Capítulo IX Un Juramento Terrible

Aquellos hombres, guiados por el africano, que conocía a palmos todos los pasos del bosque, caminaban rápidamente con objeto de llegar lo más pronto posible a la orilla del golfo y tomar el lago antes de que despuntase el día.

Todos iban inquietos por la suerte del barco, que debía de hallarse atracado en la boca del lago; pues, como les dijo el prisionero, el Gobernador de Maracaibo envió varios mensajeros a Gibraltar pidiendo socorro al almirante Toledo.

Temían que los buques de este último, que componían una verdadera escuadra, armada de un modo formidable y tripulada por varios centenares de marineros valientes, vascos en su mayor parte, hubieran atravesado el lago para caer sobre El Rayo y deshacerlo.

El Corsario no hablaba, pero no podía ocultar su inquietud. De cuando en cuando hacía una seña a sus compañeros para que se detuviesen y se ponía a escuchar, temiendo oír de un momento a otro alguna detonación en la lejanía; en seguida apresuraba todavía más el paso, poniéndose casi a la carrera.

Otras veces, en cambio, hacía movimientos de impaciencia, sobre todo cuando se encontraban de improviso ante algún árbol gigantesco, caído por decrepitud o derribado por el rayo, o ante un estanque o charca, obstáculos que los obligaban a dar rodeos más o menos largos, perdiendo un tiempo que era a cada instante más precioso.

Por fortuna, el africano conocía el bosque y los llevaba por sendas que los hacían ganar camino.

A las dos de la mañana Carmaux, que iba delante del grupo, oyó un rumor lejano que indicaba la cercanía del mar. Su finísimo oído haba distinguido el rumor que producían las olas al chocar contra la costa.

—Si no hay contratiempo alguno, dentro de una hora estaremos a bordo de nuestro barco, señor —dijo, dirigiéndose al Corsario Negro, que se le había reunido.

Este hizo una seña afirmativa con la cabeza, pero no contestó.

No se había engañado Carmaux: el ruido de las olas, al quebrarse, se oía cada vez más distintamente, lo mismo que los gritos de las bernacles, especie de ocas salvajes muy madrugadoras, que tienen la cabeza blanca y el cuerpo listado de negro, y que viven en las orillas del golfo.

El Corsario hizo seña para que apresurasen todavía más el paso, y poco después llegaron a una playa baja y llena de plantas, que se prolongaba hasta perderse de vista en dirección de Norte a Sur, describiendo caprichosas curvas.

La oscuridad era muy grande, pues había una niebla densa que se elevaba de las marismas que costeaban el lago; pero veíase el mar surcado aquí y allá como por líneas de fuego que se entrecruzaban en todas direcciones.

Las crestas de las olas parecían despedir chispas, y la espuma que se extendía por la playa formando como una franja, proyectaba magníficas fosforescencias.

En algunos momentos, trozos grandes de mar, poco antes negros, como si fuesen de tinta, se iluminaban instantáneamente como si en su seno se hubiera encendido una poderosísima lámpara eléctrica.

—¡La fosforescencia! —exclamó Wan Stiller.

—¡Que el diablo se la lleve! —dijo Carmaux—. ¡Cualquiera diría que los peces se han aliado con los españoles para impedirnos tomar el lago!

—¡No —contestó Wan Stiller con tono misterioso, indicando el cadáver que llevaba el negro—; las olas se iluminan para recibir al Corsario Rojo!

—¡Es verdad! —murmuró Carmaux.

El Corsario entre tanto miraba al mar, dirigiendo la vista a la lejanía. Antes de embarcarse quería estar seguro de si navegaba en aguas del lago la escuadra del almirante Toledo. No distinguiendo nada, miró hacia el Norte y vio sobre el llameante mar una gran mancha negra que se destacaba entre la fosforescencia.

—¡Allí está El Rayo! —dijo—. ¡Buscad la chalupa y tomemos el lago en seguida!

Carmaux y Wan Stiller se orientaron lo mejor que pudieron, pues no sabían en qué parte de la playa se encontraban, y se alejaron apresuradamente, subiendo la costa hacia el Norte y mirando con gran atención entre los paletuvios, cuyas raíces y hojas bañaban las ondas luminosas.

Después de recorrer más de un kilómetro lograron descubrir la canoa, que la marea baja había dejado entre la espesura. Se embarcaron y se dirigieron hacia el sitio donde los esperaban el capitán y el negro.

Colocaron el cadáver cuidadosamente, envuelto en el ferreruelo negro, le taparon el rostro e inmediatamente se hicieron mar adentro remando de un modo vigoroso.

En la proa se había sentado el negro con el fusil del prisionero español entre las rodillas, y el Corsario a popa, frente al cuerpo del ahorcado.

Había vuelto a caer en su tétrica melancolía. Con la cabeza entre las manos y los codos apoyados en las rodillas, no apartaba un momento los ojos del cadáver, cuyas formas se dibujaban debajo de la fúnebre capa.

Parecía haberse olvidado de todo: tan sumergido iba en sus tristes pensamientos. Desaparecieron para él sus compañeros, su barco, que cada vez se destacaba más en el chispeante Océano, como si fuera un cetáceo flotando en un mar de oro fundido, y la escuadra del almirante Toledo.

La canoa se deslizaba con rapidez sobre las ondas, alejándose de la playa. El agua llameaba en derredor, y los remos levantaban montones de espuma irisada que semejaban verdaderos chorros de chispas.

Bajo las aguas, moluscos extraños ondulaban en número infinito, jugando entre aquella orgía de luz. Aparecían las grandes medusas; los pelagios, semejantes a globos luminosos, danzaban al impulso de la brisa nocturna; los graciosos milíteos irradiaban fulgores de lava ardiente con sus extraños apéndices en forma de cruz de Malta; otros moluscos parecían como incrustados de diamantes; otros despedían de las conchas, que medio los aprisionaban, relámpagos de luz azul de un tono dulcísimo, y verdaderos ejércitos de beroes de cuerpo redondo y erizado de puntas irradiaban reflejos verdosos.

Aparecían y desaparecían peces de toda especie, dejando detrás de sí una estela fosforescente, y pólipos variadísimos se entrecruzaban en todas direcciones meciendo sus luces de colores, en tanto que a flor de agua nadaban grandes cetáceos, en aquellos tiempos abundantes todavía, levantando con la cola y con las aletas ondas fulgurantes.

Impulsada por los vigorosos brazos de los dos filibusteros, la chalupa bogaba rápidamente sobre aquella superficie, haciendo saltar en el aire, bajo el golpe de los remos, millares de puntos luminosos.

Su negra figura se destacaba, como la del buque, de un modo preciso y neto entre aquellos resplandores, ofreciendo un blanco magnífico a los cañones de la escuadra española, si el almirante Toledo se hubiese encontrado en aquellas aguas.

Los filibusteros, sin cesar de remar con brío desesperado, miraban en todas direcciones con inquietud, temiendo ver aparecer de un momento a otro los temidos navíos enemigos.

Se apresuraban, porque sentían que los invadía una vaga superstición. Aquel mar llameante, el cadáver que llevaban en la chalupa, la presencia del Corsario Negro, aquel tétrico, más que melancólico, personaje a quien habían visto siempre vestido con tan fúnebre ropaje, les infundía un miedo desconocido, y no veían el momento de encontrarse a bordo de El Rayo entre sus camaradas.

Ya no distaban más de una milla del barco, el cual salía a su encuentro corriendo bordadas pequeñas, cuando llegó a sus oídos un grito extraño que semejaba un quejido y que parecía terminar en un sollozo.

Ambos remeros se detuvieron en el acto, dirigiendo en derredor miradas llenas de espanto.

—¿Has oído? —preguntó Wan Stiller, que sentía que la frente se le bañaba en sudor frío.

—¡Sí! —contestó Carmaux con voz poco firme.

—¿Habrá sido algún pez?

—¡Jamás he oído a pez alguno dar grito semejante!

—¿Qué crees que haya sido?

—Yo no sé; pero me ha producido cierta impresión.

—¿Será el hermano del muerto?

—¡Silencio, camarada!

Los dos miraron al Corsario Negro; pero este seguía inmóvil con la cabeza entre las manos y los ojos fijos en el cadáver.

—¡Adelante y que Dios nos asista! —murmuró Carmaux, haciendo seña a Wan Stiller para que volviese a coger los remos.

En seguida, inclinándose hacia el negro, le preguntó:

—¿Has oído ese grito, compadre?

—Sí —contestó el africano.

—¿Qué crees que haya sido?

—Quizá lo haya lanzado un lamantino (especie de cetáceo).

—¡Hum! —murmuró por lo bajo Carmaux—. Habrá sido un lamantino, pero…

Se interrumpió bruscamente y palideció.

En aquel mismo instante y detrás de la popa de la chalupa, entre un círculo de espuma luminosa, desaparecía una forma oscura e indecisa, hundiéndose en el acto en los negros abismos del golfo.

—¿Has visto? —le preguntó con voz ahogada a Wan Stiller.

—¡Sí! —contestó este, castañeando los dientes por efecto del terror.

—Una cabeza, ¿verdad?

—¡Sí, Carmaux!

—¿De un muerto?

—¡Es el Corsario Verde, que nos sigue en espera del Corsario Rojo!

—¡Me das miedo!

—¿Y el Corsario Negro no ha oído ni visto nada?

—¡Es el hermano de los dos muertos!

—Y tú, compadre, ¿no has visto nada?

—¡Sí; una cabeza! —contestó el africano.

—¿De quién?

—De un lamantino.

—¡El diablo te lleve a ti y a tus lamantinos! —masculló Carmaux—. ¡Era una cabeza de muerto, negra y sin ojos!

En aquel instante resonó en el mar una voz que salía del barco.

—¡Eh! ¡Los de la canoa! ¿Quién vive?

—¡El Corsario Negro! —gritó Carmaux.

—¡Aborda!

El Rayo avanzaba con la rapidez de una gaviota, hendiendo el agua fulgurante con su agudo espolón. Tan negro como era, parecía el barco fantasma del legendario y maldito holandés, o el barco féretro navegando por un mar de fuego.

A lo largo de las amuras veíanse escalonados, inmóviles como estatuas y armados con fusiles, los filibusteros que componían su tripulación; en la popa, detrás de los cañones, se atisbaban los artilleros con las mechas encendidas en la mano, y en el palo más alto ondeaba la gran bandera negra del Corsario, con dos letras de oro elegantemente cruzadas y bordadas de un modo admirable.

La chalupa abordó al costado de babor, en tanto que el buque se disponía de través al viento, amarrándole una cuerda que arrojaron desde a bordo los marineros.

—¡Abajo los parancos! —gritó una voz ronca.

Dos cables, a cuyo extremo colgaban unos arpones, descendieron del penol del árbol maestro. Carmaux y Wan Stiller los aseguraron, y a un silbido del contramaestre de la tripulación, izaron la chalupa a bordo llevando dentro a las personas que la montaban.

Cuando sintió el Corsario Negro que chocaba la quilla en la cubierta del buque, hizo un movimiento como si despertara de sus tétricos pensamientos.

Miró en derredor casi con asombro al verse a bordo de su nave, se inclinó sobre el cadáver, lo cogió entre sus brazos y fue a depositarlo al pie del palo mayor.

Al ver al muerto, toda la tripulación, escalonada como estaba, se descubrió.

Morgan, el segundo Comandante descendió del puente de órdenes y se dirigió al encuentro del Corsario Negro.

—¡A sus órdenes, señor! —le dijo.

—¡Haced lo que es preciso! —le contestó el Corsario, moviendo con tristeza la cabeza.

Atravesó lentamente la toldilla, subió al puente de órdenes y allí se detuvo, quedando inmóvil como una estatua y con los brazos cruzados sobre el pecho.

Comenzaba a alborear. Allá donde el cielo parecía confundirse con el mar, surgía una luz pálida que teñía las aguas con reflejos del color del acero. Aquella luz tenía algo de tétrico, pues no era rosada, como es costumbre; al contrario, su color gris se asemejaba al gris del hierro.

La gran bandera del Corsario había sido puesta a media asta en señal de luto y los penoles de los papahigos y contrapapahigos, que no llevaban velas tendidas, los colocaron en cruz.

Toda la tripulación había salido a cubierta, colocándose a lo largo de las amuras. Aquellos hombres de rostro bronceado por los vientos del mar y el humo de cien abordajes estaban tristes y miraban con vago terror el cadáver del Corsario Rojo, que el contramaestre de a bordo había encerrado en un saco de tela gruesa juntamente con dos balas de cañón.

Aun cuando la luz iba en aumento, seguía fulgurando el mar en derredor del barco, murmurando sordamente contra los negros costados y rompiéndose en la saliente y alta proa.

En aquel momento parecía como si las ondulaciones del agua produjeran susurros extraños: ya parecían gemidos extrahumanos, ya suspiros roncos, ya débiles lamentos.

El sonido de la campana resonó en la toldilla de popa.

La tripulación en masa se arrodilló, y el contramaestre, ayudado por tres marineros, suspendiendo el cadáver, fue a colocarlo en la amura de babor.

Reinaba un silencio fúnebre en todo el barco, que permanecía inmóvil sobre las luminosas aguas; el mismo mar parecía haber cesado en sus murmullos.

Todas las miradas estaban fijas en el Corsario Negro, que se destacaba extrañamente sobre la línea grisácea del horizonte.

En aquel momento parecía que la formidable figura del terrible pirata del gran golfo había tomado gigantescas proporciones. Erguido en el puente de órdenes, con la larga pluma negra de su sombrero agitada por la brisa matutina, extendido el brazo hacia el cadáver del Corsario Rojo, parecía que se había colocado allí para lanzar alguna espantosa amenaza.

Su voz metálica y robusta rompió de improviso el fúnebre silencio que reinaba a bordo del buque.

—¡Hombres de mar! —gritó—. ¡Oídme! ¡Juro por Dios, por estas ondas, nuestras fieles compañeras, y por mi alma, que no gozaré de bien alguno sobre la Tierra hasta que haya vengado a mis hermanos, muertos por Wan Guld! ¡Que los rayos incendien mi barco, que me traguen las olas juntamente con vosotros, que los dos corsarios que duermen en los negros abismos de estas aguas del gran golfo me maldigan, que mi alma se condene para siempre si no mato a Wan Guld y no extermino a toda su familia, así como él ha exterminado a la mía! ¡Hombres de mar! ¿Me habéis oído?

—¡Sí! —contestaron los filibusteros, al mismo tiempo que un escalofrío de terror los estremecía.

El Corsario Negro se inclinó sobre la barandilla y, mirando fijamente a las olas luminosas:

—¡Al agua el cadáver! —gritó con voz sombría.

El contramaestre y los tres marineros levantaron la hamaca que contenía el cadáver del Corsario Rojo y le dejaron caer.

El fúnebre bulto se precipitó entre las olas, levantando un gran salto de espumas que semejaba una llama.

Todos los filibusteros estaban inclinados sobre las amuras.

A través de las fosforescentes aguas se veía cómo el cadáver descendía al fondo de los misteriosos abismos del mar describiendo grandes ondulaciones.

De repente, allá lejos se oyó otra vez el misterioso grito que tanto asustara a Carmaux y a Wan Stiller.

Ambos, que se encontraban bajo el puente de órdenes, se miraron pálidos como dos muertos.

—¡Es el grito del Corsario Verde que llama al Corsario Rojo! —murmuró Carmaux.

—¡Sí! —contestó Wan Stiller con voz ahogada—. ¡Los dos hermanos se han encontrado en el fondo del mar!

Un silbido les cortó bruscamente la palabra.

—¡Sobre babor! —gritó el contramaestre—. ¡A la orza la barra!

El Rayo viró de bordo y volteó entre los islotes del lago huyendo hacia el gran golfo, cuyas aguas doraban ya los primeros rayos del sol, y se extinguió de repente la fosforescencia.

Share on Twitter Share on Facebook