Capítulo XIX EL ASALTO A MARACAIBO

Aquel cañonazo lo disparó el barco del Olonés, que había pasado a la vanguardia poniéndose al pairo a dos millas de Maracaibo y ante el fuerte situado en una altura, el cual defendía la ciudad juntamente con dos islas.

Algunos de los filibusteros que habían estado ya en el golfo de Maracaibo con el Corsario Verde y el Rojo, aconsejaron al Olonés que desembarcase los bucaneros en aquella parte, con objeto de coger entre dos fuegos al fuerte que dominaba el lago, y el filibustero se había apresurado a dar la señal de la operación de guerra.

Con prodigiosa rapidez se echaron al agua todas las chalupas de las diez naves, y los filibusteros y bucaneros destinados para el desembarco se habían agolpado en ellas, llevando consigo los fusiles y los sables de abordaje.

Cuando el Corsario se presentó en la cubierta, ya Morgan había mandado bajar a las chalupas sesenta hombres escogidos entre los más intrépidos.

—¡Comandante —dijo volviéndose hacia el Corsario Negro—, no hay que perder un instante! ¡Los hombres de desembarco comenzarán dentro de breves momentos el ataque al fuerte y nuestros filibusteros deben ser los primeros en subir al asalto!

—¿Ha dado alguna orden el Olonés?

—Sí, señor. Ha ordenado que la flota no se exponga al fuego del fuerte.

—¡Está bien! ¡Confío a usted el mando de El Rayo!

Se puso rápidamente la coraza que le había llevado un marinero, y bajó a la chalupa grande, que le esperaba debajo de la escala de babor y que tripulaban treinta hombres. La chalupa iba armada de un pedrero.

Principiaba entonces a alborear, y era preciso, por lo tanto, apresurar el desembarco, con objeto de no dar tiempo a los españoles para reunir fuerzas numerosas.

Las chalupas, todas cargadas de hombres, surcaban a escape el agua poniendo la proa hacia una playa boscosa que se elevaba en rápida pendiente y que terminaba en una colinita, sobre cuya cumbre se alzaba el fuerte, sólido, armado con dieciséis cañones de grueso calibre y, probablemente, bien abastecido de defensores.

Los españoles, a quienes había dado la voz de alarma el primer cañonazo mandado disparar por el Olonés, se apresuraron a enviar algunos pelotones de soldados a la pendiente de la colina para oponerse al paso de los filibusteros, al propio tiempo que rompían un violento fuego de cañón.

Las bombas caían como granizo batiendo el espacio de agua que ocupaban las chalupas y haciendo saltar grandes chorros espumosos.

Por medio de rápidas maniobras hacían los filibusteros viradas de bordo vertiginosas, y no daban tiempo a los enemigos para que pudiesen hacer puntería.

Las tres chalupas en que iban el Olonés, el Corsario Negro y Miguel el Vasco habían pasado a primera línea, y como las manejaban los remeros más robustos, bogaban como flechas para llegar a tierra antes de que los pelotones de españoles pudieran tomar posiciones en la colina.

Atrás quedaron los buques corsarios para huir del fuego de los dieciséis cañones del fuerte, pero El Rayo, mandado por Morgan, avanzó hasta la distancia de mil pasos de la playa con objeto de proteger el desembarco, lo cual hacía disparando con los dos cañones de proa.

No obstante aquel furioso cañoneo, en quince minutos arribaron las primeras chalupas. Los filibusteros, y los bucaneros que las montaban, sin esperar a sus compañeros, desembarcaron precipitadamente y se lanzaron a través de la espesura con sus jefes a la cabeza con objeto de rechazar a los españoles que estaban emboscados en la pendiente de la colina.

—¡Al asalto, mis valientes! —aulló el Olonés.

—¡Arriba, marineros! —gritó el Corsario Negro, que avanzaba con la espada en la diestra y una pistola en la otra mano.

Los españoles emboscados comenzaron a lanzar una lluvia de balas sobre los asaltantes; pero con poco resultado, a causa de los árboles y de lo espeso de la maleza que cubría la pendiente de la colina.

También los cañones del fuerte tronaban con ruido ensordecedor, lanzando en todas direcciones sus grandes proyectiles. Los árboles se desgajaban y venían al suelo con estrépito, las ramas caían a diestro y siniestro, y la metralla lanzaba una tempestad de hojas y frutas sobre los acometedores; pero nadie podía contener el empuje formidable de los filibusteros y bucaneros de las Tortugas.

Avanzaban a la carrera, como devastadora tromba, caían encima de los soldados españoles acometiéndoles con los sables de abordaje, y los hacían trizas, a pesar de su obstinada resistencia.

Pocos fueron los hombres que escaparon de la matanza, porque casi todos preferían caer con las armas en la mano antes que ceder el campo.

—¡Asaltemos el fuerte! —gritó el Olonés.

Animados con el primer éxito, los corsarios se lanzaron por la cuesta arriba procurando marchar ocultos entre la espesura.

Eran más de quinientos, pues ya se les habían agregado los restantes; pero la empresa no se presentaba fácil, pues no iban provistos de escalas. Además, la guarnición española, compuesta de doscientos cincuenta soldados valientes, se defendía con tesón y no daba señales de ceder.

El fuerte hallábase situado en un punto muy elevado, y los cañones tenían campo suficiente para sus disparos, por lo cual destrozaban el bosque con huracanes de metralla, amenazando no dejar vivo ni un solo asaltante.

El Olonés y el Corsario Negro, previendo una resistencia desesperada, se habían detenido para aconsejarse.

—¡Vamos a perder demasiada gente! —dijo el Olonés—. ¡Es preciso encontrar un medio para abrir una buena brecha, o de lo contrario, nos aplastan!

—¡No hay más que uno! —exclamó el Corsario.

—¡Habla pronto!

—¡Intentar poner una mina en la parte baja de los bastiones!

—¡Creo que eso es lo mejor! Pero ¿quién va a atreverse a afrontar semejante peligro?

Se volvieron, y vieron a Carmaux, seguido de su inseparable Wan Stiller y del compadre negro.

—¡Ah! ¿Eres tú, bribón? —dijo el Corsario—. ¿Qué haces aquí?

—¡Seguir a usted, comandante! ¡Me ha perdonado usted, y ya no tengo miedo de que me fusilen!

—¡No, no te fusilarán; pero irás a poner la mina y a hacerla saltar!

—¡A sus órdenes, comandante! ¡Dentro de un cuarto de hora abriremos una brecha!

En seguida, volviéndose a sus dos amigos.

—¡Eh, tú, Wan Stiller, ven! —le dijo—. ¡Y tú, Moko, ve a buscar treinta libras de pólvora y una buena mecha!

—¡Espero que he de volver a verte vivo todavía! —dijo el Corsario con voz conmovida.

—¡Gracias por su deseo, comandante! —contestó Carmaux alejándose precipitadamente.

Mientras tanto, los filibusteros y los bucaneros proseguían avanzando a través de los árboles, y procurando alejar de las almenas a los españoles y artilleros con certeros disparos.

Sin embargo, la guarnición resistía con obstinación admirable haciendo un fuego infernal.

El fuerte parecía el cráter de un volcán. Nubes gigantescas de humo se elevaban de todos los bastiones, y el fuego de la artillería perforaba relampagueante aquellos densos vapores.

Balas y metrallas descendían rozando la tierra, arrancando y destruyendo los árboles, rasgando la maleza, en medio de la cual se habían escondido los filibusteros en espera del momento oportuno para lanzarse al asalto.

De pronto, se oyó en los altos de la colina una explosión formidable, que repercutió largamente bajo los bosques y sobre el mar; gigantesca llama se elevó en un flanco del fuerte, y en seguida una lluvia de cascotes cayó con ímpetu sobre los árboles, hiriendo y matando a no pocos de los asaltantes.

En medio de los gritos de los españoles, del estruendo de la artillería y del tronar de los fusiles, se oyó la voz metálica del Corsario Negro:

—¡Arriba: al asalto, hombres de mar!

Al verle lanzarse a terreno descampado, los filibusteros y los bucaneros se precipitaron en su seguimiento y del Olonés. Rebasaron sin detenerse la última altura, atravesaron la explanada a la carrera, y se lanzaron contra el fuerte.

La mina que hicieron saltar Carmaux y sus dos amigos, abrió una ancha brecha en uno de los principales bastiones.

El Corsario Negro se lanzó adentro por encima de los escombros y cañones derribados por la explosión, y su espada formidable volaba en todas direcciones rechazando a los primeros adversarios que habían acudido para defender el paso.

Los corsarios se arrojaron detrás de él con los sables de abordaje, dando grandes voces para producir mayor terror. A su impulso irresistible cayeron al suelo los primeros españoles, y como un torrente desbordado penetraron en el fuerte.

Los doscientos cincuenta hombres que lo defendían no pudieron hacer frente a tanta furia: procuraron atrincherarse, pero volvieron a arrojarlos de allí. Intentaron agruparse en la plaza de armas para impedir que se arriase el estandarte de España, y allí también los deshicieron; los siguieron a lo largo de los bastiones interiores, y, por último, murieron todos sin rendirse.

Así que el Corsario Negro vio arriada la bandera se apresuró a revolverse contra la ciudad ya indefensa. Reunió cien hombres, bajó a la carrera la colina, y penetró en las desiertas calles de Maracaibo.

Todos habían huido, hombres, mujeres y niños, resguardándose en los bosques para salvar los objetos más preciosos. Pero ¿qué le importaba eso al Corsario Negro? No era para saquear la ciudad para lo que había organizado la expedición, sino para echar mano al traidor.

Arrastraba tras sí a sus hombres llevándolos a escape, aguijoneado por el ansia de llegar pronto al palacio de Wan Guld.

La plaza de Granada también estaba desierta, y abierto de par en par y sin guardia alguna veíase el gran portón de la vivienda del Gobernador.

—¿Se me habrá escapado? —se preguntó el Corsario apretando los dientes—. ¡Pues aun cuando tenga que perseguirle hasta el fin del continente, no le dejo!

Al ver abierto el portón, los filibusteros se detuvieron, temiendo una emboscada. El Corsario continuó avanzando con prudencia, pues también recelaba cualquier sorpresa.

Iba a transponer el umbral para entrar en el zaguán, cuando sintió que una mano le detenía sujetándolo por un hombro, y que una voz le decía al mismo tiempo:

—¡Usted, no; mi comandante! ¡Si me lo permite, entraré yo primero!

El Corsario se volvió con el ceño fruncido y vio a Carmaux, negro por la pólvora, con las ropas desgarradas y el rostro ensangrentado.

—¡Tú! —exclamó—. ¡Creí que la mina no había respetado tu vida!

—¡Tengo el pellejo muy duro mi capitán, y lo mismo deben de tenerlo el hamburgués y el africano, pues vienen conmigo!

—¡Entonces, adelante!

Carmaux y sus compañeros, que ya se le habían reunido, negros también por la pólvora y no menos destrozados de las ropas, se lanzaron dentro del zaguán con los sables de abordaje y las pistolas empuñadas, seguidos por el Corsario Negro y el resto de los filibusteros.

No había nadie. Soldados, escuderos, criados, esclavos; todos habían huido con los habitantes buscando también un refugio en los espesos bosques de la costa.

Únicamente había un caballo con una pata rota.

—¡Han desalojado! —dijo Carmaux—. ¡Hace falta poner un cartel en la puerta que diga lo siguiente: «Se alquila este palacio»!

—¡Subamos! —dijo el Corsario con voz silbante.

Los filibusteros se lanzaron por las escaleras y subieron a los pisos superiores. También en ellos estaban de par en par las puertas de todas las habitaciones, y desiertas las estancias, revueltos los muebles, y los cofres, abiertos y vacíos. Todo denotaba una fuga precipitada.

De pronto se oyeron gritos en una habitación. El Corsario, que recorría a escape todas las salas, se dirigió hacia la parte de donde salían los gritos, y vio a Carmaux y a Wan Stiller que conducían a la fuerza a un soldado español alto y delgado.

—¿Le conoce usted, comandante? —gritó Carmaux empujando con violencia al desgraciado prisionero.

Al verse ante el Corsario, el soldado español se quitó el casco de acero adornado con una pluma casi sin barbas, e inclinando su largo y magro torso dijo tranquilamente:

—¡Le esperaba a usted, señor, y me felicito de volver a verle!

—¡Cómo! —exclamó el Corsario—. ¡Tú!

—¡Sí; el español del bosque! —dijo el hombre flaco sonriendo—. ¡No ha querido usted ahorcarme, y por eso estoy vivo aún!

—¡Tú las pagarás por todos, tunante! —gritó el Corsario.

—¿Habré hecho mal en esperar a usted? En ese caso, lo siento, porque hubiera tomado tierra huyendo con los demás.

—¿Me esperabas?

—¿Quién me habría impedido huir?

—¡Es verdad! ¿Y por qué te has quedado?

—Porque quería ver otra vez al que me perdonó la vida de modo tan generoso la noche que caí en sus manos.

—¡Bueno! ¡Adelante!

—Y además, porque quería hacer un pequeño servicio al Corsario Negro.

—¡Tú!

—¡Je, je! —dijo el español sonriendo—. ¿Le asombra eso?

—¡Confieso que sí!

—Pues ha de saber usted que cuando el Gobernador supo que yo había caído en sus manos y que usted no me había colgado de la rama de un árbol con una cuerda al cuello, para recompensarme mandó que me diesen veinticinco palos. ¡Pegarme a mí, a Don Bartolomé de los Barbosas y Camargo, descendiente de la Nobleza más antigua y linajuda de Cataluña! ¡Caramba!

—¡Concluye!

—He jurado vengarme de ese flamenco, que trata a los soldados españoles como si fueran perros y a los nobles como si fuesen esclavos indios; por eso he esperado a usted. Usted ha venido a matarle; pero él, en cuanto ha visto que el fuerte se rendía, huyó.

—¡Ah! ¿Se ha escapado?

—Sí; pero yo sé a dónde, y le guiaré para que se ponga usted en su pista.

—¿No me engañas? ¡Cuidado, porque si mientes mandaré que te majen los huesos!

—¿No estoy en poder de usted? —dijo el soldado.

—¡Tienes razón!

—Pues estando, como estoy, en poder de usted, puede mandar hacer de mí lo que quiera.

—¡Entonces, habla! ¿Hacia dónde ha huido Wan Guld?

—Hacia el bosque.

—¿Y a dónde quiere ir?

—A Gibraltar.

—¿Siguiendo a lo largo de la costa?

—Sí, comandante.

—¿Tú conoces el camino?

—Mejor que los que le acompañan.

—¿Cuántos hombres lleva consigo?

—Un capitán y siete soldados que le son muy fieles. Para poder caminar a través de bosques tan espesos es preciso que sean pocos.

—¿Y los demás soldados, dónde están?

—Se han dispersado.

—¡Está bien! —dijo el Corsario—. Nosotros nos pondremos en seguimiento de ese infame Wan Guld, y no le daremos tregua ni de noche ni de día. ¿Van a caballo?

—Sí; pero se verán obligados a dejarlos porque de nada les servirá.

—¡Espérame aquí!

El Corsario Negro se acercó a un pupitre sobre el cual había algunas hojas de papel, pluma y un riquísimo tintero de bronce.

Cogió una hoja, y escribió rápidamente estas líneas:

Querido Pedro:

Voy en seguimiento de Wan Guld a través del bosque, con Carmaux, Wan Stiller y mi africano. Dispón de mi barco y de mis hombres, y cuando haya terminado el saqueo, ven a reunirte conmigo en Gibraltar. Allí hay tesoros que recoger, mucho más grandes que los que podáis encontrar en Maracaibo.

El Corsario Negro

Cerró la carta, se la entregó a su maestre de tripulación, despidió a los filibusteros que le habían seguido, diciéndoles:

—¡Valientes míos, volveremos a vernos en Gibraltar!

En seguida, volviéndose hacía Carmaux, Wan Stiller, el africano y el prisionero, dijo:

—¡Ahora vamos a salir a la caza de mi enemigo mortal!

—¡Traigo conmigo una cuerda nueva para ahorcarle, comandante! —respondió Carmaux—. ¡La probé ayer por la noche! ¡No hay cuidado que se rompa!

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