Capítulo III El Prisionero

A una seña del Capitán, Wan Stiller y Carmaux levantaron al prisionero y lo sentaron al pie de un árbol, aun cuando sin desatarle las manos, a pesar de hallarse seguros de que no habría cometido la locura de intentar la fuga.

El Corsario se sentó enfrente, en una enorme raíz que salía del suelo como una serpiente gigantesca, y, por su parte, los dos filibusteros se pusieron de centinela en los extremos de la espesura, pues no tenían completa seguridad de que el prisionero estuviera solo.

—Dime —le dijo el Corsario al cabo de algunos momentos de silencio—. ¿Está todavía expuesto mi hermano?

—Sí —contestó el prisionero—; el Gobernador ha mandado que esté colgado tres días y tres noches.

—¿Crees que será posible robar el cadáver?

—Quizá, puesto que por la noche no hay más que un centinela en la plaza de Granada. Los quince ahorcados ya no pueden escaparse.

—¡Quince! —exclamó el Corsario con voz sombría—. ¿Es decir, que ese feroz Wan Guld no ha respetado a ninguno?

—A nadie.

—¿Y no teme la venganza de los filibusteros de las Tortugas?

—Maracaibo está bien abastecida de tropas y de cañones.

Una sonrisa de desprecio plegó los labios del fiero Corsario.

—¿Qué son para nosotros los cañones? —dijo—. ¡Nuestras hachas de abordaje valen bastante más; ya lo habéis visto en el asalto de San Francisco de Campeche, de San Agustín de La Florida y en otros combates!

—Es verdad; pero Wan Guld se considera seguro en Maracaibo.

—¡Ah! ¿Sí? ¡Está bien; ya lo veremos en cuanto yo me presente con el Olonés!

—¡Con el Olonés! —exclamó el español—. ¡Con el más cruel de los piratas!

El Corsario no debió de haberse hecho cargo de las palabras del prisionero, porque prosiguió, cambiando de tono:

—¿Qué es lo que hacías en este bosque?

—Vigilar la playa.

—¿Solo?

—Sí, solo.

—¿Temían quizá alguna sorpresa de nuestra parte?

—No lo niego, pues habían señalado un barco sospechoso que anclaba en el Golfo.

—¿El mío?

—Estando vos aquí, claro es que ese barco debe de ser el vuestro.

—¿Y el gobernador se habrá apresurado a fortificarse?

—Ha hecho más: ha mandado algunos avisos a Gibraltar para prevenir al Almirante.

Esta vez fue el Corsario el que se sobresaltó, si no de espanto, por lo menos lleno de inquietud.

—¡Ah! —exclamó, mientras su tez pálida se ponía lívida—. ¿Correrá quizá algún peligro grave mi barco?

Pero en seguida añadió, encogiéndose de hombros:

—¡Bah! ¡Cuando lleguen a Maracaibo los barcos del Almirante, ya estaré yo a bordo de El Rayo!

Se levantó bruscamente, dio un silbido para llamar a los dos filibusteros, y les dijo brevemente:

—¡En marcha!

—¿Y qué es lo que hacemos con este hombre? —preguntó Carmaux.

—Traerle con nosotros. ¡Me respondéis de él con vuestra vida si se escapa!

—¡Truenos de Hamburgo! —exclamó Wan Stiller—. ¡Le llevaré por el cinturón, para que no le dé la idea de poner pies en polvorosa!

Se pusieron en camino, marchando en hilera; Carmaux, delante, y Wan Stiller, el último, detrás del prisionero, para no perderle de vista un solo instante.

Comenzaba a alborear. Las tinieblas desaparecían rápidamente ante la luz rosada que invadía el cielo y que penetraba bajo los árboles del bosque.

Los monos, tan abundantes en la América meridional, especialmente en Venezuela, despertaban, llenando la floresta con sus extraños gritos.

En las copas de las preciosas palmeras llamadas assai, o entre las verdes frondas de los enormes erio-dendron, o en medio de los sipos, ramas muy gruesas que rodean los árboles, o agarradas a las raíces aéreas de las aroideas, o en mitad de las espléndidas bromelias, cuyas lindas ramas están siempre cargadas de flores de color de escarlata, se agitaban como energúmenos toda clase de cuadrumanos.

Allí estaba una pequeña familia de micos, los más graciosos monos, al propio tiempo, que los más esbeltos e inteligentes, aun cuando son tan pequeños que pueden esconderse en un bolsillo; más lejos veíase un pelotón de sahuis rojos, adornados con una melena lindísima, que los asemeja a leoncillos; después saltaban bandadas de monos, los simios más delgados de todos, y cuyos brazos y piernas son tan largos, que parecen arañas descomunales; por último, tropas de los llamados pregos, cuadrumanos que tienen la manía de devastarlo todo y que son el terror de los plantadores, daban enormes brincos de unas ramas en otras.

No faltaban pájaros; habíalos en abundancia, y sus gritos se mezclaban con los de los simios.

Entre las grandes hojas de los pomponasses, que producen las delicadísimas fibras con que se fabrican los lindísimos y ligeros sombreros de Panamá, o entre los bosquecillos de laransias, cuyas flores exhalan un aroma muy fuerte, o sobre las cuaresmas, palmas preciosas que dan flores purpúreas, chillaban a voz en cuello los diminutos mahitacos, especie de papagayos con la cabeza azul turquí; los grandes arás, papagayos también, completamente rojos, y que con una constancia maravillosa están gritando sin cesar desde la mañana a la noche «¡ará!, ¡ará!», o los choradeiras, así llamados porque parece que lloran y que siempre tienen de qué lamentarse.

Los filibusteros y el español, acostumbrados a recorrer las grandes florestas del Continente americano y de las islas del Golfo de México, no se detenían para admirar los árboles, ni los monos, ni los pájaros. Caminaban lo más rápidamente que podían, buscando pasos fáciles abiertos por las fieras o por los indios, pues deseaban salir de aquel laberinto de vegetales y llegar a Maracaibo.

El Corsario había caído en una tétrica meditación, como lo tenía por costumbre aún a bordo de su barco y en los momentos de alegría de los festines a que se entregaban los filibusteros en las islas de las Tortugas. Envuelto en su amplio ferreruelo negro, con el sombrero echado sobre los ojos, la siniestra mano apoyada en la guarda de la espada y la cabeza inclinada sobre el pecho, caminaba detrás de Carmaux, sin mirar a sus compañeros ni al prisionero; lo mismo, en fin, que si recorriera solo el bosque.

Los dos filibusteros, que conocían sus costumbres, se guardaban muy bien de interrogarle, sacándole de sus meditaciones. Cuando más, cambiaban entre sí, en voz baja, unas cuantas palabras para aconsejarse acerca de la dirección que debían seguir; en seguida alargaban el paso, metiéndose camino adelante por entre aquellas redes gigantescas de desmesurados sipos, troncos de palmeras, de jacarandós o de massarándubas, poniendo en fuga bandadas de esos pajarillos llamados troquílidos o pájaros moscas, cuyas plumas son de matices muy brillantes, y que tienen el pico rojo, color de fuego.

Llevaban caminando ya dos horas, siempre con rapidez, cuando Carmaux, después de un momento de vacilación y de haber mirado más veces a los árboles que al suelo, se detuvo, señalando a Wan Stiller una espesura de cujueiros, planta que tiene las hojas corráceas y que producen sonidos muy agradables cuando sopla el viento.

—¿Es aquí, Wan Stiller? —preguntó—. ¡Me parece que no me equivoco!

En aquel mismo instante resonaron en medio de la espesura unos sonidos melodiosos, dulcísimos, que parecían salir de una flauta.

—¿Qué es eso? —preguntó el Corsario, levantando de pronto la cabeza y desembozándose.

—Es la flauta de Moko —contestó, sonriendo, Carmaux.

—¿Y quién es Moko?

—El negro que nos ayudó para que pudiésemos huir. Tiene la cabaña en medio de esta espesura.

—¿Y por qué toca?

—Estará ocupado en domesticar a sus serpientes.

—¡Qué! ¿Es un encantador de reptiles?

—Sí, Capitán.

—Pero esa flauta puede descubrirnos.

—Se la cogeré, y a las serpientes las enviaremos a pasear por el bosque.

El Corsario hizo seña para seguir adelante; pero desenvainó la espada, como si temiera una sorpresa desagradable.

Carmaux ya se había introducido por entre la espesura, avanzando por un senderito apenas visible; pero volvió a detenerse, lanzando un grito de estupor, acompañado de un escalofrío de espanto.

Ante una cabaña de ramas entretejidas, y cuyo techo estaba cubierto de grandes hojas de palma, cabaña que casi ocultaba una enorme cujera, hallábase sentado un negro de hercúleas formas. Era uno de los más bellos ejemplares de la raza africana, pues tenía elevada estatura, anchas y robustas espaldas, pecho amplio, y brazos y piernas musculosos, que debían desarrollar una fuerza enorme.

Su rostro, aun cuando de labios gruesos, nariz ancha y pómulos salientes, no era feo; había en él cierta cosa de bueno, de ingenuo, de infantil, sin que se vislumbrase la menor traza de la expresión de ferocidad que se observa en muchas razas africanas.

Sentado en un tronco de árbol tocaba una flauta, hecha con una caña delgadita de bambú, arrancando del rústico instrumento dulces y prolongados sonidos, que producían una sensación extraña de molicie, mientras que ante él se deslizaban dulcemente ocho o diez de los más peligrosos reptiles de la América meridional.

Veíanse algunas jararacás, serpientes pequeñitas, de color de tabaco, de cabeza aplastada y triangular, de sutilísimo cuello, y que son tan venenosas, que los indios las llaman «las malditas»; algunas rojas, llamadas también ay-ay, negras por completo, y que inyectan un veneno casi fulminante; la boicinega o serpiente de cascabel, y algunos urutús, reptiles rayados de blanco, cuya mordedura produce la parálisis del miembro lesionado.

Al oír el grito de Carmaux, el negro fijó en él sus grandes ojos, que parecían de porcelana, y apartando la flauta de los labios, dijo, asombrado:

—¿Vosotros? ¿Todavía aquí? ¡Yo los creía en el Golfo y seguros ya de los españoles!

—Sí, nosotros somos; pero… ¡que el diablo me lleve si doy un paso por entre esos reptiles que te rodean!

—¡Mis animales no hacen daño a los amigos! —contestó el negro, riendo—. Espera un momento, compadre blanco: los enviaré a dormir.

Cogió un cesto hecho con hojas trenzadas, metió dentro a las serpientes, sin que estas se rebelasen, lo cerró con gran cuidado, y para mayor seguridad le puso encima una piedra. Hecho esto, dijo:

—Ahora, ya puedes entrar sin cuidado alguno, compadre blanco. ¿Vienes solo?

—No; conmigo viene el capitán de mi barco, el hermano del Corsario Rojo.

—¿El Corsario Negro? ¿Él aquí? En cuanto lo sepa Maracaibo, temblará toda ella.

—¡Silencio, negrito! Necesitamos tener tu cabaña a nuestra disposición. ¡No te pesará!

El Corsario llegaba en aquel momento, juntamente con el prisionero y Wan Stiller. Saludó con la mano al negro, que le esperaba ante la cabaña, y en seguida entró detrás de Carmaux.

—¿Es este el que te ha ayudado a escapar?

—Sí, Capitán.

—¿Odia acaso a los españoles?

—Tanto como nosotros.

—¿Conoce Maracaibo?

—Como conocemos nosotros las islas de las Tortugas.

El Corsario se volvió para mirar al negro, contemplando con admiración la poderosa musculatura de aquel hijo de África, y en seguida, como hablando consigo mismo, dijo:

«¡Este es un hombre que podrá serme útil!».

Echó una mirada por la cabaña, y como viera en un ángulo una especie de silla hecha con ramas entretejidas, se sentó, volviendo a sumergirse en un profundo mutismo.

Entretanto, el negro se había apresurado a llevar un poco de harina de manioca, que se extrae de ciertos tubérculos venenosísimos, pero que pierde esa cualidad tan pronto como se le muele y exprime; piñas que se diferencian de las que se producen en las Antillas en que son siempre de color verde, y unas docenas de perfumados plátanos llamados de oro, más pequeños que los demás, pero más sabrosos y nutritivos.

A todos estos manjares añadió una calabaza llena de pulque, bebida fermentada hecha del agave o pita, planta que produce gran cantidad de zumo.

Como los tres filibusteros no habían probado ni un solo bizcocho durante la noche, hicieron los honores a la comida, no olvidando al prisionero; después se tumbaron sobre algunos brazados de hojas secas que llevó el negro, y se durmieron tranquilamente, como si se encontraran en plena seguridad.

Sin embargo, Moko se puso de centinela, después de atar bien al soldado, como se lo recomendó el compadre blanco.

Ninguno de los filibusteros se movió en todo el día; pero apenas sobrevino la noche, el Corsario se levantó.

Estaba más pálido que de costumbre, y en sus negros ojos fulguraba una luz sombría.

Dio dos o tres vueltas por la cabaña con paso agitado, y de pronto, deteniéndose ante el prisionero, le dijo:

—Te he prometido no matarte, cuando tenía derecho para mandar que te ahorcasen en el primer árbol del bosque; así, pues, es preciso que me digas si podré entrar sin que me descubran en el palacio del Gobernador.

—¿Queréis asesinarle para vengar así la muerte del Corsario Rojo?

—¡Asesinarle! —exclamó con ira el filibustero—. ¡Yo me bato; no mato a traición, porque soy un noble, un caballero! ¡Un duelo entre él y yo es lo que deseo, no un asesinato!

—El Gobernador es viejo, mientras que vos sois joven; además, no podréis introduciros en sus habitaciones sin que os prendan los muchos soldados que hacen la guardia de su persona.

—Sé que es valiente.

—Como un león.

—¡Está bien; espero encontrarle!

Se volvió hacia los dos filibusteros, que se habían levantado, y dijo a Wan Stiller.

—Tú permanecerás aquí, custodiando a este hombre.

—Bastaba el negro, Capitán.

—No; el negro es fuerte como un hércules, y lo necesito para que me ayude a transportar el cadáver de mi hermano. ¡Ven, Carmaux; iremos a beber una botella de vino de España en Maracaibo!

—¡Mil tiburones! ¿A estas horas, Capitán? —exclamó Carmaux.

—¿Tienes miedo?

—¡Con vos bajaría al Infierno a coger por las narices al señor Belcebú; pero temo que nos descubran!

Una sonrisa burlona contrajo los sutiles labios del Corsario.

—¡Lo veremos! —dijo—. ¡Ven!

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