Capítulo V El Ahorcado

Cuando el Corsario y sus acompañantes llegaron a la plaza de Granada, era tan grande la oscuridad, que a veinte pasos de distancia no se podía distinguir una persona.

En la plaza reinaba un silencio profundo, interrumpido únicamente por el desapacible graznido de algún urubú de los que acechaban las horcas de que pendían los quince filibusteros. Ni siquiera se oían los pasos del centinela que guardaba la casa del Gobernador.

Marchando siempre a lo largo de las paredes de las casas o por detrás de los troncos de las palmeras, el Corsario, Carmaux y el negro avanzaban lentamente, atentos el oído y la mirada, y con las manos sobre las armas, procurando llegar hasta los ajusticiados sin que nadie pudiese verlos.

De cuando en cuando, y siempre que algún rumor turbaba la quietud de la vasta plaza, deteníanse bajo la sombra de algún árbol o en la oscura arcada de alguna puerta, esperando con cierta ansiedad a que el silencio se restableciera.

Hallábanse ya a muy pocos pasos de la primera horca, en la cual se mecía, movido por la brisa de la noche, un pobre diablo casi desnudo, cuando el Corsario indicó con el dedo a sus compañeros una sombra humana que se movía ante el ángulo del palacio del Gobernador.

—¡Por mil tiburones! —barbotó Carmaux—. ¡Ah! ¡Está el centinela! ¡Ese hombre va a estropearnos la empresa!

—¡Pero Moko es fuerte! —dijo el negro—. ¡Iré y degollaré a ese soldado!

—¡Y te agujerearán el vientre, compadre!

El negro sonrió, mostrando dos filas de dientes blancos como el marfil, y tan agudos, que podían causar envidia a un tiburón, diciendo:

—¡Moko es astuto y sabe deslizarse como las serpientes que domestica!

—¡Anda! —le dijo el Corsario—. ¡Antes de llevarte conmigo, quiero tener una prueba de tu audacia!

—¡La tendréis, patrón! ¡Cogeré a ese hombre como en otro tiempo cogía los caimanes en la laguna!

Se desenrolló de la cintura una cuerda muy fina de cuero trenzado, que terminaba en un anillo —un verdadero lazo, semejante al que usan los vaqueros mexicanos para atrapar a los toros—, y se alejó en silencio, sin producir el menor ruido.

El Corsario se ocultó detrás del tronco de una palmera; le miraba atentamente, admirando quizá la resolución de aquel negro, que casi inerme iba a hacer frente a un hombre bien armado y seguramente resuelto.

—¡El compadre tiene hígados! —dijo Carmaux.

El Corsario hizo un signo afirmativo con la cabeza, pero sin despegar los labios. Seguía mirando al africano, el cual se deslizaba por el suelo como una serpiente, acercándose con lentitud al palacio del Gobernador.

En aquel momento, el soldado se alejaba del ángulo, dirigiéndose hacia el portalón. Llevaba una alabarda, y del cinto le pendía una espada.

Al ver que le volvía la espalda, Moko se deslizó con mayor rapidez, llevando en la mano el lazo. Así que estuvo a diez o doce pasos, se levantó rápidamente, hizo voltear en el aire la cuerda dos o tres veces, y en seguida la lanzó con mano firme.

Se oyó un ligero silbido, en seguida un grito ahogado, y el soldado rodó por tierra, dejando caer la alabarda y agitando desesperadamente piernas y brazos.

Dando un salto de león, Moko se le echó encima. Amordazarle fuertemente con la faja roja que llevaba a la cintura, atarle bien y llevárselo como si se tratara de un niño, fue obra de pocos instantes.

—¡Aquí está! —dijo, echándole rudamente a los pies del Capitán.

—¡Eres un valiente! —respondió el Corsario—. Átale a ese árbol y sígueme.

El negro, ayudado por Carmaux, obedeció, y en seguida fueron a reunirse con el Corsario, que examinaba uno por uno a los ahorcados, que se mecían impulsados por la brisa.

Ya en medio de la plaza, el Capitán se detuvo ante un ajusticiado vestido de rojo.

Al verle, el Corsario lanzó un grito de horror.

—¡Los malditos! —exclamó.

Su voz, que parecía el lejano rugido de una fiera, quedó ahogada por un sollozo desgarrador.

—¡Señor —dijo Carmaux, conmovido—, haceos fuerte!

El Corsario hizo una seña con la mano, señalándole el ahorcado.

—¡En seguida, mi Capitán! —contestó Carmaux.

El negro trepó por la horca, llevando sujeto con los dientes el cuchillo del filibustero. De un tajo cortó la cuerda, y en seguida fue dejando caer poco a poco el cadáver.

Carmaux se colocó debajo. Aun cuando la putrefacción comenzaba a descomponer las carnes del Corsario Rojo, el filibustero le cogió entre los brazos con gran delicadeza y le envolvió en el negro ferreruelo que le alargaba el Capitán.

—¡Vámonos! —dijo el Corsario, lanzando un suspiro—. ¡Nuestra misión ha terminado, y el Océano espera los despojos del valiente!

El negro cogió el cadáver, lo cubrió cuanto pudo con la capa, y en seguida los tres salieron de la plaza, tristes y taciturnos. Al llegar al extremo de ella, el Corsario se volvió para mirar por última vez a los catorce ahorcados, cuyos cuerpos se destacaban lúgubremente entre las tinieblas, y dijo con voz opaca:

—¡Adiós, valientes y desgraciados; adiós, compañeros del Corsario Rojo! ¡Los filibusteros vengarán muy pronto vuestra muerte!

Y clavando los ojos en el palacio del Gobernador, que se agigantaban en el fondo de la plaza:

—¡Entre tú y yo, Wan Guld, está la muerte! —dijo con acento sombrío.

Se pusieron en camino, apresurándose a salir de Maracaibo para llegar al mar y volver a bordo de su barco. Ya nada tenían que hacer en aquella ciudad, en cuyas calles no estaban seguros después de lo ocurrido.

Habían recorrido tres o cuatro callejas desiertas, cuando Carmaux, que iba delante, creyó distinguir algunas sombras, como ocultas en la oscura arcada de una puerta.

—¡Despacio! —murmuró, volviéndose hacia sus compañeros—. ¡Si no me he vuelto ciego, allí hay gente que me parece que espera!

—¿En dónde? —preguntó el Corsario.

—¡Allá abajo!

—¿Serán quizá los hombres de la posada?

—¡Ah, tiburones! ¿Serán, en efecto, los cinco vascos con sus navajas?

—¡Cinco no son demasiado para nosotros, y les haremos pagar cara la emboscada! —dijo el Corsario, desenvainando la toledana.

—¡Y un sable de abordaje puede más que sus navajas! —agregó Carmaux.

Tres hombres envueltos en grandes capas se destacaron del ángulo de un portón obstruyendo la acera de la derecha, en tanto que otros dos, que habían estado ocultos detrás de un carro abandonado, cerraban la salida de la izquierda.

—¡Son los cinco vascos —dijo Carmaux—; veo relucir las navajas en los cinturones!

—¡Tú te encargas de los dos de la izquierda, y yo, de los tres de la derecha —dijo el Corsario—; y tú, Moko, echa a andar con el cadáver, y nos esperas en las lindes del bosque!

Los cinco vascos se habían quitado las capas, y doblándolas en cuatro dobleces, se las colocaron en el brazo izquierdo. En seguida abrieron las largas navajas, de punta aguda como las de las espadas.

—¡Ah, ah! —dijo el que había recibido el empujón de Carmaux—. ¡Por lo visto, no nos hemos equivocado!

—¡Paso! —gritó el Corsario, que se había puesto delante de sus compañeros.

—¡Despacito, caballero! —dijo el vasco, avanzando.

—¿Qué es lo que quieres?

—¡Satisfacer una ligera curiosidad!

—¿Cuál?

—¡Saber quién sois!

—¡Un hombre que mata a quien le incomoda! —contestó con fiereza el Corsario, avanzando con la espada desnuda.

—¡Entonces, caballero, le diré que no somos hombres que tengamos miedo a nadie, y que no nos dejaremos matar como aquel pobre diablo a quien habéis clavado en el muro! ¡El nombre, vuestros títulos, o no salís de Maracaibo! ¡Estamos al servicio del señor Gobernador, y tenemos que dar cuenta de las personas que pasean por las calles a horas tan avanzadas!

—¡Si queréis saberlo, venid a preguntarme aquí cómo me llamo! —dijo el Corsario, poniéndose en guardia velozmente—. ¡Tú, con los dos de la izquierda, Carmaux!

El filibustero había desenvainado el sable de abordaje, y se dirigió resueltamente contra los dos adversarios, que le cerraban el paso por el lado izquierdo.

Los cinco vascos no se habían movido, esperando la acometida de ambos filibusteros. Firmes sobre las piernas, que tenían un poco abiertas para hallarse más prontos a toda evolución, con la mano izquierda apoyada fuertemente en el cinto, la diestra en el mango de la navaja y el dedo pulgar tendido en la parte más ancha de la hoja, esperaban el momento oportuno para descargar golpes mortales.

Debían de ser cinco diestros, esto es, valientes, para los cuales seguramente eran conocidos los golpes más peligrosos, como el jabeque, herida ignominiosa que se da en el rostro, y el terrible desjarretazo, que se da por detrás, bajo la última costilla, y que secciona la columna vertebral.

Al ver que no se decidían, el Corsario, impaciente por abrirse paso, cayó sobre sus tres adversarios, tirando estocadas a derecha e izquierda con una velocidad fulmínea, mientras que, por su parte, Carmaux cargaba sobre los otros dos, acuchillándolos como un loco.

Los cinco diestros no se asustaron por eso; dotados de prodigiosa agilidad, saltaban hacia atrás, parando los golpes, ya con la larga hoja de sus armas, ya con el serapé formado con la capa enrollada que llevaban en el brazo izquierdo.

Los dos filibusteros atacaron con prudencia al hacerse cargo de que tenían que habérselas con peligrosos adversarios.

Sm embargo, en cuanto vieron que el negro se alejaba con el cadáver, volvieron a cargar furiosamente, deseosos de acabar antes de que cualquier ronda, atraída por el ruido de los hierros, llegara en socorro de los vascos.

El Corsario, cuya espada era mucho más larga que las navajas, y cuya habilidad en la esgrima era también extraordinaria, podía arreglárselas bastante bien; no así Carmaux, que se veía obligado a estar siempre en guardia, a causa de que su sable era demasiado corto.

Luchaban con furor los siete hombres, pero sin lanzar un grito, atentos todos a parar y tirar tajos y estocadas. Ya avanzaban, ya retrocedían, ora saltaban a la derecha, ora a la izquierda, batiendo con fuerza los hierros.

De pronto el Corsario, al ver que uno de sus tres adversarios perdía el equilibrio, daba un paso en falso, y se descubría el pecho, se tiró a fondo con la rapidez del relámpago.

La hoja le tocó, y el hombre cayó sin lanzar ni un gemido.

—¡Uno! —dijo el Corsario, revolviéndose sobre los otros—. ¡Dentro de pocos momentos tendré también vuestro pellejo!

Ambos vascos, a quienes no atemorizaba lo sucedido, siguieron firmes, haciéndole frente sin dar un paso atrás. De improviso, el más ágil se le fue encima inclinándose hasta tocar el suelo, y adelantando el serapé con que se resguardaba el brazo, hizo ademán de tirarle un golpe bajo, que si le alcanza le abre el vientre; pero en seguida se irguió, y apartándose bruscamente, intentó darle el tajo mortal del desjarretazo.

Con la misma rapidez, el Corsario se echó a un lado y partió a fondo; pero su espada quedó embotada en el serapé del valiente.

Intentó volver a la guardia para parar los golpes que le tiraba el otro vasco, cuando, de pronto, lanzó un grito de rabia.

La hoja de su espada saltó por la mitad, rota en el brazo del hombre que pretendió tirarle el desjarretazo. Dio un salto atrás, agitando el trozo de espada y gritando:

—¡A mí, Carmaux!

El filibustero, que todavía no había podido deshacerse de sus adversarios, aun cuando los había obligado a retroceder hasta la esquina de la calle, se le reunió en tres saltos.

—¡Por mil tiburones! —gritó—. ¡Este sí que es un apuro! ¡Felices seremos si logramos quitarnos de encima esta traílla de perros rabiosos!

—¡Tenemos en nuestra mano la vida de dos de esos bribones! —contestó el Corsario, amartillando precipitadamente la pistola que llevaba al cinto.

Iba a hacer fuego sobre el más próximo, cuando vio que encima de los cuatro vascos, que se habían reunido y que ya creían segura la victoria, caía una sombra gigantesca.

Aquel hombre que llegaba tan oportunamente tenía en las manos un gran garrote.

—¡Moko! —exclamaron a un tiempo el Corsario y Carmaux.

En vez de contestar, el negro levantó el palo y empezó a descargar garrotazos sobre los adversarios, con tal furia, que los desgraciados rodaron por tierra en un abrir y cerrar de ojos, unos con la cabeza rota y otros con las costillas hundidas.

—¡Gracias, compadre! —dijo Carmaux—. ¡Mil rayos! ¡Qué granizada!

—¡Huyamos! —dijo el Corsario—. ¡Aquí ya no tenemos nada que hacer!

Despertados por la gritería de los heridos, algunos vecinos comenzaban a abrir las ventanas para ver qué sucedía.

Los dos filibusteros y el negro, desembarazados ya de los cinco asaltantes, volvieron a escape la esquina de la calle.

—¿Dónde has dejado el cadáver? —preguntó el Corsario al africano.

—¡Ya está fuera de la ciudad! —contestó el negro.

—¡Gracias por tu socorro!

—Pensé que mi intervención podría serles útil y me apresuré a volver.

—¿Has visto a alguien en los arrabales?

—No he visto a nadie.

—¡Entonces, apresurémonos a batir retirada antes de que lleguen otros enemigos! —dijo el Corsario.

Iban a emprender la marcha, cuando Carmaux, que se había adelantado para registrar una calle lateral, volvió rápidamente atrás, diciendo:

—¡Capitán, ahí viene una patrulla!

—¿Por dónde?

—¡Por aquella calleja!

—¡Nos iremos por otra! ¡Armas en mano, mis valientes, y adelante!

—¡Pero vos, mi Capitán, vais sin armas!

—Pues ve a quitarle la navaja al vasco que maté. ¡A falta de otra, buena es esa!

—Con vuestro permiso, me atrevo a ofreceros mi sable, Capitán; yo se manejar esos cuchillos.

El valiente marinero alargó al Corsario su propio sable, retrocedió y recogió la navaja de uno de los vascos, arma formidable también en sus manos.

La ronda se aproximaba a toda prisa. Probablemente, habría oído los gritos de los combatientes y el chocar de los aceros, y se apresuraba a acudir al lugar de la lucha.

Los filibusteros, precedidos por Moko, echaron a correr, siempre arrimados a los muros de las casas. Apenas recorrieron ciento cincuenta pasos, cuando oyeron el andar cadencioso de otra patrulla.

—¡Truenos! —exclamó Carmaux—. ¡Van a cogernos en medio!

El Corsario Negro se detuvo, empuñando el corto sable del filibustero.

—¿Nos habrán hecho traición? —murmuró.

—¡Capitán —dijo el africano—, veo avanzar hacia nosotros ocho hombres armados con alabardas y mosquetes!

—¡Amigos —dijo el Corsario—, aquí se trata de vender cara la vida!

—¡Diga, Comandante, lo que hay que hacer, pues estamos dispuestos a todo! —contestaron el filibustero y el negro, con acento resuelto.

—¡Moko!

—¡Patrón!

—A ti te confío el encargo de llevar a bordo el cadáver de mi hermano. ¿Serás capaz de hacerlo? ¡En la playa encontrarás la chalupa! ¡Ponte en salvo, juntamente con Wan Stiller!

—¡Está bien, patrón!

—Nosotros haremos lo posible por desembarazarnos de nuestros enemigos; pero si al fin nos vencen, ya sabe Morgan lo que tiene que hacer. ¡Anda: lleva a bordo el cadáver, y después vienes a ver si todavía estamos vivos o sí hemos muerto!

—¡No me decido a dejarles, patrón; yo soy vigoroso y puedo serles útil!

—¡Me interesa mucho que sepulten en el mar a mi hermano! ¡Y, además, tú puedes prestar más útiles servicios a bordo de El Rayo que aquí!

—¡Volveré con refuerzos, señor!

—¡Estoy seguro de que vendrá Morgan! ¡Vete; ahí está la patrulla!

El negro no se hizo repetir la orden; pero como el camino estaba tomado por ambas patrullas, se ocultó en un callejón que cerraba la tapia de un jardín.

Así que el Corsario le vio desaparecer, se volvió hacia el filibustero, diciendo:

—¡Preparémonos para caer sobre la patrulla que está ahí! ¡Si logramos abrirnos paso con un ataque de improviso, quizá podamos llegar al campo, y enseguida, al bosque!

Hallábanse en aquel momento en la esquina de la calle. La segunda patrulla que vio el negro no distaba más de treinta pasos, mientras que todavía no se divisaba la primera, la cual parecía como que se había detenido.

—¡Dispongámonos! —dijo el Corsario.

—¡Yo ya lo estoy! —contestó el filibustero, que se escondió detrás de la esquina.

Los ocho alabarderos habían aminorado la velocidad de su marcha, como si temieran alguna sorpresa, pues uno de ellos, probablemente el que los mandaba, dijo:

—¡Despacio, muchachos! ¡Esos bribones deben de andar muy cerca de aquí!

—Somos ocho, señor Elváez —dijo un soldado—, y el tabernero nos manifestó que los filibusteros eran dos tan sólo.

—¡Ah, tunante! —murmuró Carmaux—. ¡Nos ha vendido! ¡Si me cae entre las manos alguna vez, le prometo abrirle un ojal en el vientre, y tan grande, que se le salga por él todo el vino que haya bebido en una semana!

El Corsario Negro levantó el sable, dispuesto a lanzarse.

—¡Adelante! —gritó.

Ambos filibusteros cayeron impetuosamente y con empuje irresistible sobre la patrulla que iba a revolver la esquina, dando tajos a derecha e izquierda con sin igual furor y con la rapidez del rayo.

Sorprendidos por tan inesperado ataque, los alabarderos no pudieron resistirlos, y se echaron unos hacia una parte y otros hacia otra, procurando hurtar el cuerpo a aquella granizada de golpes.

Cuando se repusieron de su estupor, el Corsario y su compañero se hallaban muy lejos; mas, advirtiendo que no habían sido más que dos hombres los acometedores, se lanzaron a la carrera tras ellos gritando desaforadamente:

—¡Detenedlos! ¡Detenedlos! ¡Son los filibusteros!

El Corsario y Carmaux corrían como desesperados, pero sin saber por dónde iban. Se habían metido en medio de un dédalo de calles, y daban vueltas y más vueltas, doblando esquinas a cada paso, pero sin lograr llegar al campo.

El vecindario, desesperado por los gritos de la patrulla y alarmado con la presencia de los merodeadores del mar, comenzó a asomarse a puertas y ventanas, abriéndolas y cerrándolas con estrépito; al mismo tiempo se oía alguno que otro tiro de arcabuz.

La situación de los fugitivos iba siendo desesperada por instantes; aquellos gritos y aquellos disparos podían llevar la alarma al centro de la ciudad y poner en movimiento a la guarnición entera.

—¡Truenos! —exclamó Carmaux, corriendo con extrema ligereza—. ¡Esos gritos concluirán por ser nuestra perdición! ¡Si no encontramos el modo de poder escaparnos al campo, vamos a ir a parar en lo alto de una horca, con una buena cuerda por corbatín!

Sin dejar de correr, habían llegado al extremo de una callejuela, que no parecía tener salida alguna.

—¡Capitán! —gritó Carmaux, que iba delante—. ¡Nos hemos metido en una trampa!

—¿Qué estás diciendo? —preguntó el Corsario.

—¡Que esta calle no tiene salida!

—¿No se puede escalar ninguna pared?

—¡Todas son casas demasiado altas!

—¡Volvámonos, Carmaux! ¡Nuestros perseguidores están lejos todavía, y quizá podamos encontrar alguna otra calle que desemboque en las afueras!

E iba a volver a emprender la carrera, cuando se detuvo bruscamente, diciendo:

—¡No, Carmaux! ¡Se me ha ocurrido una idea! ¡Creo que con un poco de astucia podríamos hacerles perder nuestro rastro!

Se había dirigido rápidamente hacia la casa que cerraba el otro extremo de la calle.

Era una vivienda modesta, de dos pisos, construida parte con mampostería y parte con madera, y que en lo alto tenía una azotea con tiestos de flores.

—¡Carmaux —dijo el Corsario—, ábreme esta puerta!

—¿Vamos a escondernos en esta casa?

—¡Me parece el medio mejor para desorientar a los soldados que vienen siguiéndonos!

—¡Perfectamente, Capitán!

Abrió la navaja e introdujo la punta en las hendiduras de las tablas, y haciendo fuerza, obligó a saltar el pestillo.

Ambos filibusteros se apresuraron a entrar, cerrando la puerta inmediatamente, en tanto que por el otro extremo de la calle pasaban los soldados gritando a voz en cuello:

—¡Detenedlos! ¡Detenedlos!

A tientas, en la oscuridad, los dos filibusteros llegaron en seguida a una escalera, que comenzaron a subir en el acto, sin vacilación de ninguna especie, deteniéndose solamente cuando llegaron al rellano superior.

—¡Es preciso ver adónde vamos —dijo Carmaux— y conocer qué clase de inquilinos son! ¡Vaya una sorpresa la de estos pobres diablos!

Sacó del bolsillo un pedazo de mecha de cañón, un eslabón y un pedernal, y sopló para producir llama:

—¡Calla! ¡Una puerta abierta! —dijo.

—¡Y alguien que ronca! —añadió el Corsario.

—¡Buena señal! Ese que así duerme es una persona pacífica.

El Corsario abrió la puerta sin hacer ruido, y penetró en una habitación amueblada con modestia, en la cual había una cama ocupada.

Cogió la mecha y encendió una vela que había sobre una caja, la cual hacía oficios de cómoda o de baúl, y se acercó al lecho, levantando resueltamente el cobertor.

Era un hombre el que allí dormía; un vejete, ya calvo, arrugado, de epidermis apergaminada y de color de ladrillo, con una barbilla de cabra y unos bigotes lacios. Dormía tan profundamente, que ni se movió, a pesar de que se había iluminado la habitación.

—¡No ha de ser este hombre quien nos produzca molestias! —dijo el Corsario.

Le cogió de un brazo y le sacudió rudamente, sin lograr despertarle.

—¡Necesita que le disparen un cañonazo al lado! —dijo Carmaux.

A la tercera sacudida, más vigorosa que las otras, el viejo abrió los ojos. Al divisar dos hombres armados, se sentó en la cama y los miró con ojos espantados, exclamando con voz ahogada por el terror:

—¡Muerto soy!

—¡Eh, amigo! ¡Tiempo sobrado hay para morirse! —dijo Carmaux—. ¡Y ahora me parece que estás más vivo que hace un momento!

—¿Quién eres? —preguntó el Corsario.

—¡Un pobre hombre que jamás ha hecho daño a nadie! —contestó el viejo, castañeteando los dientes.

—Nosotros no tenemos intención de hacerte daño alguno si contestas a cuanto queremos saber.

—Entonces, ¿su excelencia no es un ladrón?

—Soy un filibustero de las islas de las Tortugas.

—¡Un filibustero! ¡Entonces, no hay duda: soy hombre muerto!

—Ya te he dicho que no te haremos daño alguno.

—En ese caso, ¿qué es lo que quieren de un pobre viejo como yo?

—Ante todo, saber si vives solo en esta casa.

—¡Solo, señor!

—Y en la vecindad, ¿quiénes viven?

—Honrados burgueses.

—¿A qué te dedicas?

—¡Soy un pobre viejo!

—¡Sí; un pobre hombre que posee una casa, mientras que yo no tengo ni una cama siquiera! —dijo Carmaux—. ¡Vaya, zorro viejo, tú tienes miedo a quedarte sin el dinero!

—¡Excelencia, yo no tengo dinero!

Carmaux se echó a reír.

—¡Un filibustero que se convierte en excelentísimo señor! ¡Este hombre es el compadre más alegre que me he echado a la cara en toda mi vida!

El viejo le lanzó una mirada de través, pero guardándose mucho de mostrarse ofendido.

—¡Acabemos! —dijo el Corsario con tono de amenaza—. ¿Qué es lo que haces en Maracaibo?

—¡Soy un pobre Notario, señor!

—¡Está bien! Pues sabe que nosotros nos alojaremos en esta casa hasta que llegue el momento de marcharnos. No te haremos daño alguno; pero ¡mucho cuidado, porque si nos delatas o nos haces traición, te quedas sin cabeza! ¿Me has comprendido?

—Pero ¿qué es lo que quieren de mí? —preguntó, casi llorando, el desgraciado.

—Por ahora, nada. Vístete sin dar el menor grito, o ponemos por obra la amenaza.

El Notario se apresuró a obedecer; pero estaba tan asustado y temblaba tanto, que tuvo que ayudarle Carmaux.

—¡Ahora, ata a ese hombre! —dijo el Corsario—. ¡Ten cuidado de que no se escape!

—¡Respondo de él como de mí mismo, Capitán! ¡Le ataré tan bien, que no podrá hacer el más pequeño movimiento!

Mientras el filibustero reducía a la impotencia al viejo, el Corsario había abierto una ventana que daba a la callejuela, para ver lo que sucedía.

Al parecer, las patrullas se alejaron, pues no se oían sus gritos; pero las personas despertadas por las voces se asomaban a las ventanas y hablaban en alta voz.

—¿Habéis oído? —gritó un hombretón, armado con un gran arcabuz—. ¡Parece que los filibusteros han intentado un golpe de mano en la ciudad!

—¡Es imposible! —contestaron algunas voces.

—He oído gritar a los soldados.

—¿Los habrán puesto en fuga?

—Eso creo, porque ya no se oye nada.

—¡Vaya un atrevimiento! ¡Entrar en la ciudad, habiendo tantos soldados como hay!

—Seguramente querrían salvar al Corsario Rojo.

—Y, ¡claro!, le han encontrado ahorcado ya.

—¡Vaya una sorpresa endiablada para esos ladrones!

—¡Hay que esperar que los soldados echen la mano a algunos más para colgarlos! —dijo el hombre del arcabuz—. ¡Todavía hay madera con qué levantar horcas! ¡Buenas noches, señores; hasta mañana!

—¡Sí —murmuró el Corsario—, todavía tenéis madera; pero en nuestros barcos tenemos también las balas necesarias para dejar en ruinas a Maracaibo! ¡Ya llegará el día en que tengáis noticias mías!

Volvió a cerrar prudentemente la ventana, y entró en la habitación del Notario.

Carmaux se dedicaba a registrar toda la casa, y había metido mano a la despensa.

El buen muchacho recordó que no tuvieron tiempo de cenar la noche anterior; y como encontrase un ave y un magnífico pescado frito, que probablemente se reservaba el pobre Notario para comer al otro día, se apresuró a poner una y otra cosa a disposición del Capitán.

Además de aquellos alimentos, descubrió en el fondo de un armario varias botellas cubiertas de polvo, con las marcas de los mejores vinos: Jerez, Oporto, Alicante y Madera.

—Señor —dijo Carmaux dirigiéndose al Corsario—, mientras los españoles corren detrás de nuestra sombra, pruebe un trozo de este pescado, que es una magnífica tenca de lago, y de este ánade salvaje. Después traeré algunas botellas que nuestro Notario guardaba, de seguro, para las grandes ocasiones, y que le pondrán del mejor humor. ¡Ya se ve que el amigo es aficionado a los líquidos del otro lado del Atlántico! ¡Veremos si tenía buen gusto!

—¡Gracias! —contestó el Corsario, el cual volvió a su tétrico recogimiento.

Se sentó; pero hizo muy poco honor a la comida.

Quedó silencioso y triste, como le vieron siempre los filibusteros. Probó el pescado, bebió unos cuantos vasos de vino, y en seguida se levantó y empezó a pasear por la sala.

Por su parte, Carmaux no tan sólo se lo comió todo, sino que vació un par de botellas, con gran desesperación del pobre Notario, que no concluía de lamentarse al ver que se consumían tan de prisa aquellos vinos, que había hecho llevar de la lejana patria a costa de mucho dinero. Pero el marinero, a quien pusieron de excelente humor los tragos, llevó su galantería hasta ofrecerle un vaso, con objeto de hacerle pasar el susto que experimentaba y la ira que le roía.

—¡Truenos! —exclamó—. ¡No creía yo que iba a pasar la noche tan alegremente! Encontrarse entre dos fuegos, a punto de perder la vida y con una cuerda al pescuezo, y, en vez de morir, verse ante estas botellas deliciosas… ¡Vamos, ni en sueños lo habría imaginado!

—Pero el peligro no ha pasado todavía, amigo mío —dijo el Corsario—. ¿Quién nos asegura que mañana los españoles no vendrán a sacarnos de este refugio? ¡Aquí se está bien; pero mucho mejor estaríamos a bordo de mi Rayo!

—¡A vuestro lado, mi Capitán, no temo nada! ¡Vos solo valéis por cien hombres!

—Por lo visto, has olvidado que el Gobernador de Maracaibo es un zorro viejo y que sería capaz de todo por echarme mano. ¡No ignora que entre él y yo se ha empeñado una guerra a muerte!

—¡Aquí nadie sabe quién sois!

—Podría sospecharse. Y además, ¿te has olvidado de los vascos? ¡Nadie me quita de la cabeza que han sabido que el matador de aquel Conde bravucón es el hermano del pobre Corsario Rojo y del Corsario Verde!

—Puede ser que estéis en lo cierto, señor. ¿Creéis que Morgan nos enviará socorros?

—¡Mi segundo no es capaz de abandonar a su Comandante en manos de los españoles! Es un valiente, y no me sorprendería que intentase forzar el paso para lanzar sobre la ciudad una tempestad de balas.

—¡Eso sería una locura que podría costarle cara, señor!

—¡Cuántas no hemos cometido nosotros, y siempre, casi siempre con buen éxito!

—¡Es verdad!

El Corsario se sentó, tomó unos sorbos de un vaso de vino, y en seguida volvió a levantarse y se dirigió hacia una ventana desde la cual se veía toda la callejuela.

Hacía como media hora que se había puesto allí en observación, cuando Carmaux le vio entrar precipitadamente.

—¿Es de confianza el negro?

—¡Comandante, es un hombre fiel!

—¿Incapaz de vendernos?

—¡Por él pondría una mano en el fuego!

—¡Pues está aquí!

—¿Lo habéis visto?

—¡Está rondando la calleja!

—¡Es preciso hacerle subir, Comandante!

—¿Qué será lo que habrá hecho del cadáver de mi hermano? —preguntó el Corsario arrugando el entrecejo.

—Así que esté aquí, lo sabremos.

—¡Ve a llamarle; pero ten prudencia! ¡Si te ven, ya no respondo de nuestra vida!

—¡Dejadme pensar, señor! —dijo Carmaux sonriendo—. ¡Le pido tan sólo diez minutos de tiempo para convertirme en el Notario de Maracaibo!

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