Capítulo 16

L A F U G A

Quizás el salvaje no había comprendido aquellas palabras, siendo poco probable que conociera el dialecto bengalí, pero como sabía que el jefe hablaba la lengua de los prisioneros, lo llamó.

El jefe de los andamaneses, suponiendo que quizás los bengalíes tenían alguna importante comunicación que hacerle, se apresuró a ir hasta la cabaña, pero tomando sus precauciones, pues apareció armado con un gran arco de dos metros de largo, estrecho en el medio y ancho en los extremos, lo que demostraba la poca fe que tenía en la tranquilidad de sus prisioneros.

-¿Me hiciste llamar?

-Sí, jefe.

-¿Qué deseas?

-Decirte que cedemos a tus pretensiones.

El nativo no pudo disimular un movimiento de alegría, oyendo aquellas palabras y clavó en el anglo-hindú una ardiente mirada.

-¿Me construirás una de esas grandes casas flotantes?

-Sí.

-¿Y también un palacio como los que he visto en Calcuta?

-También un palacio.

-Y me harás armas de fuego que atruenan y matan a distancia.

-Si quieres te fabricaré hasta un cañón.

-¡Te daré de comer todo lo que quieras!

-No es suficiente.

-¿Qué necesitas?

-Armas para trabajar la madera necesaria.

-Las tendrás.

-Pero no tienes lo que yo preciso… Tus lanzas no son suficientes.

-Tengo tu hacha.

-No alcanza.

-¿Qué deseas?

-Mis pistolas.

-¿Qué piensas hacer con las armas que truenan?

-Derribar los mayores árboles de la selva.

-Eso no lo vi hacer en Calcuta.

-¿Acaso no viste nunca cómo el rayo derriba los grandes troncos?

-Es cierto.

-¿Y mis armas no atruenan como el rayo?

-También eso es cierto.

-Si no me las das, no podré fabricarte la casa flotante.

-Tendrás todo lo que quieras.

-Eso es otra cosa… Mañana comenzaremos a trabajar.

El jefe, contento ante la promesa de Alí, se fue gritando de alegría.

-Veremos si todavía estarás tan contento cuando tenga las pistolas en la mano -

murmuró Alí-. ¡Salvaje maldito!

-¿Huiremos esta noche, patrón?

-No -contestó Alí-, sin armas no iremos muy lejos. Mañana daremos el golpe.

-¿Qué piensas hacer?

-En el momento oportuno lo sabrás. Mira, aquí viene el jefe con alimentos …

Esperemos que sea una cena abundante.

Sus esperanzas quedaron defraudadas. La comida era abundante pero apta tan sólo para el paladar de los salvajes. Consistía en grandes lagartos asados, de aspecto repugnante, medio gato salvaje de olor desagradable, un pote con miel de abejas silvestres, y una cesta de moluscos y crustáceos.

Los prisioneros hicieron honor a la miel, a los moluscos y a los crustáceos, pero siendo ya de noche, habiéndoles cortado las ligaduras los nativos, se tendieron sobre el piso de la cabaña y trataron de dormir.

Sin embargo, el sueño de los prisioneros no fue tranquilo, pues parecía que en torno de aquel poblado se habían reunido todos los mosquitos famélicos de la India.

A la mañana siguiente, el jefe, seguido de una docena de sus hombres armados de lanzas y arcos, fue a despertar a los prisioneros. Alí vio de inmediato que llevaban el hacha, las dos pistolas y las pocas municiones que le quedaban.

-¿Estás listo? -inquirió el jefe,

-Quítanos las ligaduras de las piernas, y vamos.

-¿No tratarás de escaparte?

-Tú tienes a tus guerreros…

-Es cierto, pero los hombres de Bengala son más robustos que nosotros.

-Pero tú y los tuyos sois mucho más numerosos que mi amigo y yo….

-Es cierto, vamos.

-Llévame a un lugar de la selva donde haya grandes árboles -dijo Alí-. Necesito mucha madera para construir la casa flotante.

El grupo de hombres, precedido por el Jefe, se puso en camino.

Bien pronto se encontraron en medio de un bosque espesísimo, formado por un conglomerado de ficus pisocarpa, árboles resinosos de dammar, y teks, altísimos y muy gruesos, en cuyas copas evolucionaban bandadas de monos. Alí se detuvo lanzando en derredor una prolongada mirada, luego alzó los ojos sobre un tek colosal que medía fácilmente medio centenar de metros, y tan grueso que tres hombres uniendo las manos no hubieran podido abrazarlo.

-Este es un árbol hecho para nosotros -dijo volviéndose hacia el jefe.

-¿Cómo? ¿Quieres derribar esta enorme planta?

-Así es, pero necesito que me ayudes con tus hombres.

-¡Pero, si este árbol cae, nos aplastará a todos!

-Yo sé cómo derribarlo sin peligro.

-¿Qué debemos hacer?

Alí indicó otro tek casi del mismo tamaño, situado a poca distancia, diciendo:

-Tú y tus hombres deberéis subir allí arriba sosteniendo los cables que ligaremos al primer árbol.

-¿Y tú, qué harás?

-Yo atacaré el tek con mi hacha y mis pistolas. ¿Comprendes ahora?

Sciapal entre tanto había hecho cortar largas lianas, y trepándose al tek en cuestión había atado su extremo con aquellas cuerdas vegetales.

Los indígenas, que habían comprendido la maniobra, subieron al segundo tek, sosteniendo las lianas y acomodándose entre el follaje.

Sin embargo el jefe parecía poco dispuesto a seguirlos. Un resto de desconfianza lo mantenía en tierra.

-Vamos, dame las armas y sube al árbol -dijo Alí.

-¿Pero no huirás tú mientras tanto?

-Tus hombres tienen flechas.

-Sí, pero preferiría quedarme en tierra.

-El tek puede matarte.

-Me mantendré en guardia.

Alí lo miró con ojos que lanzaban relámpagos, pero se contuvo.

-Ya que desconfías, quédate, pero ten cuidado.

-No temas -repuso el salvaje con una risita maliciosa-. Toma el hacha.

-¿Y las pistolas?

-Yo también sé dispararlas; cuando me lo ordenes las descargaré contra el árbol.

Alí experimentó un deseo loco de arrojarse contra aquel bribón y estrangularlo, pero no había llegado aún el momento de proceder.

Aferrando el hacha se acercó al árbol, y comenzó a golpearlo con fuerza, haciendo saltar en derredor astillas y trozos de corteza.

Por su parte, Sciapal, que había sido instruido durante la noche anterior, amontonaba al pie del segundo tek una gran cantidad de hierbas y ramas secas.

Aquella extraña maniobra hizo sospechar al jefe que algo raro ocurría:

-¿Qué hace tu esclavo? -preguntó a Alí.

-Prepara la leña para quemar las ramas del árbol.

-¡Pero arriba están mis hombres!

-Cuando el tek haya caído, bajarán. Ahora cállate y déjame trabajar o no podré fabricar la casa flotante.

Volvió a hachar al gigantesco árbol, siempre con escaso éxito, pues aquella madera es notablemente dura, mientras Sciapal continuaba acumulando leña bajo el otro coloso del bosque, en cantidad tan grande como si hubiera tenido que asar a un buey.

-He terminado -gritó Sciapal.

-Vete de aquí, Narsinga -dijo Alí en voz baja- y cuídate de las flechas.

-No temas, señor.

El capitán dejó caer el hacha como si estuviera agota do por aquel trabajo, y volviéndose hacia el jefe le dijo:

-Las armas de fuego harán el resto.

-¿Debo descargarlas?

-Sí, pero antes advertirás a tus hombres que deben

mantenerse preparados, para dar un violento tirón a las lianas apenas oigan la detonación.

Luego volviéndose hacia el malabarés, le dijo:

-Enciende una rama de dammar. Tendremos necesidad de una hoguera para quemar las hojas del tek.

Mientras Sciapal se apresuraba a obedecer encendiendo una gran rama resinosa que ardió de inmediato como una antorcha, los andamaneses, advertidos por su jefe habían dejado las armas y aferraban las lianas.

-Te toca a ti -dijo entonces Alí dirigiéndose al jefe, El andamanés, que ya no sospechaba nada, se acercó al tek golpeado por Alí, apoyó las dos pistolas contra el tronco, y tras una breve pausa disparó.

El colosal árbol, como era de preverse, no se movió siquiera; en cambio el jefe se desplomó inerte, tras los dos golpes terribles que le propinó Alí en la cabeza.

Casi al mismo tiempo Sciapal arrojó la antorcha en medio de la pila de madera seca que formara en derredor del segundo tek, incendiándose de inmediato, produciendo una espesa nube de negro humo.

-¡Huyamos, patrón!

Alí no había permanecido inactivo. Cuando el jefe de los nativos cayó, se precipitó sobre él, arrancándole las dos pistolas, las municiones que quedaban, y recogiendo el hacha llamó a Narsinga y echó a correr hacia lo más espeso del bosque.

Los salvajes, viendo huir a los prisioneros, habían empuñado los arcos y flechas, pero aquello era inútil, pues no podían descender a causa del fuego que quemaba la base del tek; con alaridos feroces trataron entonces de llamar la atención de sus compañeros que permanecían en la aldea.

Los fugitivos entretando huían por la selva, dejando trozos de ropa en la maleza, cayendo y levantándose hasta que por fin, extenuados, llegaron a la orilla de un pantano que se extendía en medio de un bosque sombrío y cargado de humedad.

-Creo que no nos encontrarán -dijo Alí-. Podemos detenernos aquí.

-Este sitio es peligroso, patrón -dijo Sciapal-. La fiebre de los bosques debe reinar sobre este pantano.

-No nos quedaremos mucho tiempo. Tal vez Eduardo esté cerca de aquí, ¿no es cierto, Narsinga?

-Así lo creo, señor.

-¡Pobre hermano mío! Tal vez me creerá muerto.

-Deja tus tristes pensamientos, patrón -exclamó Sciapal-, un día ú otro lo encontraremos.

-Tienes razón. Busquemos por ahora un escondrijo para protegernos de esos malditos salvajes. Estarán ansiosos de vengarse, y recurrirán a todos los medios posibles para atraparnos nuevamente.

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