Capítulo XXXIV EL OLONÉS

Atraídas por la hoguera que nuestros amigos habían encendido, entraron en la bahía a eso de las dos de la madrugada cuatro grandes barcas, que en seguida echaron anclas.

Las tripulaban ciento veinte corsarios mandados por el Olonés, y componían la vanguardia de la flotilla encargada de tomar Gibraltar.

El famoso filibustero quedó bastante sorprendido al ver aparecer tan de improviso al Corsario Negro, pues no pensaba que podría encontrarle tan pronto. Le creía en medio de los grandes bosques y entre las marismas palúdicas del interior, ocupado en perseguir a Wan Guld, y había perdido la esperanza de tenerle como compañero en la toma de la poderosa ciudadela.

Así que estuvo al corriente de las extraordinarias aventuras que acaecieron a su amigo, dijo:

—¡Pobre caballero! ¡No tienes suerte con ese condenado viejo! Pero ¡por los arenales de Olona, esta vez espero que podremos capturarlo, porque cercaremos Gibraltar de modo que no pueda escaparse! ¡Te prometo que hemos de ahorcarle en uno de los palos de tu Rayo!

—Pedro, dudo que podamos encontrarle en Gibraltar —contestó el Corsario—. Ya sabes que nos dirigimos hacia la ciudad decididos a tomarla; sabe que he de buscarle casa por casa para vengar la muerte de mis pobres hermanos, y por esa razón temo no hallarle allí.

—¿No les has visto dirigirse hacia Gibraltar a bordo de la carabela del Conde?

—Sí, Pedro; pero ya sabes lo astuto que es. Más adelante ha podido cambiar de rumbo para no verse en el peligro de que le cojan entre los muros de la ciudad.

—Eso es cierto —dijo el Olonés, que se había quedado pensativo—. ¡Ese condenado Duque es más listo que nosotros, y quizá se haya apartado de Gibraltar para ponerse a salvo en las costas orientales del lago! Yo he sabido que tiene parientes en Honduras y en Puerto Cabello, y no sería extraño que tratase de huir del lago para refugiarse allí.

—¿Ves, Pedro, cómo protege la suerte a ese viejo?

—¡Ya se cansará! ¡Ah! ¡Si llego a tener la certeza de que se ha refugiado en Puerto Cabello, no dudaré ni un momento en ir a buscarle! Aquella ciudad merece una visita, y estoy seguro de que todos los filibusteros de las Tortugas me seguirían para meter mano en las incalculables riquezas que allí hay. Si no le encontramos en Gibraltar, ya pensaremos lo que debemos hacer. Te he prometido ayudarte, y ya sabes que el Olonés no ha faltado nunca a su palabra.

—¡Gracias; cuento contigo! ¿Dónde está mi Rayo?

—Lo he enviado a la salida del golfo con otros dos barcos de Harris, para impedir que nos molesten los buques de guerra españoles.

—¿Cuántos hombres traes contigo?

—Ciento veinte, pero esta misma noche llegará el Vasco con otros cuatrocientos, y mañana a primera hora daremos el asalto a Gibraltar.

—¿Esperas lograrlo?

—Tengo la convicción de ello, aun cuando he sabido que los españoles han reunido ochocientos hombres resueltos, han dejado intransitables los caminos de la montaña que conducen a la ciudad, y han levantado varias baterías. ¡Tendremos que roer un hueso muy duro, que nos hará perder mucha gente; pero nosotros venceremos, amigo!

—Estoy dispuesto a seguirte, Pedro.

—Contaba con tu poderoso brazo y con tu valor, caballero. ¡Ven, vamos a cenar a bordo de mi barcaza, y después te acostarás! Creo que tienes necesidad de reposo.

El Corsario, que por un milagro de energía se sostenía en pie, le siguió, mientras que los filibusteros desembarcaban en la playa para acampar en las lindes del bosque hasta que llegara el Vasco con sus compañeros.

Sin embargo, no se perdió aquella jornada, porque una buena parte de aquellos hombres incansables se pusieron en seguida en marcha para explorar las cercanías y ver si podrían caer por sorpresa sobre la ciudadela española. Los más atrevidos de entre los exploradores habían llegado hasta dar vista a los poderosos fuertes de Gibraltar, con objeto de tener una idea clara de las medidas defensivas que adoptara el enemigo, y otros se atrevieron a interrogar a los colonos fingiéndose pescadores náufragos.

Estas audaces investigaciones dieron resultados no muy a propósito para animar tan intrépidos merodeadores del mar, a pesar de hallarse acostumbrados a vencer los más insuperables obstáculos.

Por todas partes encontraban cortados los caminos con trincheras coronadas de cañones y por enormes empalizadas erizadas de espinos. Además, supieron que el comandante de la ciudadela, uno de los más valientes y animosos soldados que por aquel tiempo tenía España en América, hizo jurar a sus soldados que se dejarían matar antes que arriar la bandera patria.

Tan malas impresiones produjeron cierta ansiedad en el espíritu de los más fieros corsarios, que temieron acabar de un modo desastroso la expedición.

Informado en el acto el Olonés de cuanto habían contado los espías, no vaciló su ánimo y en la noche siguiente, reunidos todos los jefes, pronunció aquellas hermosas palabras, conservadas por la Historia [6] , que demuestran la confianza que tenía en sí mismo, y cuánto contaba con el valor de sus corsarios.

—¡Es preciso, hombres del mar, que mañana nos batamos valerosamente! —dijo—. ¡Si sucumbimos, además de la vida, perderemos nuestros tesoros, que tanta sangre nos han costado! ¡Hemos vencido a enemigos mucho más formidables, que los que se han reunido en Gibraltar, y allí ganaremos mayores riquezas! ¡Mirad a vuestro jefe, y seguid su ejemplo!

Llegada la media noche arribaron a la plaza las barcazas de Miguel el Vasco, que iban tripuladas por cuatrocientos hombres.

Los filibusteros del Olonés levantaron el campo y se dispusieron a partir para Gibraltar, ante cuyos fuertes contaban llegar por la mañana, pues no querían aventurarse en un asalto nocturno.

Apenas desembarcaron, los cuatrocientos hombres del Vasco se ordenaron en columnas, y el pequeño ejército guiado por sus tres jefes, comenzó la marcha a través de los bosques, dejando de guardia en las chalupas unos veinte filibusteros.

Carmaux y Wan Stiller, bien descansados y bien comidos, se colocaron detrás del Corsario Negro, pues no querían faltar al asalto, deseosos como estaban de coger a Wan Guld.

—¡Amigo Stiller! —decía el alegre filibustero—, esta vez espero que echemos la zarpa a ese tunante para entregárselo al Capitán.

—Apenas hayamos asaltado los fuertes, iremos corriendo a la ciudad para impedirle que se largue, amigo Carmaux. Yo sé que el Comandante ha dado a cincuenta hombres orden de que se lancen en los bosques para cortar la retirada a los fugitivos.

—Y, además, de que no le pierda de vista al catalán.

—Estoy seguro. ¡Es preciso que encontremos a ese diablo de hombre, porque si no se hará matar!

En aquel momento sintió que le tocaban en un hombro y que una voz bien conocida de ellos les decía:

—¿Es verdad eso, compadre?

Carmaux y Wan Stiller se volvieron vivamente, y vieron al africano.

—¡Eres tú, compadre Saco de carbón! —exclamó Carmaux—. ¿De dónde has salido?

—Hace más de diez horas que ando buscándolos a lo largo de la costa corriendo como un caballo. ¿Es verdad que os había hecho prisioneros el Gobernador?

—¿Quién te lo ha dicho?

—Se lo he oído contar a algunos filibusteros.

—Pues es verdad, compadre. Pero como ves, hemos escapado de entre sus manos, con la ayuda del valiente Conde de Lerma.

—¿Aquel noble castellano a quien hicimos prisionero en casa del notario de Maracaibo?

—Sí, compadre. ¿Y qué les sucedió a los heridos que os habíamos dejado?

—Murieron ayer por la mañana —contestó el negro.

—¡Pobres diablos! ¿Y el catalán?

—A estas horas debe de estar ya en Gibraltar.

—La ciudad, compadre, va a oponer una resistencia desesperada.

—Temo que buen número de los nuestros no cenen esta noche. El comandante de la plaza es un hombre que se defenderá con furor, ya ha cortado todos los caminos y levantado trincheras y baterías.

—¡Espero que no hemos de contarnos entre los muertos, y que, en cambio, ahorcaremos a Wan Guld!

Mientras tanto las cuatro columnas penetraron con cautela a través de los bosques que rodeaban entonces a Gibraltar, precedidos por pequeños grupos de exploradores compuestos en su mayoría por bucaneros.

Ya sabían todos que los españoles, prevenidos de la cercanía de sus implacables enemigos, los esperaban, y que el viejo comandante de la ciudadela había preparado emboscadas para diezmarlos antes que intentaran el asalto de los fuertes.

Algunos disparos de fusil sobre los primeros pelotones advirtieron a las columnas de asalto que ya no estaba lejos la ciudad.

El Olonés, el Corsario Negro y el Vasco, creyendo que se trataba de una emboscada, se apresuraron a alcanzar a los exploradores llevando consigo unos cien hombres; pero pronto supieron que no era un verdadero ataque de los españoles, sino un simple cambio de disparos entre las avanzadas.

Viendo el Olonés que ya los habían descubierto, mandó que se detuvieran las columnas hasta que se hiciera de día, pues quería ante todo ver los medios de defensa de que disponían los adversarios y la clase de terreno, porque notaba que este iba haciéndose pantanoso.

A la derecha erguíase una colina cubierta de maleza, y se apresuró a subirla acompañado del Corsario Negro, seguro de que desde allí podría dominar una buena parte de la campiña.

Cuando llegaron a la cumbre comenzaba a clarear.

Una luz blanca, que se tornaba rápidamente en roja hacia la costa occidental del lago, invadía el cielo y teñía las aguas con reflejos rojizos anunciando un día magnífico.

El Olonés y el Corsario dirigieron la mirada hacia una montaña que se alzaba frente a ellos, y en la cual veíanse dos grandes fuertes, y detrás de ellas se extendían grupos de viviendas de blancas paredes y una informe aglomeración de techos y cabañas.

El Olonés arrugó el entrecejo.

—¡Por los arenales de Olona! —exclamó—. ¡Va a ser cosa muy seria asaltar esos fuertes sin artillería y sin escalas! ¡Será preciso hacer prodigios de valor, o si no, nos darán tal zurra, que nos quitarán por mucho tiempo la gana de volver a inquietar a los españoles!

—Tanto más, cuanto que el camino de la montaña ha quedado intransitable, Pedro —dijo el Corsario—. Lo han cortado. Desde aquí veo las baterías y las empalizadas, las cuales tendremos que acometer bajo el fuego de los cañones de los fuertes.

—Y además aquel pantano que nos corta el paso, y que nos obligará a construir puentes volantes. ¿No lo ves?

—Sí, Pedro.

—Si fuera posible costearlo y echar por la llanura… ¡Pero qué!… ¡Si la llanura está inundada! ¡Mira con qué rapidez avanza el agua!

—¡Tenemos que habérnoslas con un comandante que conoce todos los recursos de la guerra, Pedro!

—¡Ya lo veo!

—¿Qué piensas hacer?

—Tentar la suerte, caballero. En Gibraltar existen mayores tesoros que en Maracaibo, y podremos realizar una gran ganancia. ¿Qué se diría de nosotros si retrocediéramos? ¡Se perdería la confianza en el Olonés, en el Corsario Negro y en Miguel el Vasco!

—Es verdad, Pedro; y nuestra fama de corsarios audaces e invencibles se eclipsaría. ¡Además, piensa que dentro de esos fuertes está mi mortal enemigo!

—Sí; y yo quiero hacerle prisionero. La dirección de la mayor parte de los filibusteros os la confío a ti y al Vasco que os encargaréis de hacerlos atravesar las marismas para forzar el camino de la montaña; yo rodearé la margen extrema, y marchando al amparo de los árboles, procuraré llegar sin ser visto debajo de los muros del primer fuerte.

—¿Y las escalas, Pedro?

—¡Ya tengo mi plan! Encargaos de tener distraídos a los españoles, y déjame a mí hacer lo demás. ¡Si dentro de tres horas no está Gibraltar en poder nuestro, dejaré de ser el Olonés! ¡Abracémonos, caballero, por si acaso no volvemos a vernos en esta vida!

Ambos formidables corsarios se estrecharon afectuosamente, y a los primeros rayos del Sol descendieron de la colina.

Los filibusteros habían acampado momentáneamente en las lindes de la selva, ante las lagunas que les habían impedido avanzar, y en cuyo extremo y sobre un montículo aislado vieron un pequeño reducto defendido por dos cañones.

Carmaux, Wan Stiller y algunos otros quisieron apreciar la solidez que ofrecía aquel fango; pero en el acto se hicieron cargo de que no era cosa de fiar en él, pues cedía bajo la presión de los pies, amenazando con engullirse a cuantos se hubieran atrevido a caminar por allí.

Aquel obstáculo imprevisto, que miraban como insuperable, además de los otros a los cuales había que hacer frente en la llanura, y, por último, en la montaña, antes de llegar hasta el pie de los fuertes, enfrió el entusiasmo de no pocos; pero, sin embargo, ninguno se aventuró a hablar de retirada.

El regreso de los dos famosos corsarios, y su decisión de empeñar la batalla en seguida, volvió a enardecer a la mayoría, pues tenían una fe ciega en tales jefes.

—¡Animo, hombres de mar! —gritó el Olonés—. ¡Detrás de aquellos fuertes existen mayores tesoros en qué hacer presa que en Maracaibo! ¡Demostremos a nuestros implacables enemigos que somos siempre invencibles!

Dio la orden de formar dos columnas, recomendó a todos que no retrocedieran ante ningún obstáculo, y después mandó avanzar.

El Corsario Negro se puso a la cabeza de la tropa más numerosa en compañía del Vasco, mientras que el Olonés con los suyos avanzaba a lo largo de la linde del bosque, con objeto de rebasar la llanura inundada y llegar inadvertidamente debajo de los fuertes.

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