Capítulo XX EN PERSECUCIÓN DEL GOBERNADOR DE MARACAIBO

Mientras los filibusteros y los bucaneros del Vasco y del Olonés entraban en Maracaibo sin encontrar resistencia y se dedicaban al más desenfrenado saqueo, reservándose ir después a los bosques en busca de los habitantes con objeto de quitarles también lo que hubieran podido salvar, el Corsario Negro y sus cuatro compañeros, después de proveerse de fusiles y de víveres se habían puesto animosamente en persecución del Gobernador.

Apenas salieron de la ciudad se internaron en medio de las grandes espesuras que flanqueaban el amplísimo lago de Maracaibo, tomando un sendero apenas transitable. Según el vengativo catalán, el Gobernador no debía de andar muy lejos.

—¿Lo ve usted? —exclamó el catalán con aire triunfante—. Por aquí ha pasado el Gobernador con su capitán y los siete soldados, uno de los cuales se puso en marcha a pie, pues en el momento de la huida se le cayó el caballo, que se rompió las patas.

—Lo hemos visto —respondió el Corsario. ¿Crees que nos lleven mucha delantera?

—Quizás unas cinco horas.

—Eso es bastante; pero todos somos buenos andarines.

—Lo creo; mas no espere usted alcanzarle hoy ni mañana. Probablemente, usted no conocerá los bosques de Venezuela; ya verá qué sorpresas se nos preparan.

—¿Quién va a prepararnos esas sorpresas?

—Las fieras y los salvajes.

—¡No nos dan miedo unas ni otros!

—Los caribes son fieros.

—También lo serán con el Gobernador.

—Son aliados suyos, y no de ustedes.

—¿Se hará cubrir la retirada por los salvajes?

—Es probable, capitán.

—¡No me importa! ¡Nunca me dieron cuidado los salvajes!

—¡Mejor para usted! Vamos, caballero; aquí está el bosque grande.

Se cortaba de repente el sendero ante una espesura enorme, verdadera muralla vegetal de colosales troncos, que no ofrecía paso posible para jinetes.

Nadie puede formarse idea de la lujuriosa vegetación que produce el suelo húmedo y cálido de las regiones sudamericanas, y especialmente las cuencas de los ríos gigantescos.

Aquel terreno virgen, fertilizado de continuo por las hojas y las frutas que se acumulaban secularmente sobre él, y cubierto siempre de montones de vegetales como quizá no se ven parecidos en ninguna otra parte del mundo, no ofrecía camino alguno, puesto que árboles y hierbas adquieren en tales sitios proporciones desmesuradas.

El Corsario Negro y el español se detuvieron ante la enorme espesura y escucharon atentamente, mientras que los dos filibusteros y el negro miraban al tupido follaje de los cercanos árboles y la espesura, temerosos de alguna sorpresa.

—¿Por dónde habrán pasado? —preguntó el Corsario al español—. No veo abertura alguna por entre esa masa de árboles y de lianas.

—¡Hum! —murmuró el catalán—. ¡El Diablo no se los habrá llevado consigo; por lo menos, eso espero! ¡Lo sentiría por los veinticinco palos, que aún me escuecen en las costillas!

—Y sus caballos, supongo que no tendrían alas —dijo el Corsario.

—El Gobernador, que es muy astuto, habrá procurado hacer de modo que no se puedan seguir sus pasos. ¿Se oye algún rumor además de ese del bosque?

—Sí —dijo Carmaux—; me parece oír allá abajo algo como agua corriente.

—¡Entonces algo he encontrado ya! —dijo el catalán.

—¿El qué? —preguntó el Corsario.

—¡Síganme ustedes, caballeros!

El soldado retrocedió mirando al suelo, y así que hubo encontrado otra vez las pisadas de los caballos se puso a seguirlas, internándose entre grupos de cari, especie de palmera de tronco espinoso que produce una fruta parecida a nuestras castañas, dispuesta en racimos. Marchando con precaución para no dejarse la ropa en aquellas espinas agudas y largas, llegó en seguida a donde Carmaux había oído murmurar el agua. Miró a tierra, tratando de descubrir entre las hojas y las hierbas las huellas de los cuadrúpedos, y después, alargando el paso, se detuvo ante la orilla de un riachuelo como de dos o tres metros de anchura, cuyas aguas tenían color negruzco.

—¡Ah, ya! —exclamó alegremente—. ¡Ya había dicho yo que el viejo es un zorro!

—¿Y qué quieres decir con eso? —preguntó el Corsario, que comenzaba a inquietarse.

—Que para internarse en la floresta y hacer perder su rastro ha descendido por este riachuelo.

—¿Es muy hondo?

El catalán metió su espada en el agua, y tocó el fondo.

—No hay más de un pie o pie y medio de profundidad.

—¿Habrá serpientes?

—No estoy seguro.

—¡Entonces entremos también nosotros en el agua y apresuremos el paso! ¡Ya veremos hasta dónde han podido servirse de los caballos!

Entraron en el río, primero el español y el negro el último, pues tenía el encargo de vigilar la retaguardia, y se pusieron en marcha, removiendo aquellas aguas obscuras, fangosas y llenas de hojas secas, que despedían peligrosos miasmas por su estado de descomposición.

El riachuelo estaba obstruido por toda especie de plantas acuáticas, las cuales veíanse pisadas y quebradas en varios sitios. Allí había matas de mucumucú, especie de aroídea ligera que se corta fácilmente, pues los troncos son en su casi totalidad de una materia esponjosa; grupos de arbustos de madera de cañón de tronco liso y de reflejos plateados que sirven para construir ligerísimas balsas: largas tiras sarmentosas que contienen un jugo lacticinoso que tiene la propiedad sorprendente de emborrachar a los peces si va mezclado con el légamo de los riachuelos o de los lagos pequeños, y otros varios vegetales que hacían el camino penosísimo.

Un silencio casi completo reinaba bajo la obscura bóveda de los árboles, los cuales inclinaban las ramas sobre el riachuelo. Tan sólo de tiempo en tiempo y a regulares intervalos se oía resonar repentinamente como el sonido de una campana, cosa que obligaba a levantar vivamente la cabeza a Carmaux y Wan Stiller.

Aquel sonido de argentina vibración, y que se extendía con una nitidez grande despertando los ecos todos de la floresta, no lo producía una campana; lo producía un pájaro escondido en lo más espeso de las ramas de los árboles. Llámanle los españoles el campanero, y es un ave tan grande como un palomo, y enteramente blanca. Su extraño canto, o mejor dicho, grito, se oye a más de tres millas de distancia.

La caravana, siempre silenciosa, proseguía marchando con rapidez, y llena de curiosidad por saber hasta dónde habían podido utilizar las monturas el Gobernador y su escolta. Andando bajo masas de verdura entrelazadas tan estrechamente que interceptaban casi por completo la luz del Sol, iban avanzando, cuando de improviso y hacia la orilla izquierda resonó una detonación bastante fuerte, seguida de una lluvia de proyectiles pequeños, que al caer en el río produjeron un ruido parecido al rebotar del granizo.

—¡Truenos de Hamburgo! —exclamó Wan Stiller agachándose instintivamente—. ¿Quién nos ametralla?

El Corsario también se había encorvado y montaba precipitadamente el arcabuz, mientras que sus filibusteros retrocedían con viveza. Únicamente el catalán no se movió, y miraba con toda tranquilidad las plantas que crecían en ambas orillas.

—¿Nos acometen? —preguntó el Corsario.

—¡No veo a nadie! —respondió riendo el catalán.

—¿Y esa detonación? ¿No las has oído?

—Sí, capitán.

—¿Y no te pone en cuidado?

—¡Por el contrario; ya ve usted que me río!

Un segundo estallido, más fuerte que el primero, se oyó otra vez en la altura, y otra lluvia de proyectiles cayó en el agua.

—¡Es una bomba! —exclamó retrocediendo Carmaux.

—¡Sí; pero una bomba vegetal! —contestó el catalán—. ¡Sé lo que es!

Se dirigió hacia la orilla derecha, y mostró a sus compañeros una planta que parecía pertenecer a la familia de las euforbiáceas, como de veinticinco a treinta metros de elevación, con las ramas cubiertas de espinas y las hojas de unos veinticinco centímetros de ancho. De sus extremos pendía una fruta algo redondeada y envuelta en una corteza que parecía leñosa [5] .

—Estén ustedes atentos un instante —les dijo.

—La fruta ya está pasada.

No había concluido de hablar, cuando uno de los globos estalló ruidosamente lanzando a derecha e izquierda una nube de granitos.

—¡No hacen daño! —dijo el catalán al ver que Carmaux y Wan Stiller daban un salto atrás—. Son granos de semilla. Cuando el fruto está ya tan maduro que comienza a pasarse, la corteza leñosa adquiere cierta resistencia, y al fermentar al cabo de cierto tiempo, estalla o revienta lanzando a gran distancia las semillas contenidas en los departamentos en que está dividida interiormente.

—¿Se comen esas frutas?

—Contienen una substancia lacticinosa que solamente comen los monos —respondió el catalán.

—¡Al diablo con los árboles bombas! —exclamó Carmaux—. ¡Creí que eran soldados del Gobernador que nos ametrallaban!

—¡Adelante! —dijo el Corsario—. ¡No olvidéis que vamos dándoles caza!

Volvieron a emprender la marcha por las aguas del río, y después de andar como unos doscientos pasos vieron de pronto delante de sí una masa negruzca medio cubierta por las aguas y que ofrecía un obstáculo a la corriente.

—¡Ah! —exclamó el catalán.

—¿Has visto algún árbol-granada otra vez? —preguntó Carmaux.

—¡Algo mejor! ¡O mucho me equivoco, o aquella masa la forman los caballos del Gobernador y de su escolta!

—¡Despacio! —dijo el Corsario—. ¡Los jinetes pueden haber acampado por allí cerca!

—¡Lo dudo! —respondió el catalán—. ¡Ya sabe el Gobernador que tiene que habérselas con usted, y habrá sospechado que le perseguiría!

—¡Bueno; pero obremos con prudencia!

Montaron los fusiles, se pusieron uno detrás de otro, y marcharon en fila, con objeto de que no pudiesen herirlos a todos con una descarga repentina. Así siguieron avanzando en silencio, muy encorvados y procurando ocultarse con las ramas bajas de los árboles que se entrelazaban sobre el riachuelo.

Temiendo siempre una sorpresa, el catalán se detenía cada diez o doce pasos para escuchar atentamente y mirar por entre las hojas y las lianas que obstruían ambas orillas.

Marchando de este modo con mil precauciones llegaron a donde yacía aquella masa obscura. No se habían equivocado: eran caballos muertos que habían caído unos al lado de otros, y que quedaron medio sumergidos en las negras aguas del riachuelo.

Ayudado por el africano, el catalán movió uno, y vio que los habían matado de un navajazo.

—¡Los conozco! —dijo—, son los caballos del Gobernador.

—¿Y hacia dónde habrán huido los jinetes? —preguntó el Corsario.

—Se habrán internado en el bosque.

—¿Ves alguna abertura?

—No; pero… ¡Ah! ¡Los tunantes!

—¿Qué es?

—¿No ve usted esa rama, rota, de la cual todavía gotea la savia?

—Bueno, ¿y qué?

—Mire usted allá arriba otras dos: también están rotas.

—Sí, las veo.

—Pues eso indica que los muy ladinos se han subido a esas ramas y han descendido al otro lado de esta espesura. Nosotros no tenemos que hacer otra cosa que imitarlos.

—Cosa bien fácil para gentes marineras —dijo Carmaux—. ¡Ea, subámonos!

El catalán alargó los desmesurados brazos delgados como patas de araña, y se izó a una rama muy gruesa, seguido en el acto por todos los demás. De aquella primera rama pasó a otra que se extendía en dirección horizontal, después a una tercera, que ya era aérea por treinta o cuarenta árboles, observando siempre con atención las ramitas y hojas cercanas.

Llegado que hubo en medio de una espesa red de lianas, se dejó caer de pronto al suelo lanzando un grito de triunfo.

—¡Eh, catalán! —exclamó Carmaux—. ¿Has encontrado alguna pepita de oro? ¡Porque se dice que abundan en este país!

—Es un puñal de misericordia, que para nosotros puede tener tanto o más valor.

—¡Bueno, para metérselo al Gobernador en el corazón!

El Corsario Negro, que también se había dejado caer al suelo recogió el puñal, que tenía la hoja corta y cuajada de arabescos, y la punta afiladísima.

—Debe de haberlo perdido el capitán que acompaña al Gobernador —dijo el catalán—. Se lo he visto al cinto varias veces.

—Entonces, han descendido aquí —dijo el Corsario.

—Ahí está el sendero que han abierto en la maleza con sus hachas. Cada cual llevaba la suya suspendida del arzón.

—¡Muy bien! —exclamó Carmaux—. De ese modo nos ahorran fatiga y marcharemos con más facilidad.

—¡Silencio! —ordenó el Corsario—. ¿Se oye algo?

—Absolutamente nada —contestó el catalán después de haber escuchado durante algunos instantes.

—Eso quiere decir que están muy lejos. Si estuvieran cerca, podrían oírse los golpes de las hachas.

—Deben llevarnos una ventaja de cuatro o cinco horas.

—Mucho es; sin embargo, espero que podremos alcanzarlos.

Habían entrado ya en aquella especie de sendero abierto por los fugitivos a través de la floresta. No era posible equivocarse, pues las ramas cortadas estaban frescas aún, y se veían esparcidas por el suelo.

El catalán y los filibusteros echaron a correr para adelantarse. De pronto la rápida marcha se vio detenida por un obstáculo imprevisto, y que el negro, que iba descalzo, y Carmaux y Wan Stiller, que no llevaban botas altas, no podían afrontar sino con grandes precauciones.

Aquel obstáculo consistía en un vasto espacio de espinos llamados ansara, que se extendían espesísimos por entre los enormes troncos del bosque. Dichos arbustos espinosos crecen en gran cantidad en medio de las selvas vírgenes de Venezuela y de la Guayana y hacen imposible el camino a los que no llevan defendidas las piernas con gruesas botas o polainas de cuero, pues son tan fuertes las espinas, que atraviesan no tan sólo los paños más duros, sino también algunas veces las suelas de los zapatos.

—¡Truenos de Hamburgo! —exclamó Wan Stiller, que era el primero que se había metido por entre aquellos espinos—. ¿Es este el camino del Infierno? ¡Vamos a salir de aquí como San Bartolomé: desollados!

—¡Por el vientre de un tiburón! —aulló Carmaux dando un salto atrás—. ¡Vamos a quedar cojos todos si tenemos que atravesar por este sitio! Los magos del bosque deben poner un cartel que diga: «¡Se prohíbe el paso!».

—¡Bah! ¡Encontraremos otro! —dijo el catalán.

—¡Desgraciadamente, es ya demasiado tarde! ¡Mire usted!

La luz desaparecía rápidamente, casi de pronto, en aquel instante, y profunda obscuridad cayó sobre la selva, envolviéndolo todo.

—¿Se detendrán ellos también? —preguntó el Corsario de nuevo arrugando el entrecejo.

—¡Sí!, hasta que salga la Luna.

—¿Cuándo sale?

—A media noche.

—¡En ese caso, acampemos!

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