Capítulo 14

EL ODIO DE GARROVI

Alí y Sciapal dormían cómodamente desde hacía varias horas, cuando una forma humana se arrastró sin hacer ruido fuera de la cabaña.

Era la niña bengalí. Sus grandes ojos, que brillaban a los rayos de la luna, se clavaron largo rato en el capitán de la Djumna que estaba acostado sobre sus pistolas, y luego en el hindú, que oprimía entre las manos el hacha para estar seguro de servirse de ella sin perder tiempo en caso de peligro.

Parecía que las miradas de la pequeña se fijaran más que en los hombres, en sus armas.

Así permaneció inmóvil varios minutos y. luego sacudió la cabeza, como si quisiera apartar algún pensamiento inoportuno, y miró hacia la selva.

El silencio pareció tranquilizarla, y se puso resueltamente en camino, siguiendo la línea de la costa.

¿Adónde iba, a aquella hora inoportuna, sola, inerme, arriesgándose a ser devorada por una fiera?

Caminando rápidamente, corriendo casi, avanzaba sin producir ruido alguno, como si hubiera conocido perfectamente el sitio hacia donde se dirigía.

Debía haber recorrido aproximadamente dos kilómetros, subiendo y bajando las dunas

o bordeando la floresta, cuando se detuvo frente a un grupo de enormes árboles, y arrancando una hoja la puso sobre los labios, dejando escapar algunas notas semejantes a las que ‘los músicos indígenas arrancan de los bancy{9}.

Aquellos agudos sonidos debían de extenderse a gran distancia entre el perfecto silencio que reinaba bajo las copas de los árboles.

Latscimi aguardó, inclinándose para escuchar mejor, reteniendo la respiración, hasta que en la límpida atmósfera resonaron notas perfectamente iguales, que llegaban del bosque.

-¡Es él! -murmuró la niña con ojos iluminados.

Se volvió a poner en camino bordeando los altos árboles que proyectaban sobre la playa una oscura sombra, y luego emitió nuevamente aquel sonido.

La respuesta no se hizo esperar, tan cercana que pareció salir de un centenar de pasos de distancia.

La pequeña se echó a correr hacia allí, apartando bruscamente las ramas, y dejando que los rayos del astro nocturno penetrasen en una especie de refugio improvisado dentro del macizo vegetal.

Allí, reclinado sobre las hojas, había un hindú de estatura mediana, delgado como un faquir, con miembros nudosos que parecían hechos solamente de huesos y músculo, piel muy oscura sin los reflejos amarillentos que se advierten en las razas de los países donde el sol quema demasiado.

Advirtiendo a la pequeña, levantó la cabeza, mostrando un rostro descarnado, con frente deprimida, nariz gruesa, labios prominentes y ojos negrísimos y profundos.

-¡Narsinga! -exclamó con acento que traicionaba su viva inquietud.

-¡Hace diez horas que te aguardo con ansia indescriptible! ¿Te perdiste en la selva, verdad? No debes cometer más imprudencias… En esta isla hay tigres que pueden devorarte.

-No me perdí padre -respondió la pequeña, sentándose junto a él y cubriéndolo afectuosamente con una especie de estera toscamente entretejida con fibras vegetales.

-¿No te perdiste? ¿Entonces dónde estuviste?

-Me encontraron unos hombres

-¿Salvajes?

-No, un hindú y un hombre blanco.

-¿Quién?

-El capitán del Djumna.

El hindú miró a la chica con ojos terribles, mientras sus facciones se alteraban

salvajemente.

-¡El! ¡Alí! -su voz se tornó sibilante-. ¿Me lo envían los genios del mal?

Se incorporó de un salto, pero volvió a caer, emitiendo un sordo gemido.

-¡Maldición! –rugió-. Olvidaba que tengo una pierna despedazada. Cuéntame -lo ocurrido, Narsinga.

La pequeña bengalí que por prudencia había cambiado el nombre, le contó como la hallara Sciapal, el interrogatorio sufrido, cómo se había encontrado con Alí, y la manera en que escapara de la cabaña de la playa.

-¡Ah! -exclamó el hindú cuando Narsinga conclu- yó-. ¡También Sciapal sigue vivo!

Yo creía haberlo matado de un hachazo.

-¿Qué debo hacer, padre?

-¿_A qué distancia acampan?

-A dos kilómetros de aquí, padre.

-¡Ah! ¡Si pudiera llegar hasta allí!

-Es imposible… El camino es muy malo.

-Necesito matar a esos hombres, Narsinga.

-Padre, quizá Alí no te odie como tú crees.

-Si no lo mato me matará él a mí.

-Tal vez te perdone.

-¿El? Jamás.

-Sin embargo, no parece un mal hombre.

-Si me ve me tratará mal… Además aunque me perdonara, me arrebataría mis riquezas.

-Pero, yo renuncio a un oro que nunca quise, y que ganaste quién sabe con cuantos delitos… Siento horror por todo lo que has hecho y que hasta ahora ignoraba.

-Pero, ¿crees tú que cuando te recogí en las calles polvorientas de Rampurg, muriéndote de hambre, y te adopté como si fueras mi propia hija, quise que llegaras a ser una miserable sannyassis? ¡No, Narsinga! Desde el momento en que te recibí como hija mía, te quise en la misma forma que si te hubiera dado la vida, y mi único sueño fue hacerte rica. Por ti abandoné mi secta, me hice marino, traicioné a mi capitán, envenené a tres misorianos, maté a todos los malabareses de la tripulación y asesiné a traición al propio Hungse.

-¡Padre! -Narsinga se estremeció-. ¡Basta, me aterrorizas!

-;Crees -continuó Garrovi implacable- que deseo perderte? Un padre no renuncia a sus hijos.

-Entonces huyamos: yo te ayudaré.

-Perdería todo. y no deseo verte cobre.

-Pero te he dicho que no quiero ese oro ensan

grentado. Huyamos. padre y dejemos que Alí Middel en cuentre a sus amigos.

-¡No!

-Pero. ¿qué quieres hacer?

-¡Matarlos a todos!

-¿Alí y Sciapal?

-Y los demás, para que nadie pueda despojarme de mis riquezas.

-No lo harás, padre.

-¿Quién me lo impedirá?

-Olvidas tu pierna destrozada.

-¿Qué importa? Me arrastraré como una serpiente y mataré a Alí durante el sueño.

-Sciapal te matará a ti.

-No le daré tiempo.

-¿Y los otros, los que desembarcaron?

-Tengo oculto entre mis ropas un frasquito de un veneno tan potente que acabará con todos. Cuando los hayamos exterminado buscaré los medios de regresar a Bengala, y allí me ocuparé del Presidente de la “Joven India”.

Narsinga oyendo aquellas palabras reprimió un gesto de horror: aquel hombre al que hasta ese momento había querido como a un padre, la aterrorizaba.

-¿Qué debo hacer? -le preguntó tras algunos instantes de silencio.

-Vuelve junto a Alí: es necesario que no advierta tu desaparición, se alarmaría.

¿Cuándo dejará la costa?

-Mañana.

-Se lo impedirás.

-¿Cómo?

-Haciéndote la enferma.

-No me creerá.

-Tú eres astuta y podrás engañarlo.

-¿Y después?

-Mañana por la noche cuando se haya puesto la luna, me reuniré contigo y lo mataremos.

-¡Padre!

-Calla, Narsinga… Hasta mañana.

La pequeña se incorporó dejando caer a tierra las almendras que llevaba en su sahari y se alejó sin volverse.

Avanzaba hacia la costa lentamente, sumergida en profundos pensamientos, sin mirar en torno suyo, cuando repentinamente se sintió aferrar de los brazos por dos manos robustas, y antes que pudiera lanzar un grito fue envuelta en una especie de red formada por fibras vegetales, y alzada como si fuese un paquete de mercancías.

Un grupo de hombres que desembocara silenciosa mente de la vecina selva, la rodeaba. Eran quince o veinte salvajes semidesnudos, armados de arcos, lanzas con puntas de hueso y escudos de madera.

Eran todos de baja estatura, pues no debían superar el metro y medio, pero bien proporcionados. Tenían la piel negra como los papuanos de Nueva Guinea, los brazos y las piernas muy delgados y la cabeza grande y adornada de cabellos negros y crespos. Sus rostros tenían una expresión bestial.

Cargando a Narsinga se dirigieron hacia la playa, en dirección a la cabaña.

Al llegar a treinta pasos del débil refugio de Alí y Sciapal, se detuvieron para escuchar, rodeando luego la choza.

Cuando lo hubieron hecho se precipitaron al interior, lanzando aullidos formidables.

Alí y Sciapal, que dormían profundamente no tuvieron siquiera tiempo de empuñar las armas. En menos de lo que se tarda en decirlo se encontraron atados y envueltos estrechamente por redes vegetales que les impedían todo movimiento.

Los salvajes cumplida su tarea, les colgaron de largos palos como habían hecho con Narsinga, y regresaron a la selva.

Al alba, tras haber cambiado varias veces de portadores, prisioneros y captores, llegaron a un claro circundado de espesos árboles, en medio del cual se alzaba un grupo de miserables cabañas, cubiertas con hojas y ramas secas.

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