Capítulo XXXIII LA PROMESA DE UN NOBLE CASTELLANO

De lo alto de la cámara de popa descendió rápidamente un hombre y se detuvo ante el Corsario Negro, a quien le habían quitado las ligaduras.

Era un viejo de imponente aspecto, con larga barba blanca, ancho de hombros, de amplio pecho, dotado de una robustez excepcional, a pesar de sus cincuenta y cinco o sesenta años.

Tenía todo el aire de aquellos viejos dux de la República veneciana que guiaban a la victoria las galeras de la reina de los mares contra los formidables corsarios de la Media Luna.

Como aquellos valientes viejos, vestía una magnífica coraza de acero cincelado, llevaba pendiente una larga espada, que todavía manejaba con vigor supremo, y suspendido del cinto, un puñal con puño de oro.

El resto del traje era español, de amplias mangas con bullones de seda negra, mallas también de seda de igual color, y altas botas de piel amarilla. Calzaba espuelas de plata.

Miró durante unos instantes y en silencio al Corsario. Sus ojos relucían con siniestro fuego. Al cabo dijo con voz lenta y mesurada:

—¡Ya ve usted, caballero, que la fortuna está de mi parte! ¡Había jurado ahorcarlos a ustedes todos, y cumpliré mi juramento!

Al oír estas palabras el Corsario levantó la cabeza, le lanzó una mirada de supremo desprecio y dijo:

—¡Los traidores tienen fortuna en esta vida; pero ya veremos en la otra! ¡Asesino de mis hermanos, concluye tu obra! ¡La muerte no arredra a los señores de Ventimiglia!

—¡Usted ha querido medirse conmigo —prosiguió el viejo en tono frío— pero ha perdido la partida, y pagará!

—¡Pues bien, traidor; manda que me ahorquen!

—¡No tan pronto!

—¿A qué esperas?

—¡Todavía no es tiempo! Hubiera preferido ahorcarle a usted en Maracaibo; pero ya que los de usted están ahora en aquella ciudad, ofreceré ese espectáculo a los de Gibraltar.

—¡Miserable! ¿No te ha bastado con la sangre de mis hermanos?

Una luz feroz relampagueó en los ojos del viejo duque.

—¡No! —dijo a media voz después de un momento de silencio—. ¡Es usted un testigo demasiado peligroso de lo sucedido en Flandes, para que yo le deje con vida! Además, que si yo no le matase, mañana o pasado me suprimiría usted a mí. Quizá no le odie tanto como usted cree. Me defiendo, o mejor, me deshago de un adversario que no me dejaría vivir tranquilo.

—¡Entonces, mátame, porque si logro escapar de tus manos, mañana mismo reanudaré la lucha en contra tuya!

—¡Lo sé! —dijo el viejo después de reflexionar un momento—. Y, sin embargo, podría usted librarse de la ignominiosa muerte que le espera por su calidad de filibustero.

—¡Ya he dicho que la muerte no me causa miedo! —dijo con fiereza suprema el Corsario.

—Conozco el valor de los señores de Ventimiglia —contestó el Duque a tiempo que una nube obscurecía su frente—. ¡Sí; he tenido motivo, tanto aquí como en otras partes, para poder apreciar su ánimo indomable y su desprecio a la muerte!

Dio algunos pasos por la cubierta de la carabela con la mirada sombría y la cabeza inclinada sobre el pecho, y en seguida, volviéndose de repente hacia el Corsario, añadió:

—Usted, caballero no lo creerá; pero estoy cansado de la tremenda lucha que ha empeñado contra mí, y me alegraría mucho de que cesara.

—¡Sí!, —dijo el Corsario Negro con ironía—. ¿Y para terminarla me ahorcas?

El Duque levantó vivamente la cabeza, y mirando al Corsario, le preguntó a quemarropa:

—Y si le dejase libre, ¿qué haría usted?

—¡Volver a emprender la lucha de un modo más encarnizado, para vengar a mis hermanos, a quienes has sacrificado inicuamente! —respondió el señor de Ventimiglia.

—En ese caso, me obliga usted a que le mate. Le hubiese concedido la vida para calmar los remordimientos, que a veces me roen el corazón; pero era preciso que usted consintiera en renunciar a la venganza y en volver a Europa. Mas como sé que no aceptará jamás esas condiciones, tengo que ahorcarle, como he ahorcado al Corsario Verde y al Corsario Rojo.

—¡Y como asesinaste en Flandes a mi hermano mayor!

—¡Calle usted! —gritó el Duque, con voz llena de angustia—. ¿Para qué recordar lo pasado? ¡Dejémosle que duerma para siempre!

—¡Concluye tu triste obra de traición y asesinato! —prosiguió el Corsario—. ¡Suprime también al último señor de Ventimiglia! ¡Pero te advierto que no por eso habrá concluido la lucha, porque alguien tan formidable y tan audaz como yo recogerá el juramento del Corsario Negro y el día que caigas en sus manos no te perdonará!

—¿Y quién va a ser ese? —preguntó el Duque con acento de terror.

—¡El Olonés!

—¡Bueno; le ahorcaré también!

—¡Si no es él quien te ahorca a ti muy pronto! ¡Pero se dirige a Gibraltar y dentro de pocos días te tendrá en su poder!

—¿Cree usted eso? —preguntó con ironía el Duque—. Gibraltar no es Maracaibo, y el valor de los filibusteros se hará pedazos al chocar con las poderosas fuerzas de España. ¡Que venga el Olonés y llevará su merecido!

Y volviéndose hacia los marineros, dijo:

—¡Conducid a la bodega a los prisioneros, y que se les vigile con rigor! ¡Habéis ganado el premio que os ofrecí; ya se os dará en cuanto lleguéis a Gibraltar!

Dicho esto, volvió la espalda al Corsario, se dirigió hacia popa y descendió a la cámara. Llegaba ya junto a la escalera, cuando le detuvo el Conde Lerma, diciéndole:

—¿Está usted resuelto a ahorcar al Corsario?

—Sí —contestó el viejo con tono resuelto—. Es un enemigo de España, y junto con el Olonés dirigió la expedición contra Maracaibo. ¡Morirá!

—Es noble y valiente, señor duque.

—¿Y qué importa?

—¡Que da pena ver morir a hombres semejantes!

—¡Es un enemigo, señor conde!

—Pues yo no lo mataría.

—¿Y por qué?

—Ya sabe usted, señor duque, que corre la voz de que su hija de usted ha sido capturada por los filibusteros de las islas de las Tortugas.

—¡Es verdad! —dijo el viejo suspirando—. Pero todavía no se ha confirmado que haya sido presa de los filibusteros el barco en que iba.

—¿Y si es cierto el rumor?

El viejo dirigió al Conde una mirada llena de angustia.

—¿Ha sabido usted alguna cosa? —preguntó con indecible ansiedad.

—No, señor duque; pero pienso que si realmente ha caído en manos de los filibusteros, se podría canjearla por el Corsario Negro.

—¡No, señor! —contestó con tono resuelto el viejo—. Lo mismo puedo rescatar a mi hija pagando una buena cantidad, en caso de que fuese reconocida, cosa que dudo, pues he tomado todas mis precauciones para que viajase de incógnito, y dando libertad al Corsario no tengo la vida segura. Me ha quebrantado la larga lucha que he tenido que sostener contra él y sus hermanos, y ya es hora de que termine. ¡Señor conde, mande usted embarcar a la tripulación, y en seguida póngase a la vela para Gibraltar!

El Conde de Lerma se inclinó sin contestar, y se dirigió hacia proa murmurando:

—¡El noble castellano cumplirá lo que ha prometido!

Las chalupas comenzaban en aquel momento a transportar a bordo a los marineros que habían tomado parte en el ataque al islote, ataque cuyo éxito ya conocen los lectores.

Así que hubo embarcado hasta el último marinero, mandó el conde desplegar velas; pero antes de hacer que levasen el ancla transcurrieron varias horas, lo que hizo creer al duque, que se impacientaba con aquel retraso, que había embarrancado la carabela en un banco de arena y que por esa causa era preciso esperar a la marea para poder ponerse en movimiento.

Hasta las cuatro de la tarde no pudo el velero alejarse del lugar donde fondeara.

Después de haber bordeado a lo largo de la playa del islote, la carabela maniobró de modo que fue acercándose a la boca del Catatumbo, ante el cual permaneció casi al pairo a unas tres millas de la costa.

En aquella parte del inmenso lago reinaba una calma casi absoluta, por efecto de la gran curva que allí describía la costa.

El duque, que había subido varias veces a cubierta, impaciente por llegar a Gibraltar, ordenó al conde que dirigiese la carabela al lago, o al menos que mandara remolcarla por las chalupas; pero el flamenco no pudo conseguir nada, pues le habían contestado que la tripulación estaba cansadísima y que los bajos impedían maniobrar con libertad.

A eso de las siete de la tarde la brisa comenzó por fin a soplar, y el velero pudo reanudar la marcha, pero sin alejarse de las playas ribereñas.

Después de cenar con el duque, el Conde de Lerma se puso al timón, teniendo al lado al piloto, y sostuvo con él en voz muy baja una larga plática. Al parecer, le hacía prolijas indicaciones acerca de la maniobra de la noche, con objeto de no tropezar con los muchos bajos que se extienden desde la boca del Catatumbo hasta Santa Rosa, pequeña localidad que se halla a pocas horas de distancia de Gibraltar.

Aquella conversación, un poco misteriosa, duró hasta las diez de la noche, hora en que el duque se retiró a su camarote para descansar; en seguida el conde, dejando la barra y aprovechándose de la obscuridad, descendió a la cámara de marinería sin ser visto por la tripulación dormida, y pasó a la estiba.

—¡Ahora nosotros! —murmuró—. ¡El Conde de Lerma pagará su deuda y después ya veremos qué es lo que sucede!

Encendió una linterna sorda que llevaba escondida en la amplia campana de una de sus altas botas y marcó por debajo de la cámara, enfocando con la luz a algunas personas que parecían dormir tranquilamente.

—¡Caballero! —dijo en voz baja. Uno de aquellos hombres se incorporó y se sentó, a pesar de que tenía los brazos fuertemente atados.

—¿Quién viene a incomodarme? —preguntó el Corsario con mal humor—. ¡Ah! ¿Usted, Conde? ¿Viene usted acaso a hacerme compañía?

—¡Vengo a algo mejor, caballero! —contestó el castellano.

—¿Qué quiere usted decir?

—Que vengo a pagar una deuda.

—No lo comprendo a usted.

¡Caray! —dijo el Conde sonriendo—. ¿Ha olvidado usted nuestra alegre aventura en casa del notario?

—No, Conde.

—Entonces, no habrá olvidado tampoco que aquel día me salvó la vida.

—¡Es verdad!

—Pues ahora vengo a cumplir mi deuda de gratitud. Hoy no estoy en peligro yo, sino usted, y, por lo tanto, me corresponde la vez para hacerle un favor, que seguramente apreciará.

—Explíquese mejor, Conde.

—Vengo a salvarle, señor.

—¡A salvarme! —exclamó estupefacto el Corsario—. ¿No ha pensado usted en el Duque?

—Está durmiendo, caballero.

—Pero mañana estará despierto.

—¿Y qué? —preguntó tranquilo el Conde.

—Que mandará prender y ahorcar a usted en lugar mío. ¿Ha pensado usted en eso, Conde? ¡Usted ya sabe que Wan Guld no bromea!

—¿Y cree usted, caballero, que puede sospechar de mí? Ya sé que es astuto el flamenco; pero creo que no se atreverá a culparme. Además, la carabela es mía, la tripulación me profesa gran afecto, y si quiere intentar algo contra mí, perderá el tiempo y el esfuerzo. Créame usted; aquí no quieren gran cosa al Duque, por su altivez y su crueldad, y mis compatriotas le soportan de mala gana. Quizás haga mal en dejar a usted libre ahora, precisamente en el momento en que el Olonés se dirige a Gibraltar; pero ante todo soy un caballero, y debo cumplir un deber de conciencia. Usted ha respetado mi vida en otra ocasión; yo salvaré la de usted ahora, y quedaremos iguales. Si después nos encontramos en Gibraltar, usted cumplirá sus deberes de corsario, yo los de español, y nos batiremos como enemigos encarnizados.

—¡No Conde; no nos batiremos como enemigos encarnizados!

—¡Pues entonces, nos batiremos como dos gentileshombres que militan en distintos campos! —dijo noblemente el castellano.

—¡Así sea, Conde!

—Ahora váyase usted. Aquí tiene usted un hacha, con la que puede romper las traviesas de madera de cualquiera de las portas, y dos puñales para que con sus compañeros se defienda de las fieras cuando se halle en tierra. Una de las chalupas de la carabela nos sigue a remolque; la alcanzan ustedes, le cortan la cuerda y arrancan en seguida hacia la costa. Ni yo ni el piloto veremos nada. ¡Adiós, caballero; espero volver a verle bajo las murallas de Gibraltar y cruzar una vez más mi espada con la suya!

Dicho esto, el Conde le cortó las ligaduras, le dio las armas, le estrechó la mano y se alejó rápidamente, desapareciendo por la escalera.

El Corsario permaneció inmóvil durante algunos instantes, como sumergido en profundos pensamientos, o como si todavía estuviera asombrado de lo grande y magnífico del acto realizado por el castellano. Al cabo, como a sus oídos llegasen algunos rumores, sacudió a Wan Stiller y a Carmaux, diciéndoles:

—¡Amigos, en marcha!

—¿Nos marchamos? —exclamó Carmaux abriendo desmesuradamente los ojos—. ¿Y por dónde, Capitán? ¿Estamos atados como chorizos y quiere usted que nos vayamos?

El Corsario cogió un puñal y a tajos cortó los cordeles que sujetaban a sus dos compañeros.

—¡Truenos! —exclamó Carmaux.

—¡Y relámpagos! —añadió el hamburgués.

—¿Estamos libres? ¿Qué ha sucedido, señor? ¿Se habrá vuelto de improviso tan generoso ese tunante de Gobernador que nos deje ir?

—¡Silencio y seguidme!

El Corsario empuñó el hacha y se dirigió hacía una de las portas, la más ancha de todas, defendida por gruesas trancas de madera. Aprovechando el momento en que los marineros de guardia hacían mucho ruido, pues había que virar de bordo, derribó con cuatro hachazos las traviesas y abrió un boquete suficiente para dejar pasar un hombre.

—¡Cuidado con dejaros sorprender! —dijo a ambos filibusteros—. ¡Si estimáis el pellejo, conducíos con prudencia!

Se deslizó a través de la porta y se suspendió en el vacío, manteniéndose sujeto a las traviesas inferiores. La borda era tan baja, que se encontró metido en el agua hasta los muslos.

Esperó a que una ola fuese a romper contra el costado del velero y se dejó ir, poniéndose a nadar en seguida a lo largo de la borda para que no le viesen los marineros de guardia. Un momento después se reunieron con él Carmaux y Wan Stiller, que llevaban entre los dientes los puñales del castellano.

Dejaron pasar la carabela, y viendo en seguida la chalupa, que iba atada a la popa con una cuerda muy larga, la alcanzaron en cuatro brazadas y, ayudándose unos a otros para mantenerla en equilibrio, se metieron dentro.

Iban a coger los remos, cuando la cuerda que sujetaba la chalupa a la carabela cayó al mar, cortada por una mano amiga.

El Corsario levantó los ojos hacia la popa del velero y en el castillo vio una sombra humana que le hizo una seña de despedida.

—¡Es un noble corazón! —murmuró reconociendo al castellano—. ¡Dios le proteja contra la cólera de Wan Guld!

Con todas las velas desplegadas la carabela proseguía su carrera hacia Gibraltar, sin que ni un solo grito hubiera salido de entre los hombres de guardia. Se le vio todavía durante algún tiempo ir corriendo bordadas, y poco después desapareció a sus ojos el grupo de los islotes.

—¡Truenos! —exclamó Carmaux rompiendo el silencio que reinaba en la chalupa—. ¡Yo todavía no sé si estoy despierto o si soy juguete de un sueño! ¡Encontrarse atado en la bodega de una carabela, con todas las probabilidades de que le ahorcaran a uno al salir el Sol, y ahora, sin saber ni cómo ni cuándo, verse libre, no es cosa para ser creída fácilmente! Capitán, ¿qué es lo que ha sucedido? ¿Quién le ha proporcionado los medios para poder escapar del furor de ese viejo antropófago?

—El Conde de Lerma —respondió el Corsario.

—¡Ah! ¿El valiente y noble caballero? ¡Si lo encontramos en Gibraltar le respetaremos! ¿Verdad, Wan Stiller?

—¡Le trataremos como a un hermano de la costa! —respondió el hamburgués—. ¿A dónde vamos, Capitán?

El Corsario Negro no contestó. Se había levantado repentinamente y miraba hacia el Norte, escrutando la línea del horizonte.

—Amigos —dijo algo emocionado—, ¿no distinguís nada allá arriba?

Los dos filibusteros se pusieron en pie y miraron en la dirección indicada. Allí donde la línea del horizonte parecía confundirse con las aguas del amplio lago brillaban dos puntos luminosos. Un hombre de tierra quizás los hubiese tomado por estrellas próximas a ocultarse; pero a un marino no le era fácil equivocarse…

—¡Allá arriba brillan dos luces! —dijo Carmaux.

—Son las luces de un barco que viene por el lago —añadió el hamburgués.

—¿Será Pedro que boga hacia Gibraltar? —preguntó el Corsario, al mismo tiempo que en sus ojos relampagueaba vívida luz—. ¡Ah, si fuese cierto, todavía podría vengarme del matador de mis hermanos!

—Sí, Capitán —dijo Carmaux—, aquellos dos puntos luminosos son los faroles de una barca o de un buque grande. ¡Estoy seguro de que es el Olonés!

—¡Pronto, vamos a la playa, y encendamos un hoguera para que venga a recogernos!

Carmaux y Wan Stiller cogieron los remos y bogaron con ahínco dirigiendo la chalupa hacia la costa, que ya no distaba más que unas tres o cuatro millas.

Media hora después los tres filibusteros saltaban a tierra en una especie de bahía bastante amplia para poder contener media docena de veleros pequeños. Aquella bahía se hallaba a unas treinta millas de Gibraltar.

Cercanos ya los puntos luminosos, pudo verse que avanzaban con rapidez.

—¡Amigos! —gritó el Corsario, que se había subido en una peña—, es la flota del Olonés.

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