Capítulo VI La Situación De Los Filibusteros Se Hace Grave

No transcurrieron diez minutos, cuando ya Carmaux había salido de casa del Notario para ir en busca del negro, al cual vio el Corsario rondar por la calleja.

En tan breve tiempo, el valiente filibustero había logrado transformarse de tal modo, que no le reconocería nadie. Con unos cuantos tijeretazos se recortó la inculta barba y los largos cabellos; se puso un traje español que debía de tener reservado el Notario para los días solemnes, y que le sentaba de un modo admirable, pues ambos eran de la misma estatura.

Vestido de aquel modo, el terrible merodeador del mar podía pasar por un tranquilo y honrado burgués gibraltareño, si no por el Notario mismo. Como hombre prudente, metióse en uno de los comodísimos y amplios bolsillos una pistola, no fiándose enteramente del disfraz.

Así transformado, salió de la casa como si fuera un ciudadano pacífico que va a respirar unas cuantas bocanadas de aire matinal, mirando a lo alto para ver si el alba, que no debía de tardar ya mucho, se decidía a poner en fuga a las tinieblas.

La callejuela estaba desierta; pero el Comandante había visto al negro pocos momentos antes, y este no debía de andar muy lejos.

—¡Lo encontraré! —murmuró el filibustero—. ¡Si el compadre Saco de carbón se ha decidido a volver, muy graves motivos le habrán obligado a no salir de Maracaibo! ¿Habrá sabido ese condenado de Wan Guld que ha sido el Corsario Negro el que ha dado el golpe? ¿Estará escrito que los tres valientes hermanos deben caer en las manos de ese siniestro viejo? ¡Por Cristo vivo! ¡Pero nosotros saldremos de aquí para cobrarle ojo por ojo, diente por diente y vida por vida!

Monologando así, salió de la callejuela, y se disponía a volver la esquina de una casa, cuando un soldado, armado con un arcabuz, y que estaba escondido en una puerta, le cortó el paso de repente, diciéndole con voz amenazadora:

—¡Alto ahí!

—¡Muerte y condenación! —murmuró Carmaux metiendo la mano en el bolsillo y empuñando una de sus pistolas—. ¿Estamos ya?

Pero tomando el aspecto y la expresión de un buen burgués, dijo:

—¿Qué es lo que queréis, señor soldado?

—Saber quién sois.

—¡Cómo! ¿No me conoce? ¡Soy el Notario del barrio, señor soldado!

—Dispensadme; hace poco que he llegado a Maracaibo, señor Notario. ¿Adónde vais, si es que se puede saber?

—A casa de un pobre hombre que se está muriendo, y, como comprenderéis, cuando uno se dispone a irse al otro mundo es preciso pensar en los herederos.

—¡Verdad, señor Notario; pero tened cuidado de no tropezar con los filibusteros!

—¡Dios mío! —exclamó Carmaux fingiendo un gran susto—. ¿Están aquí los filibusteros? ¿Cómo se han atrevido a desembarcar esos canallas en Maracaibo, que es una ciudad tan bien guardada, y que está gobernada por un soldado tan valiente como Wan Guld?

—No se sabe cómo han logrado desembarcar, pues no se ha visto barco alguno filibustero, ni cerca de las islas, ni en el Golfo de Coro; pero de que han venido no hay duda alguna. Bástele saber que han matado a tres personas y herido a cuatro, y que han llevado su atrevimiento hasta apoderarse del cadáver del Corsario Rojo, el cual había sido ahorcado ante el palacio del Gobernador, juntamente con los que le acompañaban.

—¡Qué bribones! ¿Y dónde están?

—Se cree que han huido al campo, y ya se han mandado tropas a diferentes sitios con la esperanza de capturarlos, para que hagan compañía a los ahorcados.

—¿No se habrán escondido en la ciudad?

—¡No es posible! Los han visto escapar en dirección del campo.

Carmaux ya sabía bastante, y creyó oportuno marcharse, para no perder las huellas del negro.

—¡Procuraré no encontrarme con ellos! —dijo—. ¡Buena guardia, señor soldado! ¡Me voy, pues si no, no llegaré a tiempo para cumplir mi misión con el cliente moribundo que me espera!

—¡Buena suerte, señor Notario!

El filibustero se caló el sombrero hasta los ojos y se alejó apresuradamente, fingiendo mirar en derredor de sí para simular un miedo que no tenía.

«¡Vamos! —exclamó en cuanto se hubo alejado—. ¡Creen que hemos salido de la ciudad! ¡Muy bien, queridos! ¡Seguiremos pacíficamente en casa del óptimo Notario hasta que los soldados hayan vuelto de su expedición, y en seguida nos iremos nosotros! ¡Qué magnífica idea ha tenido el Comandante! ¡Al Olonés, que se envanece de ser el filibustero más astuto de las Tortugas, no se le habría ocurrido cosa mejor!».

Doblaba ya la esquina de la calle para seguir marchando por otra más ancha y que flanqueaban bonitas viviendas rodeadas de elegantes barandales, sostenidos por postes de madera de varios colores, cuando vio una sombra negrísima y de gigantesca estatura, inmóvil, al lado de una palmera que crecía ante un gracioso palacete.

—¡Si no me equivoco, ese es mi compadre Saco de carbón! —murmuró el filibustero—. Por esta vez, tenemos en nuestra ayuda una fortuna extraordinaria; pero ya se sabe que nos protege el diablo; por lo menos tal dicen los españoles.

El hombre que se hallaba medio escondido detrás del tronco del árbol, al ver acercarse a Carmaux, procuró ocultarse bajo el pórtico del palacete, pensando que tenía que habérselas con algún soldado; pero no creyéndose seguro allí, volvió rápidamente la esquina de la casa, con la intención, sin duda, de meterse en alguna de las callejuelas vecinas.

El filibustero había tenido tiempo de asegurarse de que, en efecto, era el negro.

De unos cuantos saltos se puso cerca del palacete, y dobló la esquina, diciendo a media voz:

—¡Eh! ¡Compadre! ¡Compadre!

El negro se detuvo, y al cabo de unos instantes de duda, retrocedió. Al reconocer a Carmaux bajo su magnífico disfraz, lanzó una exclamación de alegría y de asombro:

—¡Tú, compadre blanco!

—¡No tienes mala vista, compadre Saco de carbón! —dijo riendo el filibustero.

—¿Y el Capitán?

—Por ahora, no te cuides de él; está a salvo, y eso basta. ¿Por qué has vuelto? El Comandante te ordenó que llevases el cadáver a bordo.

—¡No he podido, compadre! Han invadido el bosque muchos grupos de soldados, que probablemente habrán ido hasta la costa.

—¿Se habrán dado cuenta de nuestro desembarco?

—¡Eso temo, compadre blanco!

—¿Y dónde has escondido el cadáver?

—En mi cabaña, en medio de un montón de hojas frescas.

—¿No darán con él los españoles?

—He tenido la precaución de dejar sueltas a las serpientes. Si los soldados quisieran entrar en la cabaña, huirán al ver los reptiles.

—¡No está mal eso, compadre!

—¡Se hace lo que se puede!

—Es decir, ¿que tú no crees que se pueda tomar el portante por ahora?

—Ya te he dicho que hay soldados en el bosque.

—¡La cosa es grave! Morgan, el segundo comandante de El Rayo, puede cometer alguna imprudencia al ver que no volvemos —murmuró el filibustero—. ¡Vamos a ver cómo concluye esta aventura! Compadre, ¿a ti te conocen en Maracaibo?

—Todo el mundo, porque vengo a menudo a vender hierbas para curar las heridas.

—¿No sospecharán de ti?

—No, compadre.

—Entonces, sígueme; vamos a ver al Comandante.

—¡Un momento, compadre!

—¿Qué quieres?

—He traído conmigo a vuestro compañero.

—¿A quién? ¿A Wan Stiller?

—Corría el peligro de que le prendiesen, y he pensado que podría ser más útil aquí que estando de guardia en la cabaña.

—¿Y el prisionero?

—Le hemos atado; de modo que allí le encontraremos, si es que antes no le han dado libertad sus camaradas.

—¿Y dónde está Wan Stiller?

—¡Espera un momento, compadre!

El negro se puso ambas manos en la boca y dio un ligero grito, que podía confundirse con el de un vampiro, uno de esos murciélagos grandes que tan abundantes son en América.

Instantes después un hombre aparecía en la tapia del jardín, y de un salto caía al lado de Carmaux, diciendo:

—¡Cuánto me alegro de verte vivo todavía, camarada!

—¡Y yo me alegro más que tú, amigo Wan Stiller! —contestó Carmaux.

—¿Crees que el Capitán desaprobará que haya venido? Yo no podía estar escondido en el bosque, sabiendo el peligro que corríais.

—El Comandante se alegrará, amigo. ¡Un valiente más en estos instantes es demasiado necesario para que no se vea con satisfacción!

—¡Vámonos!

Comenzaba a alborear. Las estrellas palidecían rápidamente. En aquellas regiones no hay crepúsculo: a la noche sucede casi de repente el día. El sol despunta, pudiéramos decir que de improviso, y con sus poderosos rayos deshace las tinieblas en un momento.

Los habitantes de Maracaibo, casi todos madrugadores, comenzaban a despertar. Las ventanas se abrían; aquí y allá se oían sonoros estornudos y bostezos, y comenzaba el ruido en las casas.

Seguramente se comentaban los acontecimientos de la noche, los cuales esparcieron cierta inquietud en todos, pues los filibusteros eran temidos en todas las colonias del inmenso Golfo de México.

Carmaux, que no quería tener encuentros, por temor de que le reconociese alguno de los bebedores de la taberna, alargaba el paso, seguido por el negro y el hamburgués.

Llegados a la callejuela, encontró todavía al soldado, que paseaba de una esquina a la otra de la calle, con la alabarda al brazo.

—¿De vuelta ya, señor Notario? —preguntó al ver a Carmaux.

—¡Sí, amigo! —contestó el filibustero—. ¡Mi cliente tenía prisa por dejar este valle de lágrimas, y se las ha guillado en el acto!

Volvieron la esquina a escape, se metieron en la callejuela y entraron en la casa del Notario, cerrando la puerta con cerrojos y barras.

El Corsario Negro esperaba en el balcón, lleno de una impaciencia que no podía ocultar.

—¿Qué hay? —preguntó—. ¿Por qué ha vuelto el negro? ¿Y el cadáver de mi hermano? ¿Está también aquí Wan Stiller?

En pocas palabras le informó Carmaux de los motivos que obligaron al negro a volver a Maracaibo, y decidieron a Wan Stiller a correr en ayuda de ellos, diciéndole además lo que le contestó el soldado.

—¡Esas noticias son graves! —dijo el Capitán, volviéndose hacia el negro—. Si, en efecto, los españoles están dando batidas por el bosque y la costa, no sé cómo vamos a poder ir a bordo de El Rayo. ¡No temo por mí, sino por mi barco, al cual puede sorprenderle la escuadra del almirante Toledo!

—¡Truenos! —exclamó Carmaux—. ¡No nos faltaba más que eso!

—¡Comienzo a temer que concluya mal esta aventura! —murmuró Wan Stiller—. ¡Bah! Hace dos días que podíamos haber sido ahorcados; aún tenemos que alegrarnos por haber vivido otras cuarenta y ocho horas más.

El Corsario Negro paseaba por la habitación, dando vueltas en derredor de la caja que les había servido de mesa. Parecía preocupado y nervioso; de tiempo en tiempo interrumpía sus paseos y se detenía bruscamente ante sus hombres; después volvía a pasear, inclinando la cabeza.

De pronto se detuvo delante del Notario, que yacía tendido en la cama y fuertemente atado, y mirándole de un modo amenazador, le dijo:

—¿Tú conoces los alrededores de Maracaibo?

—¡Sí, excelencia! —contestó el pobre hombre con voz temblorosa.

—¿Podrías hacernos salir de la ciudad sin que nos sorprendieran tus compatriotas, y llevarnos a algún sitio seguro?

—¿Cómo voy a poder hacer eso, señor? ¡Apenas salierais de mi casa, os reconocerían y os prenderían, y a mí con vosotros; me culparían por haber querido salvaros, y el Gobernador, que es un hombre que no gasta bromas, mandaría que me ahorcasen!

—¡Ya! ¿Temes a Wan Guld? —dijo el Corsario apretando los dientes y con los ojos brillantes de ira—. ¡Sí, es un hombre enérgico y fiero, tan fiero como despiadado y sabe hacerse temer de todos! ¡No; de todos, no! ¡A él será a quien veré yo temblar algún día! ¡Entonces pagará con la vida la muerte de mis hermanos!

—¿Queréis matar al Gobernador? —preguntó el Notario con tono de incredulidad.

—¡Silencio, viejo, si es que aprecias el pellejo! —dijo Carmaux.

El Corsario no pareció haber oído a uno ni a otro.

Había salido de la habitación para dirigirse al balcón contiguo, desde donde, como ya se ha dicho, se veía perfectamente toda la callejuela.

—¡Este sí que es un bonito aprieto! —dijo Wan Stiller volviéndose hacia el negro—. Nuestro compadre Saco de carbón, ¿no tiene algún medio ni se le ocurre idea alguna que nos saque de esta situación tan poco alegre? ¡Porque yo no me siento muy seguro en esta casa!

—¡Quizá haya un medio! —contestó el negro.

—¡Desembucha, compadre! —dijo Carmaux—. Si es realizable tu proyecto, te prometo un abrazo; yo, que no he abrazado a hombre alguno negro, amarillo ni encarnado.

—Es preciso esperar hasta la noche.

—¡Por ahora no tenemos prisa!

—Vestíos de españoles, y salid tranquilamente de la ciudad.

—¿Es que yo no estoy vestido con la ropa del Notario?

—No basta eso.

—Entonces, ¿qué más se necesita?

—Un traje de mosquetero o de alabardero; porque si salís de la ciudad vestidos de paisano, no tardaréis en caer en manos de las tropas que recorren las afueras.

—¡Relámpagos! ¡Qué magnífica idea! —exclamó Carmaux—. ¡Tienes razón, compadre Saco de carbón! Vestidos de soldados, no se le ocurrirá a nadie la tontería de detenernos y preguntarnos adónde vamos, especialmente por la noche. Nos tomarán por una ronda, y podremos marcharnos tranquilamente y embarcarnos.

—¿Y dónde vamos a encontrar los trajes? —preguntó Wan Stiller.

—¿Dónde? Cogemos a un par de soldados, y los desnudamos —dijo Carmaux con aire resuelto—. ¡Ya sabes que nosotros somos listos de manos!

—No es preciso exponerse a ese peligro —dijo el negro—. Como soy conocido en la ciudad, y nadie sospecha de mí, puedo ir a comprar dos trajes, incluso las armas.

—¡Compadre Saco de carbón, eres un gran hombre, y quiero darte un abrazo de hermano!

Así diciendo, el filibustero había abierto los brazos para estrechar al negro; pero no tuvo tiempo: un sonoro golpe dado en la puerta de la calle, vibró en la escalera.

—¡Relámpagos! —exclamó Carmaux—. ¡Alguien llama en la puerta!

Al mismo tiempo entró diciendo el Corsario Negro:

—¡Notario, ahí hay un hombre que viene a buscarte!

—Será algún cliente mío —contestó el prisionero lanzando un suspiro—; algún cliente que quizá me haría ganar un buen jornal, mientras que yo…

—¡Cállate! —dijo Carmaux—. ¡Ya sabemos bastante, charlatán!

Un segundo golpe, más fuerte que el primero, hizo retemblar la puerta, acompañándole estas palabras:

—¡Abrid, señor Notario! ¡No hay tiempo que perder!

—Carmaux —dijo el Corsario, que había tomado una resolución—, si nos obstinamos en no abrir, puede sospechar algo ese hombre, o temer que le haya sucedido algo al Notario, e ir a prevenir al alcalde del barrio.

—¿Qué es lo que hay que hacer, Comandante?

—¡Abrir, atar bien al importuno y enviarle a que haga compañía al Notario!

No había concluido de decirlo, cuando ya Carmaux estaba en la escalera, seguido del negro.

Al oír que daban un tercer golpe, tan violento que por poco hace saltar las tablas de la puerta, se apresuró a abrir diciendo:

—¡Uf! ¡Qué furia, señor!

Un jovencito de dieciocho años, vestido señorialmente y armado con un elegante puñal, que llevaba suspendido del cinturón, entró apresuradamente, gritando:

—¿Es así como se obliga a esperar a las personas que tienen prisa?

Al ver a Carmaux y al negro, se detuvo, mirándolos con asombro y con cierta inquietud.

—¿Quiénes sois? —preguntó.

—Dos criados del señor Notario —contestó Carmaux, haciendo una reverencia burlesca.

—¡Ah! —exclamó el jovencito—. ¿Don Turillo se ha enriquecido de repente y puede permitirse el lujo de tener dos criados?

—Sí; ha heredado a un tío que se le murió en el Perú —dijo, riendo, el filibustero.

—¡Pues conducidme en seguida a su presencia! Ya le habían advertido que hoy debía casarme con la señorita Carmen de Vasconcellos. ¡Por lo visto, se hace rogar ese…!

Una de las manos del negro, cayéndole de improviso entre los hombros, le cortó la palabra. El joven, medio estrangulado por una presión rápida, cayó de rodillas, con los ojos fuera de las órbitas y el rostro amoratado.

—¡Eh! ¡Despacio, compadre! —dijo Carmaux—. ¡Si aprietas un poco más, me lo ahogas por completo! ¡Es preciso ser un poco más correcto con los clientes del Notario!

—¡No temas, compadre blanco! —contestó el encantador de serpientes.

El jovencito, que estaba tan asustado que ni pensaba en oponer la menor resistencia, fue conducido al piso alto, desarmado del puñal, atado y echado al lado del Notario.

—¡Esto ha concluido, Capitán! —dijo Carmaux.

El Corsario aprobó con un movimiento de cabeza el golpe de mano del marinero; en seguida, acercándose al jovencito, que le miraba medio muerto, le preguntó:

—¿Quién sois?

—Es uno de mis mejores clientes, señor —dijo el Notario—. Este buen muchacho me habría dado a ganar hoy lo menos…

—¡Callaos! —dijo el Corsario con voz seca.

—¡Este Notario se ha convertido en un verdadero papagayo! —exclamó Carmaux—. ¡Si continúa así, será preciso cortarle un pedazo de lengua!

El lindo jovencito se había vuelto hacia el Corsario, y después de mirarle con cierto asombro contestó:

—Soy hijo del juez de Maracaibo, don Alfonso de Convexio. Ahora, espero que me expliquéis el motivo de este secuestro personal.

—Es inútil que lo sepáis; pero podéis estar tranquilo: no os sucederá nada, y mañana, si no ocurren acontecimientos imprevistos, quedaréis libre.

—¡Mañana! —exclamó el jovencito con doloroso asombro—. ¡Pensad, señor, que hoy tengo que casarme con la hija del capitán Vasconcellos!

—¡Os casaréis mañana!

—¡Cuidado! ¡Mi padre es amigo del Gobernador y podríais tener que pagar caro este proceder misterioso, por lo que a mí atañe! ¡En Maracaibo hay soldados y cañones!

Una desdeñosa sonrisa se dibujó en los labios del hombre del mar.

—¡No los temo! —dijo—. ¡Yo tengo hombres más temibles que los que guardan Maracaibo, y cañones también!

—Pero ¿quién sois?

—¡Es inútil que lo sepáis!

Dicho esto, el Corsario le volvió la espalda y salió, poniéndose de centinela en la ventana, mientras que Carmaux y el negro registraban la casa, desde la bodega al tejado, para ver si era posible disponer algo que comer, y Wan Stiller se colocaba junto a los dos prisioneros, con objeto de impedirles la menor tentativa de fuga.

El compadre blanco y el compadre negro, después de haber revuelto las habitaciones, llegaron a descubrir una cecina ahumada y cierta especie de queso bastante picante, que debía poner a todo el mundo de buen humor y en condiciones de gustar el excelente vino del Notario; por lo menos, así lo aseguraba el amable filibustero.

Advirtieron al Corsario que estaba dispuesto el almuerzo, y ya habían destapado algunas botellas de Oporto, cuando oyeron llamar nuevamente a la puerta.

—¿Quién será? —se preguntó Carmaux—. ¿Otro cliente que desea hacer compañía al Notario?

—¡Ve a ver! —dijo el Comandante, que ya se había sentado a la improvisada mesa.

El marinero no se hizo repetir la orden, y asomándose a la ventana y sin levantar la persiana, vio delante de la puerta a un hombre que tanto parecía un criado como un alguacil.

—¡Demonio! —murmuró—. ¿Vendrá en busca del jovencillo? ¡La misteriosa desaparición del novio habrá preocupado a la novia, a los padrinos y los invitados! ¡Hum! ¡El asunto comienza a embrollarse!

Mientras tanto, el criado, como no le contestaban, seguía llamando con más fuerza, produciendo tal estrépito, que atrajo a la ventana a todos los vecinos.

Era preciso abrir y apoderarse también de aquel importuno antes de que el vecindario sospechase algo y echara abajo la puerta o llamase a los soldados.

Carmaux y el negro se apresuraron a bajar y abrir; pero apenas el criado o alguacil penetró en el pasadizo que hacía veces de portal, quedó sujeto por el cuello de modo que no podía dar un grito; y en seguida, atado, amordazado y subido a la habitación, en compañía de su desgraciado amo y del no menos infortunado Notario.

—¡El demonio se los lleve! —exclamó Carmaux—. ¡A poco que esto continúe, vamos a hacer prisioneros a todos los habitantes de Maracaibo!

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