Capítulo 9

LA PERSECUCION

Momentos más tarde, el capitán, Sciapal y Pandú nadaban entre las olas.

Si bien los dos primeros no eran muy buenos nadadores, un trayecto de cuatrocientos o quinientos metros no podía atemorizarlos.

Para conservar las fuerzas se dejaban llevar por las olas, limitándose a mantenerse a flote, seguros de llegar tarde o temprano a la costa.

Pandú, que era un nadador infatigable, pudiendo competir ventajosamente con los famosos perros de Terranova, se mantenía cerca del patrón que estando totalmente vestido se fatigaba más que el hindú, semidesnudo y descalzo.

Cuando lo oía resoplar, o veía llegar las olas, el inteligente animal lo tomaba por el cuello de la chaqueta ayudándolo a flotar mejor.

Habían ya avanzado algunos centenares de metros, cuando advirtieron repentinamente que la playa se hallaba a pocas brazadas.

-Sciapal -dijo Alí con voz afanosa-. Apenas rompa la ola, párate y escapa, si no quieres ser arrastrado nuevamente al mar.

-Sí, patrón.

La onda de la pleamar, altísima, les llevaba sobre la cresta coronada de espuma. Alí se dejó transportar, y luego, sintiendo bajo sus pies la arena de la playa, se incorporó vivamente, corriendo para no ser arrastrado.

Cuando se encontró seguro, -miró en derredor, y aterrorizado no vio ni a Sciapal ni a Pandú.

-¿La pleamar los habrá arrastrado? O se habrán estrellado contra alguna roca -se preguntó angustiado.

Volviendo hacia la playa la recorrió, con la esperanza de encontrar por lo menos sus cadáveres, pero sólo vio restos de algas.

Ya abría la boca para llamarlos, cuando recordó que los andamaneses podían estar cerca. En aquel momento le pareció oír entre las rompientes, un ladrido.

-¡Es Pandú! No ha abandonado a Sciapal, y tratará de conducirlo sano y salvo a la playa.

Desanudando la faja de lana, miró si las pistolas estaban secas y satisfecho por su examen, las empuñó, encaminándose hacia el sur.

Siguiendo la playa, se alejó. del sitio ocupado durante el día por los salvajes, preguntándose por qué había escuchado el ladrido desde esa dirección.

Tal vez en aquel sitio existía una corriente que, había arrastrado a su camarada y al perro.

Tras algunos minutos escuchó un nuevo ladrido, y luego un tercero. No cabía la menor duda: el perro y el hindú trataban de llegar a tierra más al sur, para evitar que las olas les estrellaran contra los escollos que en aquel sitio eran más numerosos.

Alí se echó a correr velozmente acercándose a las rompientes cada vez que la resaca se lo permitía.

Los ladridos continuaban oyéndose, cada vez más débiles, pero no la voz de Sciapal.

Era evidente que el perro estaba fatigado; Alí estaba seguro que Pandú trataba de salvar al marinero, pues de haber estado solo, el perro ya habría llegado a la costa.

Ya había recorrido casi un kilómetro cuando oyó desde las dunas un nuevo ladrido, pero esta vez más fuerte.

-¡Pandú ya está en tierra! -exclamó el capitán con viva emoción-. Esperemos que no haya llegado solo.

La playa en aquel sitio tenía una inclinación menos pronunciada, y las olas rompían tranquilamente, sin violencia. El fondo no debía tener escollos ni rocas, por lo que evidentemente era más fácil subir a tierra.

En pocos minutos Alí estuvo atrás de la duna. No se había engañado. Allí estaba Pandú, arrastrando sobre la arena un cuerpo humano que parecía privado de vida.

Viendo al patrón, el valiente animal lanzó un gemido lamentable y saltó en derredor suyo.

-Sí, estoy listo para ayudarte -le dijo Alí acariciándolo-. Veamos si el pobre Sciapal sigue con vida.

El hindú yacía totalmente inerte, lleno de algas que la resaca había arrojado a tierra.

Alí lo alzó en sus brazos y lo llevó a una segunda duna totalmente seca.

Apoyando una mano sobre el corazón del hindú, prestó atención. Latía.

-Está simplemente desvanecido -murmuró-. Los ; hindúes tienen la piel dura; hubiera lamentado perder tan valiente compañero.

En aquel momento sintió bajo su diestra un líquido viscoso y tibio. La retiró y vio que era sangre.

Recién entonces, advirtió que la herida de la frente del hindú se había vuelto a abrir.

Rápidamente se desgarró la camisa improvisando una venda, y luego volvió a cargar a

su compañero, introduciéndose con él en la floresta y depositándolo junto a un bananero, cuyo espeso follaje bastaba para ocultarlos.

De inmediato comenzó a frotarlo enérgicamente, hasta que un sonoro estornudo le advirtió que Sciapal estaba por volver en sí.

Un momento después el hindú abrió los ojos fijándolos en Alí.

-¿Dónde estoy? -preguntó-. ¿En el fondo del mar?

-Agradece a Pandú que te salvó la vida -contestó el capitán.

-¡Pandú! -exclamó Sciapal, acariciando al perro que saltaba en torno suyo, sacudiendo alegremente la cola-. ¡Ah sí, ya recuerdo! Sin él nunca hubiera llegado a tierra. ¿Y los andamaneses?

-No he sabido nada de ellos -exclamó Alí.

-¿No nos vieron llegar a tierra?

-No lo creo.

-Tal vez estaban todos sobre la balsa que vimos …

-Puede ser. Pero no podemos estar muy tranquilos.. . Mira a Pandú.

El perro desde hacía algunos instantes se mostraba inquieto. Con las orejas paradas escuchaba. El capitán de la Djumna que conocía el valor de su perro había empuñado las pistolas.

-¿No nos querrán dejar en paz estos bribones?

Haciendo señas a Sciapal para que permaneciera inmóvil se encaminó hacia la playa manteniéndose al amparo de las sombras proyectadas por la floresta.

Instintivamente sabía que el peligro no había cesado. Además la actitud de Pandú lo confirmaba.

El perro, animal prudente, no ladraba, pero se detenía frecuentemente y miraba a su amo.

Habían avanzado una docena de metros, cuando les pareció advertir que una sombra humana que corría por el borde de la floresta se refugiaba entre los árboles.

El capitán era muy valeroso, y además se sentía en buena compañía junto a Pandú.

Habiendo advertido la planta tras cuyo tronco estaba oculto el isleño, se acercó silenciosamente seguido de su perro.

Girando en torno al árbol, buscó a su enemigo, sin hallarlo. Probablemente el salvaje, viéndose buscado, había aprovechado la oscuridad para alejarse.

El capitán, no confiando en aquella espesura,, donde resultaba fácil tender una emboscada, estaba por regresar a la playa, cuando escuchó un silbido. Tuvo apenas tiempo de saltar hacia atrás, cuando una corta lanza se clavó sobre el tronco, a pocos centímetros de su cabeza.

Si hubiera tardado una fracción de segundo más, habría recibido el arma en pleno

cuello.

Pandú, antes que Alí pudiera retenerlo, saltó hacia la maleza.

Inmediatamente se escuchó un grito agudísimo, que repercutió en la noche, seguido de un gruñido furioso, acompañado del desagradable sonido de huesos rotos.

-¡Aquí, Pandú! -ordenó Alí.

A los gritos del salvaje, que debía yacer con la garganta destrozada, respondió una algarabía ensordecedora.

Los andamaneses, que tal vez habían advertido la fuga de los dos náufragos acudían vociferando.

El capitán se precipitó hacia el bananero donde se había refugiado Sciapal.

-¡Rápido, huyamos!

De inmediato, sin preocuparse por el perro, se introdujeron en la oscura selva, corriendo enloquecidos, sin saber hacia dónde dirigirse.

Afortunadamente para ellos, aquella parte de la inmensa floresta no era tan espesa como para impedirles el paso. Estaba formada por árboles bajos, y en pocos minutos pudieron recorrer un espacio más que suficiente para ponerse a salvo de cualquier ataque imprevisto.

Cuando resolvieron detenerse, para recuperar el aliento, no se oía nada.

Alí miró en derredor. Se habían detenido en medio de un macizo arbolado, con plantas bajas, cubiertas de humedad, y parecían momentáneamente seguros.

-Esperemos aquí -dijo Alí-. Estoy agotado y parece que los salvajes ya no nos siguen.

-Además no debemos alejarnos mucho de Pandú -respondió Sciapal-. Es un perro demasiado precioso para perderlo.

-No me inquieto por él. Tarde o temprano nos encontrará.

-¿Cómo es posible que tarde tanto?

-Tal vez, habrá querido rematar al indígena que me atacó.

-Estos bribones son muy astutos, patrón. Creímos que todavía estaban en la escollera, y ya se habían puesto a buscarnos entre los árboles. ¿Qué querrán hacernos?

-Algún motivo serio tendrán para perseguirnos tan encarnizadamente. Necesitarán esclavos… o carne humana.

-Me haces estremecer, patrón. -¡Calla! ¿Oyes ese ruido?

-¿Todavía los salvajes?

-¡No! Escucha.. .

Comenzaba a amanecer, y ya se distinguían los troncos de los árboles; en medio de un grupo de tamarindos colosales, había resonado un imprevisto clamor, acompañado de mugidos roncos y aullidos estridentes.

Alí y Sciapal se miraron con ansiedad.

-Son fieras luchando -dijo el Capitán.

-Yo ya he escuchado en otras oportunidades esos mugidos -contestó el marinero- sólo un rinoceronte puede producirlos.

-Muy mal vecino, mi querido amigo. -Y los aullidos -continuó el hindú. -No creo que sean tigres.

-No, son panteras.

-Tan peligrosas como un tigre.

Alí, impulsado por una irresistible curiosidad, abandonó su precario refugio, pese a los consejos de Sciapal, que temía la embestida del monstruo.

Sin embargo la vegetación era tan espesa, que nada alcanzaba a distinguirse. Era evidente que bajo los tamarindos se llevaba a cabo un terrible combate. Las copas se agitaban, como si una masa voluminosa golpeara los troncos y un ruido cada vez mayor resonaba en esa dirección.

-Deja que el rinoceronte se las arregle solo, y busquemos el abrigo de un árbol -

aconsejó Sciapal, tomando de un brazo al capitán-. ¿De qué servirán tus pistolas contra ese coloso acorazado?

-Tienes razón, Sciapal, no conviene irritar a un bruto tan poderoso.

Regresaron al refugio y en ese momento se escuchó un galope desenfrenado N

pesadísimo. Parecía que una locomotora corría a todo vapor por la espesura.

Los árboles se plegaban, caían al suelo, desgajados por una fuerza irresistible y por todas partes llovían ramas y frutas.

Instantes después vieron aparecer a un monstruoso rinoceronte totalmente cubierto de fango, que llevaba sobre el lomo a dos espléndidos felinos de piel moteada.

Las fieras, posiblemente hambrientas habían atacado al coloso, y lo mordían furiosamente tratando, sin conseguirlo, de desgarrar su rugosa piel, que desvía las balas de las mejores carabinas.

Las orejas del rinoceronte estaban destrozadas, y el largo labio superior había sido mutilado por los agudos dientes de las panteras que le habían vaciado los ojo-.

El pobre animal, impotente para desembarazarse- de sus adversarios, enloquecido de dolor, corría a ciegas, chocando contra los troncos de los árboles y lanzando mugidos espantosos.

De pronto, al llegar a un pequeño claro, se dejó caer sobre sí mismo, revolcándose sobre la tierra.

Una de las panteras, con un fulminante salto se apartó a tiempo, pero la otra, que tal vez había clavado demasiado sus garras en la gruesa piel, quedó bajo aquella pesadísima masa.

El rinoceronte pese a estar ciego, se incorporó rápidamente lanzando un estridente

grito de victoria, y luego, sintiendo entre las patas el cuerpo aplastado de la pantera, lo embistió con su cuerno, destrozándolo y estrellándolo contra los árboles.

Empero, su victoria le había resultado muy cara. Tenía el dorso desgarrado y en más de un sitio se veía la carne viva. Una lluvia de sangre lo inundaba formando bajo sus patas un verdadero lago.

-Está en muy malas condiciones -dijo Alí que se mantenía oculto tras el tronco de un árbol-. No podrían ni siquiera curarlo en un hospital, si es que los rinocerontes lo tuvieran,

¿Qué te parece, Sciapal?

-Que este energúmeno no tiene más de diez minutos de vida.

-La carne de rinoceronte es comestible, ¿verdad?

-Sí, sobre todo cuando son gordos.

-Un asado no nos vendría mal -dijo el capitán-, dejémosle exhalar el último suspiro.

A breve distancia resonó un alegre ladrido. Los dos hombres se volvieron. Era Pandú, que llegaba a la carrera con las fauces tintas en sangre.

-¡Ah! ¡Valiente animal! -exclamó Sciapal-. ¡Cuánto le deberemos si llegamos a escapar de esta maldita isla!

Temerario como siempre, el perro saltó hacia el rinoceronte, mordiéndole las patas posteriores. Evidentemente creía que estaba a punto de cargar contra su amo, y trataba de distraerlo.

El pobre coloso tenía otras cosas en qué pensar. Respirando dificultosamente con la cabeza apoyada contra el suelo, vomitaba sangre y un temblor continuo le recorría el cuerpo; ni siquiera los mordiscos del perro podrían ya hacerlo reaccionar.

-Aquí, Pandú -ordenó Alí-. Déjalo morir en paz.

Acababa de apartarse el perro, cuando un ronco susurro escapó de la garganta del rinoceronte, que tras alzar un momento la cabeza, como si tratara de aspirar una última bocanada de aire, se dejó caer pesadamente.

-¡Ya es nuestro! -exclamó Sciapal aferrando el hacha.

-Cuidado -dijo Alí deteniéndolo-. No olvidemos la otra pantera.

-Viéndonos no se atreverá a aparecer, capitán. Difícilmente atacan al hombre en lugar descubierto. Tan sólo lo hacen a traición, en los macizos vegetales donde les es posible ocultarse.

-Entonces vamos, puesto que en caso de necesidad mis ,pistolas son de buen calibre.

Aquel rinoceronte era el más grande que viera Alí hasta ese momento. Tenía casi la estatura de un elefante mediano, pese a que sus patas son mucho más cortas que las de los paquidermos.

Como se sabe, estos animales se cuentan entre los más violentos y brutales de cuantos existen sobre la tierra; su piel es tan gruesa que puede compararse a una verdadera coraza, penetrable tan sólo por el fuego de las armas más a modernas.

-¡Qué pedazo de animal! -dijo Alí-. Tendrás bastante trabajo para despedazarlo.

-Cortaré las patas, patrón -repuso el marineroAllí, la coraza es menos gruesa.

Tras siete u ocho golpes bien dados con el hacha, el hindú consiguió cortar un trozo de carne de varios kilogramos. que podía durar un par de días.

-Ahora encendamos el fuego -dijo el capitán-. Tengo más hambre que las dos panteras juntas.

-¿Y los salvajes?

-Supongo que habrán perdido nuestras huellas. Mientras Pandú esté tranquilo, podemos comer sin preocuparnos.

Ayudado por el hindú, clavó en el suelo dos ramas cruzadas, y con una tercera colgó la carne a buena altura de la hoguera que encendieron debajo.

Entre tanto Pandú merodeaba vigilando que nadie se acercase. Al verlo tan tranquilo los dos náufragos comprendieron que por el momento estaban a salvo de todo ataque enemigo.

Cuando creyeron que la carne estaba suficientemente asada, la sacaron del fuego, colocándola sobre una hoja de banana que servía a un tiempo de plato y de mantel, y comenzaron a devorar con envidiable apetito, sin olvidar al valiente Pandú.

Acababan de comer, cuando oyeron un rugido cercano.

-¿Qué ocurre? -preguntó Alí sin levantarse y conteniendo a Pandú que pugnaba por saltar a la espesura.

-Es la pantera que reclama su parte, señor -respondió Sciapal-, después de todo tiene derecho… Le hemos quitado la comida de la boca.

-Entonces alimentémosla.

-Quería proponértelo, patrón, ya sabes que cuando estas fieras se han saciado dejan en paz a los hombres.

-Y nosotros necesitamos descansar…

Tomando el hacha, Alí cortó un enorme pedazo de carne y la arrojó diestramente hacia el macizo de vegetación donde se ocultaba la fiera.

-Toma y vete.

La pantera se arrojó sobre la carne con la velocidad de un relámpago, la tomó y en una fracción de segundo desapareció entre las plantas.

-Y ahora, mi querido Sciapal -dijo el capitán de la Djumna-. Ya que me parece que no nos amenaza ningún peligro, aprovechemos para descansar en forma. Pandú montará guardia y ya sabes que podemos confiar en él.

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