Capítulo X A Bordo De El Rayo

Saliendo el barco de entre los islotes, y rebasado el largo promontorio que forman los últimos contrafuertes de la sierra de Santa Marta, entró en las aguas del mar Caribe, navegando en dirección Norte, o sea, hacia la gran Antilla. El mar estaba tranquilo: apenas rompía la superficie una ligera brisa matutina que soplaba del Sursudoeste, la cual levantaba aquí y allá breves olas que iban a quebrarse con sordos mugidos en los costados del rápido velero.

De la costa acudían multitud de aves que revoloteaban sobre las aguas. Bandadas de cuervos y pajarracos rapaces del tamaño de un gallo volaban en las proximidades de las playas, siempre dispuestos a lanzarse sobre la más pequeña presa y hacerla pedazos aún viva; sobre las olas pasaban rozándolas batallones de distintos volátiles, algunos con la cola en forma de horquilla, negras las plumas del dorso y blancas las del vientre, y con picos de forma tal que los condenan a pasar largos ayunos, pues si los peces no se les meten casi espontáneamente en la boca, esos desdichados con dificultad llegan a coger uno, pues la mandíbula inferior la tienen mucho más larga que la superior. No faltaban tampoco los fetones, tan comunes en las aguas del gran golfo mexicano. Veíaseles explorar las ondas formando largas filas, dejando flotar pendientes las largas barbas de su cola, e imprimiendo a sus alas una vibración convulsiva y enérgica, no exenta de gracia.

Espiaban a los peces voladores, que saltaban repentinamente fuera del agua surcando el aire por espacio de cincuenta o sesenta brazas, y sumergiéndose después para volver a comenzar su juego.

En cambio, no se veía ningún barco. Los marineros de guardia en cubierta, a pesar de tener una vista perspicaz todos ellos, no veían asomar por el horizonte velero alguno en ninguna dirección. El miedo a encontrarse con los fieros corsarios de las Tortugas mantenía a los buques españoles resguardados en los puertos de Yucatán y de Venezuela o en los de las grandes islas antillanas, hasta que pudieran formar una verdadera escuadra. Únicamente los barcos bien armados y con tripulaciones numerosas se atrevían a atravesar el mar Caribe o el Golfo de México, pues sabían por experiencia cuánta era la astucia de aquellos crueles piratas que habían desplegado sus banderas en los islotes de las Tortugas.

Durante el día que siguió al entierro del Corsario Rojo, nada ocurrió a bordo del barco filibustero.

El Comandante no se había dejado ver en la cubierta ni en el puente de órdenes. Había abandonado el mando y el gobierno del buque a su segundo, se encerró en su camarote y nadie había vuelto a tener noticia suya, ni siquiera Carmaux y Wan Stiller.

Lo que sí se había sabido era que tenía consigo al africano; por lo menos, esto se sospechaba, pues tampoco al negro habían vuelto a verle, ni le encontraban en parte alguna del buque.

Nadie sabía decir qué era lo que hacían ambos en el camarote, cerrado por dentro con llave, ni siquiera el segundo de a bordo, porque Carmaux, que había querido preguntarle algo, recibió una repulsa y un gesto amenazador, que quería decir, poco más o menos:

—¡No te cuides de lo que no te importa, si aprecias en algo tu pellejo!

Llegada la noche, y mientras El Rayo recogía parte de sus velas por miedo a cualquier golpe de viento repentino, tan comunes en aquellos parajes y que casi siempre ocasionan desgracias, Carmaux y Wan Stiller, que rondaban por cerca de la cámara, vieron al fin salir por la escotilla de popa la lanosa cabeza del africano.

—¡Aquí está el compadre! —exclamó Carmaux—. ¡Supongo que sabremos si está el Comandante a bordo o sí ha ido a conferenciar con sus hermanos al fondo del mar! ¡Ese hombre fúnebre también sería capaz de eso!

—¡Ya lo creo! —dijo Wan Stiller, que conservaba sus recelos supersticiosos—. Yo lo tengo más bien por un espíritu del mar que por un hombre de carne y hueso, como nosotros.

—¡Eh, compadre! —dijo Carmaux al negro—. ¡Ya era tiempo de que vinieras a saludar al compadre blanco!

—Me ha entretenido el patrón —contestó el africano.

—Entonces, ¿hay grandes novedades? ¿Qué hace el Comandante?

—Está más triste que nunca.

—¡Yo nunca le he visto alegre, ni aun en las Tortugas!

—No ha hecho otra cosa que hablar de sus hermanos y de venganzas tremendas.

—¡Que cumplirá, compadre! El Corsario Negro es hombre que realiza al pie de la letra sus juramentos; y, por mi parte, no quisiera encontrarme en el pellejo del Gobernador de Maracaibo y de todos sus parientes. Wan Guld debe de sentir un odio implacable hacia el Corsario; pero le será fatal.

—¿Y no se sabe cuál es el motivo de ese odio, compadre blanco?

—Dicen que es muy antiguo, y que Wan Guld había jurado vengarse de los tres Corsarios antes de venir a América, a cuyo fin intrigó para alcanzar un puesto que le permitiera realizar sus designios.

—¿Cuando estaba en Europa?

—Sí.

—Entonces, ¿ya se conocieron antes?

—Eso se dice; porque en tanto que Wan Guld hacía que le nombrasen gobernador de Maracaibo, aparecían ante las islas de las Tortugas tres barcos magníficos, mandados por los Corsarios Negro, Rojo y Verde.

»Los tres eran hombres hermosos, valientes como leones y marinos atrevidos. El Verde era el más joven, y el Negro el mayor; pero en ánimo ninguno era inferior al otro, y manejando las armas no tenían rivales entre todos los filibusteros de las Tortugas.

»Aquellos tres valientes debían acometer pronto arriesgadas empresas en todo el golfo de México con sus tres barcos, los más hermosos, los más veloces y los mejor armados de todo el filibusterismo.

—¡Lo creo —contestó el africano—; basta con mirar este barco!

—Pero también para ellos llegaron días tristes —prosiguió Carmaux—. El Corsario Verde, que había zarpado de las Tortugas con rumbo desconocido, sorprendido por una escuadra española, cayó, al cabo de una lucha desesperada, en manos del enemigo, que le condujo a Maracaibo, donde Wan Guld le mandó ahorcar.

—Lo recuerdo —dijo el negro—; pero su cadáver no quedó para pasto de las fieras.

—No, porque el Corsario Negro, en compañía de unos cuantos servidores, logró entrar por la noche en Maracaibo, robar el cadáver y traerlo para sepultarlo en el mar.

—Sí; y cuando Wan Guld lo supo, lleno de rabia, por no haber podido prender también al hermano, mandó fusilar a los cuatro centinelas que estaban encargados de vigilar a los ahorcados en la plaza de Granada.

—Ahora le ha tocado la vez al Corsario Rojo; pero este también ha sido sepultado en el mar Caribe. El tercero de los hermanos es el más formidable, y concluirá por exterminar a todos los Wan Guld de la tierra.

—Compadre, va a ir a Maracaibo muy pronto. Me ha pedido noticias precisas, a fin de conducir ante la ciudad una flota numerosa.

—El terrible olonés Pedro Nau es amigo del Corsario Negro, y se encuentra todavía en las Tortugas. ¿Quién va a poder resistir a esos dos hombres? Y después…

Se interrumpió, y dando con el codo al negro y a Wan Stiller, que estaba a su lado escuchándole en silencio, les dijo:

—¡Miradle! ¿No da miedo ese hombre? ¡Parece el dios del mar!

El filibustero y el africano levantaron los ojos hacia el puente de órdenes.

Allí estaba el Corsario, vestido, como siempre, de negro, con el ancho sombrero echado sobre los ojos y ondeándole la pluma. Llevando la cabeza inclinada sobre el pecho y cruzados los brazos, paseaba con lentitud por el puente, solo y sin producir el menor ruido.

Morgan, el segundo de a bordo, hacía la guardia en el otro extremo del puente, sin atreverse a dirigir la palabra a su capitán.

—¡Parece un espectro! —murmuró en voz baja Wan Stiller.

—¡Y Morgan no le va a la zaga! —dijo Carmaux—. ¡Si uno es tétrico como la noche, el otro no es mucho más alegre! ¡Ambos son el uno para el otro!

Entre las tinieblas resonó una voz. Descendía de lo alto de la cruceta del palo mayor, donde apenas se distinguía confusamente una sombra humana.

Aquella sombra había gritado dos veces:

—¡Barco al largo a sotavento!

El Corsario Negro interrumpió de pronto sus paseos. Estuvo un instante mirando hacia sotavento; pero como se hallaba en un punto demasiado bajo, era muy difícil que pudiese distinguir un barco, que debía navegar a seis o siete millas de distancia.

Se volvió hacia Morgan, que se había inclinado sobre la borda, y le dijo:

—¡Mandad apagar las luces!

Apenas recibieron la orden los marineros de proa, se apresuraron a tapar los dos grandes faroles, encendidos uno a babor y otro a estribor.

—Gaviero —volvió a decir el Corsario tan pronto como se hizo a bordo la oscuridad—, ¿por dónde navega ese barco?

—Hacia el Sur, Comandante.

—¿Hacía la costa de Venezuela?

—Eso creo.

—¿A qué distancia?

—A cinco o seis millas.

—¿Estás seguro de no equivocarte?

—No me equivoco: distingo perfectamente sus faroles.

El Corsario se inclinó sobre la pasarela y pronunció estas tres palabras:

—¡Hombres a cubierta!

Los ciento veinte filibusteros que componían la tripulación de El Rayo se colocaron en su puesto de combate: los de maniobra, en las vergas; los gavieros, en lo alto; los mejores arcabuceros, en las cofas, y en el castillo de popa los demás, a lo largo de las mechas encendidas.

Era tal el orden y la disciplina que reinaban a bordo de los buques filibusteros, que en cualquier hora del día o de la noche toda la gente se colocaba en su puesto con una rapidez prodigiosa, desconocida aun en los buques de guerra de las naciones más marineras.

Aquellos depredadores del mar, que habían caído en el golfo de México provenientes de todas partes de Europa [1] , y que se reclutaban entre la canalla de los puertos de mar de Francia, de Italia, de Holanda, de Alemania y de Inglaterra, corroídos por todos los vicios, pero despreciadores de la muerte y capaces de los más grandes heroísmos y de las mayores audacias, se convertían en corderos obedientes, sin perjuicio de transformarse en tigres en el combate.

Sabían que sus jefes no dejaban impune ninguna falta, y que la más pequeña indisciplina se la harían pagar con un pistoletazo en la cabeza, o por lo menos abandonándolos en alguna isla desierta.

Así que el Corsario Negro vio a toda su gente en sus puestos respectivos, mirándoles casi uno por uno, se volvió hacia Morgan, que estaba esperando sus órdenes:

—¿Imagináis que ese barco es…?

—Español, señor —contestó el segundo.

—¡Los españoles! —exclamó el Corsario de un modo sombrío—. ¡Para ellos esta será una noche fatal, pues muchos no volverán a ver el sol!

—¿Acometeremos esta noche ese barco, señor?

—¡Sí; lo echaremos a pique! ¡Allá abajo duermen mis hermanos; pero ya no dormirán solos!

—¡Sea, si es que así lo deseáis, señor!

Saltó sobre la amura, cogiéndose a una escalerilla, y miró a sotavento.

Por entre las tinieblas que cubrían el murmurante mar corrían casi a flor de agua dos puntos luminosos, que no podían confundirse con las estrellas que brillaban en el horizonte.

—Están a cuatro millas de distancia —dijo.

—¿Y se dirigen al Sur? —preguntó el Corsario.

—Hacia Maracaibo.

—¡Desgraciados de ellos! ¡Ordenad virada de bordo y de cortar el camino a ese buque!

—¿Qué más?

—¡Mandad traer a cubierta cien granadas de mano, y asegurad todo en la estiba y en los camarotes!

—¿Atacaremos con el espolón?

—Sí, si eso es posible.

—¡Perderemos los prisioneros, señor!

—¿A mí que me importa?

—¡Pero puede ir ese barco cargado de riquezas!

—¡Tengo tierras y castillos en mi patria!

—Hablaba por lo que toca a nuestros hombres.

—Para ellos tengo oro. ¡Mandad virar de bordo!

Al primer mandato resonó a bordo el silbido del contramaestre. Los hombres de maniobra largaron las velas con la rapidez del rayo y con una exactitud matemática, al mismo tiempo que el timonel ponía la rebola a la orza.

El Rayo viró de bordo casi en el mismo sitio, y empujado por una brisa fresca, que soplaba del Sureste, se lanzó sobre la ruta del velero señalado, dejando a popa una estela ancha y murmurante.

Avanzaba entre las tinieblas con la ligereza de un pájaro, sin producir ruido apenas, como si fuese el legendario barco fantasma.

A lo largo de las amuras, los arcabuceros, inmóviles y mudos como estatuas, espiaban al barco enemigo empuñando los gruesos y largos fusiles de gran calibre (armas formidables en sus manos, porque raramente erraban el tiro), e inclinados sobre las piezas los artilleros soplaban las mechas, dispuesto a desencadenar una tempestad de metralla.

El Corsario Negro y Morgan seguían en el puente de órdenes. Apoyados en las traviesas de la pasarela, uno cerca del otro, no quitaban ojo de los puntos luminosos que surcaban las tinieblas a menos de tres millas de distancia.

Carmaux, Wan Stiller y el negro, los tres en el castillo de proa, charlaban en voz baja, mirando ora hacia el barco, que proseguía su rumbo tranquilamente, ora al Corsario Negro.

—¡Mala noche para esa gente! —decía Carmaux—. ¡Me temo que el Comandante, con la ira que lleva en el corazón, no deje vivo ni un solo español!

—Pero a mí me parece que ese barco es muy alto de bordo —contestó Wan Stiller midiendo la elevación que había del agua a los faroles del palo—. ¡No quisiera que fuese un barco de línea que vaya a reunirse con la escuadra del almirante Toledo!

—¡Psch! ¡Eso no le da miedo al Corsario Negro! No ha habido buque alguno hasta ahora que haya podido resistir a El Rayo; además, ya habrás oído que el Comandante hablaba de acometerle con el espolón.

—¡Truenos de Hamburgo! ¡Si hace eso continuamente, cuando menos lo piense se quedará sin proa El Rayo!

—¡Está hecha a prueba de escollos, querido!

—¡Pero a veces también se rompen los escollos!

La voz del Corsario rompió de pronto el silencio que reinaba a bordo.

—¡Hombres de la maniobra! ¡Arriba las suplementarias, y afuera las bonetas!

Las velas suplementarias que había en las extremidades de los penoles del palo maestro y del trinquete, de los papahigos y contrapapahigos, quedaron desplegadas en un abrir y cerrar de ojos.

—¡De caza! —exclamó Carmaux—. ¡Según parece, boga bien el barco español para obligar a El Rayo a largar todo el trapo!

—¡Te digo que tenemos que habérnoslas con un barco de línea! —repitió Wan Stiller—. ¡Mira qué arboladura tan alta lleva!

—¡Tanto mejor! ¡Así habrá calor por ambas partes!

En aquel instante resonó en el mar una voz fuerte. Procedía del barco contrario, y el viento llevó su eco hasta el barco filibustero.

—¡Ohé! ¡Barco sospechoso a babor!

En el puente de órdenes de este último se vio que el Corsario Negro se inclinaba hacia Morgan, como si le dijese algo en voz baja, y en seguida, subir sobre la cubierta de cámara, gritando:

—¡Venga la barra! ¡Hombres de mar, a la caza!

Solamente separaba una milla a ambos buques; pero los dos debían tener una velocidad extraordinaria, porque la distancia no parecía acortarse.

Había transcurrido una media hora, cuando de pronto, sobre el barco español, o como tal creído, se vio iluminarse rápidamente la cubierta y parte de la arboladura; en seguida una detonación fragorosa se propagó sobre las aguas, yendo a perderse en la lejanía, retumbando de un modo sombrío y prolongado.

Un silbido, bien conocido de los filibusteros, se oyó en el aire; después un chorro de agua saltó a más de veinte brazas de la nave corsaria.

Ni una voz salió de entre la tripulación. En los labios del Corsario se dibujó una sonrisa desdeñosa, como saludo despreciativo para aquel mensajero de la muerte.

Después de disparar aquel cañonazo, que era como una advertencia para que no le siguieran, el buque adversario viró nuevamente de bordo, puso al Sur la proa y se dirigió resueltamente al golfo de Maracaibo. El Corsario Negro en seguida se hizo cargo de la ruta; se volvió hacia Morgan, que estaba pegado a la amura, confundido entre el cordaje de popa, y le dijo:

—¡Señor Morgan, a proa!

—¿Comienzo el fuego?

—¡Todavía no; está demasiado oscuro! ¡Vaya usted a disponerlo todo para el abordaje!

—¿Abordaremos?

—¡Eso ya se verá!

Morgan descendió de la toldilla de popa, llamó al contramaestre y se dirigió a proa, en la cual había cuarenta hombres distribuidos en el castillo, con el hacha de abordaje colocada delante y el fusil en la mano.

—¡En pie! —ordenó—. ¡Preparad los bicheros de lanzamiento!

En seguida, volviéndose hacia los que estaban detrás de las amuras, añadió:

—¡Disponed las barricadas, y poned las hamacas en la cabecera de banda!

Los cuarenta hombres se pusieron en silencio a la faena, sin confusión, bajo la mirada vigilante del segundo.

Si temían al Corsario Negro, no menos miedo tenían a Morgan, hombre inflexible, tan audaz como el jefe, valiente como un león y decidido a todo.

De origen inglés, emigró a América; pero pronto se hizo notar por su espíritu emprendedor, por su rara energía y por su audacia. Había hecho sus pruebas de un modo sorprendente, bajo las órdenes de un famoso corsario, Mansfield; pero más tarde debía superar a los filibusteros más célebres de las islas de las Tortugas con la famosa expedición de Panamá y la expugnación, hasta entonces tenida por imposible, de aquella ciudad, vecina del Océano Pacífico. (Fue un fracaso terrible de la piratería inglesa).

Dotado de una robustez excepcional y de una portentosa fuerza, hermoso de facciones y de generoso ánimo, con ojos penetrantes que producían una fascinación misteriosa, como el Corsario Negro, sabía imponerse a los rudos hombres de mar y hacerse obedecer con una simple indicación de la mano.

Bajo su dirección, y en menos de veinte minutos, se levantaron dos barricadas de babor a estribor, una ante el palo de trinquete y otra ante el mayor. Componíanse las barricadas de traviesas y barriles llenos de hierro. Tales defensas eran para impedir al enemigo el paso a la cámara y al castillo, en el caso de que ocupara el barco.

Detrás de estas barricadas colocaron cincuenta granadas de mano, y se dispusieron los bicheros de abordaje sobre las amuras y sobre las hamacas arrolladas, que debían servir para defensa de los filibusteros.

Así que todo estuvo dispuesto, mandó a sus hombres reunirse en el castillo de proa, y él se puso en observación al lado del bauprés, con una mano en la empuñadura del sable de abordaje y la otra en la culata de una de las pistolas que llevaba en la faja.

El buque adversario hallábase entonces a unos seiscientos o setecientos pasos. El Rayo, justificando su nombre plenamente, había ganado camino, y se disponía a echársele encima con un encontronazo tremendo, irresistible.

A pesar de no haber luna y de ser oscura la noche, podía, sin embargo, distinguirse perfectamente el barco español.

Como Wan Stiller sospechara, era un barco de línea, de aspecto imponente, de bordas altísimas, lo mismo que la cubierta de la cámara, y los tres palos cubiertos de velas hasta los contrapapahigos.

En fin, era un verdadero barco de guerra, armado probablemente de un modo formidable, y tripulado por numerosa y aguerrida tripulación, decidida a una defensa extrema.

Otro corsario cualquiera de las Tortugas se habría guardado muy bien de acometerle, porque aun cuando venciese, muy poco tendría que saquear; lo interesante para aquellos ladrones del mar eran los barcos mercantes o los galeones cargados con tesoros procedentes de las minas de México, de Yucatán o de Venezuela; pero el Corsario Negro, como hombre a quien las riquezas le tenían sin cuidado, no pensaba así.

Seguramente veía en aquel barco un poderoso aliado de Wan Guld, que más adelante podría ser un obstáculo a sus designios; así, pues, se disponía a acometerle antes de que fuese a reforzar la escuadra del almirante Toledo o a defender Maracaibo.

Al ver que le seguían de modo tan obstinado, y no dudando ya de las siniestras intenciones del Corsario, el buque español disparó a quinientos metros otro cañonazo con una de sus grandes piezas de proa.

Esta vez la bala no se perdió en el mar; pasó por entre las velas del perroquete y de gavia, y partió el extremo del pico de la randa, haciendo caer la bandera del filibustero.

Los contramaestres de artillería de la toldilla de popa se volvieron hacia el Corsario Negro, que seguía en la barra del timón con el portavoz en la mano, y preguntaron:

—Comandante, ¿comenzamos?

—¡Todavía no! —respondió el Corsario.

Un tercer cañonazo resonó en los aires, y una bala pasó silbando por entre el cordaje del buque corsario, hundiendo la amura de popa a unos tres pasos del timón.

Otra sardónica sonrisa asomó a los labios del audaz filibustero; pero no dio orden alguna.

El Rayo acrecentaba la rapidez de la carrera, presentando el alto espolón al barco enemigo, hendía el mar con un sordo murmullo, como impaciente por abrir en el vientre del barco español un enorme boquete.

Corría semejante a un gran pájaro negro armado de un pico colosal.

La vista de aquel buque, que parecía haber surgido de improviso del mar, y que avanzaba calladamente, sin contestar a las provocaciones ni dar señal siquiera de que lo tripulase nadie, debía de producir un efecto siniestro en los marinos españoles.

De pronto resonó en las tinieblas un inmenso clamoreo.

En el buque enemigo oíanse gritos de terror y órdenes precipitadas.

Una voz imperiosa dominó el tumulto; probablemente la voz del Comandante.

—¡A babor! ¡Apoya toda la barra!

—¡Fuego de costado!

A bordo del barco de línea estalló un estruendo espantoso, y varios relámpagos simultáneos iluminaron la noche.

Las siete piezas de estribor y los dos cañones de proa de la cubierta vomitaron sobre el barco corsario todos sus proyectiles. Las balas pasaron silbando por entre los filibusteros, atravesaron las velas, cortaron las cuerdas, se clavaron en el casco y hundieron las amuras; pero no detuvieron el empuje de El Rayo.

Guiado por el robusto brazo del Corsario Negro, cayó con todo su ímpetu sobre el gran barco. Por fortuna para este, un golpe de barra dado a tiempo por el piloto, le salvó de una catástrofe espantosa.

Apartado repentinamente de su línea oblicua a babor, huyó milagrosamente del espolonazo que debía enviarle a fondo con el costado hecho trizas.

El Rayo pasó por donde hacía un instante se encontraba la popa del barco adversario. Le tocó con el costado, y golpeándole bruscamente, produjo un sordo retumbar, que repercutió en el fondo de la estiba, le rompió la punta de la banda y parte del coronamiento; pero esto fue todo.

Fallado el golpe, el barco corsario prosiguió su rápida carrera y desapareció entre las tinieblas sin haber dado señal de su numerosa tripulación ni de su poderoso armamento.

—¡Relámpagos de Hamburgo! —exclamó Wan Stiller conteniendo la respiración, pues esperaba el tremendo encontronazo—. ¡Eso se llama tener fortuna, españoles!

—¡No daba ni una pipada de tabaco por todos los que tripulan ese barco! —contestó Carmaux.

—¡Me parece estar viéndolos descender al abismo del golfo!

—¿Crees que repetirá el golpe el Comandante?

—Ahora ya estarán en guardia los españoles, y nos presentarán la proa.

—¡Y nos bombardearán de lo lindo! ¡Si nos disparan de día la andanada que nos han largado ahora, podía habernos costado la vida!

—Pero no nos ha producido más que averías insignificantes.

—¡Calla, Carmaux!

El Corsario Negro había cogido el portavoz, y gritaba:

—¡Dispuestos para virar de bordo!

—¿Volvemos? —preguntó Wan Stiller.

—¡Por Baco! ¡Por lo visto, no quiere dejar marchar al barco español! —contestó Carmaux.

—¡Y a mí me parece que tampoco este tiene intenciones de irse!

Era verdad. En lugar de proseguir la marcha, el buque español se había detenido, poniéndose a través del viento, como decidido a aceptar la batalla. Pero viraba lentamente de bordo, presentando siempre el espolón, para evitar una nueva embestida.

También había virado de bordo El Rayo a dos millas de distancia; pero, en lugar de echarse encima del adversario, iba describiendo en torno de él un gran círculo, lo bastante grande para que no le alcanzasen los cañones del enemigo.

—¡Comprendo! —dijo Carmaux—. ¡Nuestro Comandante quiere esperar a que amanezca antes de empeñar la lucha y lanzarse al abordaje!

—¡E impedir a los españoles que prosigan su camino hacia Maracaibo! —añadió Wan Stiller.

—¡Eso es precisamente, amigo! Preparémonos para una lucha desesperada; y, como es costumbre entre nosotros los filibusteros, si me parte en dos una bala de cañón o muero en el puente del barco enemigo, te nombro heredero de mi modesta fortuna.

—¿Qué asciende…? —dijo Wan Stiller sonriendo.

—A dos esmeraldas, que lo menos valen quinientas piastras, y que llevo cosidas en el forro de mi chaqueta.

—¡Hay bastante con eso para divertirse durante una semana en las islas de las Tortugas! Yo también te nombro mi heredero; pero te advierto que no tengo más que tres doblones, cosidos en el cinturón.

—¡Basta para vaciar media docena de botellas de vino de España a tu memoria!

—¡Gracias, Carmaux! ¡Ahora ya estoy tranquilo, y puedo esperar la muerte con toda serenidad!

El Rayo, entretanto, continuaba su carrera en derredor del barco de línea, el cual permanecía quieto, limitándose a presentar la proa. El primero daba vueltas con rapidez como un pájaro fantástico, pero sin hacer sonar su artillería.

El Corsario Negro no había soltado la barra del timón. Sus ojos, que parecían volverse luminosos como los de las fieras nocturnas, no se apartaban de la nave de línea, como si tratara de adivinar lo que sucedía a bordo o esperase una falsa maniobra para descargar sobre él el espolonazo mortal.

Su tripulación le miraba con supersticioso terror. Aquel hombre, que manejaba su barco como si le hubiera transmitido su espíritu, que le hacía dar vueltas en derredor de la presa, casi sin cambiar el velamen, con su aspecto tétrico y con su rígida inmovilidad, inspiraba cierto espanto a aquellos atrevidos merodeadores del mar.

Toda la noche estuvo el barco corsario dando vueltas en derredor del otro, sin contestar a los cañonazos que de cuando en cuando le disparaba, aunque sin buen éxito; pero así que las estrellas comenzaron a palidecer y los primeros reflejos del alba tiñeron las aguas del Golfo, volvió a oírse la voz potente del Corsario Negro.

—¡Hombres de mar! —gritó—. ¡Cada uno a su puesto de combate! ¡Traed mi bandera!

El Rayo dejó de dar vueltas y marchó derechamente contra el enemigo, resuelto a abordarle.

La gran bandera negra del Corsario iba izada sobre el pico de la randa y clavada para que no pudiese arriarla nadie, lo cual significaba que había que vencer a toda costa o morir sin remedio.

Los artilleros de la toldilla de cámara habían apuntado los dos cañones de proa, y los filibusteros pasaron los fusiles entre los espacios formados con las hamacas, dispuestos a acribillar al barco enemigo.

Cuando estuvo seguro el Corsario Negro de que todos estaban en su puesto de combate y de que los gavieros volvieron a tomar posiciones en las cofas, en las crucetas y penoles, gritó:

—¡Hombres de mar! ¡Ya no os detengo más! ¡Vivan los filibusteros!

Tres vivas formidables le respondieron.

El barco de línea había vuelto a ponerse al viento y marchaba al encuentro del filibustero. Debían de montarlo hombres resueltos y valientes, porque no habían vacilado un momento en aceptar el combate.

A mil pasos comenzó el cañoneo con gran furor. Corriendo bordadas descargaba ya sus cañones de estribor, ya los de babor, cubriéndose de humo y de llamas.

Era un gran buque de tres puentes, altísimo de bordo y con catorce bocas de fuego; en fin, un verdadero barco de batalla, probablemente rescatado por algún asunto urgente de la escuadra del almirante Toledo.

En el puente de órdenes de popa se veía al Comandante, vestido de gran uniforme, con el sable en la mano y rodeado de sus oficiales, y en la toldilla, multitud de marineros.

Aquella fuerte nave, arbolando el gran estandarte de España en el palo mayor, se dirigía intrépidamente al encuentro de El Rayo, cañoneándole de un modo terrible.

Aun cuando bastante más pequeño, el buque corsario no se atemorizaba ante aquella lluvia de balas.

Apresuraba la marcha, contestando con sus cañones de proa, y en espera del momento oportuno para descargarle las doce piezas de sus costados.

En el puente caía espesísima lluvia de balas, hundiendo las amuras, penetrando en la estiba y en las baterías, destrozando el cordaje y abriendo claros entre los filibusteros; pero no por eso cedía en la marcha, y se dirigía con audacia sin par al abordaje.

A cuatrocientos metros, los fusileros fueron en ayuda de los cañones de proa, y acribillaron la cubierta de la nave enemiga.

En breve debía ser desastroso para los españoles aquel fuego, porque, como ya hemos dicho, los filibusteros rara vez fallaban el tiro, pues casi todos habían sido cazadores de bueyes salvajes.

En efecto; las balas de los gruesas arcabuces hacían todavía más destrozos que los cañones. Los hombres del barco caían por docenas a lo largo de las bordas; caían los artilleros y caían también los oficiales del puente de órdenes.

Bastaron diez minutos para que ni uno solo quedara vivo. Incluso el Comandante cayó en medio de su oficialidad antes de que ambos barcos hubieran abordado.

Pero quedaban aún los hombres de las baterías, bastantes más en número que los marineros de cubierta. Había que disputar la victoria final.

A veinte metros ya un buque del otro, ambos viraron bruscamente de bordo. Casi en el acto se oyó la voz del Corsario, que resonaba por encima del estrépito de la artillería:

—¡Embrolla el palo mayor y la gavia; contrabasa el trinquete; caza a la randa!

El Rayo se apartó de repente, al impulso de un violento golpe de barra, y fue a meter el bauprés por entre las escalas y el cordaje de mesana del barco enemigo.

El Corsario saltó a lo alto de la cubierta de la cámara con la espada en la diestra y una pistola en la izquierda.

—¡Hombres de mar! —gritó—. ¡Al abordaje!

Share on Twitter Share on Facebook