Capítulo XI LA DUQUESA FLAMENCA

Al ver los filibusteros a su Comandante y a Morgan lanzarse al abordaje del barco, el cual ya no podía huir, se precipitaron detrás de ellos como un solo hombre.

Habían dejado los arcabuces, armas inútiles en un combate cuerpo a cuerpo, y empuñando los sables de abordaje y las pistolas, se lanzaron como impetuoso torrente y gritando a todo pulmón para esparcir el terror entre los enemigos.

Arrojáronse a toda prisa los bicheros de abordaje para aproximar mejor ambos buques; pero los primeros filibusteros que se reunieron en el bauprés, impacientes por poner pie en el buque enemigo, se habían echado sobre las trincas, y agarrándose a los foques y descendiendo por la delfinera, se dejaron caer en la cubierta.

Pero allí encontraron una resistencia inesperada. Por las escotillas salían furiosos los españoles que había en las baterías, empuñando sables y hachas.

Eran lo menos cien hombres, mandados por algunos oficiales y los maestres y contramaestres de artillería.

En un abrir y cerrar de ojos se repartieron por el puente, subieron al castillo de proa y cayeron encima de los filibusteros, en tanto que otros, precipitándose sobre la toldilla de cámara, descargaron a quemarropa los dos cañones de proa, enfilando la cubierta de la nave filibustera con un huracán de metralla.

El Corsario Negro no vaciló. Encontrábanse en aquel momento los barcos costado con costado.

De un salto montó la amura y se arrojó en la toldilla del buque español, gritando:

—¡A mí, filibusteros!

Morgan le siguió, y detrás los arcabuceros, en tanto que los gavieros, desde las cofas, desde las crucetas, desde los pelones y desde las escalillas arrojaban granadas en medio del enemigo, haciendo fuego al propio tiempo con pistolas y fusiles.

La lucha se hizo terrible, espantosa.

Tres veces el Corsario Negro llevó a su gente al asalto de la cubierta de cámara, en donde se habían reunido sesenta o setenta españoles, que limpiaban la toldilla con los cañones de proa, y tres veces los rechazaron; por su parte, Morgan tampoco consiguió subir al castillo de proa.

Con igual furor se combatía por ambas partes. A pesar de haber sufrido pérdidas desastrosas, causadas por el fuego de los arcabuceros, que ya eran en menor número, los españoles resistían heroicamente, decididos a hacerse matar antes que rendirse.

Las granadas de mano que arrojaban impunemente los gavieros del buque corsario hacían estragos en sus filas; pero no retrocedían. En derredor suyo se encontraban muertos y heridos; pero el gran estandarte de España ondeaba atrevidamente en lo alto del palo mayor, con su cruz flameante a los primeros rayos del sol. Sin embargo, aquella resistencia no podía durar mucho. Furiosos ante la obstinación de los enemigos, los filibusteros se arrojaron por última vez al asalto del castillo y de la toldilla, guiados por los dos comandantes, que combatían en primera fila.

Treparon por las escalillas para dejarse caer por el cordaje del palo de mesana o a través de la maniobra de popa; se agarraron a las bancazas, corrieron por las amuras y llovieron por todas partes sobre los últimos defensores del desgraciado barco.

El Corsario Negro rompió aquella muralla de cuerpos humanos y se metió en medio del último grupo de combatientes. Había tirado el sable de abordaje y empuñado una espada.

La hoja silbaba como una serpiente, batiendo y rechazando los hierros que intentaban alcanzarle en el pecho, e hiriendo a diestro y siniestro. Nadie podía resistir aquel brazo ni parar sus estocadas. En derredor suyo se abrió un hueco, y se encontró en medio de un montón de cadáveres, con los pies en la sangre que corría a torrentes por el plano inclinado de la cubierta.

En aquel momento, Morgan acudió con una banda de filibusteros. Expugnado ya el castillo de proa, se disponía a matar a los pocos supervivientes que defendían con el furor de la desesperación el estandarte del barco, que ondeaba en el pico de la randa.

—¡A la carga sobre estos últimos! —gritó.

El Corsario Negro le detuvo, gritando a su vez:

—¡Hombres de mar! ¡El Corsario Negro vence, pero no asesina!

El empuje de los filibusteros se contuvo, y las armas, dispuestas a herir, se bajaron.

—¡Rendíos! —gritó el Corsario adelantándose hacia los españoles, agrupados en derredor de la barra del timón—. ¡Quede a salvo la vida de los valientes!

Un contramaestre, el único de graduación que quedaba vivo, se adelantó, arrojando el hacha, tinta en sangre.

—¡Nos han vencido! —dijo con voz ronca—. ¡Haga usted lo que le parezca de nosotros!

—¡Conservad el hacha, contramaestre! —respondió el Corsario con nobleza—. ¡Hombres tan valientes y que con tanto encarnizamiento defienden el estandarte de la patria lejana, merecen mi estimación!

Miró en seguida a los supervivientes, sin reparar en el estupor del contramaestre, muy natural, por otra parte, porque en aquellas luchas era muy raro que los filibusteros concediesen cuartel a los vencidos, y casi nunca la libertad sin previo rescate.

De todos los defensores del barco de línea, no quedaban más que dieciocho marineros, casi todos heridos. Arrojaron las armas y esperaron con sombría resignación que se decidiera sobre su suerte.

—Morgan —dijo el Corsario—, mandad echar al agua la chalupa grande, con víveres suficientes para una semana.

—¿Vais a dar la libertad a todos esos hombres? —preguntó el segundo comandante con cierto sentimiento de despecho.

—¡Sí, señor! ¡Me gusta premiar el valor sin fortuna!

Al oír estas palabras, el contramaestre avanzó unos pasos, diciendo:

—¡Gracias, Comandante! ¡Siempre recordaremos la generosidad del Corsario Negro!

—¡Callad y responded!

—¡Preguntad, Comandante!

—¿De dónde venís?

—De Veracruz.

—¿Y a dónde os dirigíais?

—A Maracaibo.

—¿Os esperaba el Gobernador? —preguntó el Corsario arrugando el entrecejo.

—Lo ignoro, señor. Únicamente habría podido contestaros el Capitán.

—Tenéis razón. ¿A qué escuadra pertenecía este barco?

—A la del almirante Toledo.

—¿Llevan carga en la estiba?

—Balas y pólvora.

—¡Está bien! ¡Estáis libres!

En lugar de obedecer, el contramaestre le miró con cierto embarazo, que no se le escapó al Corsario.

—¿Qué queréis decirme? —le pregunto este.

—Que a bordo hay más gente, Comandante.

—¿Prisioneros quizá?

—No; mujeres y pajes.

—¿En dónde están?

—En la cámara de popa.

—¿Quiénes son esas mujeres?

—El Capitán no lo ha dicho; pero me parece que entre esas mujeres viene una dama de alto rango.

—¿De alto rango?

—Creo que una duquesa.

—¡En este barco de guerra! —exclamó el Corsario—. ¿Dónde la han embarcado?

—En Veracruz.

—¡Está bien! Vendrá con nosotros a las islas de las Tortugas, y si quiere la libertad, pagará el rescate que fije mi tripulación. Marchaos, valientes defensores de vuestra patria y de su bandera. Hago votos por que lleguéis felizmente a la costa.

—¡Gracias, señor!

La chalupa grande había sido echada al agua con víveres para ocho días, con arcabuces y cierto número de cargas.

El contramaestre y sus dieciocho marineros descendieron a la embarcación, en tanto que el estandarte de España dejaba el puesto a las negras banderas del filibustero, saludadas con dos cañonazos.

El Corsario Negro había salido a proa y miraba a la chalupa, que se alejaba rápidamente dirigiéndose hacia el Sur; esto es, hacia donde se abría la amplia bahía de Maracaibo. Cuando ya vio muy lejos la chalupa, descendió, murmurando:

—¡Y esos hombres son los que manda el traidor!…

Miró a sus gentes, ocupadas en transportar a la enfermería a los heridos y en encerrar en lonas los cadáveres para arrojarlos al mar, e hizo una seña a Morgan.

—Decid a mis hombres —le dijo— que renuncio en favor de ellos la parte que pueda tocarme en la venta de este barco.

—¡Pero, señor —exclamó asombrado su lugarteniente—, este buque vale muchos miles de piastras! ¡Eso lo sabéis!

—¿Y a mí qué me importa el dinero? —contestó el Corsario despreciativamente—. Hago la guerra por motivos puramente personales, y no por avidez de riquezas. Además, yo ya he cobrado mi parte.

—¡Eso no es cierto, señor!

—Sí; podía haber llevado a las Tortugas a los diecinueve prisioneros, los cuales, para quedar libres, tendrían que pagar su rescate.

—¡Valían bien poco! ¡Quizá no habrían podido pagar todos ellos mil piastras!

—A mí me basta. Decid a mis hombres que fijen el rescate de la duquesa que viene a bordo de este buque. El gobernador de Veracruz y el de Maracaibo pagarán si quieren verla libre.

—Nuestros hombres son aficionados al dinero; pero quieren más todavía a su Comandante, y os cederán los prisioneros de la cámara.

—¡Bueno; ya veremos! —contestó el Corsario encogiéndose de hombros.

Iba a dirigirse hacia popa, cuando se abrió de repente la puerta de la cámara y apareció una jovencita, seguida de dos mujeres y de dos pajes lujosamente vestidos.

Era la jovencita una linda criatura, alta, elegante, de líneas suavísimas; tenía la epidermis de color blanco rosado, de ese rosado que tan sólo poseen las muchachas de los países septentrionales, y sobre todo las que pertenecen a la raza anglosajona o escotodanesa.

Sus blondos cabellos eran de color del oro pálido, y le caían por la espalda formando una gran trenza, que terminaba en un gran lazo azul bordado de perlas; sus ojos, admirablemente bellos, tenían un color indefinido, con reflejos de acero bruñido, y estaban coronados por cejas finísimas y, cosa extraña, negras en vez de rubias.

Aquella jovencilla, niña todavía, pues no tenía aún desarrollo completo de la mujer, vestía un elegante traje de seda azul con gran cuello, como antes se usaba, pero sencillísimo, sin adorno alguno de oro ni plata; en cambio, rodeábanle la garganta varios hilos de perlas gruesas, que valían unos cuantos miles de piastras, y de sus orejas pendían dos magníficas esmeraldas, piedras en aquellos tiempos apreciadísimas.

Las dos mujeres que la seguían, dos camaristas, sin duda alguna, eran mulatas, lindas las dos, y tenían el color ligeramente bronceado, con reflejos de cobre; detrás de ellas iban los pajes.

Al ver la cubierta del barco llena de muertos y de heridos, de armas, de aparejos hechos pedazos y de balas de cañón, y además chorreando sangre, la jovencilla hizo un gesto ante tan horrible espectáculo; pero al reparar en el Corsario Negro, que se había detenido a cuatro pasos de distancia, le preguntó con aire de enfado y arrugando el entrecejo:

—¿Qué es lo que ha sucedido caballero?

—Ya podéis suponerlo, señora —contestó el Corsario—. Una batalla terrible, que ha terminado mal para los españoles.

—Y vos, ¿quién sois?

El Corsario arrojó lejos de sí la espada ensangrentada, que todavía no había dejado, y quitándose cortésmente el amplio sombrero, dijo con exquisita finura:

—Yo, señora, soy un noble del otro lado del mar.

—Eso no me explica nada —dijo la joven, un tanto satisfecha de la gentileza del Corsario.

—Entonces, añadiré que soy el caballero Emilio de Roccabruna, señor de Valpenta y de Ventimiglia, pero que tengo otro nombre muy distinto.

—¿Qué nombre, caballero?

—Soy el Corsario Negro.

Al oír este título, un gesto de terror contrajo el rostro de la hermosa jovencita, y su tez rosada se puso blanca como el alabastro.

—¡El Corsario Negro! —murmuró, mirándole con ojos apagados—. ¡El terrible corsario de las Tortugas; el formidable enemigo de los españoles!

—Creo que os equivocáis, señora. Podré combatir con los españoles; pero no tengo motivo para odiarlos: acabo de dar una prueba de ello ahora mismo a los supervivientes de este barco. ¿No veis allá, donde se confunden mar y cielo, un punto negro que parece perdido en el espacio? Es una chalupa tripulada por diecinueve marineros españoles, a quienes he dejado libres, siendo así que por derecho de guerra habría podido matarlos o retenerlos prisioneros.

—¿Mentirán, entonces, los que os pintan como al corsario más temible de las islas de las Tortugas?

—¡Quizá! —contestó el filibustero.

—Y de mí, ¿qué pensáis hacer, caballero?

—Ante todo, una pregunta.

—Hablad, señor.

—¿Vos sois…?

—Flamenca.

—Una duquesa, según me han dicho.

—Es verdad, caballero —contestó la joven haciendo un gesto de mal humor, como si le hubiera desagradado que ya supiese el Corsario su alto rango social.

—¿Y vuestro nombre, si no tenéis inconveniente en decirlo?

—¿Es preciso?

—Es preciso que yo lo sepa, si queréis obtener la libertad.

—¿La libertad? ¡Ah, sí; es cierto! ¡Olvidaba que soy vuestra prisionera!

—¡Mía no, señora; de los filibusteros! Si se tratase de mí, pondría a vuestra disposición mi mejor chalupa y mis marineros más fieles para que os desembarcasen en el puerto más cercano; pero yo no puedo sustraerme a las leyes que rigen entre los hermanos de la costa.

—¡Gracias! —dijo ella con una sonrisa adorable—. ¡Me parecía muy extraño que un noble del caballeresco ducado de Saboya se hubiese convertido en ladrón de mar!

—La palabra puede ser dura para los filibusteros —dijo él arrugando la frente—. ¡Ladrones del mar! Quizá algún día podáis saber el motivo por el cual un caballero, un noble del ducado de Saboya, ha venido a hacer estragos en las aguas del gran golfo americano. ¿Vuestro nombre, señora?

—Honorata Willeman, duquesa de Weltendran.

—Está bien, señora. Retiraos a la cámara, pues nosotros tenemos que cumplir la triste misión de sepultar a los héroes que han muerto en la lucha; pero esta tarde os espero a comer a bordo de mi barco.

—¡Gracias, caballero! —dijo la joven ofreciéndole una mano blanca y pequeña como la de una niña y de afilados dedos.

Hizo una ligera inclinación y se retiró lentamente; pero antes de entrar en la cámara se volvió, y al ver al Corsario Negro, que permanecía inmóvil en el mismo sitio y con el sombrero todavía en la mano, le dirigió una sonrisa.

El filibustero no se había movido. Sus ojos, que se tornaron tétricos, estaban fijos en la puerta de la cámara, y su frente se puso aborrascada.

Así estuvo durante algunos minutos, como absorto en un pensamiento tormentoso, y como si sus miradas siguieran a una visión que huía. Al cabo, moviendo la cabeza, murmuró:

—¡Locuras!…

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