Capítulo 6 Talma, La Bella

Mientras los turcomanos, pueblo esencialmente nómade, vivían bajo tiendas, los sartos, que forman una tribu aparte, aunque habitan en la misma estepa ..fabrican sus

viviendas, y como no disponen de madera, por be en el transcurso de los siglos los bosques desaparecieron del Turquestán debido a que los naturales abatieron los árboles sin cuidarse de plantar otros, sólo utilizan la tierra arcillosa. Con ella forman ladrillos que dejan secar al sol y emplean en la construcción de sus casas. Estas son pequeñas y de poca altura, aunque de paredes compactas, y de un color grisáceo que producen mala impresión; las puertas son tan bajas que para pasar hay que agacharse. Salvo los arquitrabes de la entrada, constituidos con pedazos de madera sacada con infinita fatiga de los “arctha”, gigantescos enebros que crecen en los valles lejanos, la obra entera es de tierra. Los techos, con armazón de cañas recubiertas de hojas secas, son de poca duración, pues los arruinan las lluvias que en esas regiones persisten varias semanas. El pobre sarto ve cómo su casita se va desmoronando lentamente y debe abandonarla y fabricarse otra.

Sólo a las familias ricas les es dado construirse edificios amplios y sólidos con cimientos de ladrillos cocidos, pórticos, patios y terrazas. Su arquitectura no es, empero, muy diferente de la de los humildes: son casas macizas, pesadas y más bien bajas para evitar que se desplomen durante alguno de los fuertes terremotos que allí se producen. En general, cada vivienda está dividida por un patio en dos secciones distintas: el “esquire”, reservado exclusivamente a las mujeres y el “sacchir” o “birun”, que ocupan los hombres, sus amigos y los caballos.

La casa de Talmá no era, por cierto, de las de la clase pobre, siendo la hija de un “beg”

sarto que había acumulado grandes riquezas. Contenía muchas habitaciones, patios, y terrazas y sus muros, muy sólidos, tenían ventanas cerradas con barrotes de hierro. Se la consideraba como una fortaleza intomable por gente armada solamente de pistolas y arcabuces. Hossein y su gigantesco servidor, una vez llegados al pie del edificio saltaron a tierra y recogiendo todas sus armas se dirigieron a la pared del recinto en que se guardaba a los caballos y carneros de la propietaria.

— Deja sueltos a nuestros jorsanes -dispuso el joven-. No necesitan de nosotros para volver a la tienda. No quiero que los vean los bandidos.

Tabriz les quitó las riendas con los frenos para que fuesen más libres y les prodigó dos poderosas patadas. Los animales, no habituados a ese trato desconsiderado, se encabritaron y partieron velozmente, desapareciendo en la oscuridad.

— Ya se fueron, patrón -informó el mastodonte. -Ahora trepa a la muralla y ayúdame.

— Un momento, señor. Antes hay que advertir a los defensores, de lo contrario nos tomarán por “águilas” y nos recibirán a balazos.

— Es verdad -convino el joven-. ¿Qué hacer?

Tabriz estaba por contestar cuando una sombra apareció en la terraza de esa parte de la casa.

— ¡Somos amigos! -gritó Hossein-. ¡Soy el sobrino del “beg” Agha! ¡No tires!

El hombre, que ya había apuntado el fusil, lo bajó.

— ¡Arrójame pronto una cuerda! -agregó el joven ¡Los bandidos se están acercando! El hombre desapareció.

— Escala el muro, Tabriz; ya los siento llegar.

El gigante dio un salto y se aferró con las dos manos a los bordes, se izó y puesto a horcajadas tendió las manos a su joven patrón y lo levantó hasta sí con extrema facilidad.

Al otro lado había numerosos caballos que se encabritaban a cada detonación y se esforzaban por romper las correas que los tenían sujetos a los postes. Hossein y Tabriz atravesaron corriendo el recinto y llegaron al frente de la casa en el momento en que una cuerda a nudos era arrojada de la terraza.

— Trepa, patrón, mientras yo trataré de hacer frente a los bandoleros por algunos minutos.

Detrás del muro que acababan de salvar se oía el alboroto que aquéllos armaban v los preparativos que hacían para realizar el escalamiento. Hossein, sin pérdida de tiempo, se prendió de la cuerda y se elevó rápidamente hasta donde un servidor lo esperaba con un mosquete cargado.

— ¿Eres tú, señor? -Lo saludó extrañado-. ¡No te esperábamos tan pronto!

— Calla y prepárate a hacer fuego -le respondió el joven descolgando de la espalda su fusil v martillándolo-. Le falta subir a Tabriz, que está abajo.

Dos disparos sonaron en aquel momento y detrás del muro aparecieron otras tantas cabezas.

— ¡Sube, Tabriz! -gritó Hossein y vuelto al servidor-. Tú apunta al de la izquierda, que yo me encargo del de la derecha.

Siguieron dos detonaciones y los s tos, que ya estaban a caballo del muro se desplomaron lado exterior, en el mismo instante en que el inmenso Tabriz ponía los pies en la terraza.

— Ve a saludar a tu amada, patrón -dijo éste en cuanto estuvo arriba.

El joven, encorvándose para no servir de blanco a los atacantes, llegó hasta una escalera cubierta que terminaba en una veranda. Desde ella algunos hombres resguardados detrás de un parapeto hacían fuego.

— ¡Talmá! -gritó Hossein al ver blanquear entre ellos una forma femenina.

Una vibrante exclamación le contestó:

— ¡Mi prometido! … ¡Estamos salvados!… ¡Fuego, amigos, fuego!

Y Talmá, que justificaba plenamente su fama de ser la muchacha más hermosa de la estepa turquestana, corrió a refugiarse en los brazos del hombre amado. No tendría más de quince años, pero era tan alta como Hossein y llenita de formas, como gusta a los orientales, para quiénes la flacura en una mujer es considerada como una grave imperfección. Poseía grandes ojos azules debajo de unas cejas de arco perfecto; los cabellos, más negros que alas de cuervo, los llevaba recogidos en varias trenzas y sujetos con ristras de perlas. Vestía una casaca de seda verde, abierta en el pecho, que cubría una fina camisa blanca; calzones largos, embutidos, para no dejar transparentar las piernas; calzaba botines altos de cuero rojo y punta. muy levantada y rodeaba sus caderas un chal de Cachemira de soberbios colores, anudado delante, y cuyas puntas colgaban hasta casi tocar el suelo. Pese a la situación grave, se había adornado los brazos con valiosas pulseras

y prendido a sus orejas largos pendientes formados con perlas, turquesas y rubíes.

— Llegas a tiempo, mi valiente Hossein -le expresó la muchacha con voz emocionada-.

¿Y tu tío? ¿Y Abei? ¿Viniste con la escolta?

sólo con Tabriz, pero no tengas cuidado, mi dulce Talmá, dentro de una hora o dos mis hombres estarán aquí y haremos una hecatombe con esos miserables. ¿Está atrincherada la casa?

— Todas las puertas están barricadas.

— ¿De cuántos hombres dispones? -De nueve; uno te lo envié, ¿lo viste?

— Sí, y ha muerto… Pero salgamos de este lugar. las balas rebotan de todas partes.

Debemos ocuparnos de la defensa.

— ¡No te expongas, Hossein! -le gritó, al ver que se precipitaba al parapeto de la galería.

— No temas -le dijo el joven, separándola dulcemente-. Refúgiate tú en el interior de la casa. Por ahora no es grave el peligro.

— Soy la hija de un “beg” -replicó haciendo un gesto negativo la muchacha -y también por mis venas corre sangre guerrera. Quiero afrontar a tu lado las balas de esos bandidos, Hossein.

— Veo que la más hermosa de nuestra estepa es también la más valiente. Ven, Talmá, vamos a demostrarles a los “águilas de la estepa” cómo combaten los hombres del Caspio y las mujeres del Aral.

Tomados de la mano se acercaron al parapeto desde el cual los servidores, arrodillados uno junto a otro, mantenían un fuego vivísimo contra los sitiadores. Una parte de éstos se esforzaba por llegar al pie del edificio arrastrando una larga escalera, mientras otra, oculta detrás de las matas de hierba, concentraba su fuego contra la galería, paró obligar a retirarse a los defensores. Hossein y Talmá, al reparo de una sólida pilastra, disparaban sin pausa los fusiles que un servidor arrodillado junto a ellos les cargaba. La muchacha, habituada a las correrías que los bandidos en forma periódica efectuaban a las aldeas sartas, no manifestaba ningún temor y hacía fuego con toda tranquilidad, orgullosa de mostrar su coraje al sobrino del “beg” más respetado de la estepa. De tanto en tanto volvía hacia él la cabeza para dirigirle una sonrisa.

El fuego se hacía cada vez más recio. Los “águilas”

irritados al verse tenidos en jaque por un pequeño puñado de hombres que habían creído poder derrotar con toda facilidad, avanzaban audazmente al asalto de la casa sin cuidarse de los compañeros que caían muertos o heridos. Hadgi los incitaba al ataque aullando ferozmente y prometiéndoles las cabezas de los siervos defensores. Entre los forajidos se encontraría de seguro el “mestvire”, que era el verdadero jefe de la banda, pero si estaba allí se cuidaba bien de mostrarse. Hossein, que no erraba tiro y abatía a los más furibundos, ya empezaba a preocuparse por la tardanza de Abei.

— ¿Qué estará haciendo mi primo? -se preguntaba-. Ya debería hallarse aquí con la escolta.

— Pareces inquieto, Hossein -le dijo Talmá, que había estado observándolo-. ¿Temes que

le haya pasado algo al anciano “beg”?

— A él no -respondió el joven-. Los “águilas” lo respetan y ninguno se atrevería a agredirlo. Pienso en Abei, cuya demora en llegar no me explico.

— ¡Con tal de que no tarde mucho! ¡Me desespera pensar que tú puedas caer bajo los golpes de esos bribones! -dejó escapar la muchacha en un sollozo.

— ¡Calla, luz de mis ojos! -la amonestó dulcemente su prometido-. ¡No angusties el corazón del guerrero que combate por ti…! ¡Haz fuego, Talmá! ¡Allí, contra aquel grupo!

… Tabriz, acércate!

El gigante, que disparaba desde la terraza, no obstante el ruido de la fusilería, oyó la voz del jefe y corrió a su lado con el arma humeante en la mano.

— ¿Qué mandas, patrón?

Hossein, después de ordenar a dos servidores que fuesen a ocupar el sitio abandonado por Tabriz, preguntó:

— ¿Invadieron el recinto los “águilas”?

— Todavía no, señor; están detrás del muro y no demuestran tener prisa para escalarlo.

— Necesito de tu fuerza… ¡Ponte atrás, Talmá!

— ¡Ah… ! ¿Está aquí la señora? -exclamó el coloso, que hasta entonces no la había visto-. No creo que sea este tu puesto…

— Déjame hacer todavía algún disparo, Tabriz -pidió la muchacha.

Algunos clamores salidos del grupo que defendía la veranda, les indicaron que allí estaba por ocurrir algo grave. Hossein echó una rápida ojeada por encima del parapeto.

— ¡Han colocado la escalera! -gritó.

— Déjalos subir, patrón -lo tranquilizó el mastodonte, remangándose los brazos y dejando al descubierto dos bíceps tan poderosos como los de un gorila.

Hossein empujó a la joven hasta la puerta de una de las habitaciones que daban a la galería y le dijo con voz alterada:

— Vé, amada mía. Este es un momento terrible y no debes estar cerca mío… mi corazón desfallecería.

— Si hemos de morir, Hossein, quiero caer a tu lado -exclamó la muchacha con acento apasionado.

— ¡Es el guerrero quien te lo manda y no el prometido que lo implora, mi amor, y debes obedecer!

Se arrancó bruscamente de su abrazo y sacando las pistolas del cinto se lanzó entre el humo de la pólvora.

— ¡Heme aquí, Tabriz! -gritó a su siervo-. ¿Suben?

— Sí, y los estoy esperando -contestó el gigante con voz reposada.

Una docena de bandidos se habían encaramado por la escalera con los “cangiares”

entre los dientes, apoyados por el fuego infernal que hacían los que habían quedado en tierra.

— ¡A tu faena, Tabriz! -comandó el joven dominando con su voz los alaridos de los asaltantes.

El gigante, que estaba agazapado detrás del parapeto, se incorporó de golpe, aferró las dos extremidades de la escalera y apelando a todas sus fuerzas la empujó hacia fuera.

Pesadísima debido al número de hombres que la ocupaban, al principio resistió, pero luego, ante la formidable presión de sus brazos, se desplomó sobre las hierbas de la estepa.

El racimo humano que colgaba de ella se desprendió dando volteretas en el aire y cayó entre aullidos de espanto y gemidos de dolor.

— ¡Concluido! -proclamó el coloso, riendo-. Espero que ésos, por lo menos, estarán escarmentadas.

En ese momento se oyeron las voces de los servidores de Talmá que gritaban:

— ¡La caballería! … ¡Los sartos! … ¡Llegan los sartos!

Hossein se había precipitado al parapeto mientras Tabriz, que parecía haberse puesto furioso, con un golpe de hombro derribaba una de las columnas de la veranda, con riesgo de derribar parte de la terraza, y cubrió de escombros a un grupo de “águilas” que se estaban esforzando por enderezar de nuevo la escalera. Cuatro escuadras de jinetes venían cruzando a rienda suelta la estepa y a su frente podía distinguirse, iluminado por las primeras claridades de la aurora a un soberbio jinete de barba blanca que montaba un corcel más negro que el carbón, el cual describía saltos prodigiosos.

— ¡Mi tío! -exclamó Hossein lleno de admiración-. ¡Estamos salvados!

El viejo “beg” se acercaba velozmente y ya podía oírse su atronadora e iracunda voz que bramaba:

— ¡Miserables! ¡Giah Agha los va a exterminar!… ¡A cargar con los “cangiares”, sartos!

Los bandidos, en cuanto notaron la llegada de refuerzos, habían comenzado a replegarse y a huir desordenadamente a través de los matorrales.

— ¡A caballo! -había ordenado Hada -. Reanudaremos la empresa en el momento oportuno.

Sonó una trompeta: era la señal de retirada. Los “águilas” que se encontraban detrás de la casa de Talmá haciendo fuego contra la terraza, abandonaron rápidamente el muro y se reunieron con sus compañeros perseguidos bajo el incesante fuego de los sitiados.

— ¡Al galope! -mandó Hadgi-. ¡Hemos perdido la partida!

Los “águilas de la estepa” aflojaron las bridas de sus monturas y formando dos largas filas desaparecieron en dirección al este antes que el temible Giah Agha tuviese tiempo de cortarles la retirada con sus pelotones de guerreros.

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