Capítulo 8

ENTRE LA MAREA ALTA Y LOS SALVAJES

Sobre la roca en que se habían refugiado, prefiriéndola a la selva plagada de salvajes, podían avistar el mar y la playa a lo largo de varios centenares de metros. Se trataba del escollo más alejado, que sería difícil alcanzar una vez que hubiera subido la marea.

Alí había escogido bien su refugio, y allí, podrían aguardar tranquilamente el ataque de los salvajes.

Estos ya habían llegado, a la playa, pero no se atrevían a descender sobre la escollera, pensando que no había prisa pues los dos fugitivos no podrían salvarse con mucha facilidad.

Los salvajes aumentaban constantemente en número, y Alí ya había contado veintidós, que correteaban por la arena sin hacer ninguna manifestación hostil.

Aquellos nativos debían de pertenecer a una tribu distinta de las andamanesas; pues los naturales del archipiélago son de muy baja estatura, apenas llegan a un metro cuarenta, y son muy endebles, en tanto que los perseguidores de los dos náufragos, eran altos, robustos y de espaldas cuadradas. Posiblemente formaban parte de alguna colonia llegada de las islas Nicobar.

-Parecen fastidiados por nuestra retirada -dijo Alí que los observaba atentamente-. Sin duda esperaban sorprendernos en el bosque.

-Patrón -preguntó Sciapal-. ¿Crees que estos salvajes son peligrosos?

-Nunca oí hablar bien de los andamaneses. Algunos aseguran qué no les disgusta la carne humana… Abramos los ojos Sciapal y no les dejemos acercar… ¿Pero qué diablos hacen? ¿Vuelven a la floresta dejando centinelas sobre la playa? Eso no me gusta nada.

-No comprendo, patrón.

-Apostaría mis pistolas contra uno de sus arcos, que se preparan a atacarnos desde el mar.

-¿Con qué embarcación?

-Tal vez vayan a preparar alguna balsa… ¡Ah! Si tuviera un buen fusil entre las manos, no dejaría uno solo con vida, pero con estas armas nada se puede intentar. -Garrovi nos quitó todo.

-¡Sí, ese miserable! -Alí pareció presa de un súbito furor-. ¡Pero algún día lo volveré a ver, aunque tenga que revisar toda la India, y entonces me las pagará! Pero ahora preocupémonos por estos nativos … Seguramente esperan las tinieblas para atacarnos.

-No seremos tan tontos como para dormirnos, ¿verdad?

Alí no contestó. Había bajado la mirada hacia los bancos de arena y la escollera, que poco a poco habían desaparecido cubiertos por las aguas. Una profunda, arruga .se dibujó en su frente. Alzando la cabeza, miró a Sciapal. En sus ojos oscuros brillaba una inquietud tan intensa que alarmó a su compañero.

-¿Qué ocurre?

-Las mareas son altas en el golfo de Bengala, temo que hayamos cometido una grave

imprudencia subiendo a este escollo.

-No te comprendo.

-Cuando la marea haya alcanzado su máximo… ¿Estaremos todavía en seco?

El hindú palideció.

-Esta mañana antes de internarnos en la floresta, ¿alcanzaste a ver esta roca?

-No.

-Entonces quiere decir que pasaremos una pésima noche, y que correremos incluso el peligro de ser arrastrados por la resaca.

-¿Crees que la marea cubre totalmente este escollo?

Alí había quedado mudo. Miraba fijamente la onda producida por la pleamar, que golpeaba violentamente el escollo, filtrándose entre las rocas con un rugido prolongado.

Las mareas del golfo de Bengala son notables, sobre todo cuando soplan los monzones. No es raro verlas llegar hasta los seis y ocho metros de altura, con lo que aquel escollo hubiera quedado totalmente cubierto.

En tal caso, ¿podrían esos desdichados resistir el ímpetu de la resaca, que debía de ser fuertísima en aquel sitio sembrado de agudas aristas rocosas?

-Patrón -exclamó asustado Sciapal-. ¿Qué podemos hacer? ¿Trataremos de huir aprovechando las tinieblas?

-¡Y los andamaneses?

-¡Y no hay ningún escollo más alto cerca nuestro!

-¡Mira! ¡Ya se acercan los tiburones hasta la escollera! -la frente de Alí se había fruncido-. Hermosa noche nos espera, será un milagro si mañana todavía estamos con vida.

-¿Qué hacen los salvajes?

-Tratan de acercarse.

-¡Ah! Alto ahí, mis amigos, que todavía tengo armas y municiones.

Alí se había vuelto hacia la playa; los isleños que habían regresado a la selva, todavía no estaban de vuelta, pero los centinelas parecían dispuestos a intentar algo.

Uno, más alto que los demás, que debía ser algún jefe a juzgar por la cantidad de caparazones de tortuga con que se adornaba, había ya atravesado a nado dos canales, y estaba de pie sobre un pequeño escollo, sosteniendo el largo arco entre las manos, midiendo los cincuenta pasos que le separaban de la roca ocupada por Alí y el hindú.

-Medita un ataque -exclamó Sciapal.

-Sus flechas a tanta distancia no son peligrosas -dijo Alí-, tienen la punta hecha con espinas de pescado, pues estos isleños no conocen el hierro.

-Prueba de tirarles con tus pistolas, patrón. -Espera que se acerquen. Mis armas son de buen calibre, pero no tienen mucho alcance.

-Sabiéndonos armados se mostrarán más prudentes.

-No te preocupes, que va se acercarán.

El salvaje envalentonado por la falta de movimiento de los dos náufragos creyéndolos desprovistos de armas, pues era evidente que no conocía las pistolas, había descendido del escollo y atravesaba un tercer canal llevando el arco entre los dientes.

Esta vez llegó a unos treinta pasos de la roca, trepando sobre un escollo que aún no estaba cubierto por las aguas. Allí, deseoso de mostrar su valor a los demás nativos que quedaban en la playa, tendió el arco colocando una flecha.

-Cuidado, Sciapal -dijo Alí-. Tírate al suelo-pues no tienes ropas capaces de detener un dardo.

El hindú acababa de obedecer, cuando una flecha arrojada hábilmente, pasó por el sitio que ocupaba segundos atrás cayendo al mar a unos diez metros de distancia.

-El muy bandido sabe tirar -comentó Alí. Luego amartilló una de las pistolas apuntando serenamente.

El salvaje en aquel momento se paraba en puntas de pie para juzgar el efecto de su flecha, perfilándose así sobre el rojizo horizonte. La detonación de la pistola resonó sobre las rocas y los náufragos vieron como el nativo se doblaba sobre sí mismo, dejando caer el arco. Por un instante se mantuvo de rodillas, y luego rodó, cayendo al mar.

Al mismo tiempo el sol se hundía tras la línea del horizonte y una oscuridad fulminante caía sobre la isla y el vasto golfo de Bengala.

-Buen tiro, patrón, especialmente con un arma corta.

Los salvajes restantes huían en todas direcciones, aullando como una bandada de ocas aterrorizadas.

-Me alegro de seguir siendo un buen tirador -comentó Alí-. Veremos ahora si estos salvajes se atreven a atacarnos después de haber recibido semejante lección. Las armas de fuego siempre producen buen efecto sobre los pueblos primitivos. ¿Y la marea?

-Sigue creciendo.

Alí miró en derredor. El. agua ya había cubierto tres cuartas partes del escollo y la espuma de las ondas producidas por la resaca, se hacían sentir violentamente, comenzando a salpicar la pequeña plataforma,

El mismo Pandú se mostraba inquieto y ladraba incesantemente, mostrando los dientes.

-¿Qué dices, patrón? -preguntó Sciapal.

Alí Middel sacudió la cabeza sin pronunciar palabra.

Durante varios minutos permaneció inmóvil, mirando las olas que llegaban de alta mar, y luego contestó:

-Veo algunas algas secas en torno nuestro… Vamos a encender fuego para poder tener algo de luz.

Sciapal se apresuró a obedecerle y el capitán de la Djumna se dirigió hacia el borde de la roca que miraba a la orilla.

La playa estaba desierta. ;_Sería posible que los nativos tras la muerte del jefe hubieran renunciado a la idea de atacar a los dos náufragos, o tal vez se preparaban silenciosamente para agredirlos desde el mar?

Sciapal acababa de recoger todas las algas que el ardiente calor solar había resecado durante el día. Alí utilizó su yesca para encender una pequeña hoguera, y luego vació los -

bolsillos repletos de mangos.

Ningún sonido llegaba desde la vecina playa, y estando la luna cubierta por las nubes, no era posible distinguir nada en derredor.

De cualquier manera era difícil que algún peligro los amenazara por el momento, pues Pandú hubiera dado señales de alarma.

Alí y Sciapal, sentados junto al fuego que se consumía rápidamente esperaron sin hablar. De tanto en tanto se incorporaban para lanzar una mirada hacia la costa.

Habían transcurrido algunas horas, cuando una ola golpeó el borde de la plataforma y apagó la hoguera. De un salto se incorporaron, sacudiéndose la espuma que les había empapado.

-He aquí la marea que nos cae encima -dijo Alí-. Dentro de poco estaremos en el agua.

-Capitán -exclamó el hindú-, abandonemos el escollo…

-¿Y adónde quieres ir?

-De aquí a la playa no hay más de cuatrocientos metros, las mismas olas se encargarán de llevarnos.

-¿Y si la costa estuviera custodiada? ¿Quién nos asegura que los nativos han abandonado sus proyectos?

-Ya habrían venido con alguna balsa, y en cambio no alcanzo a ver ninguno.

-¿Y los tiburones?

-Esperemos no encontrarlos.

Alí miró en torno a la plataforma; las olas la golpeaban vigorosamente, barriéndola.

Sin un buen punto de apoyo pronto les resultaría imposible resistir.

Tal vez era mejor tentar la suerte, antes que los mismos andamaneses llegaran a agravar la situación que de por sí era crítica.

-Tienes razón, Sciapal, vamos al agua … Espera que ate las pistolas y la pólvora sobre mi cabeza para que no se mojen.

En aquel momento oyeron a Pandú ladrar lúgubremente, con la cabeza vuelta hacia la costa.

-El perro señala algún peligro -dijo Alí estremeciéndose.

-¿Estarán por atacarnos los salvajes?

El capitán del Djumna miró el espacio comprendido entre la playa y el escollo, y le pareció ver una gran sombra que flotaba sobre las crestas de las olas.

-¿Será una balsa? -se preguntó.

Atándose rápidamente las pistolas y las bolsas que contenían municiones y pólvora, sobre la cabeza, y protegiéndolas con su amplio sombrero, ordenó: -¡Al agua!

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