Capítulo 17

LAS ARENAS MOVEDIZAS

Como hemos dicho, la precipitada fuga a través de la selva les había conducido hasta una zona pantanosa, rodeada de altos y sombríos árboles sobre la que flotaba un fétido olor a materia en putrefacción.

Alí cortó una rama de un hachazo, y la sumergió en el pantano, apreciando la profundidad. Había tan sólo medio metro de agua, y el fondo parecía ser suficientemente sólido como para aguantar el peso de un hombre.

-Trataremos de pasar -dijo a sus compañeros-. Un viaje de treinta o cuarenta horas por la ciénaga no nos resultará fatal.

Alzando a Narsinga en brazos, la cargó sobre las espaldas, le entregó las pistolas y la pólvora y entró resueltamente en aquellas negras y fangosas aguas, seguido por Sciapal, que había cortado un grueso bastón para apoyarse.

Habían recorrido ya una distancia regular, hallándose a cinco o seis metros de un islote que se elevaba sobre las oscuras aguas, cuando Alí sintió que la tierra se hundía.

-¡Sciapal! -gritó-. ¡Arenas movedizas!

-Espera que te ayudo…

-No, nos ahogaríamos los tres…

-¿Qué debo hacer? -preguntó el hindú aterrorizado.

-Sube al islote y alcánzame una rama larga. No te acerques. o te ahogarás tú también.

-¿Crees que puedes resistir unos minutos?

-Así lo espero.

-No te muevas, o te sumergirás más rápido.

El hindú se apresuró a llegar hasta el islote, tanteando el fondo con su bastón para no caer en la trampa, y advirtiendo entonces que el banco de arena movediza se prolongaba también en aquella dirección, cortándole el paso.

Atemorizado comenzó a rodearlo, comprendiendo que perdía un tiempo precioso para las vidas de Alí y Narsinga.

El capitán permanecía totalmente inmóvil, comprendiendo que el menor esfuerzo, la mínima tentativa hecha para librarse de aquella trampa mortal, hubiera apresurado su descenso en el traidor banco; pero pese a ello continuaba hundiéndose poco a poco.

El agua del pantano ya le llegaba hasta el mentón y seguía subiendo. Un minuto más y no podría respirar.

Narsinga callaba, pero veía subir con ojos extraviados la negra superficie de aquellas aguas. Sentía que su valeroso salvador poco a poco, milímetro a milímetro, se hundía en la horrenda tumba de las arenas movedizas.

-¡Pronto, Sciapal! -el agua llegaba a los labios de Alí-. Apresúrate o estoy perdido.

-¡Aquí estoy, patrón!

El hindú había encontrado una lengua de tierra sólida y estaba sobre la isla. De un fuerte tirón arrancó una rama larga y fuerte y la alcanzó a Alí sosteniendo la extremidad opuesta con firmeza.

La segunda palabra fue sofocada en sus labios, y el agua negra y viscosa llegó hasta su garganta; de un tirón se aferró desesperadamente a la rama, y Sciapal con una energía increíble le arrastró lentamente hasta sacarlo del sitio donde podía haber quedado atrapado.

Al llegar al islote, Alí se dejó caer a tierra tras haber depositado a la pequeña Narsinga.

-¡Nunca me creí más cerca de la muerte que en esos momentos! -dijo sofocado el capitán.

-Yo temblé más que tú, patrón -dijo Sciapal-, temía no llegar a tiempo para salvarte y verte desaparecer junto con la niña.

-No olvidemos la dirección de ese banco, Sciapal. -No temas, sé dónde está el pasaje y lo recordaré perfectamente.

-Visitemos ahora nuestras posesiones. Me parece que este islote es un escondite espléndido.

-Sobre todo estando defendido por arenas movedizas.

Aquella elevación de terreno que sobresalía casi en el mismo centro de la ciénaga, tenía un diámetro de veinticinco o treinta metros, y estaba formado por una compacta masa de tierra, hojas secas y raíces semipodridas, habiendo crecido en medio doce o quince árboles, algunos mangos, y dos o tres dammar resinosos.

En las copas de esos árboles se veían numerosos lagartas cantores semejantes a los que tanto abundan en Java y Sumatra, que dejaban oír casi sin interrupción su extraño y armonioso grito; sobre las copas volaban pequeños pájaros de brillantes colores y algunas palomas.

-Es un escondrijo casi impenetrable -dijo Alí tras haber dado una vuelta al islote-. Si los salvajes se han puesto a cazarnos, no sospecharán que estamos aquí.

-Me parece que la caza no abunda por la zona, patrón -contestó Sciapal-. Y recuerda que aun no hemos comido.

-Hay mangos.

-Están impregnados de resina. -También hay algunas bananas. -Alcanzarán tan sólo para hoy. -Mañana veremos y…

-¡Silencio, patrón!

-¿Has oído algo?

-¡Escucha!

A lo lejos se oían resonar alaridos, que duraron algunos minutos para cesar repentinamente.

-¿Habrán descubierto nuestras huellas los salvajes?

-Se preguntó Alí frunciendo el ceño.

-¡Tal vez se derrumbó el árbol!

-No es posible, y además estamos demasiado lejos para oírlos.

-¿Qué hacemos por ahora, patrón?

-Mientras tengamos tiempo disponible, recogeremos bananas y mangos.

-Yo me encargo de eso -dijo Narsinga.

La pequeña, que era ágil como un mono se trepó a los mangales, recogiendo la fruta, en tanto que Sciapal se colgaba de las desmesuradas hojas de un bananero, para arrancar cachos.

Alí, entre tanto, recorría la orilla del islote buscando algún animal, pero en vano.

Estaba a punto de reunirse con sus compañeros, cuando vio peces de diez centímetros de largo, munidos de robustas espinas, con miembros carnosos que parecían rudimentarias patas con las que saltaron fuera del agua y se arrastraron entre las hierbas, ayudándose con la cola.

-¡Caramba, caramba! -murmuró con cierta sorpresa- periophtolmus. Sciapal… Ven a

ayudarme.

-¿Has encontrado algún animal, patrón? –preguntó el hindú mientras se acercaba a la carrera.

-No, peces…

-¿Peces entre las hierbas? Esto sí que es raro …

-Mira cómo caminan.

El hindú se inclinó, viendo unas tres docenas de los curiosos animales que saltaban sobre las hierbas, persiguiendo a los insectos que allí había. Pese a que se sintió extraordinariamente sorprendido, Sciapal se apresuró a ayudar a Alí, consiguiendo atrapar unos veinte.

-,Nunca he visto algo semejante -murmuró el malabarés.

-En cambio yo encontré en Java y Sumatra a algunos arabas, peces parientes de éstos, en medio de campos cultivados.

-¿Vivos?

-Y tanto que trepaban a los arbustos. Se dice que suben a los más altos árboles, pero nunca los he visto.

En aquel momento volvieron a resonar los fuertes gritos, y los dos hombres se miraron inquietos.

-¿Tienes todavía balas? -preguntó Sciapal.

-Once.

-Son demasiado pocas, patrón.

-Bastarán para estos canallas. Aquí vienen: vamos a ocultarnos.

Acababan de hacerlo, cuando apareció un salvaje que examinaba atentamente la maleza en busca dé huellas de los fugitivos, hasta llegar a la orilla del pantano cuyas oscuras aguas observó con desconfianza.

Repentinamente, alzó la cabeza y miró hacia el islote. Su instinto de hombre del bosque no lo engañaba: abriendo la boca lanzó tres agudos silbidos.

Casi al mismo tiempo otros dos salvajes aparecieron cerca de la orilla, armados con arcos y flechas.

Los tres andamaneses intercambiaron algunas palabras, señalando el islote, y por fin uno de ellos se introdujo en el’ agua dirigiéndose resueltamente hacia allí.

—Patrón … ¡Estamos perdidos!

-Aún no, no hagamos ruido y no nos dejemos ver.

-Pero dentro de pocos minutos ese maldito salvaje estará aquí.

-¿Has olvidado las arenas movedizas?

-De cualquier manera pueden encontrar el pasaje… Y si disparas tu pistola, nos

sitiarán en la isla.

Entretanto el salvaje continuaba avanzando con precaución. Había llegado a cinco o seis metros del islote cuando se detuvo bruscamente lanzando un grito de terror.

Las arenas movedizas lo habían atrapado; sintiendo que sus pies se hundían, el andamanés se debatió para librarse de aquella espantosa muerte, pero en lugar de salir, se hundió cada vez más.

Sus compañeros, aterrorizados, no osaban tirarse al agua. Aullando como poseídos tendían los brazos hacia el desgraciado, corrían de un lado al otro, pero no bajaban de la orilla.

Alí, viendo que aquel pobre diablo estaba a punto de desaparecer dio un paso adelante aferrando una larga rama, pero Sciapal lo detuvo diciéndole:

-¡No, patrón, si lo salvas nos pierdes a nosotros!

-Está por morir, Sciapal…

-Si tú te encontrases en su puesto, lo más que él haría por ti sería tirarte un par de flechas.

-Será verdad, pero no puedo asistir impasible a la muerte de un hombre. Ocurra lo que ocurra estoy resuelto a salvarlo.

-Patrón …

-Te he dicho que estoy resuelto, Sciapal.

Arrancando la larga rama, la extendió en dirección del salvaje, que lanzó un alarido terrible creyendo que el hombre blanco quería terminar de hundirlo.

-¡Agárrate, rápido!

El nativo, viendo que la rama estaba a la altura de sus manos, la aferró con vigor desesperado, arrojando a su salvador una mirada aterrorizada.

-No la sueltes -continuó el capitán.

Luego comenzó a tirar suavemente hasta llevarlo a la orilla.

El andamanés, cuando se sintió a salvo, cayó a los pies del hombre blanco, diciendo en lengua bengalí:

-¿Me matas o me concedes la vida?

-Si no te dejé ahogar, es porque quería salvarte. No temas, levántate.

-Soy tu esclavo.

-Veremos si nos eres útil. ¿Dónde están tus compañeros?

En aquel momento se acercó Sciapal:

-Han desaparecido. Pero regresarán, patrón, para sitiarnos.

-Nos defenderemos.

-¿Con este enemigo en casa?

-Es nuestro esclavo.

-¿Y tú confías en él, patrón?

-¡Por Baco! A la primera sospecha lo tiro de nuevo al agua, y esta vez dejo que se lo trague la arena movediza.

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