Capítulo 5 Las Sorpresas Del Oasis

El voluminoso servidor que había caído cuan largo era, se incorporó prestamente, echando maldiciones y dispuesto a hacer trizas a los animales predilectos del Profeta.

— ¡Eh, eh…! -exclamó de pronto-. ¿Llamas gatos a éstos? ¡Cuídate, que la madre puede andar cerca!

Dos bestezuelas, no más grandes que gatos comunes, de pelo amarillento cubierto de manchas negruzcas, jugaban entre los tragacantos sin hacer el menor caso de los intrusos.

— ¿Cómo? ¿Te inspiran miedo estos dos animaluchos? -le preguntó Hossein, burlón, al verlo girar los ojos alrededor.

— Dos de mis dedos sobrarían para estrangularlos -respondió el gigante-. De quienes tengo miedo es de los padres…

— ¿Qué clase de animales son, entonces?

— Onzas; una especie de pantera tan peligrosa como ésta, aunque sean menos corpulentas.

— ¿Y a estos cachorros, van a matarlos?

— No; no hay que irritar a sus mayores, señor. Calmemos nuestra sed y luego acampemos al margen del oasis.

Separó las hojas secas que cubrían el suelo y quedó al descubierto un arroyito que corría casi oculto.

— Bebe, patrón, mientras yo vigilo -dijo al joven.

Este, que se sentía morir de sed, se echó de bruces y se puso a beber ávidamente, pero estuvo en pie de un salto con las dos pistolas en la mano en cuanto le oyó a Tabriz gritar

— ¡Las onzas!. .. ¡Huyamos! …

Salieron de la mata y alcanzaron los bordes de la arboleda con el fin de encaramarse a los altos árboles en caso de peligro. Si hubiesen dispuesto de buenos arcabuces habrían hecho frente a las fieras, pero con las viejas pistolas de que estaban armados no era posible. Sé colocaron debajo de un granado salvaje y tendieron el oído.

— ¿No te habrás engañado, Tabriz? -comentó Hossein después de algunos momentos de espera.

— No, señor; sentí moverse los arbustos y juraría haber visto también brillar dos ojos entre las ramas.

— ¿Pero son tan peligrosas estas bestias como para hacer retroceder a un hombre de tu clase?

— Tanto como las panteras y… ¡Calla! … ¿No oyes?

— Sí, un crujido como si alguien quisiera abrirse paso entre los tragacantos.

— Trepemos a este árbol, señor. Estaremos más seguros.

El coloso ayudó a su amo a colocarse a horcajadas en la rama más baja del granado; luego trató de alcanzarla a su vez abrazándose al tronco, pero cuando estaba por cumplir la operación oyó a Hossein que le gritaba:

— ¡Rápido, Tabriz, sube! ¡Ya están aquí!

Dos animales parecidos al leopardo habían salido de la arboleda y con un gran brinco se habían precipitado sobre el gigante. Uno de ellos, el más corpulento, lo había asido de una pierna y tiraba de ella. Por fortuna las botas eran de cuero muy resistente y el que las calzaba poseía una sangre fría admirable; con un esfuerzo se izó, mientras la desilusionada fiera se venía a tierra.

— Un segundo de retardo y me hacía caer -dijo Tabriz.

— Ahora vamos a arreglarles las cuentas -significó Hossein.

— Hay que procurar no perder tiro, señor. Sólo disponemos entre los dos de ocho balas y podemos tener todavía otros encuentros como éste. Hemos cometido una gran imprudencia al no habernos apoderado de todas las municiones que llevaban los usbeki .

Las onzas se habían puesto a girar en torno al granado sin atreverse a atacarlos, cosa que les hubiera sido fácil, pues son hábiles trepadoras, pero sin quitarles los fosforescentes ojos de encima.

— ¿Estarán hambrientas o irritadas porque hemos descubierto sus madrigueras? -

preguntó el joven.

— Tal vez las dos cosas -contestó Tabriz—. Apresurémonos a desembarazarnos de estos importunos: yo apunta- j ré al más grande, que debe ser el macho.

Aprovecharon que las dos fieras se habían quedado quietas a pocos pasos del árbol para tomarlas de mira, e hicieron fuego simultáneamente. Cuando se disipó el humo vieron a la hembra contorcerse en el suelo mientras el macho, espantado por las detonaciones escapaba dando saltos de cinco o seis metros.

— ¿Habremos fallado? -interrogó el joven.

— ¡Mala pólvora, señor! ¡Es un milagro que haya caído la hembra! .

— Quizás también el compañero esté herido, pero me hubiera gustado verlo muerto. A lo mejor se nos presenta de nuevo… ¿No tienes hambre, Tabriz?

— Más que hambre me devora la sed. Tengo la garganta ardiente.

— El agua no está lejos, pero allí están los cachorros…

— Empuñemos los “cangiares”, señor; sis nos asalta-el padre nos defenderemos con ellos.

Apartaron con el pie el cuerpo de la onza y se dirigieron a la mata en busca del arroyo.

Las dos bestezuelas estaban jugando igual que cuando las habían dejado.

— He ahí nuestro asado -indicó el gigante, después de cerciorarse de que no había nadie en las proximidades.

Bastaron dos apretones de sus manos para ahogar a las pequeñas fieras; después levantó algunas hojas que tapaban la corriente de agua y se puso a beber a largos sorbos mientras Hossein montaba la guardia. Ya estaba por incorporarse, cuando una enorme sombra le pasó por encima y cayó sobre su señor derribándolo antes de darle tiempo para usar la pistola.

— ¡A mí, Tabriz! -pudo gritar.

— ¡Ah… bestia infame! -rugió el coloso.

De un salto superó los tres pasos de distancia que lo separaban de la onza, a la que tomó de la cola y con un formidable tirón la arrancó de allí. El animal, que sin duda no esperaba tan brutal ataque, se volvió mostrando los dientes y maullando, pero antes de que pudiera agredirlo, Tabriz le descargó tan descomunal golpe con el “cangiar”, que le separó netamente la cabeza.

— ¡Asombroso!… -exclamó Hossein.

— ¡Se hace lo que se puede, señor!… ¡El brazo no se porta tan mal! …

Regresaron al margen del bosquecillo, recogieron ramas secas, encendieron el fuego y después de haber despellejado a los dos cachorros, los ensartaron en un palo y los pusieron a asar sobre las brasas, dándolos vuelta de tanto en tanto.

— El almuerzo va a ser exquisito, lástima no tener a mano una pipa y buen “tomac”!

Necesitaríamos también un poco de “cumis”, pero no hay camellas en la estepa del hambre.

Con los ojos fijos en el fuego Hossein parecía sumergido en profundos pensamientos… La pérdida de Talmá o la infame traición de su primo.

— Patrón -le dijo Tabriz para distraerlo- el asado está pronto; tendremos que comerlo sin el sabroso acompañamiento de una hogaza de maíz.

Retiró la carne del fuego, la depositó sobre una capa de hojas de granado y la cortó en trozos con su “cangiar”.

— Te va a -resultar un poco coriácea, señor, pero hay que comer… así que plántale los dientes.

Cuando hubieron satisfecho el apetito, se echaron debajo de un plátano y se quedaron dormidos, seguros de que nadie iría a molestarlos en un oasis en que se guarecía una familia de animales tan feroces como los que habían destruido. Su sueño debió ser muy largo y el primero en abrir los ojos fue Tabriz, despertado por un gruñido ronco. Creyendo procediese de Hossein, inquirió:

— ¿Te sientes mal, señor?

Pero un segundo gruñido, más fuerte que el primero, y la sensación de que lo

estuviesen pisoteando dos pesados pies, lo hicieron levantar y descubrir una masa imprecisa que trataba de aferrarlo.

— ¡A las armas, señor! -gritó-. ¡Los usbekis del emir!…

Hossein se puso de pie instantáneamente, pero las sombras eran tan densas que en el primer momento no distinguió nada.

— ¡Tabriz! -llamó.

— ¡Ya lo tengo! -contestó el servidor-. ¡Ah, perro!… ¿Quieres luchar conmigo?

— ¿Qué sucede, Tabriz?

— ¡Estúpida bestia, te voy a hacer pedazos!…

Un aullido horrible, capaz de helar la sangre en las venas, resonó en las tinieblas y a él siguió una blasfemia.

— ¡Ahá! … ¿Conque muerdes? ¡Animal maldito, ahora verás! … ¡Toma esto! … ¡Y

esto! ¡Toma más! ¡Desgraciado!

Un gruñido doloroso y el ruido de un cuerpo pesado que se desploma, hicieron eco a esas palabras.

— ¡Se derrumbó! ¡Ya era tiempo!… -bramó el coloso-. ¿Qué clase de animal será?

¡Querría luchar conmigo! ¡Le ha costado caro convencerse de que tengo las costillas só lidas y los brazos fuertes!

— ¿Pero, qué es lo que has derribado, Tabriz?

— En verdad que no lo sé, señor. Enciende un tizón en alguna de las brasas que quedan y lo veremos.

El joven tomó una rama seca y consiguió una llama bastante luminosa.

— ¡Tabriz -gritó, sorprendido- un oso!

— ¡Me lo sospechaba! Quiso empeñar conmigo una verdadera lucha; al principio creí que era un usbeki, pero pronto me di cuenta, por el pelaje, que no se trataba de un ser humano.

— ¡Y creías que este oasis estaba desierto! …

— ¡Parece más bien una casa de fieras, señor!

— ¡Dos onzas y un oso hasta ahora! … ¡Vamos a mi rarlo bien, Tabriz!

— Aviva el tizón, señor.

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