luego un estremecimiento sacudió todos sus miembros y se derrumbó sobre el cojín.

— Ha muerto -anunció el viejo “beg”.

— ¡Ah… pero yo lo vengaré! -gritó Hossein lanzando llamas por los ojos-. ¡Los

bandoleros han invadido nuestra estepa, pero no conocen todavía el peso de mi “cangiar”!

¡Mi caballo, Tabriz! ¡Mi fusil, mis pistolas! …

— ¿Adónde quieres ir, primo? -le preguntó Abei.

— ¡A salvar a Talmá o a morir a su lado! -le respondió el joven con ímpetu.

— ¡Eres un valiente, Hossein! -expresó el Giah Agha contemplándolo con orgullo-.

Digno hijo del que con un solo gesto hacía temblar a los piratas de la estepa quirguisa.

Pero vas a cometer una imprudencia. Esperemos que llegue nuestra escolta o, mejor todavía, mandemos a Tabriz a alcanzarla. Dentro de una hora y media nuestros hombres pueden estar aquí.

— Yo me encargo de ello -se ofreció Abei-. Lo mismo que tú, primo, no temo a los

“águilas de la estepa”.

— ,Y tú, padre, vas a quedarte aquí solo! -se inquietó Hossein.

El viejo “beg” se había levantado, las facciones contraídas, la mirada flameante.

— ¡Que prueben esos reptiles a asaltar mi tienda! -bramó-. ¡Anda Hossein, ve a defender a tu prometida! Y tú, Abei, corre a buscar a la escolta y ataca con ella por la espalda a esos bandidos.

— Los caballos están prontos -vino a anunciar en ese momento Tabriz-. Podemos partir.

— ¡Adelante, Hossein! -lo alentó el barbiblanco-. ¡No economices hierro ni fuego! ¡Yo te seguiré con el pensamiento!

Abrazó al valeroso joven y lo acompañó fuera de la tienda.

— ¡Monta, patrón! -gritó el gigante echándose en bandolera dos largos arcabuces-.

Desfondaremos las líneas de esos malhechores y pasaremos por ellas como dos proyectiles. Prepárate, mi bravo Agar, a competir con el viento!

Segundos más tarde Hossein y su descomunal siervo habían desaparecido entre las sombras de la noche.

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