Capítulo XXX LA CARABELA ESPAÑOLA

La chalupa en que iba Wan Guld se hallaba entonces a unos mil pasos de distancia; mas, a pesar de eso, los filibusteros no eran hombres que perdieran aliento sabiendo que tan sólo uno de los remeros era capaz de competir con ellos en aquella fatigosa faena: aquel remero era el indio.

Los dos oficiales y el Gobernador, acostumbrados únicamente a manejar las armas, debían de dar poco juego.

Aun cuando estaban cansadísimos de aquella marcha tan larga, y además hambrientos, Wan Stiller y Carmaux habían puesto en movimiento su poderosa musculatura e imprimieron a la canoa una celeridad prodigiosa. El Corsario, sentado en la proa y con el arcabuz entre las manos, los excitaba sin cesar, gritándoles:

—¡Fuerza, mis valientes! ¡Wan Guld ya no se escapará, y yo quedaré vengado! ¡Acordaos del Corsario Verde y del Corsario Rojo!

La canoa saltaba sobre las anchas olas del lago, bogando cada vez con mayor rapidez y rompiendo impetuosamente con la aguda proa las espumantes crestas.

Carmaux y Wan Stiller remaban con furia. Estaban seguros de alcanzar a la otra chalupa; pero no por eso aminoraban el esfuerzo, pues temían que cualquier acontecimiento imprevisto permitiera al Gobernador sustraerse una vez más a aquella persecución encarnizada.

Hacía unos cinco minutos que remaban, cuando la proa de su esquife sufrió un choque violentísimo.

—¡Truenos! —exclamó Carmaux—. ¿Un bajo?

El Corsario se inclinó y, descubriendo ante la canoa una masa negra, alargó rápidamente el brazo para echarle mano antes de que desapareciese debajo de la quilla.

—¡Un cadáver! —exclamó.

Hizo un gran esfuerzo para izar aquel cuerpo humano; era el de un capitán español, el cual tenía deshecha la cabeza de un tiro de arcabuz.

—¡Es uno de los compañeros de Wan Guld! —dijo, dejándolo caer al agua.

—Le han echado por la borda para aligerar el peso de la chalupa —añadió Carmaux sin abandonar el remo—. ¡Fuerza, Wan Stiller! ¡Esos tunantes no deben de andar lejos!

—¡Allí van! —gritó en aquel instante el Corsario.

A unos seiscientos o setecientos metros de distancia vio brillar una estela luminosa, la cual se hacía por momentos más espléndida. Debía de producirla la chalupa al atravesar un espacio de agua saturada de huevos de pescados o de noctilucos.

—¿Se les distingue, Capitán? —preguntaron a un tiempo Carmaux y Wan Stiller.

—¡Sí; veo la chalupa en el extremo de la estela luminosa! —contestó el Corsario.

—¿Ganamos terreno?

—¡Siempre!

—¡Fuerza, Wan Stiller!

—¡Arranca a todo aliento, Carmaux!

—¡Alarga la remada! ¡Nos fatigaremos menos y correremos más!

—¡Silencio! —dijo el Corsario—. ¡No desperdiciemos las fuerzas hablando! ¡Adelante, mis valientes! ¡Ya veo a mi enemigo!

Se había levantado con el arcabuz en la mano y procuraba distinguir entre las tres sombras que tripulaban la chalupa la del odiado duque.

De pronto apuntó el arma y se tendió en la proa buscando un punto de apoyo; después de haber mirado un instante hizo fuego.

La detonación resonó en la superficie del mar; pero no se oyó grito alguno que indicase que la bala había hecho blanco.

—¿Ha errado el tiro, Capitán? —preguntó Carmaux.

—¡Eso creo! —contestó el Corsario apretando los dientes.

—¡Ya sabe usted que desde las chalupas se tira mal!

—¡Adelante! ¡Estamos ya a quinientos pasos!

—¡Alarga, Wan Stiller!

—¡Se me rompen los músculos, Carmaux! —contestó el hamburgués, que iba soplando como foca.

La chalupa de Wan Guld seguía perdiendo terreno, a pesar de los prodigiosos esfuerzos del indio. Si este hubiera tenido por compañero a un remero de su misma raza, quizás hubiera logrado sostener la distancia hasta que amaneciese, porque los pieles rojas de la América meridional son remeros insuperables; pero, mal secundado por el oficial español y por el Gobernador, tenía por fuerza que ir perdiendo cada vez más camino.

Ya se distinguía perfectamente la chalupa, que en aquel momento atravesaba una zona de aguas luminosas. El indio iba a popa y maniobraba con ambos remos; el Gobernador y su compañero le secundaban lo mejor que podían, uno a babor y a estribor el otro.

Al encontrarse a unos cuatrocientos pasos volvió a levantarse el Corsario y, montando el arcabuz, gritó con voz tonante:

—¡Rendíos o hago fuego!

No contestó nadie; antes por el contrario, la chalupa enemiga viró de bordo bruscamente y se dirigió hacia las lagunas palúdicas de la costa para buscar un refugio en el río Catatumbo, que no debía hallarse lejos.

—¡Ríndete, asesino de mis hermanos! —gritó otra vez el Corsario.

Tampoco tuvo contestación.

—¡Entonces, muere, perro! —volvió a decir nuestro héroe.

Asestó el arcabuz contra Wan Guld, que se encontraba a trescientos cincuenta pasos; pero a causa de lo precipitado del golpe de los remos, la ondulación era muy fuerte y le impedía hacer puntería con la esperanza de obtener buen resultado.

Tres veces bajó el arma y otras tantas la levantó apuntando a la chalupa. A la cuarta hizo fuego.

Al disparo siguió un grito, y un hombre cayó al agua.

—¿Herido? —gritaron Carmaux y Wan Stiller.

El Corsario contestó con una imprecación.

El hombre que cayó no era el Gobernador; era el indio.

—¿Es decir, que lo protege el Infierno? —preguntó el Corsario, furioso—. ¡Adelante, mis valientes! ¡Le cogeremos vivo!

La chalupa no se había detenido; pero, ya sin el indio, no era probable que siguiera corriendo mucho tiempo.

Todo era cuestión de unos minutos, porque Carmaux y Wan Stiller estaban decididos a remar durante algunas horas antes de ceder.

Comprendiendo el Gobernador y su compañero que no podían luchar contra los filibusteros, se habían dirigido hacia un islote muy alto que distaba de ellos cosa de unos quinientos o seiscientos metros, bien con la intención de desembarcar, bien para pasar por detrás y ponerse a cubierto de los tiros de fusil de su formidable adversario.

—¡Carmaux —dijo el Corsario—, viran hacia el islote!

—Entonces, ¿es que quieren saltar a tierra?

—¡Lo sospecho!

—¡Pues, en ese caso, no se nos escaparán ya!

—¡Rayos! —gritó Wan Stiller.

—¿Qué tienes?

En aquel instante se oyó una voz que gritaba:

—¡Quién vive!

—¡España! —exclamaron el Gobernador y su compañero.

El Corsario se volvió. Había aparecido de improviso una masa enorme por detrás de un promontorio del islote. Era un barco de grandes dimensiones que salía a velas desplegadas al encuentro de la chalupa.

—¡Maldición! —exclamó el Corsario.

—¿Será uno de nuestros navíos? —preguntó Carmaux.

El Corsario no contestó. Inclinado sobre la proa de la chalupa, con las manos crispadas en derredor del arcabuz, con las facciones alteradas por una cólera espantosa, miraba con ojos que brillaban como los de los tigres a la gran nave, que ya estaba casi al lado de la chalupa del Gobernador.

—¡Es una carabela española! —rugió de pronto—. ¡Maldito sea ese perro, que también se me escapa otra vez!

—¡Y que mandará ahorcarnos! —añadió Carmuax.

—¡Ah! ¡Todavía no, mis valientes! —contestó el Corsario—. ¡Pronto: arrancad hacia el islote, antes de que ese buque nos descargue sus cañones y nos eche a pique la chalupa!

—¡Relámpagos!…

—¡Y truenos! —agregó el hamburgués inclinándose sobre el remo.

La canoa viró sobre sí misma y se dirigió hacia el islote, el cual no distaba más de unos trescientos o cuatrocientos pasos. Vieron una línea de escollos, y Carmaux y su compañero maniobraron de modo que pudieran ponerse a cubierto detrás de ellos para que no los ametrallasen.

Mientras tanto, el Gobernador y el que le acompañaba habían subido a bordo de la carabela, e informando, probablemente, en el acto al Comandante del peligro que habían corrido, porque un momento después se vio a los marineros recoger las velas a toda prisa.

—¡Pronto, mis bravos! —gritó el Corsario, a quien no se le había escapado nada—. ¡Los españoles se disponen a darnos caza!

—¡Estamos ya a cien pasos de la playa! —contestó Carmaux.

A bordo del barco relampagueó una llamarada en aquel momento, y los tres filibusteros oyeron atravesar el aire silbando una nube de metralla, cuyos proyectiles fueron a chocar en la cumbre de un escollo.

—¡Pronto! ¡Pronto! —gritó el Corsario.

La carabela remontó la lengua de tierra y se disponía a virar de bordo, mientras que sus marineros echaban al agua tres o cuatro chalupas para apresar a los fugitivos.

Siempre resguardados por los escollos, Carmaux y Wan Stiller redoblaron sus esfuerzos y pocos momentos después tocaba la canoa en la arena a tres o cuatro pasos de la playa.

El Corsario saltó al agua a escape, llevando consigo los arcabuces, y se metió en seguida entre los primeros árboles para resguardarse de la descarga que temía. Carmaux y Wan Stiller, al ver brillar una mecha en la proa del buque, se dejaron caer detrás de la chalupa y se tendieron en la arena.

Aquella estratagema los salvó, porque un momento después otra nube de metralla barrió la playa, destrozando la maleza y las hojas de las palmeras, y una bala de tres libras, disparada por una pieza pequeña de artillería que iba en lo alto de la cámara, hizo pedazos la proa de la chalupa.

—¡Aprovechad este momento! —gritó el Corsario.

Los filibusteros, que habían escapado milagrosamente de aquella doble descarga, remontaron a toda prisa la playa, y se metieron en medio de los árboles, al tiempo que los saludaban con media docena de tiros de arcabuz.

—¿Estáis heridos, mis valientes? —preguntó el Corsario.

—¡Estos no son filibusteros y tienen mala puntería! —dijo Carmaux.

—¡Seguidme, sin perder momento!

Los tres hombres, sin preocuparse de los disparos de los marineros de las chalupas, se metieron rápidamente bajo el tupido ramaje de los árboles buscando un refugio.

Aquel islote, que debía de encontrarse en la boca del pequeño río Catatumbo, que desagua en el lago un poco más abajo del Suana y que corre por en medio de una región rica en lagos y lagunas, tendría un kilómetro de circuito.

Se erguía en forma de cono, y alcanzaba una altura de trescientos o cuatrocientos metros; estaba cubierto de una vegetación espesísima, en su mayor parte formada por bellísimos cedros, algodoneros, euforbias erizadas de espinas, y palmeras de varias especies.

Llegados que fueron los filibusteros a la falda del cono sin haber encontrado ser viviente, se detuvieron un instante para respirar, pues se hallaban completamente rendidos, y en seguida se metieron por en medio de la maleza y de las matas espinosas y bajo los árboles que crecían en las pendientes, decididos a llegar a la cumbre para vigilar los movimientos del enemigo y deliberar acerca de lo que había que hacer sin temor a que los sorprendieran.

Necesitaron dos horas de rudo trabajo, pues se vieron obligados a abrirse paso con los sables de abordaje por entre aquellas masas de vegetación, hasta que por fin pudieron llegar a la cumbre, la cual aparecía casi desnuda, pues en derredor no había más que alguna maleza y rocas. La Luna surgió entonces, y a su luz pudieron distinguir perfectamente la carabela, anclada a unos trescientos pasos de la playa, y a las tres chalupas paradas en el sitio donde había quedado destrozada la canoa india.

Los marineros habían desembarcado; pero no se atrevían a meterse en la espesura, por temor de caer en alguna emboscada. Acamparon en la orilla, en derredor de algunas hogueras que seguramente habían encendido para librarse de los voraces zanzaras que revoloteaban en nubes sin fin por la costa del lago.

—¿Esperarán al día para darnos caza? —dijo Carmaux.

—¡Sí! —contestó el Corsario con voz sorda.

—¡Rayos! ¡La fortuna protege demasiado a ese tunante!

—¡O el Demonio!

—¡Sea la una o el otro, esta es la segunda vez que se nos escapa de entre las manos!

—¡No solamente eso, sino que está a punto de atraparnos entre las suyas! —añadió el hamburgués.

—¿Y qué quieres hacer si toda la tripulación de la carabela viene al asalto de este islote? —preguntó Wan Stiller.

—¡También asaltaron los españoles la casa del pobre notario de Maracaibo, y nosotros encontramos el medio de marchamos sin que nos molestasen!

—¡Sí —dijo el Corsario Negro—; pero no estamos en la casa del Notario, ni tenemos un conde de Lerma que nos ayude!

—¿Estaremos condenados a terminar nuestros días en la horca? ¡Ah! ¡Si viniese el Olonés en nuestro socorro!

—Todavía debe de hallarse ocupado en saquear Maracaibo —dijo el Corsario—. Creo que por el momento no debemos aguardar nada de él.

—¿Y qué espera usted permaneciendo aquí?

—¡Ni yo mismo lo sé, Carmaux!

—¡Pensemos, Comandante! ¿Cree usted que el Olonés se detendrá todavía mucho tiempo en Maracaibo?

—Ya debiera estar aquí; pero se habrá detenido para perseguir a los españoles que se refugiaron en los bosques, pues ya sabes el odio que les profesa.

—¿Le ha dado usted una cita?

—Sí; para que me esperase en la boca del Suana o del Catatumbo —contestó el Corsario.

—Entonces, tenemos la esperanza de que llegue de un día a otro.

—¡Eh, mil truenos! ¡Yo creo que no va a estarse eternamente en Maracaibo!

—Ya lo sé.

—Pero ¿estaremos todavía nosotros vivos o libres? ¿Crees que Wan Guld va a dejarnos tranquilos en la cumbre de este monte? ¡No, amigo mío! Nos cercará por todas partes, y lo intentará todo para que caigamos en su poder antes de que lleguen los filibusteros. ¡Me odia demasiado para dejarme en paz y, probablemente, a estas horas estará mandando colgar de algún penol la cuerda con que hayan de ahorcarme!

—¿Es decir que no le ha bastado la muerte del Corsario Verde y la del Corsario Rojo? ¿Es un perro hidrófobo ese viejo miserable?

—¡No; no le ha bastado! —dijo con voz sombría el Corsario—. ¡Quiere, necesita la completa destrucción de mi familia! ¡Pero aún no me tiene en su poder, y no desespero de vengar a mis hermanos!

—¡Sí, quizás no se halle lejos el Olonés, y si nosotros pudiéramos resistir algunos días!

—¡Quién sabe! Pudiera suceder que Wan Guld pagara sus traiciones y sus delitos.

—¿Qué tenemos que hacer, Capitán? —preguntaron ambos filibusteros.

—¡Resistir el mayor tiempo posible!

—¿Aquí? —preguntó Carmaux.

—¡Sí; en esta cumbre!

—Será preciso que nos atrincheremos.

—¿Y quién nos lo va a impedir? Hasta que salga el Sol, tenemos cuatro horas de tiempo.

—¡Truenos! ¡Wan Stiller, amigo mío, no hay que perder ni un minuto! Apenas salga el Sol, los españoles vendrán, seguramente, a arrojarnos de aquí.

—¡Yo ya estoy dispuesto! —contestó el hamburgués.

—¡Mientras usted vigila, Capitán, levantaremos unas trincheras que pondrán a dura prueba las manos y los lomos de nuestros adversarios! ¡Vamos, hamburgués!

La cima del monte estaba cubierta de grandes pedruscos desgajados, seguramente, de una gran roca que se erguía en el punto más elevado, a guisa de observatorio. Los dos filibusteros rodearon los pedruscos mayores para formar como una especie de trinchera circular, baja, pero suficiente para resguardar a un hombre tendido o arrodillado. Labor tan fatigosa duró dos horas; pero los resultados fueron magníficos, porque detrás de aquella especie de pequeño, pero macizo muro, podían resistir largamente los filibusteros, sin miedo a que los tocasen las balas de sus adversarios.

Sin embargo, todavía no estaban satisfechos Carmaux y Wan Stiller. Si aquel obstáculo parecía suficiente para defenderlos, era incapaz de impedir un asalto repentino. Así, pues, para lograr por completo su intento descendieron al bosque e improvisando con algunas ramas una especie de angarilla, transportaron en ella hasta la cumbre del monte grandes haces de plantas espinosas, con las cuales formaron una muralla peligrosa para los enemigos.

—¡He aquí una fortaleza que, aun cuando pequeña, dará qué hacer a Wan Guld, si quiere venir a cogernos! —dijo Carmaux frotándose las manos alegremente.

—Pero falta una cosa preciosa para una guarnición, aun cuando sea poco numerosa —hizo notar el hamburgués.

—¿Qué cosa?

—¡Ay! ¡Aquí no tenemos la despensa del notario de Maracaibo, amigo Carmaux!

—¡Mil rayos! ¡Me había olvidado de que no tenemos ni siquiera un bizcocho que roer!

—Y, como ya podrás suponer, nosotros no podemos convertir estas piedras en otros tantos panecillos.

—¡Amigo Wan Stiller, recorramos el bosque dando una batida! ¡Si los españoles nos dejan tranquilos, iremos en busca de provisiones!

Levantó la cabeza hacia la roca donde se había puesto en observación el Corsario para vigilar los movimientos de los españoles, y le preguntó:

—¿Se mueven, Capitán?

—Todavía no.

—Entonces, aprovecharemos este tiempo para ir de caza.

—¡Pues idos; yo vigilaré!

—En caso de peligro, nos avisa por medio de un tiro de arcabuz.

—¡Convenido!

—¡Vamos, Wan Stiller! —dijo Carmaux—. ¡Le daremos un avance a los árboles, procuraremos matar alguna pieza!

Los filibusteros cogieron la angarilla que les había servido para transportar los espinos, y se metieron en la espesura.

Su ausencia se prolongó hasta el amanecer; pero volvieron cargados como mozos de cuerda. Habían encontrado un pedazo de tierra rotuda, quizás por algún indio de las riberas vecinas, y saquearon los árboles frutales que allí crecían. Llevaban cocos, naranjas, dátiles que podían sustituir al pan, y una gran tortuga que sorprendieron en la orilla de una laguna. Economizando las provisiones, tenían víveres para cuatro días por lo menos.

Además de la fruta y de la tortuga hicieron un descubrimiento importante que podía serles de gran ayuda para poner fuera de combate a los enemigos durante cierto tiempo.

—¡Ah! —exclamó Carmaux, que parecía poseído de una gran alegría—. ¡Querido hamburgués! Si al Gobernador y a sus marineros se les ocurre ponernos un cerco regular, los obligaremos a hacer muecas y contorsiones, de las más desagradables que imaginarse puedan! ¡Vive Dios! En estos climas acomete en seguida la sed, y de seguro que para aplacarla no han de ir a beber a la carabela, ni traerán tampoco barriles de agua. ¡Ah! ¡Los indios son unos tunos! ¡El nikú hará milagros!

—¿Estás seguro de lo que dices? —preguntó Wan Stiller—. ¡Porque yo no tengo mucha confianza!

—¡Truenos! Lo he experimentado yo mismo; y si no reventé con los dolores, fue por un verdadero milagro.

—¿Y vendrán a beber ahí los españoles?

—¿Has visto algún otro lago en estas cercanías?

—No, Carmaux.

—Pues entonces, no tendrán otro remedio que beber en el que nosotros hemos descubierto.

—Tengo curiosidad por ver los efectos que produce tu nikú.

—Ya te ofreceré ese espectáculo a su debido tiempo; verás a una porción de hombres acometidos por terribles dolores de vientre.

—¿Y cuándo vamos a emponzoñar el agua?

—En cuanto tengamos la certeza de que nuestros enemigos se disponen a asaltar la colina.

En aquel momento el Corsario abandonó la cima de la roca que le servía de observatorio, y descendió al pequeño campo atrincherado, diciendo:

—Las chalupas han rodeado a la isla.

—¿Se disponen a bloquearnos? —preguntó Carmaux.

—Y de un modo riguroso.

—Pero nosotros estamos dispuestos a sostener el sitio, Capitán. Detrás de estas rocas y de estos espinos podremos resistir largo tiempo; quizás hasta que llegue el Olonés o los filibusteros.

—Sí; si es que le dan tiempo los españoles. He visto desembarcar más de cuarenta hombres.

—¡Ay! —dijo Carmaux—. ¡Son demasiados; pero cuento con el nikú!

—¿Qué es eso del nikú? —preguntó el Corsario.

—¿Quiere usted venir conmigo, Capitán? Antes de que lleguen hasta aquí los españoles transcurrirán cuatro o cinco horas, y a nosotros nos basta con una.

—¿Qué es lo que quieres hacer?

—Ya lo verá usted, Capitán. Venga usted, que Wan Stiller permanecerá de guardia en nuestra roca.

Cogieron los arcabuces, descendieron de la colina, y se metieron en medio de los bosques de cedros, palmeras, simarubas y algodoneros, abriéndose paso a través de millares de lianas.

Así bajaron como cosa de unos cuarenta metros, haciendo huir con su presencia a bandadas de monos rojos, y en seguida llegaron al que llamaban pomposamente pequeño lago, cuando no era más que un simple estanque que tendría una circunferencia de unos trescientos pasos.

Parecía un depósito natural, poco profundo y lleno de una porción de plantas acuáticas, especialmente de mucumucús, que formaban verdaderos bosques.

Carmaux hizo notar al Corsario que en las orillas del estanque crecían ciertas ramas sarmentosas de corteza obscura que se parecían a las lianas. Las había en extraordinario número enroscadas unas a otras como si fueran serpientes o plantas de pimienta privadas de sostén.

—¡He aquí unos vegetales que proporcionarán a los españoles terribles cólicos! —dijo el filibustero.

—¿Y cómo va a ser eso? —preguntó con ansiedad el Corsario.

—¡Ya lo verá usted, Capitán!

Así diciendo, el marinero había desenvainado el sable de abordaje, y cortó varias de aquellas ramas sarmentosas, a las cuales llaman nikú los indios de Venezuela y de la Guayana y robinia los naturalistas, y formó varios haces, que dejó en una peña que caía casi perpendicularmente sobre el estanque.

Cuando hubo reunido treinta o cuarenta haces cortó algunas ramas bastante fuertes, y le alargó una al Corsario, diciéndole:

—¡Golpee usted las plantas con ese palo, Capitán!

—Pero ¿qué es lo que quieres hacer?

—Intoxicar el agua de este estanque, mi Capitán.

—¿Con esta especie de lianas?

—Sí, señor.

—¡Carmaux, tú estás loco!

—¡Nada de eso, mi Capitán! El nikú emborracha a los peces, y en los hombres produce cólicos tremendos.

—¿Emborracha a los peces? ¡Vamos! ¿Qué historia me estás contando, Carmaux?

—Entonces, ¿usted no sabe cómo se las arreglan los caribes cuando quieren coger peces?

—Se sirven de redes.

—No, Capitán; dejan destilar en los lagos pequeños el jugo de esta planta, y poco después los pescados suben a la superficie retorciéndose desesperadamente y dejándose coger con la mejor voluntad.

—¿Y dices que produce cólicos en los hombres?

—Sí, Capitán; y como en este islote no hay más estanques, ni fuentes que este, los españoles que quieran sitiarnos se verán obligados a venir a beber aquí.

—¡Eres listo, Carmaux! ¡En ese caso, intoxiquemos el agua de este depósito!

Empuñaron los palos y comenzaron a golpear vigorosamente aplastando las hierbas dichas, de las cuales salía un jugo abundante que caía poco a poco en el lago.

Pronto se colorearon las aguas, primero de blanco, como si se les hubiera mezclado leche, y después adquirieron un bellísimo color nacarado, el cual no tardó en disiparse. Concluida la operación volvió a quedar tan transparente, que no era posible suponer que contuviera una substancia, si no peligrosa, muy poco agradable.

Ambos filibusteros arrojaron al lago los restos sarmentosos, e iban ya a retirarse, cuando vieron multitud de peces que hacían grandes contorsiones.

Los pobrecillos emborrachados con el nikú, se debatían como desesperados tratando de huir de aquellas aguas; algunos se dirigían hacia las orillas prefiriendo quizás una asfixia lenta en la arena a la exaltación, seguramente dolorosa que les producía el jugo de planta tan extraña.

Carmaux, que quería aumentar las provisiones para no correr peligro de pasar hambre, se lanzó hacia la orilla, y con unos cuantos palos pudo apoderarse de dos grandes rayas espinosas, de una piraja y un pemecrú.

—¡Esto era cuanto necesitaba! —gritó dirigiéndose hacia el Capitán, que se había metido por entre los árboles.

—¡Y esto también! —gritó una voz.

Y resonó un disparo.

Carmaux no dio un grito ni un gemido; cayó en medio de una mata de madera de cañón, y quedó inmóvil, como si la bala le hubiera dejado seco.

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