Capítulo 13 La Llegada A Kitab

No obstante los esfuerzos prodigiosos realizados por los caballos, la noche sorprendió a la comitiva a cuarenta kilómetros de Kitab, en las inmediaciones del minúsculo y desierto villorrio de Iskander. Hombres y animales estaban tan extenuados por esa marcha de casi cuarenta y ocho horas, que todo avance resultaba imposible. Hossein y Tabriz, que no quería arruinar completamente a las cabalgaduras, se vieron obligados a ordenar un alto. Por otra parte, los rusos todavía no habían atacado a la ciudad, como lo demostraba el éxodo de gente y ganado que proseguía hacia el oeste. Las diez o doce chozas que

componían el lugar habían sido abandonadas por sus dueños, contingencia que aprovecharon los expedicionarios para pasar la noche bajo techo. Consumieron de prisa las provisiones que llevaban j’ en cuanto se tendieron en el suelo quedaron profundamente dormidos.

Sólo dos hombres no cerraron los ojos: Abei y el pastor asaltado que habían recogido cerca del Amú. Ambos, durante la marcha, se habían cambiado miradas y signos de inteligencia, como si se conociesen de antes, y cuando el felón sobrino del “beg” se convenció de que su primo y el gigante dormían, salió silenciosamente de la choza y se dirigió hacia el primer grupo de caballos junto a los cuales se distinguía una forma humana agazapada.

— ¿Qué significa tu presencia aquí, Hadgi? -le preguntó al hombre.

— Recibir nuevas instrucciones, ya que no habíamos previsto la invasión de los rusos.

Eso puede haberte hecho cambiar de plan y como sabía que al perseguirnos tendrían que pasar ustedes por el único vado del río que existe en muchas leguas, resolví esperarte en sus proximidades.

— Has jugado una carta muy peligrosa.

— ¿Por qué? Ni tu primo ni el servidor me conocen y engañarlos era cosa facilísima. No hice más que esconder ropa

y armas en una mata y, como has visto, la estratagema dio buen resultado.

— Eres un bandido astuto -reconoció el pérfido.

— Se hace lo que se puede… Dime ahora adónde debo conducir a la muchacha.

— ¿Conoces algún refugio en las montañas de KasretSultán?

— Sí, existen allí cavernas magníficas, aunque suden petróleo por todas partes.

— Bien; entrarás entonces en Katib, atravesarás la ciudad poniendo bien en vista a Talmá y la llevarás a las montañas. Nadie se preocupará de ella aunque pida socorro, ya que los habitantes tienen otras cosas en qué pensar. En todo caso, dirás que es una loca que reconduces a su familia. Tus hombres me conocen, ¿no?

— La noche que viniste al campamento a proponernos el negocio, estaban todos y ninguno ha olvidado tu cara.

— Deja entonces un par de ellos en Kitab para que me guíen más tarde al refugio.

— Mira que si tardas mucho corres peligro de quedar sitiado.

— Es lo que deseo. Por lo demás, esto a ti no te interesa. Lo que debe interesarte es ganar la suma convenida, que ahora te pertenece íntegra por la muerte del “mestvire”.

— La supe. Tu tío fue muy cruel, pero tengo que estarle agradecido porque con su acto me convirtió en jefe de los “águilas”.

— No te quejes, pues. Y ahora vete y alcanza a tu gente antes de que entre en la ciudad.

— Adiós, señor, y cuenta con mi fidelidad.

— Y tú con mis “thomanes” -replicó con sorna su interlocutor.

Hadgi desató un caballo, le envolvió la cabeza para que no relinchase, saltó a la silla y se perdió en la oscuridad de la noche.

— Los moscovitas llegan en buena hora -murmuró Abei-. Babá bey no habrá olvidado que un día mi padre le salvó la vida y me ayudará… ¿Con que lo querías todo para ti, mi querido primo? Belleza, coraje, admiración de las mujeres, felicidad… ¿Y nada para mí?

Por lo menos tendré a Talmá, la muchacha a quien amo secretamente antes que tú y sin la cual no me importa la vida… ¡Qué poco me conocen ella y tú…!

Se deslizó en la choza tratando de no hacer ruido y se echó sobre su gualdrapa sin que Hossein y Tabriz se diesen cuenta de nada. A medianoche, la tropa empezó a prepararse y los despertó su vocerío y los relinchos de los animales Salieron al aire libre y dieron la orden de partida. En eso se acercó a Hossein uno de los sartos.

— Señor -denunció- falta mi caballo.

— Y también el hombre que ha recogido junto al río - agregó otro.

— ¡Que vaya a que lo ahorquen en otra parte! -gruñó el gigante-. No nos preocupemos por ese truhán y pongámonos en marcha antes de que se nos adelanten los rusos.

El hombre que quedara de a pie montó detrás de un compañero y la comitiva ganó rápidamente la estepa. Por la parte sur aparecían muchas aldeas y villorrios, situados en las márgenes de los afluentes del Amú y rodeados de arboledas y matas de rosales chinos de flores blancas y rojas. Los caballos, descansados, galopaban sin necesidad de ser aguijados y a los primeros albores del día se pudo distinguir la silueta del Kasret-Sultán-Geb a espaldas de Kitab.

— Ya estamos, señor -anunció Tabriz a Hossein-. Si no nos han engañado, dentro de poco rescataremos a tu amada.

— ¿Volveré a verla?… -gimió el malogrado esposo llevándose la mano al corazón.

— Tu tío es harto famoso en la estepa para que el emir de Kitab no lo conozca y no se negará a ayudarnos en nuestra búsqueda, especialmente si reforzamos el pedido con algunos miles de “thomanes”.

— ¿Qué clase de tipo es? ¿Lo conoces, Tabriz?

— Lo he visto más de una vez. Es un ambicioso que en diversas ocasiones se ha rebelado contra su señor, el emir de Bukara. Parece querer imitar a Yakub, el que fuera lugarteniente de éste y después de haberse hecho declarar por la población “atalech-gazí”, o sea, defensor de la fe, se construyó un reino a expensas de aquél y de los chinos de la Duzungaria. Malhadadamente para él, tendrá que hacer sus cuentas con los moscovitas, y el negocio le va salir mal.

— Lo mejor es no meterse -opinó Hossein.

— Siempre que nos sea posible, primo -apuntó Abei-. Djura Bey podía pedir nuestro apoyo: cincuenta hombres a caballo le serían de gran utilidad en estos momentos, y si nos rehusásemos, podría decirnos que busquemos solos a Talmá.

— Es claro que tratará de aprovechar la ocasión para reforzar su ejército -convino el coloso-. Por mi parte no me disgustaría dejar caer un poco la mano sobre los rusos…

Kitab estaba a la vista: se destacaban nítidamente sus blancas mezquitas de cúpulas doradas, las murallas almenadas y los altos terraplenes que reforzaban las defensas.

Hossein estaba por disponer que espoleasen los caballos, cuando se oyeron descargas de mosquetería y ‘algunos tiros de - cañón.

— ¡Los rusos! -exclamaron a la vez los tres conductores.

— Debemos apresurarnos si no queremos llegar tarde -incitó Abei lanzando adelante su montura-. Esas nubes de polvo que se ven en el norte, las debe levantar un cuerpo de caballería.

— Aflojen las riendas -ordenó Tabriz.

El tropel partió a todo galope. La fusilería se hacía oír a pausas regulares, lo que revelaba que procedía de soldados disciplinados. Algunas detonaciones secas, poderosas, parecían salir de culebrinas más que de piezas de verdadera artillería. Detrás de los terraplenes densas cortinas de polvo denotaban que la caballería de Kitab ya combatía contra los cosacos de Miklalowsky. La comitiva de Hossein había llegado a un centenar de metros de la puerta de Ravatak, cuando apareció una masa de jinetes que bajaba apresuradamente de las alturas al tiempo que estallaban algunas granadas sobre sus cabezas.

— ¡Los shagrissiabs! -reconoció el gigante-. ¡Cuando escapan de ese modo es porque los moscovitas han de haberlos golpeado bien…!

Los fugitivos volvían a la ciudad lanzando furiosos alaridos y de tanto en tanto volvían atrás la cabeza y descargaban sus mosquetes.

— ¡Apuren, amigos! -exhortó Hossein-. ¡Tenemos que llegar antes que los rusos!

La tropa superó la distancia que faltaba, atravesó el puente levadizo y penetró en poblado al tiempo que en los reductos tronaban los arcabuces y los cañones de Djura Bey.

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