Capítulo XXXII EN MANOS DE WAN GULD

Durante aquel larguísimo día no dieron señales de vida Wan Guld ni los marineros. No parecía sino que estaban tan seguros de capturar más pronto o más tarde a los tres filibusteros refugiados en la cima del monte, que tenían como superfluo en absoluto dar el asalto.

Seguramente, querían obligarlos a rendirse por hambre y sed, pues al Gobernador le interesaba coger vivos a los formidables filibusteros para ahorcarlos, como hizo con los desgraciados hermanos los Corsarios Verde y Rojo en la plaza de Maracaibo.

Carmaux y Wan Stiller, sin embargo, se habían hecho cargo de la presencia de los marineros. Tomando mil precauciones se aventuraron bajo la espesura, y pudiendo atisbar a través de las hojas numerosos grupos de hombres acampados en la falda del cerro. Pero no vieron ni uno solo cerca de las orillas del pequeño lago, señal evidente de que los sitiadores habían experimentado la toxicidad de aquellas aguas saturadas de nikú.

Llegada la noche hicieron sus preparativos los tres filibusteros, resueltos a forzar las líneas antes que esperar en el campamento atrincherado una muerte lenta por hambre y sed, puesto que tenían cerrado el camino para ir a aprovisionarse.

Hacia las once de la noche, y después de haber inspeccionado las márgenes de la plataforma y de haberse convencido de que sus enemigos no habían dejado sus respectivos campamentos, repartidos entre sí los pocos víveres que poseían y las municiones, salieron en silencio del recinto fortificado, y descendieron en dirección del estanque.

Antes de ponerse en marcha determinaron con exactitud las posiciones ocupadas por los españoles, con objeto de dar de improviso en cualquiera de aquellos pequeños campamentos y producir la alarma, cosa que era preciso evitar a todo trance para que no se malograse el atrevido proyecto, único medio que tenían de sustraerse al implacable odio del Gobernador. Cierto que podía haber centinelas destacados; pero a favor de la profunda obscuridad que reinaba en la floresta, esperaban poder evitar su encuentro a fuerza de astucia y de prudencia.

Arrastrándose como reptiles y muy lentamente para que no rodase ningún canto, llegaron al cabo de diez minutos debajo de los grandes árboles, donde la obscuridad era absoluta. Escucharon durante algunos minutos, y como no oyeran ningún ruido, viendo brillar todavía en la falda del monte las hogueras de los acampados, volvieron a ponerse muy despacio en camino tanteando siempre el terreno con las manos para no hacer crujir las hojas y evitar una caída en cualquier hendidura o sima.

Ya habían descendido como unos trescientos metros, cuando Carmaux, que iba delante, se detuvo de pronto y se escondió detrás del tronco de un árbol.

—¿Qué tienes? —le preguntó en voz muy baja el Corsario, que se había reunido con él.

—¡He oído romperse una rama! —murmuró el marinero muy quedo.

—¿Cerca de nosotros?

—A muy corta distancia.

—¿Habrá sido algún animal?

—No lo sé.

—¿O será algún centinela?

—La obscuridad es demasiado grande para poder ver nada, Capitán.

—¡Detengámonos aquí unos minutos!

Al cabo de algunos instantes de angustiosa expectación oyeron hablar muy bajo a dos personas.

—¡Ya se acerca la hora! —decía una voz.

—¿Están dispuestos todos? —preguntaba la otra.

—Es probable que ya hayan salido de los campamentos, Diego.

—Pero todavía veo brillar las hogueras.

—No se pueden apagar para hacer creer a los filibusteros que no tenemos intención de movernos.

—¡Es sagaz el Gobernador!

—¡Es un hombre de guerra, Diego!

—¿Crees que lograremos prenderlos?

—¡Los sorprenderemos, te lo aseguro!

—¡Pero se defenderán desesperadamente! ¡El Corsario Negro vale él solo por veinte hombres!

—Pero nosotros somos sesenta, y, además, el Conde es una espada formidable.

—¡Esto no es suficiente para ese endiablado Corsario! ¡Me parece que muchos de nosotros iremos al otro mundo!

—Pero los que sobrevivan tendrán su holgorio. ¡Con diez mil piastras, ya hay para comer y beber!

—¡Una bonita cantidad a fe mía, Sebastián! ¡Caray! ¡El Gobernador quiere cogerle, vivo o muerto!

—¡No, Diego; le quiere vivo!

—¿Para ahorcarle después?

—De eso no hay que dudar. ¡Eh! ¿Has oído, Diego?

—Sí, se han puesto en movimiento nuestros compañeros.

—¡Pues adelante nosotros también! ¡Las diez mil piastras están allá arriba!

El Corsario Negro y sus dos acompañantes no se habían movido. Confundidos entre las hierbas, las raíces y las lianas, conservaban una absoluta inmovilidad; pero tenían levantados los fusiles, dispuestos a descargarlos en caso de peligro.

Aguzando la vista vieron confusamente cómo los marineros avanzaban con lentitud apartando las ramas y hojas con precaución para abrirse paso. Ya se habían alejado unos cuantos metros, cuando uno de los dos se detuvo diciendo:

—Tú, Diego, ¿no has oído nada?

—No, camarada.

—A mí me pareció oír un suspiro.

—¡Bah! ¡Habrá sido algún insecto!

—¡O alguna serpiente!

—¡Razón de más para que nos alejemos! Ven camarada; yo no quiero ser de los últimos en tomar parte en la lucha.

Después de este breve diálogo continuaron ambos marineros la marcha, y desaparecieron bajo la negra obscuridad que reinaba en el bosque.

Todavía estuvieron los tres filibusteros esperando durante unos minutos, por el temor de que volvieran atrás o se detuviesen cerca. Al fin el Corsario se incorporó sobre las rodillas y miró en derredor de sí.

—¡Truenos! —murmuró Carmaux respirando libremente—. ¡Comienzo a creer que nos protege la fortuna!

—¡Yo ya no daba una piastra por nuestro pellejo! —dijo Wan Stiller—. ¡Uno de esos pasó tan cerca de mí, que por poco me pisa!

—Hemos hecho bien en dejar nuestro campamento. ¡Sesenta hombres! ¿Quién hubiera podido hacer frente a semejante acometida?

—¡Vaya una sorpresa desagradable para ellos, Carmaux, cuando no encuentren más que espinas y piedras!

—¡Se las llevarán al Gobernador!

—¡Adelante! —dijo el Corsario en aquel momento—. ¡Es preciso llegar a la playa antes de que los españoles se den cuenta de nuestra fuga! ¡Si antes dan la voz de alarma, no nos será posible apoderarnos de ninguna chalupa!

Seguros ya de que no habían de encontrar más obstáculos ni correr el peligro de que los descubrieran, los filibusteros descendieron en dirección del lago, tomaron por la vertiente opuesta, y se metieron por el valle sobre el cual habían arrojado los pedruscos, pues querían ir a la playa meridional del islote con objeto de alejarse de la carabela.

El descenso lo realizaron sin incidente alguno, y antes de medianoche desembocaron en la playa.

Ante ellos, y medio varada en el extremo de un pequeño promontorio, estaba una de las cuatro chalupas. Componían su tripulación dos hombres solamente, los cuales habían saltado a tierra y dormían al lado de una hoguera medio apagada; tan seguros estaban de que no los molestaría nadie, sabiendo que rodeaban la colina los marineros de la carabela y que los filibusteros se hallaban sitiados en la cumbre.

—¡La cosa me parece que será fácil! —murmuró el Corsario—. Si esos no se despiertan, tomaremos el lago sin producir alarmas, y podremos llegar a la boca del Catatumbo.

—¿Tendremos que matar a esos dos marineros? —preguntó Carmaux.

—No es preciso —respondió el Corsario—. No nos incomodarán; por lo menos, eso supongo.

—¿Y dónde están las otras chalupas? —preguntó el hamburgués.

—Veo a una varada a quinientos pasos de nosotros, cerca de aquel escollo —contestó Carmaux.

—¡Pronto, embarquémonos! —dijo el Corsario—. ¡Dentro de unos minutos los españoles se habrán dado cuenta de nuestra huida!

Se aventuraron por encima del promontorio, y pasaron de puntillas al lado de los dos marineros, que roncaban plácidamente. Con un ligero esfuerzo empujaron hasta el agua la chalupa, saltaron dentro y empuñaron los remos.

Habíanse alejado unos cincuenta o sesenta pasos, y comenzaban ya a tener la esperanza de internarse en mar abierto sin contratiempo alguno, cuando de improviso retumbaron en la cima del monte varias descargas, seguidas de algunos gritos. Al llegar a la última explanada los españoles debían de haberse lanzado al asalto del pequeño campamento, convencidos de que iban a coger a los tres filibusteros.

Al oír aquellas descargas en lo alto de la montaña se despertaron bruscamente ambos marineros; y viendo que se había alejado la chalupa y que iban algunos hombres en ella, se dirigieron corriendo hacia la playa con los fusiles en la mano y gritando:

—¡Alto! ¿Quién sois?

En lugar de responder, Carmaux y Wan Stiller inclináronse sobre los remos y arrancaron con furia.

—¡A las armas! —vocearon los marineros, que, aun cuando demasiado tarde, se habían dado cuenta de la fuga de los filibusteros.

Resonaron dos tiros.

—¡Que el diablo os lleve! —gritó Carmaux, pues una bala le rompió el remo a unas tres pulgadas solamente de la borda de la lancha.

—¡Coge otro remo, Carmaux! —dijo el Corsario.

—¡Relámpagos! —gritó Wan Stiller.

—¿Qué sucede?

—¡Que la chalupa que estaba varada en el escollo viene dándonos caza, Capitán!

—¡Ocupaos vosotros en remar, y dejadme a mí el cuidado de detenerla a distancia a fuerza de balas! —dijo el Corsario.

En la cumbre del monte seguían resonando los disparos. Probablemente, al encontrarse los españoles ante aquella doble trinchera de pedruscos y de espinos, debían de haberse detenido por miedo a un lazo o a una sorpresa.

Bajo el empuje de los cuatro remos, manejados vigorosamente por los dos filibusteros, la chalupa se alejaba con rapidez de la isla, dirigiéndose hacia la boca del Catatumbo. La distancia era considerable; pero si los hombres que quedaron de guardia en la carabela no se hubieran dado cuenta de lo que sucedía en la playa meridional del monte, cabía la posibilidad de eludir la persecución.

La chalupa de los españoles se había detenido cerca del pequeño promontorio para embarcar a los dos marineros, que gritaban como condenados; los filibusteros aprovecharon aquel momentáneo retraso para ganar otros cien metros.

Desgraciadamente, las voces de alarma llegaron hasta las orillas meridionales del islote. Los disparos de los dos marineros no habían sido confundidos con los que resonaban en la cumbre del monte, y muy pronto se dieron cuenta de lo sucedido.

Los fugitivos apenas se habían distanciado unos cien metros. Las otras dos chalupas, una de las cuales era bastante grande e iba armada con una pequeña culebrina, se lanzaron tras ellos.

—¡Estamos perdidos! —exclamó involuntariamente el Corsario—. ¡Amigos, preparémonos para vender cara nuestra vida!

—¡Mil truenos! —exclamó Carmaux—. ¿Tan pronto se ha cansado la buena suerte? ¡Pues bueno, sea! ¡Pero antes de morir enviaremos a algunos delante de nosotros al otro mundo!

Así diciendo soltó los remos y empuñó el arcabuz. Las chalupas, precedidas por la más grande, que tripulaba una docena de hombres, se encontraba ya a unos trescientos pasos y avanzaban con furia.

—¡Rendíos u os echamos a pique!

—¡No! —contestó con voz tonante el Corsario—. ¡Los hombres de mar mueren, pero no se rinden!

—¡El Gobernador promete respetar vuestra vida!

—¡Aquí está mi respuesta!

El Corsario apuntó rápidamente el arcabuz e hizo fuego, tumbando a uno de los remeros.

En la tripulación de las tres chalupas estalló un grito de furor.

—¡Fuego! —se oyó gritar.

La culebrina relampagueó con estrépito. Unos segundos después la chalupa de los fugitivos se inclinaba hacia la proa y embarcaba agua a torrentes.

—¡A nado! —gritó el Corsario, dejando caer el arcabuz.

Los dos filibusteros descargaron los fusiles contra la gran chalupa, y en seguida se echaron al agua, en tanto que el bote, cuya proa hizo pedazos la bala del cañoncito, se ponía quilla al aire.

—¡Los sables en los dientes y dispuestos para el abordaje! —bramó el Corsario—. ¡Moriremos en la cubierta de la chalupa!

Sosteniéndose a flote con trabajo, los tres filibusteros nadaron desesperadamente, dirigiéndose a la embarcación, decididos a intentar una lucha suprema y a morir antes que rendirse.

Los españoles, que seguramente tenían interés en cogerlos vivos, pues de no ser así les hubiera sido fácil enviarlos al fondo del mar con una sola descarga, cayeron en medio de ellos con unas cuantas remadas; pero de tan mala manera que, al tropezar la proa de la chalupa, derribó a unos encima de otros.

En el acto veinte manos agarraron fuertemente por los brazos a los tres nadadores, los izaron a bordo, los desarmaron y los ataron antes de que pudieran reponerse del encontronazo.

Cuando el Corsario pudo darse cuenta de todo lo que había sucedido se encontró tendido en la proa de la chalupa, con las manos estrechamente ligadas detrás de la espalda, y sus dos compañeros bajo los bancos de proa.

A su lado iba un hombre que vestía un elegante traje de caballero castellano, el cual llevaba la barra del timón. Al verle lanzó el Corsario una exclamación de estupor.

—¡Usted, conde!

—¡Yo, caballero! —contestó este sonriendo.

—¡Nunca hubiera creído que el conde de Lerma hubiera olvidado tan pronto que había sido respetado por mí cuando pude matarle en casa del notario de Maracaibo! —dijo con amargura el Corsario.

—¿Y qué es lo que le induce a creer al señor de Ventimiglia que yo haya olvidado el día en que tuve la buena suerte de conocerle? —preguntó el Conde en voz baja.

—Si no me engaño, creo que ha sido usted el que me ha hecho prisionero.

—¿Y qué?

—Y que me lleva ante el duque flamenco.

—¿Y qué importa eso?

—¿Ha olvidado usted que Wan Guld mandó ahorcar a mis dos hermanos?

—No, caballero.

—¿Ignora usted el odio que existe entre ese hombre y yo?

—No lo ignoro.

—¿Y que me ahorcará también?

—¡Bah!

—¿No lo cree usted?

—Que el duque tenga ese deseo, lo creo; pero usted ha olvidado a su vez que estoy yo aquí. Y añadiré, si usted lo ignora, que la carabela es mía, y que los marineros me obedecen a mí solamente.

—Es que Wan Guld es gobernador de Maracaibo y todos los españoles tienen que obedecerle.

—Ya ve usted que le he dado gusto haciendo que le prendiesen a usted; pero, por lo demás… —dijo el Conde en voz baja y sonriendo de un modo misterioso.

Después, inclinándose hacia el Corsario, murmuró a su oído:

—Gibraltar y Maracaibo están lejos, caballero, y pronto le daré una prueba de cómo el conde de Lerma se la juega al flamenco. ¡Ahora, silencio!

En aquel instante la chalupa, escoltada por las otras dos embarcaciones, llegaba al lado de la carabela.

A una señal del Conde sus marineros cogieron a los tres filibusteros y los transportaron a bordo de la carabela; mientras tanto, decía una voz con aire de triunfo:

—¡Por fin, también ha caído en mis manos el último!

Share on Twitter Share on Facebook