Capítulo XXII EL TREMEDAL

El animal que tan audazmente los había acometido se parecía por la forma a las leonas de África, pero era mucho más pequeño, pues no tendría más de un metro quince centímetros de longitud, ni más de sesenta centímetros de alto.

La cabeza la tenía redonda, el cuerpo alargado, pero musculoso, y la cola, como de medio metro; las garras eran largas y afiladísimas, el pelo, corto y muy espeso, de color rojo y amarillento, más obscuro por el lomo y casi blanco por el vientre, el de la cabeza era grisáceo.

El catalán y el Corsario comprendieron al primer golpe de vista que se trataba de uno de esos animales que los hispanoamericanos llaman mizgli, o mejor aún, puma, y también leones de América.

Esas fieras, que aún hoy abundan así en la América meridional como en la septentrional, aun cuando de tamaño relativamente pequeño son formidables por su ferocidad y su valor.

Ordinariamente viven en los bosques, donde hacen grandes matanzas de monos, pues pueden trepar con facilidad por los árboles más elevados: otras veces se acercan a las aldeas y caseríos, y entonces causan enormes daños degollando ovejas, bueyes y caballos.

En una noche tan sólo son capaces de matar cincuenta cabezas de ganado. Se limitan a beber la sangre caliente de sus víctimas, a las que hieren en las vértebras cervicales. Si no tienen hambre huyen del hombre, sabiendo por experiencia que no siempre salen victoriosas: tan sólo empujadas por la necesidad le acometen con valor desesperado. Aun heridas, se revuelven contra sus adversarios, sean estos los que sean en número.

A veces se reúnen por parejas, con objeto de dar caza con más facilidad a los animales de los bosques; pero más comúnmente van solas, pues las mismas hembras no tienen confianza en los machos, porque temen que estos devoren a sus propios hijuelos. Cierto que también ellas se comen a sus primeras crías; pero no es menos cierto que con el tiempo se convierten en madres amorosas y defienden encarnizadamente a su prole.

—¡Vientre de un tiburón! —exclamó Carmaux—. ¡Son pequeños estos animales; pero tienen más valor que algunos leones!

—¡Yo no sé cómo no me ha destrozado el cuello! —dijo el catalán—. Se dice que poseen una verdadera habilidad para cortar la vena yugular y beber la sangre de los desgraciados que matan.

—¡Hábiles o no, marchemos! —dijo el Corsario—. ¡Esas bestias nos han hecho perder un tiempo precioso!

—¡Tenemos las piernas ligeras, comandante!

—Ya lo sé, Carmaux; pero no olvidemos que Wan Guld nos lleva algunas horas de ventaja. ¡En marcha, amigos!

Dejaron el cadáver del puma, y volvieron a emprender el camino a través de la selva sin fin, reanudando la fatigosa maniobra de ir cortando las lianas y raíces que interceptaban el paso.

Se habían metido en un terreno empapado en agua, y en el cual los árboles más pequeños adquirían colosales dimensiones. Parecíales que marchaban sobre una esponja inmensa, porque a la sola presión del pie salían de cien mil invisibles fosos chorritos de agua.

Seguramente se ocultaba en medio de la selva alguna sabana, o más bien alguno de esos parajes traidores llamados tremedales, cuyo fondo está constituido por arenas movedizas que se tragan a quienquiera que se atreva a pisar en ellas.

El catalán, práctico en aquellas regiones, se había vuelto extremadamente prudente. Tanteaba con frecuencia el piso valiéndose de una rama larga que cortó; miraba siempre adelante para asegurarse de si continuaba la espesura, y de cuando en cuando daba palos a derecha e izquierda.

Temía a las arenas movedizas; pero también se guardaba de los reptiles, los cuales se encuentran en gran número en los terrenos húmedos de las selvas vírgenes.

Podía muy bien, dada la obscuridad, poner el pie sobre algún urutú, que es una serpiente listada de blanco con una cruz en la cabeza, y cuya mordedura produce la parálisis del miembro mordido; o sobre una serpiente cipo o serpiente liana, así llamada porque es verde y delgada como una verdadera liana, con las cuales se confunde fácilmente, o bien, sobre cualquiera de las llamadas corales, cuya mordedura no tiene remedio.

Al cabo de cierto tiempo el catalán se detuvo.

—¿Otro puma? —preguntó Carmaux, que le seguía.

—¡No me atrevo a penetrar por ahí antes de que salga el sol! —respondió.

—¿Qué temes? —dijo el Corsario.

—El terreno huye bajo los pies, señor, y esto indica que estamos cerca de algún tremedal.

—¿Alguna sabana cenagosa?

—Eso temo.

—¡Perderemos un tiempo precioso!

—Dentro de media hora saldrá el Sol. Y, además, ¿cree usted que los fugitivos no han de encontrar obstáculos también?

—No digo lo contrario. ¡Esperaremos a que salga el Sol!

Se tumbaron al pie de un árbol, y llenos de impaciencia esperaron a que comenzaran a deshacerse las espesas tinieblas.

El gran bosque, poco antes silencioso, se llenó entonces de rumores extraños. Millares y millares de sapos, ranas y parranecas hacían oír su voz, produciendo un ruido ensordecedor. Se oían ladridos, mugidos interminables, rechineos prolongados, como si estuviesen en movimiento cientos de carretas; gargarismos que semejaban el ruido que podrían producir miles de enfermos que se bañasen la garganta; después se sucedían furiosos hachazos, cual si un ejército de leñadores se ocultara en la espesura, y miles de sonidos semejantes a los que producirían millares de sierras mecánicas.

Otras veces, de tiempo en tiempo y desde los árboles, se oía de improviso un estallido de silbidos agudos que obligaban a levantar la cabeza a los filibusteros.

Los daban ciertos lagartos de pequeñas dimensiones, pero dotados de tan poderosos pulmones, que podían hacer competencia a los silbatos de nuestras locomotoras.

Comenzaban las estrellas a palidecer y el alba rompía las tinieblas, cuando se oyó en lontananza una débil detonación, que no podía confundirse con los gritos de las ranas.

El Corsario se levantó bruscamente.

—¿Un tiro de fusil? —preguntó mirando al catalán, el cual también se había levantado.

—¡Eso parece! —respondió este.

—¿Lo habrán disparado los que vamos persiguiendo?

—Lo supongo.

—Entonces no deben de estar muy lejos.

—Muy bien pudiera equivocarse usted. Bajo estas bóvedas de verdura, el eco repercute hasta distancias increíbles.

—Ya comienza a clarear, y podemos volver a ponernos en marcha, si no estáis cansados.

—¡Bah! ¡Ya descansaremos después! —dijo Carmaux.

Por entre las hojas de los árboles comenzaba a filtrarse la luz del alba, iluminando todo y despertando a los habitantes de la floresta.

Los tucanes, de enorme pico, tan grueso como su cuerpo y tan frágil que obliga a esos pobres pájaros a arrojar al aire la comida esperando que les caiga dentro para deglutirla, comenzaron a revolotear por encima de la copa de los árboles, dando desagradables chillidos, los cuales se parecían al chirriar de la rueda de una carreta; los honoratos, escondidos en lo más espeso de las ramas, lanzaban a voz en cuello notas de barítono: do… mi… sol… do…; los cassichis piaban meciéndose en sus extraños nidos en forma de bolsa, suspendidos de las flexibles ramas de los mangos o en los extremos de las enormes hojas de los maots, y los graciosos pájaros moscas volaban de flor en flor, semejantes a joyas aladas, haciendo brillar a los primeros rayos del Sol sus plumas verdes, azul turquí y negras con reflejos de oro y cobre.

Algunas parejas de monos salidas de sus nocturnos escondrijos, comenzaban a aparecer, desperezándose y con el hocico vuelto hacia el Sol.

Generalmente eran de los llamados barrigudos, de sesenta a ochenta centímetros de estatura, de cola más larga que el cuerpo, con el pelo suave de color negro muy intenso en el lomo, grisáceo hacia el vientre, y con una especie de cabellera de crines entre los hombros.

Algunos se mecían suspendidos por la cola y gritando de un modo que parecía decir eské, eské; otros en cambio, al ver pasar aquel pelotón de hombres se apresuraban a saludarlos disparando sobre ellos con imprudente malignidad hojas y frutos.

En medio de las ramas y hojas de las palmeras se veían también bandadas de minúsculos cuadrumanos llamados titíes, que son los más graciosos de todos; son tan pequeños, que se pueden llevar en el bolsillo de la chaqueta. Subían y bajaban las ramas buscando vivamente los insectos que constituyen su alimento; mas apenas veían a los hombres, se ponían apresuradamente en salvo encaramándose en las hojas más elevadas, y desde allí los miraban con sus inteligentes y expresivos ojos.

A cada paso que daban los filibusteros internándose, iban haciéndose menos espesos los árboles y los matorrales, como si no fuera de su agrado aquel terreno, saturado de agua y, probablemente, de naturaleza arcillosa.

Desaparecieron ya las espléndidas palmeras, y no se veían más que grupos de inbaubas, especie de sauces pequeños, los cuales mueren durante la estación lluviosa volviendo a revivir en la estación seca; iriartree pinciute, extraños árboles que tienen el tronco inflado en la parte inferior, y que se sostienen hasta una elevación de dos o tres metros en siete u ocho fortísimas raíces; a los veinticinco metros echan grandes hojas dentelladas, que caen en derredor formando como gigantesco quitasol.

Muy pronto desaparecieron estos últimos árboles, dejando el campo a grandes masas de calupos, cuya fruta cortándola en pedazos y dejándola fermentar un poco, da una bebida refrescante; mezclados con estos árboles veíanse bambúes gigantescos, de quince y veinte metros de alto, y tan gruesos, que un hombre no podría abarcarlos.

Iba el catalán a entrar por en medio de aquellos vegetales, cuando, volviéndose bacía los filibusteros, les dijo:

—Antes de que salgamos de la selva, creo que agradecerían ustedes una buena taza de leche.

—¡Hombre! —exclamó alegremente Carmaux.

—¿Has descubierto alguna vaca? ¡En ese caso también podíamos regalamos con un beefsteak!

—Nada de beefsteak por ahora, porque no vamos a ordeñar ninguna vaca.

—Entonces, ¿de dónde va a salir la leche?

—Del árbol de la leche.

—¡Vamos a ordeñar al árbol de la leche!

El catalán pidió un frasco a Carmaux, y se acercó a un árbol de anchas hojas, de tronco grueso y liso, de unos veinte metros de altura, al que sostenían fortísimas raíces las cuales, como si no hubieran encontrado sitio suficiente bajo tierra, salían a la superficie; dio un tajo en el tronco con su espada, y la introdujo profundamente.

Un instante después se vio salir por la herida un líquido blanco, denso, que, en efecto, parecía leche, y que tenía el mismo gusto que esta.

Todos bebieron paladeándola mucho; en seguida volvieron a ponerse en marcha metiéndose por entre los bambúes, aturdidos por el silbido ensordecedor, agudo e incesante de los lagartos.

El terreno era cada vez menos consistente. Por todas partes rezumaba el agua bajo los pies de los filibusteros, formando charcos que se alargaban con rapidez.

Bandadas de aves acuáticas indicaban la cercanía de una gran marisma y de un tremedal. Veíanse muchas becasinas, anhingos de cuello tan largo y sutil, que ha servido para denominarlos «pavos serpientes». Tienen estas aves la cabeza pequeñísima, el pico, recto y agudo, y las plumas, sedosas y de reflejos plateados. Veíanse además ánades de la sabana, más pequeños que las garzas y con las plumas de color verde obscuro, contorneados por un filete violáceo.

Comenzó el español a aminorar el paso por temor a que le faltase el terreno bajo los pies, cuando un poco más adelante se oyó un grito ronco y prolongado, seguido de un chapuzón y del rumor del agua movida.

—¡Agua! —exclamó.

—¡Pero además del agua me parece que por ahí anda algún animal! —dijo Carmaux.

—¿No has oído?

—Sí; el grito de un jaguar.

—¡Vaya un encuentro! —masculló Carmaux.

Se detuvieron poniendo los pies encima de algunos bambúes caídos, para no hundirse en el fango, y desenvainando los sables y las espadas.

El grito de la fiera no volvió a oírse; pero sí gruñidos muy bajos, que indicaban que el animal no estaba muy contento.

—Quizá esté pescando —dijo el catalán.

—¿Peces? —preguntó con tono de incredulidad Carmaux.

—¿Le admira eso?

—Que sepa yo, por lo menos, los jaguares no tienen anzuelos.

—Pero tienen uñas y rabo.

—¿Rabo? ¿Y para qué puede servirles?

—Para atraer a los peces.

—¡Tengo curiosidad por saber de qué modo! ¿Es que ponen algunos gusanos como cebo en el extremo del rabo?

—Nada de eso; se limitan a dejarlo colgar, rozando suavemente el agua con los largos pelos de ese largo apéndice.

—¿Y después?

—Lo demás ello mismo se explica. Las rayas espinosas y demás pescados, creyendo que tienen a su alcance una buena presa, acuden en buen número, y entonces el jaguar los coge por medio de un rápido zarpazo. Muy pocas veces da el golpe en vano, pues es muy raro que falten curiosos que salgan a la superficie.

—¡Ya lo veo! —dijo el africano, pues como era el más alto de todos, podía ver más lejos que nadie.

—¿El qué? —preguntó el Corsario.

—El jaguar —contestó el negro.

—¿Qué es lo que hace?

—Está en la orilla del agua.

—¿Solo?

—Parece como que espía algo.

—¿Está muy lejos?

—A unas sesenta o setenta varas.

—¡Vamos a verle! —dijo el Corsario con resolución.

—¡Tenga prudencia, señor! —le aconsejó el catalán.

—Si no nos cierra el paso, no seremos nosotros quienes le ataquemos. ¡Acerquémonos en silencio!

Descendieron de los bambúes, y marchando ocultos por entre los troncos de un gran grupo de árboles de la madera de cañón, avanzaron silenciosamente y con los sables de abordaje y las espadas desnudas.

Anduvieron unos cuantos pasos, y llegaron a la orilla de una amplia laguna que debía de extenderse mucho por el bosque.

Era una extensísima charca llena de agua fangosa; fango formado por las filtraciones y desagües de toda la selva. Las aguas, casi negras por la putrefacción de miles y miles de vegetales, exhalaban miasmas deletéreos muy peligrosos para los hombres, porque producen horribles calenturas.

En toda su extensión crecían plantas acuáticas de varias especies. Ya eran matas de mucumucú de largas y flotantes hojas, ya grupos de arusm, cuyas hojas en forma de corazón surgen de lo alto de un pedúnculo, ya murcis, que no pasan de flor de agua. También se veían las espléndidas victorias regias, la mayor de las plantas acuáticas, puesto que sus hojas miden metro y medio de circunferencia. Parecían monstruosos discos vegetales, con los bordes realzados, pero defendidos por una verdadera armadura de largas y agudas espinas.

En medio de aquellas hojas gigantescas se destacaban las soberbias flores que producen dichas plantas: flores que parecen de terciopelo blanco, con estrías purpúreas y gradaciones rotáceas de belleza más que rara, única.

Apenas habían echado los filibusteros una ojeada a la charca, cuando delante de ellos y a muy corta distancia oyeron un sordo rugido.

—¡El jaguar! —exclamó el catalán.

—¿Dónde está? —preguntaron todos.

—¡Mírenlo allí, sobre el ribazo de la orilla! ¡Está en acecho!

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