Capítulo IV Un Duelo Entre Cuatro Paredes

Aun cuando Maracaibo no tenía más de diez mil almas, era por entonces una de las ciudades más importantes que poseía España en las costas del Golfo de México.

Situada en una espléndida posición en el extremo meridional del golfo de su nombre, ante el estrecho que desemboca en el lago de Maracaibo, el cual se interna muchas leguas en el continente, se convirtió rápidamente en un puerto comercial importantísimo, y servía de almacén a todas las producciones de Venezuela.

Los españoles la habían fortificado con un poderoso fuerte, artillado con gran número de cañones, y en las dos islas había guarniciones numerosas.

Los primeros aventureros que pusieron el pie en aquellas playas, erigieron hermosas casas y no pocos palacios, construidos por arquitectos que habían ido de España en busca de fortuna al Nuevo Mundo; sobre todo, abundaban los sitios de pública reunión, donde se citaban los ricos propietarios de minas, y donde se solía disfrutar con el espectáculo de los bailes nacionales de la época, en recuerdo de la patria lejana.

Cuando el Corsario y sus dos compañeros, Carmaux y el negro, entraron en Maracaibo, las calles todavía estaban muy concurridas, y las tabernas, en las cuales se despachaban vinos del otro lado del Atlántico, veíanse llenas, pues los españoles ni en las colonias habían renunciado a beber un óptimo vaso del jugo de las viñas de Málaga o de Jerez.

El Corsario aminoraba la velocidad de su paso. Con el sombrero calado hasta los ojos, envuelto en su ferreruelo, aun cuando la noche era bastante calurosa, con la mano izquierda puesta fieramente en las guardas de la espada, miraba con gran atención calles y casas, cual si quisiera que le quedasen impresas en la mente.

Llegados que fueron a la plaza de Granada, que era el centro de la ciudad, se detuvo, apoyándose en la esquina de una casa, cual si súbita debilidad se hubiera apoderado del fiero merodeador del Golfo.

La plaza ofrecía un aspecto lúgubre. De quince horcas erguidas formando semicírculo, pendían quince cadáveres.

Todos estaban descalzos y tenían los vestidos hechos jirones, exceptuando uno, que lucía un traje de color de fuego y calzaba altas botas de mar.

Sobre aquellas quince horcas revoloteaban numerosos grupos de zopilotes y de urubúes, pájaros de plumas negras, que son los encargados de la policía de las ciudades de la América central, esperando la putrefacción de aquellos desgraciados para arrojarse en seguida sobre ellos.

Carmaux se acercó al Corsario, diciéndole en voz baja y conmovida:

—¡Aquí están los compañeros!

—¡Sí! —respondió el Corsario con voz sorda—. ¡Piden venganza, y pronto la tendrán!

Se separó del muro haciendo un violento esfuerzo, inclinó la cabeza sobre el pecho como si hubiese querido ocultar la terrible emoción que descomponía sus facciones, y se alejó a grandes pasos, entrando a poco en una posada donde acostumbraban reunirse los noctámbulos y toda clase de trasnochadores para vaciar cómodamente varios vasos de vino. Encontraron una mesa vacía, y el Corsario se dejó caer en un taburete, sin levantar la cabeza, mientras que Carmaux gritaba:

—¡A ver, un vaso de tu mejor jerez, hostelero de los demonios! ¡Ten cuidado de que sea legítimo, porque si no, no respondo de tus orejas! ¡El aire del Golfo me ha producido tanta sed, que sería capaz de dejar en seco la cantina!

Estas palabras hicieron acudir más que de prisa al tabernero llevando un frasco del excelente vino.

Carmaux llenó tres vasos; pero el Corsario estaba tan absorto eh sus tétricos pensamientos, que ni siquiera miró el suyo.

—¡Por mil tiburones! —murmuró Carmaux dando con el codo al negro—. ¡El patrón está en plena tempestad, y te aseguro que no quisiera encontrarme en el pellejo de sus enemigos! ¡El venir aquí, por vida de, que ha sido un atrevimiento de los más grandes! ¡Pero ya no tengo miedo!

Miró en derredor suyo con curiosidad no exenta de un vago temor, y sus ojos se encontraron con los de cinco o seis individuos armados con desmesuradas navajas, los cuales le miraban con particular atención.

—¡Parece como si me escuchasen! —dijo al negro—. ¿Quiénes son esos?

—Vascos al servicio del Gobernador.

—¡Bah! ¡Si creen que me asustan con sus navajas, se equivocan!

Aquellos individuos habían tirado los cigarrillos que estaban fumando, y después de haberse bebido algunos vasos de vino de Málaga, se pusieron a charlar en voz tan alta, que Carmaux los oía perfectamente.

—¿Habéis visto a los ahorcados? —preguntó uno.

—Esta tarde también he ido a verlos —contestó otro—. ¡Es un hermoso espectáculo el que ofrecen esos bellacos!

Un formidable puñetazo dado en la mesa, y que hizo bailar vasos y botellas, le cortó la palabra.

Carmaux, impotente para contenerse, y antes de que el Corsario Negro hubiera pensado en detenerle, se había levantado de un salto y dio en la mesa vecina aquel tremendo puñetazo.

—¡Rayos de Dios! —exclamó—. ¡Bonita proeza es reírse de los muertos! ¡Lo bonito es burlarse de los vivos, mis queridos caballeros!

Los cinco bebedores, estupefactos ante aquel improvisado estallido de ira, se levantaron precipitadamente con la navaja en la diestra; y uno de ellos, el más atrevido sin duda, le preguntó, mirándole de través:

Caballero, ¿quién sois?

—¡Uno que respeta a los muertos, pero que sabe agujerear el vientre a los vivos!

Al oír esta respuesta, que podía tomarse por una simple bravata, los cinco bebedores se echaron a reír y enviaron al filibustero a freír espárragos.

—¡Ah! ¿También eso? —dijo Carmaux, pálido de ira.

Miró al Corsario, que no se había movido, como si todo aquello no tuviese nada que ver con él, y en seguida, alargando una mano hacia el que le había interrogado, le rechazó furiosamente, gritando:

—¡El lobo de mar se merienda en el acto el lechoncillo de tierra!

El hombre cayó encima de una mesa; pero inmediatamente volvió a ponerse en pie, sacó con la rapidez del rayo la navaja que llevaba en el cinturón, y la abrió con un golpe seco.

Sin más preámbulos iba a caer sobre Carmaux para pasarle de parte a parte, cuando el negro, que hasta entonces había sido simple espectador, a una seña del Corsario se puso de un salto entre ambos contendientes blandiendo una pesada silla de madera y hierro.

—¡Quieto, o te aplasto! —le gritó al hombre de la navaja.

Al ver a aquel gigante, negro como el carbón, cuya poderosa musculatura parecía como que iba a saltar, los cinco vascos retrocedieron para no quedar hechos pedazos bajo aquella silla, que describía en el aire círculos amenazadores.

Quince o veinte bebedores que se encontraban en una habitación contigua, al oír aquel estrépito se apresuraron a acudir, precedidos por un hombrazo gordo, armado con un espadín, un verdadero tipo de espadachín, con el amplio sombrero de plumas inclinado sobre una oreja, y cubierto el pecho por una coraza vieja de cuero de Córdoba.

—¿Qué es lo que sucede? —preguntó rudamente aquel hombrazo, desenvainando con aire trágico la espada.

—¡Sucede, señor caballero —contestó Carmaux inclinándose con aire burlesco—, cosas que a vos no os importan!

—¡Cómo! ¡Por todos los santos! —gritó el bravucón arrugando el entrecejo—. ¡Ya se ve que usted no conoce a don Gamara y Miranda, conde de…!

—¡De casa del Diablo! —dijo el Corsario Negro levantándose de pronto y mirando fijamente al bravucón—. ¿También el caballero es marqués, duque, etcétera?

El señor de Gamara se puso rojo como una peonía, y en seguida palideció, diciendo con voz ronca:

—¡Por todos los malditos del infierno! ¡No sé quién va a ser el que pueda enviarme al otro mundo a hacer compañía a ese perro de Corsario Rojo, que tan bien resulta colgado en la plaza de Granada, juntamente con sus catorce compañeros!

Esta vez fue el Corsario el que palideció de un modo horrible. Con un gesto contuvo a Carmaux, se quitó el ferreruelo y el sombrero, y con un rápido movimiento desnudó la espada, diciendo con temblorosa voz:

—¡Tú eres el perro, y tu alma la que va a ir hacer compañía a los ahorcados!

Hizo seña a los espectadores para que dejaran sitio, y se puso enfrente del aventurero, cayendo en guardia con una elegancia y una seguridad que desconcertó a su adversario.

—¡Vamos, conde de casa del Diablo! —dijo con los dientes apretados—. ¡Dentro de poco habrá aquí un muerto!

El aventurero se había puesto a su vez en guardia; pero de pronto se irguió diciendo:

—¡Un momento, caballero! ¡Cuando se cruza el hierro, se tiene derecho a saber quién es el adversario!

—¡Soy más noble que tú! ¿Te basta?

—No; el nombre es lo que quiero saber.

—¿Lo quieres? ¡Sea; pero peor para ti, porque ya no podrás decírselo a nadie!

Se le acercó y murmuró a su oído algunas palabras.

El aventurero lanzó un grito de asombro, dando dos pasos atrás como si hubiera querido refugiarse entre los espectadores y traicionar el secreto; pero el Corsario Negro comenzó a atacarle vivamente, obligándole a defenderse.

Los bebedores formaron un amplio círculo en derredor de los contendientes. En primera línea estaban Carmaux y el negro; pero no parecían preocuparse por el éxito de aquel encuentro, sobre todo el primero, que sabía de lo que era capaz el fiero Corsario.

Al parar los primeros golpes, el aventurero se hizo cargo en seguida de que tenía delante un adversario formidable, decidido a matarle al primer golpe falso que tirase, y ponía en juego todos los recursos de la esgrima para parar la granizada de estocadas que le caía encima.

Pero aquel hombre no era un espadachín cualquiera. De elevada estatura, grueso y robusto, de pulso firme y vigoroso brazo, podía oponer una larga resistencia, y se veía que no se cansaría fácilmente.

Sin embargo, el Corsario, esbelto, ágil, de mano rápida, no le dejaba un momento de tregua, como si temiese que se aprovechara del más pequeño descanso para hacerle traición.

Su espada le amenazaba constantemente, obligándole a continuas paradas. La brillante punta relampagueaba por todas partes, batía el hierro del aventurero, arrancándole chispazos, y se iba a fondo con una velocidad tan grande, que lo desconcertaba.

Al cabo de dos minutos, y a pesar de su fuerza, poco menos que hercúlea, el aventurero comenzó a soplar y a romper. Se sentía casi imposibilitado para contestar a todos los ataques del Corsario, y había perdido la calma. Comprendía que su vida corría grave peligro y que podía concluir por ir de veras a hacer compañía a los ahorcados de la plaza de Granada.

En cambio, el Corsario parecía que acababa de desenvainar la espada.

Saltaba hacia adelante con una agilidad de jaguar, acometiendo siempre al enemigo con vigor creciente: Únicamente denunciaba su cólera la mirada ardiente y sombría que brillaba en sus ojos.

No los apartaba ni un solo instante de los de su adversario, cual si pretendiera fascinarle y turbarle. El círculo de los espectadores se había abierto para dejar sitio al aventurero, el cual seguía retrocediendo y acercándose a la pared. Carmaux, siempre en primera fila, comenzaba a reír, previendo el final de aquel encuentro terrible.

De pronto, el aventurero se encontró con el muro; palideció, y gruesas gotas de sudor inundaron su frente.

—¡Basta! —dijo con voz anhelante y ronca.

—¡No! —dijo el Corsario con acento siniestro—. ¡Mi secreto tiene que morir contigo!

El adversario intentó un ataque desesperado. Se agazapó cuanto pudo, y en seguida se lanzó sobre su enemigo, asestándole tres o cuatro estocadas, una tras otra.

El Corsario, firme como una roca, las paró con igual rapidez.

—¡Ahora voy a clavarte en la pared! —le dijo.

Loco de espanto, el aventurero, comprendiendo ya que estaba perdido, empezó a gritar:

—¡Socorro! ¡Es el Cor…!

No pudo concluir: la espada del Corsario le atravesó el pecho, clavándole en la pared y cortándole la palabra.

Un chorro de sangre que le salió de los labios le manchó la coraza de cuero, que no había sido suficiente para resguardarle de aquella terrible estocada; abrió desmesuradamente los ojos, miró con terror a su adversario por última vez, y en seguida cayó pesadamente al suelo, partiendo en dos pedazos la hoja que le sostenía clavado en la pared.

—¡Ese se ha ido! —dijo Carmaux en tono de mofa.

Se inclinó sobre el cadáver, le quitó de la mano la espada, y alargándosela al Capitán, que miraba al aventurero de un modo tétrico, le dijo:

—¡Ya que se ha roto la otra, tome usted esta! ¡Por Baco! ¡Es una verdadera hoja de Toledo; se lo aseguro, señor!

El Corsario tomó la espada del vencido sin decir palabra, cogió el sombrero y el ferreruelo, tiró sobre la mesa un doblón de oro, y salió de la posada, seguido por Carmaux y el negro, sin que los otros se hubieran atrevido a detenerlos.

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