Capítulo XVIII EL ODIO DEL CORSARIO NEGRO

Al día siguiente, apenas había salido el Sol, zarpaba del puerto la expedición bajo el mando del Olonés, del Corsario Negro y de Miguel el Vasco. Despedíanla el redoble de los tambores, los tiros de fusil de los bucaneros y los estrepitosos ¡hurras! de los filibusteros que tripulaban los buques anclados.

Componíase de ocho naves, entre grandes y pequeñas, armadas con ochenta y seis cañones y tripuladas por seiscientos cincuenta hombres. El barco del Olonés montaba dieciséis piezas de artillería, y doce El Rayo.

Por ser este el más veloz, navegaba a la cabeza de la escuadra sirviéndole de explorador.

En lo alto del palo mayor ondeaba la bandera negra con bordados de oro de su Comandante, y en el palo pequeño, el gallardete rojo de los buques de combate. Detrás iban los otros buques en doble línea, pero distanciados lo suficiente para poder maniobrar sin peligro de encontrarse o de cortarse el camino recíprocamente.

Ya en mar abierto, la escuadra se dirigió hacia Occidente para ganar el canal de Barlovento y desembocar en el mar Caribe.

El tiempo era espléndido, el mar estaba tranquilo y el viento era favorable; así que todo hacía esperar una navegación rápida y feliz hasta Maracaibo; tanto más, cuanto que se había advertido a los filibusteros que se encontraba entonces la flota del almirante Toledo en las costas de Yucatán, con rumbo a los puertos de México [2] .

Pasados dos días sin haber tenido encuentro alguno, y cuando la escuadra se disponía a doblar el cabo del Engako, El Rayo, que navegaba, como siempre, a la cabeza, señaló la presencia de un barco enemigo que iba con rumbo a Santo Domingo.

El Olonés, nombrado comandante supremo, ordenó que todos los buques se pusieran al pairo y fue a reunirse con El Rayo, que se preparaba para la caza del barco avistado.

Junto a la costa, y al otro lado del cabo, divisaron un navío que llevaba en el asta de popa el gran estandarte de España, y en el mastelete del palo mayor, el gallardete de los buques de guerra. Parecía como que buscaba un refugio, pues habría visto ya, probablemente, la poderosa escuadra filibustera.

El Olonés hubiera podido rodearle con sus otras naves y obligarle a rendirse, o echarle a pique de una sola andanada; pero aquellos fieros corsarios tenían incomprensibles magnanimidades, siendo, como eran, ladrones de mar.

Acometer a un enemigo con fuerzas superiores, lo reputaban como una bellaquería indigna de hombres fuertes y valerosos, como ellos se creían, y desdeñaban abusar de su poder.

El Olonés mandó que indicasen al Corsario Negro que se pusiera al pairo como los otros barcos, y él se dirigió atrevidamente hacia el buque español, intimándole la rendición incondicional o la lucha, y haciendo saber a sus hombres de proa que, cualquiera que fuese el éxito de la contienda, su escuadra no se movería.

El barco, que ya se veía perdido, pues no podía tener la más pequeña esperanza de salir victorioso contra fuerzas superiores, no se hizo repetir dos veces la intimación; pero, en lugar de arriar el pendón, mandó clavarlo su comandante en lo alto del mástil, y, como respuesta, descargó contra el buque enemigo sus ocho cañones de estribor, haciendo comprender de este modo que no se rendiría sino después de obstinada resistencia.

Se había empeñado la batalla por ambas partes de un modo vigoroso. El buque español montaba dieciséis cañones: pero no tenía más que sesenta tripulantes. El Olonés llevaba otras tantas piezas de artillería; pero, en cambio, doble número de hombres, entre los cuales iban muchos bucaneros, tiradores formidables que decidían muy pronto la suerte de las luchas con sus infalibles tiros.

Por su parte, la escuadra se había puesto al pairo, obedeciendo las órdenes del osado filibustero. Las tripulaciones, escalonadas en las cubiertas, asistían a la lucha como espectadores tranquilos, previendo sin embargo, que concluiría por sucumbir el buque español en aquel empeño, dada la gran desproporción de las fuerzas. Pero, aun cuando pocos en número, los españoles se defendían con supremo vigor. Su artillería tronaba furiosamente, intentando en vano desarbolar y dejar raso al barco corsario que quería abordarle. Las descargas de balas y metralla alternaban, y los enemigos viraban de bordo, presentando siempre la proa para que no pudiesen atacarlos con el espolón y para retardar lo más posible el contacto, pues ya se habían hecho cargo de la preponderancia numérica de sus adversarios.

El Olonés, que se había puesto furioso con aquella resistencia, impaciente por concluir, tanteaba todos los medios para abordarle; pero no encontraba oportunidad, y se veía obligado a tomar de largo para que no le matase la gente la granizada de metralla que llovía del buque español.

Aquel formidable duelo entre la artillería de los dos barcos duró, con grave daño de las arboladuras y de las velas, tres horas largas, sin que se arriase el estandarte de España. Seis veces habían subido al abordaje los filibusteros, y otras tantas fueron rechazados por aquellos sesenta valientes; pero a la séptima lograron poner los pies en la toldilla de la nave enemiga y arriar la bandera.

Aquella victoria, de feliz augurio para la gran empresa, fue saludada con ruidosos ¡hurras! por los filibusteros de la escuadra. El buque vencido iba cargado de pólvora y fusiles con destino a la guarnición española de Santo Domingo.

Desembarcada en la costa la tripulación —pues no querían llevar a bordo prisioneros— y arreglados los desperfectos sufridos por la arboladura, la escuadra, al caer el día, volvió a hacerse a la vela con dirección a Jamaica.

El Rayo se puso de nuevo en vanguardia, manteniéndose a una distancia de cuatro a cinco millas.

Le interesaba al Corsario Negro explorar grandes extensiones de mar, por temor a que cualquier buque español pudiera hacerse cargo del rumbo de aquella poderosa escuadra y corriese a anunciarlo al gobernador de Maracaibo o al almirante Toledo.

Para estar más seguro, no se alejaba casi nunca del puente de órdenes, contentándose con dormir sobre cubierta envuelto en su ferreruelo o tendido en una silla de bambú.

Tres días después de la presa del barco El Rayo avistaba las costas de Jamaica y encontraba al navío de línea que abordó cerca de Maracaibo, el cual huyendo de la tempestad, se había refugiado en una ensenada de la isla.

Todavía le faltaba el palo mayor pero la tripulación reforzó los de mesana y de trinquete; habían plegado todas las velas de recambio encontradas a bordo, y se apresuraron a ganar las islas de las Tortugas, por temor a que los sorprendiese cualquier nave española.

Después de informarse el Corsario Negro de la salud de los heridos, que iban acostados en la crujía del buque, prosiguió su ruta hacia el Sur, ansiando llegar a la entrada del golfo de Maracaibo.

La travesía del mar Caribe se realizó sin incidente alguno, pues el mar se mantenía tranquilo constantemente, y en la noche del día decimocuarto que la escuadra había zarpado de las Tortugas, avistó el Corsario la punta de Paraguaná, señalada por un pequeño faro destinado a advertir a los navegantes la boca del pequeño golfo.

—¡Por fin! —exclamó el filibustero, cuyos ojos relucieron animados por una luz sombría—. ¡Quizás mañana ya no se contará entre los vivos el asesino de mis hermanos!

Llamó a Morgan, que subía entonces a cubierta para hacer su cuarto de guardia, y le dijo:

—El Olonés ha mandado que esta noche no se encienda a bordo luz alguna. Es preciso que los españoles no adviertan la presencia de la escuadra, o, de lo contrario, mañana no encontraremos una sola piastra en toda la ciudad.

—¿Nos detenemos en la entrada del golfo?

—No; la escuadra avanzará hacia la boca del lago, y al amanecer caeremos de improviso sobre Maracaibo.

—¿Nuestra gente bajará a tierra?

—Sí, juntamente con los bucaneros del Olonés. Mientras la flota bombardea los fuertes del lado del mar [3] , nosotros acometeremos por la parte de tierra, con objeto de impedir que huya el gobernador hacia Gibraltar. Que estén dispuestas las chalupas de desembarco y armadas con bombardas.

—¡Está bien, señor!

—Además —añadió el Corsario—, yo estaré también en el puente; bajo ahora a la cámara a ceñirme la coraza de combate.

Descendió del puente, y entró en el saloncito para pasar a su camarote. Iba a abrir la puerta de este, cuando notó un perfume delicadísimo, de él muy conocido.

—¡Es extraño! —exclamó deteniéndose—. ¡Si no estuviera seguro de que se había quedado la flamenca en las Tortugas, juraría que estaba aquí!

Miró en derredor, pero como no había ninguna luz encendida, la obscuridad era absoluta. Sin embargo, le pareció ver en un rincón una forma blanquecina apoyada en una amplia ventana que daba al mar.

A pesar de su valor, el Corsario era, como todos los hombres de su tiempo, un poco supersticioso; y al vislumbrar aquella sombra inmóvil en aquel rincón, sintió que la frente se le bañaba en frío sudor.

—¿Será la sombra del Corsario Rojo? —murmuró retrocediendo hasta el extremo opuesto—. ¿Vendrá a recordarme el juramento que pronuncié aquella noche en estas aguas? ¿Habrá abandonado su alma los profundos abismos del golfo donde descansaba?

En seguida se repuso, avergonzado de que él, tan fiero y animoso, hubiese tenido un momento de terror, y desenvainando el puñal de misericordia que llevaba al cinto, avanzó diciendo:

—¿Quién eres? ¡Habla, o te mato!

—¡Soy yo, caballero! —contestó una voz dulcísima que estremeció el corazón del Corsario.

—¡Usted! —exclamó con asombro y alegría—. ¿Usted aquí, en El Rayo, cuando yo la creía en las islas de las Tortugas? ¿Estoy soñando?

—¡No, caballero; no sueña usted! —respondió la joven flamenca.

El Corsario avanzó dejando caer el puñal y tendiendo los brazos a la Duquesa:

—¡Usted aquí! —repitió con voz en la que se notaba una emoción temblorosa—. Pero ¿de dónde ha salido usted? ¿Cómo es que está usted en mi barco?

—¡No sé…! —contestó titubeando la Duquesa.

—¡Pronto; hable usted, señora!

—¡Pues bien; he querido seguir a usted!

—¿Entonces… usted me quiere? ¡Dígamelo! ¿Es verdad, señora?

—¡Sí! —murmuró ella con voz apagada.

—¡Gracias! ¡Ahora ya puedo desafiar sin miedo a la muerte!

Sacó el eslabón y la yesca y encendió un candelabro, colocándolo en un rincón del saloncito de modo que no reflejase la luz en las aguas del mar…

La joven no se había apartado de la ventana. Envuelta en un amplio capuchón blanco adornado con encajes, con los brazos apretados sobre el pecho, como si quisiera comprimir los latidos precipitados de su corazón, e inclinada la graciosa cabeza sobre un hombro, miraba con sus brillantes y hermosos ojos al Corsario, que seguía ante ella, no pálido, tétrico, ni meditabundo, puesto que una sonrisa de felicidad se dibujaba en los labios del fiero marino.

Durante algunos instantes se miraron en silencio, como si estuviesen asombrados de la confesión de su recíproco afecto. Después el Corsario, cogiendo de una mano a la joven y obligándola a sentarse en una silla cerca de la luz, le dijo:

—Ahora, señora, espero que me dirá usted por obra de qué milagro se encuentra en este barco, cuando yo creía que se había quedado en mi casa, en las islas de las Tortugas.

—Caballero, se lo diré a usted cuando me haya dado palabra de perdonar a mis cómplices.

—¿A sus cómplices?

—Puede usted comprender que a mí sola no me hubiera sido posible embarcar de incógnito en su buque y permanecer encerrada catorce días en este camarote.

—A usted no puedo negarle nada, señora; y los que desobedeciendo mis órdenes me han proporcionado tan deliciosa sorpresa, están perdonados. ¿Quiénes son, señora?

—Wan Stiller, Carmaux y el negro.

—¡Ah! ¿Ellos? —exclamó el Corsario—. ¡Debí haberlo sospechado! Pero ¿cómo pudo usted obtener su cooperación? A los filibusteros que desobedecen las órdenes de sus jefes se les fusila, señora.

—Tenían la convicción de no disgustar a su comandante, pues se habían percatado de que usted, señor, me amaba secretamente.

—¿Y cómo se las arreglaron para embarcar a usted?

—Vestida de marinero, y por la noche, llevándome entre ellos para que nadie pudiese reconocerme ni advertir mi presencia.

—¿Y la escondieron a usted en un camarote? —preguntó sonriendo el Corsario.

—En el contiguo al de usted.

—¿Y dónde se han metido esos bribones?

—Han permanecido ocultos en la estiba; pero venían con frecuencia a traerme víveres que sustraían al cocinero.

—¡Tunantes! ¡Cuánto afecto se encierra en esos hombres tan rudos! ¡Desafían la muerte por ver contentos a sus jefes! Y, sin embargo, ¡quién sabe lo que esta alegría podrá durar! —añadió con triste acento.

—¿Y por qué, caballero, no ha de durar? —preguntó con inquietud la joven.

—Porque dentro de dos horas amanecerá, y yo tengo que dejar a usted.

—¿Tan pronto? ¿Apenas nos hemos visto, y ya piensa usted en alejarse? —exclamó con doloroso estupor la joven.

—Apenas despunte el sol, se librará en este golfo una de las más tremendas batallas que hayamos podido empeñar los filibusteros de las Tortugas. Tronarán sin tregua ochenta cañones contra los fuertes que defienden a mi mortal enemigo, y se lanzarán al asalto seiscientos hombres decididos a vencer o a morir; y yo, como usted puede imaginar, iré a la cabeza de ellos para guiarlos a la victoria.

—¿Y a desafiar a la muerte? —exclamó con terror la Duquesa—. ¿Y si le hiere a usted una bala? ¡Pero usted me jurará que será prudente!

—¡Eso es imposible! ¡Piense usted que hace dos años que estoy esperando el instante de poder castigar a ese infame!

—Pero ¿qué es lo que ese hombre pudo haber hecho para que usted lo odie de un modo tan implacable?

—Me ha matado tres hermanos; ya se lo he dicho a usted; y, además, cometió una traición infame.

—¿Qué traición?

El Corsario Negro no contestó. Empezó a pasear por el saloncito, con la frente arrugada, la mirada torva y contraídos los labios. De pronto se detuvo y luego volvió lentamente hacia la joven, que le miraba con angustia vivísima, y sentándose a su lado, le dijo:

—Escúcheme usted y verá si mi odio está justificado.

»Ya han transcurrido diez años desde la época a que voy a referirme; pero lo recuerdo todo como si hubiera sucedido ayer. Estallaba la guerra de 1686 entre Francia y España por la posesión de Flandes. Luis XIV, sediento de gloria en el auge de su poderío, queriendo aplastar a su formidable adversario, que tantas victorias alcanzara sobre las tropas francesas, invadió audazmente las provincias que el terrible duque de Alba había conquistado y domado con el hierro y el fuego [4] .

»Por aquella época Luis XIV tenía gran influencia en el Piamonte, y pidió socorros al duque Víctor Amadeo II, que no pudo rehusárselos, y le envió tres de sus más aguerridos regimientos, los de Aosta, Niza y de la Marina.

»En este último, y en calidad de oficiales, servíamos mis tres hermanos y yo: el mayor no contaba entonces más de treinta y dos años, y el menor, que más tarde había de convertirse en el Corsario Verde, sólo veinte.

»Ya en Flandes, nuestros regimientos se habían batido valerosamente al pasar el Escalda, en Shelde, en Gante y en Tournay, cubriéndose de gloria.

»Triunfaron por todas partes los ejércitos aliados, rechazando a los españoles hacia Amberes, cuando un mal día una parte de nuestro regimiento de la Marina, habiendo avanzado hacia la boca del Escalda para ocupar una fortaleza abandonada por el enemigo, fue acometido por tan gran número de españoles, que se vio obligado a ampararse tras las murallas más que de prisa, salvando así con mucho trabajo la artillería.

»Entre los defensores estábamos nosotros, los cuatro hermanos.

»Separados del ejército francés, cercados por todas partes por un número diez veces superior, y, además, resueltos a reconquistar la posición, que era para nosotros de gran importancia, no nos quedaba más alternativa que rendirnos o morir. Nadie hablaba de rendición: por el contrario, jurábamos sepultarnos bajo las ruinas antes que arriar la gloriosa bandera del duque de Saboya.

»Luis XIV, no sé por qué motivo, había dado el mando del regimiento a un viejo duque flamenco que, según decía, tenía fama de valiente y experimentado guerrero; y como se encontraba en nuestra compañía el día de la sorpresa, asumió la dirección de la defensa.

»La lucha comenzó con igual furor por ambas partes.

»La artillería enemiga desmoronaba todos los días nuestros bastiones; pero todos los días volvían a aparecer en disposición de resistir, pues por la noche reparábamos apresuradamente las brechas.

»Los asaltos se sucedieron durante quince días y quince noches, con graves pérdidas por ambas partes. A cada intimación de rendición contestábamos a cañonazos.

»Mi hermano mayor se convirtió en el alma de la defensa: heroico, gallardo, diestro en el manejo de todas las armas, dirigía la artillería, siendo siempre el primero en el ataque y el último en la retirada. El valor de aquel hermoso guerrero hizo nacer en el corazón del jefe flamenco unos celos sordos, los cuales debían tener para nosotros fatales consecuencias andando los días.

»Aquel miserable, olvidando que había jurado fidelidad a la bandera del Duque y que manchaba uno de los apellidos más ilustres de la aristocracia flamenca, se puso secretamente de acuerdo con los españoles para entregarnos a ellos. Un cargo de gobernador en las colonias de América y una gruesa suma de dinero debían ser el precio de tan ignominioso pacto. Una noche, seguido por varios parientes flamencos también, abrió uno de los postigos y dejó libre el paso a los españoles, que se habían acercado sigilosamente a la fortaleza.

»Mi hermano, que hacía la guardia a muy poca distancia en compañía de algunos soldados, se hizo cargo de la entrada de los españoles, y les salió al encuentro, dando la voz de alarma; pero el traidor le esperaba detrás de una esquina del bastión con las pistolas en las manos.

»Mi hermano cayó mortalmente herido y los enemigos entraron impetuosamente en la ciudad.

»Nos batimos en las calles, en las casas; pero todo en vano. Cayó la fortaleza en su poder, y nosotros con gran trabajo pudimos salvarnos, con otros cuantos soldados emprendiendo una retirada precipitada hacia Courtray».

—Dígame usted, señora: ¿perdonaría usted a ese hombre?

—¡No! —contestó la Duquesa.

—Nosotros no le perdonamos tampoco. Juramos matar al traidor y vengar a nuestro hermano, y cesado que hubo la guerra, le buscamos por todas partes: primero en Flandes y después en España.

»Así que supimos que había sido nombrado gobernador de una de las ciudades más fuertes de las colonias americanas, mis hermanos y yo armamos tres buques y zarpamos para el gran golfo, devorados por un deseo inextinguible de castigar al traidor.

»Nos hicimos corsarios. El Corsario Verde, más impetuoso y menos experto, quiso tentar la suerte y cayó en manos de nuestro mortal enemigo, el cual mandó que le ahorcasen como a un ladrón vulgar. Después intentó a su vez lo mismo el Corsario Rojo, y no tuvo mejor fortuna.

»Mis dos hermanos, arrancados de la horca por mí, duermen en el fondo del mar, donde esperan mi venganza; ¡y si Dios me ayuda, el traidor caerá en mis manos dentro de dos horas!».

—¿Y qué va usted a hacer con él?

—¡Le ahorcaré, señora! —contestó fríamente el Corsario—. Después exterminaré a cuantos tienen la desventura de llevar su nombre. ¡Él exterminó mi familia, y yo exterminaré la suya! ¡Lo juré la noche en que el Corsario Rojo descendía a los abismos del mar, y cumpliré mi palabra!

—Pero ¿dónde estamos? ¿Qué ciudad es la que gobierna ese hombre?

—¡Pronto lo sabrá usted!

—Pero ¿cómo se llama? —preguntó la Duquesa con angustia.

—¿Le interesa a usted saberlo?

La joven flamenca se llevó a la frente su pañuelo de seda. Aquella linda frente estaba empapada de sudor frío.

—No sé —dijo con voz trémula—. Me parece que oí contar allá en los días de mi niñez, a algunos hombres de armas que conocían a mi padre, una historia que se parece a la que usted me ha contado.

—¡Es imposible! —dijo el Corsario—. ¡Usted no ha estado nunca en el Piamonte!

—¡No; pero le ruego que me diga cómo se llama ese hombre!

—Pues bien, se lo diré: es el duque Wan Guld.

En el mismo instante se oyó retumbar fragorosamente en el mar un lejano cañoneo.

El Corsario Negro se lanzó fuera del saloncito gritando:

—¡El alba!

La joven flamenca no hizo movimiento alguno para detenerle. Se llevó ambas manos a la cabeza con un gesto de desesperación, y en seguida cayó sobre el tapiz, sin dar un solo grito y cual si un rayo la hubiese herido.

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