Capítulo XXXI EL ASALTO AL ISLOTE

Al oír aquel disparo el Corsario volvió rápidamente atrás, creyendo que el marinero había hecho fuego sobre algún animal, pues no sospechaba siquiera que los españoles de la carabela hubiesen llegado ya a los costados del monte.

—¡Carmaux! ¡Carmaux! ¿Dónde estás? —gritaba.

Un ligero silbido, que parecía de serpiente, pero que conocía muy bien, fue la respuesta que obtuvo. En lugar de lanzarse adelante se ocultó a escape atrás del tronco de un árbol muy grueso, y miró con atención a todas partes.

Entonces fue cuando pudo ver que en las márgenes de un espeso grupo de palmeras ondulaba todavía una nubecilla de humo que iba deshaciéndose lentamente, pues no corría la más leve ráfaga de aire en aquel pequeño claro del bosque.

—¡Han disparado desde aquel sitio! —murmuró—. Pero ¿dónde se ha escondido Carmaux? ¡No debe de estar muy lejos, cuando me ha silbado! ¡Ah! ¡Conque los españoles han llegado ya hasta aquí! ¡Pues bueno, señores míos, nos veremos!

Siempre escondido detrás del tronco del simaruba, el cual le ponía a cubierto de las balas enemigas, se arrodilló y miró con precaución entre las matas, que en aquel sitio eran muy altas. No vio nada hacia la parte del bosque desde donde habían disparado; pero en dirección de un grupo de arbustos y como a unos quince pasos de distancia del simaruba notó un ligero movimiento en la maleza.

—¡Alguien viene arrastrándose hacia mí! —murmuró—. ¿Será Carmaux, o algún español que trata de sorprenderme? ¡Tengo montado el arcabuz, y fallo muy pocas veces!

Estuvo inmóvil durante algunos instantes con el oído pegado a tierra, y oyó un ligero roce que el suelo transmitía con gran nitidez.

Seguro de no equivocarse, se enderezó a lo largo del tronco del simaruba y lanzó una rápida mirada entre las ramas.

—¡Ah! —murmuró respirando satisfecho.

Carmaux se encontraba ya a quince pasos del árbol, y avanzaba con mil precauciones deslizándose por entre la maleza. Una serpiente no hubiera producido menor ruido, ni se hubiera deslizado con tanta astucia para huir de algún peligro o para sorprender a una presa.

—¡El tunante! —dijo el Corsario—. ¡Este es un hombre que sabrá salir siempre de todos los apuros poniendo en salvo el pellejo! Pero ¿y el español que le hizo el disparo? ¿Se lo ha tragado la Tierra?

Mientras tanto Carmaux seguía avanzando en dirección del simaruba y procurando no quedar en descubierto, por temor a que le disparasen otra vez. El valiente marinero no había soltado su fusil, ni siquiera los pescados, con los cuales contaba para regalarse en la comida. ¡Demontre! ¡No quería haberse fatigado en balde!

Al ver al Corsario dejó a un lado toda prudencia, y levantándose de pronto se reunió con él en sólo dos saltos, poniéndose a cubierto de toda agresión detrás del simaruba.

—¿Estás herido? —le preguntó el Corsario.

—¡Como usted! —contestó riendo.

—¿Es decir, que no te han tocado?

—Eso habrán creído al verme caer entre la maleza como si me hubiesen atravesado el corazón o hecho añicos la cabeza; pero como ve usted, estoy tan vivo como antes. ¡Ah! ¡Los bribones pensaban que iban a enviarme al otro mundo, como si fuera yo un simple indio! ¡Uf! ¡Carmaux es un tanto ladino!

—¿Y a dónde se ha ido el que te disparó el tiro?

—Seguramente se ha escapado al oír las voces de usted.

—¿Era un hombre solo?

—Uno solo.

—¿Español?

—Era un marinero.

—¿Crees que nos espíe?

—Es probable; pero dudo que se atreva a aparecer, ahora que ya sabe que somos dos.

—Volvámonos a la cumbre; estoy inquieto por Wan Stiller.

—¿Y si nos atacan por la espalda? ¡Ese hombre puede tener compañeros escondidos en el bosque!

—¡Abriremos bien los ojos, y no quitaremos los dedos de los gatillos! ¡Adelante, valiente!

Dejaron el simaruba, y retrocedieron rápidamente con los fusiles empuñados y apuntando hacia las lindes del bosque. De ese modo llegaron hasta unos espesos matorrales, escabullándose entre ellos. Ya allí, se detuvieron para mirar si los enemigos se decidían a aparecer; pero como no asomara ninguno ni se oyera tampoco ruido de ninguna especie, prosiguieron marchando rápidamente trepando por los flancos del montecillo, llenos de rocas y de selvas.

En veinte minutos atravesaron la distancia que los separaba del pequeño campamento atrincherado. Wan Stiller, que hacía la guardia en lo alto de la roca, descendió corriendo a su encuentro, diciéndoles:

—¿Ha disparado usted, Capitán? ¡Porque yo he oído un tiro de fusil!

—No —contestó el Corsario—. ¿Has visto a alguien?

—Ni un mosquito siquiera, señor; pero he podido distinguir que un pelotón de marineros han saltado a la costa, y desaparecido bajo los árboles.

—¿Sigue anclada la carabela?

—No se ha movido de su sitio.

—¿Y las chalupas?

—Están bloqueando la isla.

—¿Has visto si Wan Guld iba en el pelotón a que te refieres?

—He distinguido a un viejo de barba blanca.

—¡Es él! —exclamó el Corsario apretando los dientes—. ¡Que venga ese miserable! ¡Veremos si también le protege la suerte contra las balas de mi arcabuz!

—Capitán, ¿cree usted que llegarán pronto aquí? —preguntó Carmaux, que se había dedicado a recoger ramas secas.

—Quizás no se atrevan a atacarnos de día y esperen a que venga la noche.

—En ese caso, podemos preparar la comida para recobrar algunas fuerzas. Porque le confieso que no sé a dónde ha ido a parar mi estómago. ¡Eh, tú, Wan Stiller, prepara estas dos rayas espinosas! ¡Te prometo un asado tan exquisito, que te chuparás los dedos!

—¿Y si llegan los españoles? —preguntó el hamburgués, que no estaba muy tranquilo.

—¡Bah! ¡Comeremos con una mano, y nos batiremos con la otra! ¡Para nosotros las rayas y para ellos el plomo!

Mientras el Corsario volvía a colocarse en observación sobre la roca, los dos filibusteros encendieron fuego y asaron los pescados, después de haberles quitado sus largas y peligrosas espinas.

Un cuarto de hora después Carmaux anunciaba en tono triunfal que estaba dispuesta la comida. Los españoles no habían aparecido todavía.

Apenas acabaron de sentarse los tres filibusteros, y mientras comían el primer bocado, se oyó retumbar en el mar un formidable disparo.

—¡El cañón! —exclamó Carmaux.

No había acabado de decirlo, cuando la parte superior de la roca que les había servido de observación, rota por una bala de grueso calibre, saltó con terrible estrépito.

—¡Relámpagos! —gritó Carmaux poniéndose en pie de un salto.

—¡Y truenos! —añadió Wan Stiller.

El Corsario se había lanzado ya hacia el borde de la cumbre para ver de dónde había partido aquel cañonazo.

—¡Mil antropófagos! —volvió a gritar Carmaux.

—¿No se puede comer tranquilamente en este condenado golfo de Maracaibo? ¡El Demonio se lleve a Wan Guld y a todos los que le obedecen! ¡Ya se nos ha aguado la fiesta! ¡Dos rayas tan deliciosas aplastadas por completo!

—¡Ya comerás después la tortuga, Carmaux!

—Sí, si nos dejan tiempo los españoles —dijo el Corsario, que había vuelto junto a ellos—. ¡Ya vienen a través de los bosques, y la carabela se dispone a bombardearnos!

—¿Quieren hacernos polvo, por lo visto? —preguntó Carmaux.

—¡No; aplastarnos como a las rayas! —dijo Wan Stiller.

—¡Afortunadamente nosotros somos rayas que pueden hacerse peligrosas, querido! Capitán, ¿se ven ya los españoles?

—Están a unos quinientos o seiscientos pasos.

—¡Relámpagos!

—¿Qué tienes?

—¡Una idea, Capitán!

—¡Échala fuera!

—¡Ya que se disponen a bombardearnos, a nuestra vez bombardearemos a los españoles!

—¿Has encontrado algún cañón, Carmaux? ¿O es que el Sol te ha descompuesto el cerebro?

—¡Ni una ni otra cosa, Capitán! Se trata, sencillamente, de hacer rodar estos peñascos a través de los bosques. La pendiente es muy rápida, y estos gigantescos proyectiles seguramente no han de quedarse en la mitad del camino.

—La idea me parece bien, y la pondremos por obra en el momento oportuno. Ahora, mis valientes, dividámonos, y vigilemos cada uno por nuestra parte. Tened cuidado de alejaros de la roca, si no queréis que os salte a la cabeza algún fragmento.

—¡He tenido bastante con los que me han caído sobre las costillas! —dijo Carmaux metiéndose en el bolsillo un par de mangos (fruta americana). ¡Vamos a asomarnos para ver qué es lo que hacen esos insoportables aguafiestas; les aseguro que han de pagar caras mis rayas!

Se separaron, y fueron a emboscarse detrás de las últimas matas, que rodeaban la cumbre, para esperar al enemigo y romper el fuego.

Los marineros de la carabela, estimulados quizás con la esperanza de alguna grata recompensa del Gobernador, treparon animosamente por los costados de la montaña abriéndose paso a través de la espesísima maleza. Todavía no podían verlos los filibusteros, pero les oían hablar y cortar las lianas o las raíces que interceptaban el paso.

Al parecer, subían solamente por dos lados, con objeto de ser muchos y hacer frente a cualquier sorpresa. Un pelotón debía de haber rodeado ya el estanque; el otro, en cambio, parecía haber tomado por un vallecillo muy profundo que estaba cerca.

Cierto ya el Corsario de la dirección que ambos llevaban, decidió poner en práctica inmediatamente el proyecto de Carmaux para rechazar a los que se encontraban metidos en aquella estrecha garganta.

—¡Venid, mis valientes! —dijo a sus dos compañeros—. ¡Ahora preocupémonos de las fuerzas que nos amenazan por la espalda; después ya pensaremos en los que han tomado el camino del lago!

—¡En cuanto a esos, espero que se encargará el nikú de ponerlos fuera de combate! —dijo Carmaux—. ¡Con tal que tengan un poco de sed, los veremos huir apretándose el vientre!

—¿Hay que comenzar el bombardeo? —preguntó el hamburgués haciendo rodar un pedrusco de más de medio quintal.

—¡Tíralo! —contestó el Corsario.

Los dos filibusteros no se hicieron repetir la orden, y empujaron hacia el borde con celeridad prodigiosa una docena de grandes pedruscos, procurando que tomasen la dirección del vallecito.

Aquel formidable aluvión se despeñó a través del bosque produciendo el fragor de un huracán, botando, saltando, destrozando a su paso los árboles y aplastando la maleza.

No habían transcurrido cinco segundos, cuando en el fondo del vallecillo se oyeron resonar de improviso, gritos de espanto, y en seguida, algunos disparos de fusil.

—¡Eh! ¡Eh! —exclamó Carmaux con voz de triunfo—. ¡A lo que parece, he cogido a alguien!

—¡Allá abajo veo descender precipitadamente varios hombres! —dijo Wan Stiller, que se había encaramado sobre una roca.

—¡Creo que ya tienen bastante!

—¡Otra descarga, hamburgués!

—¡Vamos allá, Carmaux!

Por los bordes de la cumbre cayeron una tras otra diez o doce enormes piedras. Aquella segunda tanda de proyectiles produjo en el vallecillo los mismos estragos y el mismo ruido que la primera.

Los marineros de la carabela treparon por los declives del valle, procurando evitar que los aplastase aquella tempestad de peñascos. Al cabo desaparecieron apresuradamente debajo de los árboles.

—¡Esos ya no nos importunarán por el momento! —dijo Carmaux frotándose las manos con alegría—. ¡Ya se han llevado lo suyo!

—¡Ahora, a los otros! —dijo el Corsario.

—¡Si es que no han atrapado unos cuantos cólicos! —dijo Wan Stiller—. ¡No se ve subir a ninguno!

—¡Callad!

El Corsario fue hacia el borde de la explanada que coronaba la cima del monte, y escuchó durante algunos minutos.

—¿Nada? —preguntó con impaciencia Carmaux.

—¡No se oye rumor alguno! —respondió el Corsario.

—¿Habrán bebido el nikú?

—O avanzarán arrastrándose como serpientes —dijo Wan Stiller—. ¡Tengamos cuidado, no nos abrasen con una descarga a quemarropa!

—Quizás se hayan detenido por miedo a que los aplastemos con nuestra artillería —dijo Carmaux—. ¡Estos cañones son más peligrosos que los de la carabela y, además, más económicos!

—¡Prueba a disparar al medio de aquellas plantas! —dijo el Corsario volviéndose hacia el hamburgués—. ¡Si contestan, ya sabremos cómo hemos de arreglarnos!

Wan Stiller se dirigió hacia el borde de la explanada, se acurrucó detrás de una mata, y disparó un tiro al centro de la floresta.

La detonación repercutió largamente bajo los árboles, pero sin éxito. Los tres filibusteros esperaron durante algunos minutos, aguzando el oído y escudriñando minuciosamente la espesura; después hicieron una descarga general apuntando a diversos sitios.

Tampoco esta vez contestó nadie ni se oyó grito alguno. ¿Qué le había sucedido al segundo pelotón, al cual habían visto subir costeando el lago?

—¡Me gustaría más oír una descarga furiosa! —dijo Carmaux—. Este silencio me preocupa, y me hace temer alguna sorpresa de mal género. ¿Qué hacemos, Capitán?

—¡Descendamos, Carmaux! —respondió el Corsario, que parecía inquieto.

—¿Y si están emboscados los españoles y aprovechan la ocasión para tomar por asalto nuestro campamento?

—Permanecerá aquí Wan Stiller. Quiero saber qué es lo que hacen nuestros enemigos.

—¿Quiere usted saberlo, Capitán? —dijo el hamburgués, que se había adelantado.

—¿Los ves?

—Distingo a siete u ocho que se debaten como si deliraran o estuvieran locos.

—¿Dónde?

—Allá abajo, cerca del estanque.

—¡Ja… ja…! —exclamó Carmaux riendo—. ¡Se han regalado con el nikú! ¡No vendría mal enviarles algún calmante!

—En forma de bala; ¿verdad? —preguntó Wan Stiller.

—¡No; déjalos tranquilos! —dijo el Corsario—. Reservemos las municiones para el momento decisivo. Además, es inútil matar a gentes que no pueden hacernos daño. Ya que el primer ataque les ha resultado mal, aprovechemos esta tregua para reforzar nuestro campamento. Nuestra seguridad está en la resistencia.

—También nos aprovecharemos de la tregua para comer —dijo Carmaux—. Todavía tenemos la tortuga, un piraja y un pemecrú.

—Economicemos las provisiones, Carmaux. El sitio puede prolongarse un par de semanas, o quizá más. No sabemos el tiempo que se detendrá todavía el Olonés en Maracaibo. Por ahora no podemos contar con él para salir de la grave situación que nos amenaza.

—Nos contentaremos con el piraja, señor.

—¡Vaya por el piraja!

Mientras el marinero volvía a encender el fuego, ayudado por el hamburgués, el Corsario trepó por la roca para ver lo que sucedía en las playas del islote.

La carabela no se había apartado de su sitio, pero en la cubierta se advertía un movimiento inusitado. Los tripulantes trabajaban en derredor de un cañón que emplazado sobre la toldilla de la cámara apuntaba hacia arriba, como si se dispusiera a reanudar el fuego contra la cima del monte.

Las cuatro chalupas, estacionadas en derredor de la isla, navegaban lentamente a lo largo de la playa para impedir a los sitiados todo intento de fuga; temor infundado en absoluto, pues los filibusteros no tenían canoa ni chalupa alguna a su disposición, ni les era posible recorrer a nado la enorme distancia que los separaba de la boca del río Catatumbo.

Los dos pelotones que habían intentado la ascensión del monte no debían de haber vuelto a la costa, pues en la playa no se veía ningún grupo.

—¿Habrán acampado bajo los bosques esperando el momento propicio para lanzarse al asalto? —murmuró el Corsario—. ¡Mucho temo que el nikú y las piedras de Carmaux hayan producido escaso resultado! ¡Y todavía no aparece Pedro! ¡Si antes de un par de días no llega, creo que voy a caer en manos de ese condenado viejo!

Volvió a descender lentamente del observatorio y se acercó a sus dos compañeros, a quienes dio cuenta detallada de sus preocupaciones y temores.

—¡La cosa amenaza ponerse seria! —dijo Carmaux—. ¿Intentarán esta noche un asalto general, Capitán?

—¡Mucho lo temo! —contestó el Corsario.

—¿Y cómo vamos a hacer frente a tantos hombres?

—¡No lo sé, Carmaux!

—Si intentásemos forzar el bloqueo y apoderarnos de una de las cuatro chalupas…

—¡Creo que has tenido una buena idea, Carmaux! —contestó el Corsario después de un momento de reflexión—. El proyecto no será muy fácil de realizar; pero tampoco lo tengo por imposible.

—¿Cuándo intentaremos el golpe?

—Esta noche, antes de que salga la Luna.

—¿Qué distancia cree usted que habrá entre esta isla y la boca del Catatumbo?

—Unas seis millas escasas.

—Una hora, o quizás menos, de marcha forzada.

—¿Y no nos perseguirá la carabela? —preguntó Wan Stiller.

—Ciertamente que no —contestó el Corsario—, pero sé que en el Catatumbo hay muchos bancos de arena, y si quiere avanzar demasiado, correrá el peligro de embarrancar.

—¡Pues entonces, esta noche! —dijo Carmaux.

—Sí, si antes no nos han preso o muerto.

—¡Capitán, el piraja está ya asado y a punto para comerlo!

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