Capítulo 12 Detrás De Los Bandidos

Era la medianoche cuando Hossein y su séquito, montando animales frescos abandonaron el campamento de los filiados. No deseaban verse envueltos en el conflicto a pesar del odio que, como todos los turquestanos, sentían por los moscovitas, insaciables conquistadores del Asia central. Al despertar el día, después de un galope furioso, llegaron a la orilla del Amu, el mayor de los ríos que cruzan la estepa y que va a desaguar en el lago de Aral.

— En estos campos cultivados de rosales deben de hallarse los hombres de Sagadsca y también el vado -dijo Tabriz-; esperemos que amanezca para dar con ellos.

Mientras se les proporcionaba un poco de reposo a los animales, los tres conductores se acercaron al borde del agua y comprobaron que en ese lugar no tenía más de un metro de profundidad.

— Este debe ser el vado -dijo el gigante.

— No te engañas, señor -respondió una voz que salía de una mata de altos rosales.

Un hombre de cierta edad, que llevaba en un brazo un cesto lleno de rosas recién cortadas, se acercó.

— ¿Eres un filiado de Sagadsca? -le preguntó Tabriz—. Anoche recibimos hospitalidad de tu jefe y nos mandó aquí para que nos dijeran si habían visto pasar una masa de gente a caballo.

— Yo he dormido como un oso -confesó el hombrepero podrán informarte los destiladores, que no apagaron el fuego. Sígueme; están a pocos pasos y desde aquí se distingue la humareda.

Atravesaron un pequeño bosque de plátanos y pronto llegaron a una explanada donde una docena de filiados semidesnudos, ennegrecidos por el humo y manando sudor, estaban atareados alrededor de varias calderas de cobre colocadas sobre hogueras. Los turquestanos, lo mismo que los persas, destilan las rosas en el mismo terreno de cultivo para que conserven todo su perfume. Les colocan recipientes de una capacidad de cien a ciento veinte litros y las hierven en un volumen de líquido cinco veces mayor que su peso.

De esta cocción extraen el agua de rosas, la que someten nuevamente al fuego hasta que aparecen pequeños glóbulos oleosos que son la esencia y que recogen con cucharas perforadas. Un campo de cuarenta áreas de rosales puede dar hasta dos mil kilos de flores, y éstas producen setecientos gramos de esencia que se vende a precios muy elevados. El capataz de los destiladores, al ver a los forasteros fue a su encuentro y los saludó cortésmente.

— ¡Que Allah les sea propicio!

Y cuando le preguntaron si habían visto pasar por allí una caravana de caballeros, exclamó:

— ¿Caballeros? … ¡Bandidos querrán decir! … Los que cruzaron el río en las primeras horas de la noche no eran personas honestas.

— ¿Cuántos contaron?

— Más de cien y entre ellos advertimos una muchacha montada en una yegua blanca cuyas riendas llevaba uno de los jinetes.

— ¿Qué hacía la muchacha?

— No tuve tiempo de observar bien porque el grupo atravesó apresuradamente el río y desapareció detrás de los árboles de la otra orilla.

— ¿Estaban cansados los caballos?

— Me parecieron agotados.

— Patrón -aconsejó Tabriz- partamos en seguida. Si nuestros animales no ceden, llegaremos a Kitab junto con ellos.

— ¡Si pudiéramos alcanzarlos antes para exterminarlos!… -rugió Hossein.

— Olvidas, primo -le objetó Abei, que no cesaba de atormentar su escaso bigote- que son ciento cincuenta y no les falta coraje, como lo demostraron en el asalto a la residencia de Talmá.

— ¡Aunque fueran el doble!… -le replicó su primo.

— Bien dicho, señor! -apoyó el coloso-. Repetiremos la hazaña de la noche de los lobos.

La columna cruzó el vado con toda celeridad y entró en territorio gobernado por el khan de Bukara, el más extendido de la Tartaria llamada independiente, habitado en general por nómades que sólo en invierno viven en poblado y el resto del año ambulan por las estepas. Samarkanda es la más importante de sus ciudades, la que el famoso Tamerlán eligiera como capital y fuera el centro de activo tráfico mercantil. Hoy, a pesar de haber perdido gran parte de su antiguo esplendor, posee una academia de ciencias, fábricas que tejen la más apreciada seda de Asia y un comercio bastante activo. También Bukara, donde pasa la mayor parte del año el bárbaro khan, ha decaído después de haber sido un centro de hombres doctos entre los que se destacara Avicena, el “príncipe de los médicos”.

Cuando estuvieron en la otra orilla Tabriz ordenó a la gente que se detuviera y acompañado de Hossein fue a inspeccionar la arboleda.

— ¿Qué buscas, Tabriz? -le preguntó el joven al verle observar atentamente el suelo.

— Las huellas de los bandidos -contestó el gigante.

Siguieron avanzando bajo los plátanos y abedules. La tierra estaba húmeda y podían distinguirse fácilmente las pisadas de numerosos caballos. Tabriz abandonó el suyo para verificarlas mejor y de pronto se incorporó y echó mano al fusil que pendía de su silla.

— ¿Qué pasa ahora? -quiso saber Hossein, que también empuñó su arma.

Sin responder, el servidor apuntó a una espesa mata que crecía cerca de un banano y de la que salió en ese momento un lastimoso gemido.

— ¿Has oído? -dijo entonces-. Debe haber un herido allí…

Se acercó con cautela y separó las ramas con el caño del arcabuz. Detrás se hallaba un hombre cuyo cuerpo sólo estaba cubierto con algunos jirones de camisa.

— ¡Perdonen la vida a un pobre infeliz! -exclamó con voz temblorosa-. ¡Allah ha prohibido matarse entre creyentes!…

— ¡¿Quién eres y qué haces aquí desnudo? -le preguntó Tabriz.

— Soy un usbek de la ciudad de Kitab a quien asaltó una banda de ladrones anoche. Me robaron mi majada de carneros que había traído a pastar y me quitaron la ropa.

— ¿Eran “águilas de la estepa”? ¿No llevaban una joven con ellos?

— Yo no la he visto.

— ¿Cuántos eran?

— Una veintena, pero debía de haber más en el bosque, Porque oí relinchos de caballos.

¡Por favor, señor! ¡No me

dejes aquí solo y sin armas! ¡Hay lobos y panteras en la espesura!…

El coloso interrogó con la mirada a Hossein.

— Podrá servirnos de guía -sugirió éste.

— Monta en ancas de mi caballo -le dijo Tabriz-. Veremos de procurarte algo para que te cubras.

— ¡Seré tu esclavo! -declaró el citado en un arranque de agradecimiento-. ¡Lo he perdido

todo!

— Te vengaremos. Estamos persiguiendo a esos bandidos.

Se reunieron con la escolta y Tabriz obtuvo que algunos de sus integrantes se desprendiesen de alguna prenda de vestir para habilitar al usbek, mientras Hossein informaba a Abei del descubrimiento. Luego reanudaron la marcha al trote corto, atravesaron los pocos centenares de metros de terreno boscoso y desembocaron de nuevo en la planicie.

Los viajeros que recorren estas regiones observan que el crecimiento forestal cesa al pie de las montañas para reaparecer en las proximidades de los ríos, sin que ninguna vegetación se note en la tierra negra que recubre la parte llana y que debería ser tanto más fértil cuanto que es virgen. La explicación plausible es que la capa de esa tierra no va a más de cuarenta centímetros de profundidad y descansa sobre un fondo de arcilla compacta, impenetrable a las raíces de las plantas. A medida que la expedición avanzaba en los dominios bukarenses, los conglomerados de tiendas aparecían con mayor frecuencia y en el horizonte se veían desfilar largas caravanas de camellos y grandes majadas de ovejas, escoltadas por gente armada de aspecto siniestro. Todas se dirigían rumbo al occidente con una prisa que llamó la atención de Tabriz.

— Parecen huir ante un peligro -comentó con Hossein.

Hizo que se adelantara su caballo hasta alcanzar a un grupo que conducía una procesión de caballos y pidió la explicación.

— ¡Los rusos! -le dijeron.

— ¿Ya sitian Kitab?

— Todavía no, pero lo harán dentro de poco.

El gigante volvió a su puesto y dijo a los dos primos: -Hay que acelerar la marcha, si no, nos exponemos a quedar cortados fuera de la ciudad.

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