Capítulo 4 El Huracán De Arena

La “burana” de las estepas turquesanas puede compararse al “simún” de los desiertos del Sahara y tal vez sea más peligrosa, porque es tan ardiente que llega a sofocar a los viandantes que carecen de todo reparo. Ordinariamente esas tormentas se desencadenan después de las primeras lluvias: el cielo se cubre de nubes amarillas, los remolinos se forman en toda la inmensa llanura y el viento sopla con tal violencia que a veces transporta la arena hasta la India, donde le dan el nombre de “hotwind”, porque marchita las plantas y deshoja los árboles. Los habitantes de ciudades y aldeas tienen que cubrir sus ventanas con cortinas de paja trenzada, bien empapada en agua, para impedir la entrada del polvo y refrescar un poco el aire que respiran. En invierno, en cambio, la “Burana” es fría y en la estepa es la nieve en vez de la arena, la que atormenta a los seres vivientes.

Cuando la caravana se detuvo, los soldados plantaron febrilmente las tiendas; situaron los animales formando una doble línea en la parte del viento y cavaron trincheras para mayor’ resguardo. El huracán se desencadenó muy pronto: desapareció el sol y se inició un concierto endemoniado de aullidos, mugidos y silbidos, mientras la cortina de arena se volcaba sobre el campamento. Tabriz, llevando de la mano a Hossein, se había dejado caer dentro de una zanja defendida por una pequeña tienda que se apoyaba sobre dos camellos.

Un par de usbeki que se hallaban dentro al principio trataron de rechazarlos, pero al- ver a aquel gigante con los brazos levantados y libre de la cadena, que con poco esfuerzo había quebrado, se apresuraron a hacerles un poco de lugar. Minutos más tarde. Tabriz acercó los labios al oído de su señor y le susurró:

— Este es el momento y hay que aprovecharlo.

Sin agregar más, se movió como si quisiera cambiar de postura y rápido como el rayo, con puñetazos terribles

fulminó a los soldados del emir sin darles tiempo ni de exhalar un suspiro.

— ¡Las armas, señor! -rugió con su vozarrón capaz de cubrir todos los ruidos.

Hossein se lanzó sobre el usbeki que tenía cerca y le quitó las pistolas y el “cangiar”

que llevaban a la cintura; Tabriz, que había hecho lo mismo con el otro, tomó al joven de la mano y lo instruyó:

— Cúbrete la cabeza y cierra bien la boca y los ojos… ¡Vamos, señor! Es mejor morir sepultados por la arena que en manos de los torturadores del emir.

Arrancaron la tienda, que podría servirles más tarde, y abandonaron el foso desapareciendo entre las oleadas de arena. El riesgo a que se exponían era grave, ya que podían ser embestidos y sepultados por una de ellas o absorbidos y arrastrados en alto por una borda. Marchaban con la cabeza baja y los ojos, nariz y boca defendidos por la tienda que el huracán trataba de arrebatarles de las manos. No sabían cuál era la dirección que llevaban debido a profunda oscuridad; Tabriz tenía sujeto a Hossein de una mano y en los intervalos entre dos ráfagas furiosas le repetía:

— ¡Valor, señor, y no dejes de taparte la boca!

Jadeantes, semisofocados, ciegos, continuamente derribados, vagaban de un lado a

otro sin rumbo, empujados por el deseo único de alejarse del campamento, Cuando una masa de arena los arrojaba al suelo, el gigante no tardaba en incorporarse y liberar al compañero, el cual hubiera perecido sin su ayuda, hasta que se produjo un torbellino tan impetuoso que los dos hombres, a pesar de haberse abrazado formando un solo cuerpo, se sintieron chupados, levantados y transportados con una velocidad extraordinaria. Cayeron en un estado de inconsciencia y nunca supieron el tiempo que estuvieron sumidos en ella.

Cuando Tabriz volvió en sí la “burana” había cesado; al gunas cortinas de arena ondeaban todavía en el horizonte, pero el cielo se había vuelto limpio. A su alrededor reinaba el caos: dunas abatidas, ramas y raíces amontonadas, arrancadas quién sabe de dónde; cúmulos de pedruscos, trozos de tiendas arrastradas tal vez de millas de distancia.

El gigante miró el sol, rojo como un disco de metal incandescente, se palpó las costillas doloridas, giró la vista en torno y repitió con voz angustiada:

— ¿Y Hossein?… ¿Y Hossein?.. .

Aunque casi no podía mover una pierna, se puso a correr afanosamente aullando como un poseído:

— Patrón… ¡Patrón! …

Un lamento ronco que salía de una montaña de ramas y piedrecillas, le respondió. El coloso se puso a removerlo precipitadamente y descubrió a su señor sepultado en la arena hasta las rodillas, lo que le imposibilitaba moverse.

— ¡Salvado! … -exclamó-. ¡Allah es grande! …

— ¡Pronto, Tabriz!… -le gritó Hossein-. ¡Sofoco! … El abnegado compañero, sirviéndose de manos y pies dispersó los impedimentos, aferró al joven de los brazos, lo sentó y le limpió el rostro cubierto de polvo.

— ¡Agua!… ¡Una gota de agua… ! ¡Tabriz! … ¡Una sola!… ¡Me quemo!…

— ¡Ah, señor!… ¿Dónde hallar agua aquí! …

— ¡Tengo … abrasada la garganta… ! ¡Me… siento morir!

— ¡Agua!… ¡Agua!… -gritaba el servidor desesperado. Hubiese sido locura pensar encontrarla en aquellas pro

fundas capas de arena, porque en el supuesto de que hubiera podido pasar por ese páramo un arroyuelo, la “burana” lo habría tapado por completo.

— ¡Aguó! … ¡Dame agua… Tabriz!.. .

— ¡Pero sí … sí, mi señor!… -rugió el gigante, extrayendo el “cangiar”-. ¡Un poco de sangre podrá por un momento calmar su sed! …

Se remangó el brazo izquierdo y con la punta del arma se pinchó una vena de la que empezó a brotar el rojo líquido.

— ¡Bebe, señor! -le dijo, acercándole el brazo.

— ¡No, Tabriz! -gimió el joven, echando hacia atrás la cabeza.

— ¡Bebe sin miedo, señor! ¡Mi cuerpo está bien provisto! La sed del muchacho debía ser

bien terrible, porque posó

sus labios en el pulso de su siervo y chupó tres o cuatro largos sorbos.

— ¡Gracias, mi generoso Tabriz! -murmuró luego-. ¡Me has devuelto la vida!

— ¿Tienes bastante?

Hossein hizo un gesto afirmativo y cayó de espaldas co mo asaltado por un repentino sopor. El coloso se arrancó un pedazo de manga, se fajó apretadamente la herida y contemplando satisfecho a su patrón, musitó:

Dejémoslo reposar un poco, ya que por el momento no nos amenaza ningún peligro.

Dentro de algunos instantes habrá oscurecido y podremos continuar viaje.

Subió a una elevación de arena e investigó atentamente los cuatro puntos cardinales.

— ¡Sí pudiese saber dónde nos encontramos! ¿Estaremos cerca o lejos del campamento de los bukaros? ¡No hay ni un árbol en esta estepa maldita! ¡Y no podemos detenernos mucho tiempo…!

Tomó el aletargado en sus brazos como si se tratase de una criatura y se puso resueltamente en marcha, dirigiéndose hacia el poniente.

— En línea recta tengo que encontrar el Amú-Darja -infirió.

El sol iba desapareciendo tras una nube rosada que se volvía cada vez más oscura, pero otro disco que la refracción hacia ver rojo y grande, surgía lentamente en el cielo: la luna.

Tabriz seguía andando con los ojos bien abiertos y los oídos atentos para percibir el más lejano rumor o la aparición de algún ser viviente. Pensaba que una vez pasada la tormenta los soldados habrían descubierto a sus camaradas desmayados por sus puños y estarían buscando a los fugitivos en todas direcciones. Ese temor lo impulsaba a caminar; pese a su cojera, lo más rápidamente posible. Así anduvo durante una buena hora al encuentro de una mancha confusa que iluminaba el astro nocturno. Cuando se hallaba cerca de ella Hossein abrió los ojos y se deslizó de sus brazos.

— ¡Me has llevado como a un niño! -exclamó.

— Era necesario, mi señor. Puedes alabarte de tener los huesos bien resistentes. No sé si otro hubiese salido vivo del vuelo planetario que nos hizo emprender el maldito torbellino.

— ¡Qué bueno eres, Tabriz!

— No hice sino cumplir con mi deber de leal. servidor… ¿Te sientes mejor, señor?

—Sí, pero tengo una sed que me devora.

— Ten un poco de paciencia. Veo algunas plantas delante de nosotros y espero que encontraremos allí un poco de agua, o por lo menos fruta.

— ¿A qué distancia nos encontraremos del campamento?

— Creo que la tromba nos llevó bastante lejos, porque su velocidad era extraordinaria.

Pero dejemos eso y tratemos ahora de alcanzar ese pequeño grupo de árboles. ¿Puedes caminar?

— Sí, mi buen Tabriz.

— Adelante entonces y ten prontas las armas, pues los raros oasis de la estepa del hambre son refugio de bandidos y animales feroces, tan peligrosos los unos como los otro-. Al occidente se divisaba una mancha de plantas que ocupaba algunas hectáreas, lo que hacía presumir que allí hubiese agua. Los dos fugitivos no tardaron en llegar; el sitio se hallaba al parecer deshabitado pero los árboles eran plátanos que sólo producían una materia colorante usada por las mujeres turquestanas para pintarse las uñas. También había arbustos resinosos g.-otros de incienso, pero ninguno de ellos era de provecho para personas sedientas.

— ¡Mala suerte! -exclamó Tabriz, que se había detenido a la entrada del bosquecillo-.

¡No se ve una higuera ni un granado!

— ¡Ni tampoco agua! -agregó Hossein, espantado.

— Vamos a explorar, señor.

Después de posar el oído en el suelo por si percibieran el rumor de alguna corriente, con toda cautela se abrieron paso entre aquellos vegetales a los cuales observaban con atención, ya que es habitual que estén infestados de arañas tan gruesas como una nuez, cuya mordedura es muy venenosa. Habían atravesado varios grupos de árboles cuando Tábriz se paró de pronto y martilló una pistola.

— ¿Que has visto? -le preguntó Hossein.

— Me ha parecido oír un leve maullido en medio de esa mata de tragacantos.

— ¿Habrá alguna fiera escondida?

— Es probable, señor; las panteras no faltan en la estepa del hambre.

— Sería una buena señal, porque indicaría que hay agua.

— Es verdad; vamos a asegurarnos, pero preparemos los “cangiares”.

Avanzaron protegiéndose detrás de los troncos de los árboles y en cuanto estuvieron junto a la mata se pusieron a escuchar.

— ¡Agua! -gritó de pronto Tabriz, con cara radiante-. ¡La oigo murmurar!

— ¿Dónde?

— ¡Allí, en el medio! ¿No la oyes, señor? ¡Estamos salvados!

— ¿Y la fiera?

— Aunque sea un tigre no me da miedo.

El gigante se lanzó adelante con el “cangiar” en la mano, pero no había hecho cinco pasos cuando tropezó con algo blando que emitía maullidos y le arañaba las botas.

— ¡Alto, Hossein! -gritó.

Este le respondió con una resonante risotada.

— ¡Estás aplastando a unos pobres gatitos, Tabriz! -le contestó-. ¡Acuérdate que Mahoma prohibió matarlos! …

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