Capítulo 3 Los Espiasen Acecho

— ¿Has sabido algo?

— No, Karawal.

— ¿Crées tú que puedes ganarte los “thomanes” del sobrino del “beg” tomando café y paseando por las calles de Kitab?

— Es que no es posible averiguar nada: sepultan los cadáveres en montón, sin preocuparse de si son pobres o ricos.

— ¡Eres un estúpido, Dinar! Yo he sido más sagaz que tú y supe de ellos.

— ¡Has tenido más suerte… ¿Muertos, verdad?

¡Vivitos como tú y yo; las sospechas de Abei eran bien fundadas!

— ¿Pero no estaba seguro de haberlos muerto?

— Nunca se sabe en qué va a terminar una bala -sentenció Karawal- ¡a veces fulmina, otras falla! … ¡Fíate

de ellas! Mejor es el “cangiar”, querido: el acero es más seguro. Hossein y Tabriz están vivos; los vi con mis propios ojos salir de una tienda-hospital en medio de un pelotón de cosacos.

— ¡Si están en manos de los rusos…!

— Supe otra cosa: que mañana serán conducidos a Bukara junto con los rebeldes prisioneros… Y nosotros los seguiremos.

— ¡Nuestra misión debería terminar aquí.

— ¡Eso es! ¿Piensas que Abei nos hubiera prometido quinientos “thomanes” tan sólo por hacerle saber si los dos hombres habían muerto? ¡Eres un cretino! Si no querías tomarte más molestias debían haber seguido a Hadgi y contentarte con las diez o doce monedas que recibieron los otros dos que estaban con nosotros. Pero yo sé conducir mis propios negocios.

— ¡Tienes razón, soy un imbécil! Puedes repetírmelo que no me ofendo. No poseo como tú el cerebro de un futuro jefe de los “águilas de la estepa”.

— Ese es mi sueño y lo realizaré aunque tenga que renegar de Mahoma.

— ¿Qué haremos ahora?

— Seguiremos a Hossein y su servidor y en caso de que él emir no los suprima, nosotros repararemos el error.

— ¡Se te hace fácil a ti! ¡Ponerse frente a ese demonio de Tabriz! …

— Me animan los “thomanes” del señorito… ¡Con un golpe a traición terminaremos con él!

— ¿Y no inspiraremos sospechas a la gente del emir?

— ¿Quién va a sospechar de dos pobres “loutis” que se ganan la vida haciendo bailar a monos amaestrados? Ni Hossein ni Tabriz podrán reconocernos; estaban demasiado ocupados en la lucha para poner su atención en nosotros. Además, estamos bastante bien disfrazados… ¡Patrón, otra taza!

Este diálogo tenía lugar en uno de los tantos “cabue-cabué” de Kitab, pequeños cafés donde se reúnen diariamente los desocupados para saborear una taza de la aromática infusión; jugar al ajedrez o a las damas; escuchar las historias contadas por algún

“mestvire” o fumar un narguilé. Eran dos auténticos tipos de bribones: el uno no mayor de veinte años y el otro de doble edad, barba hirsuta y una horrible cicatriz que le cruzaba la cara pasando entre la nariz y los labios. Ambos vestían ropa desgarrada, cubrían la cabeza con gorros persas y llevaban en la mano fustas de mango corto. Cuando terminaron la segunda taza de café, Karawal, el de la cicatriz, tocó con el pie el de su compañero y le murmuró en voz baja:

— ¿Has comprendido cuál es mi plan? Como tu inteligencia es muy corta, tendré que repetírtelo … ¡Nunca llegarás a nada, hijo mío!

— Soy muy joven, Karawal.

— A tu edad yo era un bandido perfecto y robaba caballos, camellos y carneros casi bajo las miradas de los pastores.

— Espero llegar algún día también yo a ser tan hábil.

— Te lo deseo de corazón… Bueno; mi plan consiste en informar a Abei del fracaso de su golpe, a fin de que apresure sus bodas con Talmá.

— Falta que la muchacha acepte…

— Las mujeres se resignan y olvidan pronto. Por otra parte, lo mismo que el otro, él es sobrino del “beg”… Una vez que lo hemos puesto al corriente seguiremos a los prisioneros y si escapan de las manos del emir, procuraremos que no se salven de las nuestras. Es preciso que no vuelvan a la estepa, sino se nos escaparán los “thomanes” de Abei.

— Estoy completamente contigo.

— ¡Bravo! Parece que tu inteligencia comienza a despertarse… Bajo mi dirección harás carrera, hijo… Recojamos nuestros monos y dispongámonos a partir.

— ¿Nos dejarán seguir a los prisioneros?

— No lo dudes; los “loutis” son bien vistos por los soldados.

Pagaron y abandonaron el cafetucho detrás del cual, bajo un improvisado cobertizo, se hallaban dos cuadrumanos de medio metro de alto con colas de veinticinco centímetros.

cuerpo macizo de pelo verdoso y la cara del color del bronce. Procedían de las montañas de Cachemira y podían soportar el frío por su hábito de vivir en la altura, pero eran agresivos y difíciles de domesticar. Los dos cofrades los desataron y llevándolos por las cadenas se alejaron velozmente, pese a la resistencia y chillidos de protesta de los animales. La ciudad de Kitab todavía estaba trastornada; los rusos vivaqueaban en la plaza y las calles principales y la gente prefería permanecer en su casa a pesar de la orden impartida por el general a su ejército, de no molestar a la población. La atravesaron en menos de media hora y llegaron a la puerta de oriente donde los rusos, bajo grandes tiendas y vigilados por un doble cordón de centinelas, habían concentrado a los prisioneros que serían conducidos al día siguiente a Bukara, donde se encontraba el emir.

Escalaron un muro y se dejaron caer en un huerto abandonado por sus dueños, abrigándose debajo de un granado.

— Aquí estamos como en nuestra casa; nadie vendrá a molestarnos mientras los rusos no

regresen a Samarkanda -dijo Karawal-. Es un puesto excelente para vigilar a los prisioneros.

Sacaron galletas de maíz de sus alforjas de cuero y unos trazos de carnero asado; comieron, dieron a los monos algunas granadas y se tendieron sobre la hierba encendiendo sus “cibuc”. Cuando cayó la noche, el de mayor edad se encaramó al muro y dio un vistazo al campamento que se hallaba alumbrado por grandes fogatas; se aseguró de que todo estaba en calma y fue a ocupar su lugar al lado del compañero. El sonido estridente de un clarín despertó a hombres y cuadrumanos cuando recién aparecían en el horizonte los primeros tintes del alba.

— ¡En marcha! -dispuso Karawal-. Vamos a enterarnos de lo que sucede en Bukara.

Tirando de sus monos se dirigieron al campo de los prisioneros, los cuales habían sido sujetos en grupos de veinte mediante una larga cadena que pasaba por sus cinturas y guardados por caballería usbeka y bukara. Se trataba de los más comprometidos en la insurrección a los cuales el emir quería interrogar y devolver luego vivos a los moscovitas sin tener derecho a imponerles otro castigo que el de multas pecuniarias, las que, naturalmente, serían ruinosas. En el cuarto grupo se hallaban Hossein y Tabriz atados uno junto al otro con doble cadena. El gigante estaba furioso y lanzaba miradas de exterminio sobre los guardianes; su señor, en cambio, parecía como si el último golpe lo hubiese aniquilado.

— ¡Uhm…! -hizo Karawal, tirándose de la barba-. Creo que no tendremos necesidad de emplear nuestros “cangiares”… ¡No quisiera encontrarme en la piel de nuestros esteparios, te lo aseguro! …

— ¿Piensas que el emir los matará?

— Tal vez no se atreva a ello porque es muy vigilado por los rusos, pero tiene a sus órdenes excelentes “arranca ojos” ¡ese querido príncipe!

— Lo sé -confirmó el joven Dinar-. El año pasado vi dejar ciegos a unos cincuenta bandidos que habían asaltado a una de sus caravanas. Me produjeron una impresión terrible.

— Te creo… ¡Ahí salen los últimos…, pongámonos a la cola!

La caravana, compuesta de unos trescientos cautivos y casi doscientos guardianes bajo el comando del representante del emir; se había puesto en movimiento y los dos fingidos saltimbanquis la siguieron sin que a nadie le llamase la atención. Descendió las últimas pendientes del Sarset-Sultán y entró en la estepa de Karnak-Tschul, que divide las tierras de Kitab de las de Bukara. No era ésta una planicie como la habitada por los sartos, en que crecían hierbas y flores, sino un páramo interminable quemado por el sol y sin más vegetación que algunas gramíneas tan duras que apenas los camellos podían tolerarlas. A pesar de la tranquilidad del aire, se veían numerosas cortinas de polvo que a la hora del crepúsculo tomaban un tinte color azul oscuro y producían la impresión de un extenso mar al fondo del horizonte. El que levantaban los cascos de los caballos cubría a la columna de una ligera nube como de humo que secaba la garganta e irritaba los ojos de los prisioneros.

— Este es un país maldito -dijo Tabriz a Hossein-. ¿Has visto alguna vez, mi señor, una estepa más árida que ésta? Si llegara a soplar la “burana” pasaríamos un mal cuarto de

hora.

— .Qué es la “burana”? -preguntó el joven distraídamente.

— Un terrible huracán de arena que a” ‘Veces resulta fatal a muchas caravanas.

— ¡Ojalá se produjera para terminar de una vez! -murmuró Hossein con voz sorda.

— No debes descorazonarte, señor; debes vivir para la venganza.

— Ya no espero nada… Además, no saldremos vivos de la mano del emir.

— Yo creo lo contrario.

— ¿Quién nos defenderá de la formidable acusación que pesa sobre nosotros? Mi tío nos creerá muertos y no podrá intervenir para ayudarnos.

— Desgraciadamente eso es verdad -reconoció el servidor-. Tu despreciable primo le habrá hecho creer que nos mataron los moscovitas.

— ¡Necesitaba mi vida para apoderarse de Talmá…! ¡Mi Talmá… ! ¡También ella creerá que ya no existo! … ¡Infame! … Tienes razón, Tabriz, necesito vivir para vengarme. ¡Ay de él si llego a volver a la estepa! ¡El castigo será atroz!

— Así me gusta verte, señor.

— ¡Con tal que el emir crea en nuestra inocencia!

— ¡Eh… señor! ¡A lo mejor ni tendrá el placer de conocernos…! ¡Todavía no estamos en Bukara, tenemos una semana por delante, y en una semana pueden suceder muchas cosas!

Las cadenas pueden quebrarse y los prisioneros verse libres, caer de improviso sobre la escolta y aniquilarla…

— ¿Qué quieres decir? ¿Meditas alguna evasión?

— Me bastaría un poco de “burana”, señor, y ¿quién te dice que no la tengo? Esas cortinas que desfilan a lo lejos indican que si aquí reina calma absoluta, allá sopla el viento… ¡No hay que desesperar!…

— ¿Y qué ayuda podría proporcionarte una tormenta de polvo?

— Tú no has visto nunca lino de estos fenómenos, porque en tu estepa no se producen, pero te darás cuenta de lo qué es si tenemos la suerte de presenciarlo… Silencio, ahora, pues parece que los guardias tienden la oreja.

En lontananza, ‘mezclados a gruesos cristales de sal que despedían resplandores intensos, enormes médanos de arena se extendían hasta perderse de vista; las matas de hierba eran raras y en el inmenso llano no se veía ni una tienda. Era la verdadera estepa del hambre, sin agua para calmar la sed; sin que un solo animal la habitase. Al mediodía la caravana hizo alto junto a un minúsculo oasis formado por algunas raquíticas encinas y tristes palmeras salvajes. Los prisioneros, poco acostumbrados a andar a pie, se hallaban exhaustos, con las gargantas secas y los ojos hinchados por el polvo. Se les hizo una magra distribución de alimentos, pues se contaba con provisiones conducidas por sólo seis camellos, y se los dejó que se asaran al sol mientras los soldados plantaban sus tiendas para guarecerse de sus rayos. Tabriz, cuya juventud había transcurrido en buena parte en aquel erial maldito y sabía bastante del movimiento de las arenas, observaba el horizonte

con profunda atención. De tanto en tanto mojaba un dedo y lo levantaba para conocer la dirección del viento.

ion tal que no cambie -comunicó a Hossein que se había acostado a su lado -viene del norte, que es el que provoca las “buranas”.

— ¡Débil esperanza!

— ¡No tanto!… Mira allá… el cielo se oscurece; las cortinas se vuelven más espesas; el viento sopla fuerte… Iskandú y Karakie deben hallarse cubiertas de polvo… los soldados del emir han comenzado a darse cuenta de ello…

En efecto, entre los bukaros y usbekis se notaba agitación: habían salido de las tiendas e interrogaban ansiosamente con los ojos el cielo.

— ¡“Burana”! ¡`Burana”! -se les oía repetir con inquietud.

Desmontaron rápidamente las tiendas y dieron la señal de partida. El gigante dijo a uno de ellos que le pasó cerca:

— ¿Por qué no permanecen aquí, tontos, al reparo de los árboles?

— Más adelante lo estaremos al de las colinas -le contestó-. Caminen lo más ligero que puedan si quieren salvar la vida. No tenemos tiendas suficientes p todos.

La columna se había puesto en marcha casi corriendo, acuciados los cautivos por los gritos y chasquidos de fusta de sus guardianes.

— ¡Adelante! ¡Adelante! -gritaban éstos sin descanso.

Caballos y camellos empezaban a dar señales de desasosiego: los primeros temblaban y relinchaban sordamente; los segundos alargaban el cuello y bamboleaban nerviosos la cabeza. La tormenta se acercaba; las ráfagas de polvo se hacían más frecuentes; enormes trombas de arena se levantaban a gran altura y se desplazaban a toda velocidad: algunas chocaban contra la caravana y se deshacían sobre los pobres prisioneros. La carrera desenfrenada duraba desde hacía un cuarto de hora cuando el representante del emir ordenó detenerse: las colinas no eran todavía visibles y la “burana” ya estaba encima.

— ¡Arréglense como puedan! -vociferaban los guardias entre el rugido del viento-.

¡Tírense detrás de los caballos!

— ¡No dudes que nos arreglaremos! -musitó el gigante y volviéndose a Hossein-: Prepárate, patrón; dentro de poco la arena nos envolverá y nadie podrá distinguir a su vecino. No te preocupes de las cadenas, yo podré romperlas.

— ¿No moriremos sofocados, Tabriz? -preguntó el joven.

— ¡Confiemos en Allah, pero no te separes de mi lado! - contestó el servidor.

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