Capítulo XXI EN LA SELVA VIRGEN

Los cinco hombres escogieron para esperar a que saliese la Luna un espacio invadido por las enormes raíces de un summameira, árbol colosal que se elevaba por encima de todos los del bosque.

Estos árboles, que a menudo alcanzan alturas de sesenta y aun de setenta metros, hállanse sostenidos por naturales soportes en forma de espolones formados por raíces de extraordinario espesor, muy nudosas y perfectamente simétricas, que, desviándose de la base, forman una serie de arcadas de gran bizarría, y bajo las cuales pueden refugiarse con comodidad unas veinte personas.

Era aquello una especie de escondrijo fortificado que ponía al Corsario y a sus compañeros a cubierto de un ataque imprevisto, fuese por parte de las fieras o de los hombres.

Acomodados como mejor pudieron bajo el gigante del bosque, después de comer algunos bizcochos juntamente con un poco de jamón, decidieron dormir hasta el momento de volver a emprender la persecución del Gobernador, dividiendo las cuatro horas que allí habían de estar en otros tantos cuartos de guardia, pues no era prudente entregarse todos al sueño en medio de la selva virgen.

Pasada revista a las hierbas y plantas cercanas, por temor a que se escondiera entre ellas alguna serpiente, pues en los bosques venezolanos hay muchas venenosas, pusieron en seguida por obra el excelente consejo tumbándose plácidamente entre las hojas caídas del coloso, en tanto que Carmaux y el africano montaban la primera guardia y velaban por la seguridad de todos.

Desapareció la luz del crepúsculo, que sólo dura unos cuantos minutos en aquellas latitudes, y una obscuridad profunda descendió sobre la enorme selva, haciendo callar de pronto a pájaros y monos.

Un silencio absoluto, medroso, reinó durante algunos instantes, cual si todos los seres de pluma y pelo hubiesen muerto o desaparecido de repente; pero de pronto un concierto extraño, endiablado, resonó en aquella obscuridad haciendo saltar a Carmaux, que no estaba acostumbrado a pasar la noche en medio de los bosques vírgenes. No parecía sino que una traílla de perros hubiera tomado posiciones entre las ramas de los árboles, porque allá en lo alto se oían ladridos, gruñidos y aullidos prolongados, acompañados de cacareos de gallinas gigantescas.

—¡Por el vientre de un tiburón! —exclamó Carmaux mirando al espacio—. ¿Qué es lo que sucede por allá arriba? ¡Cualquiera diría que los perros de este país tienen alas como los pájaros y uñas como los gatos! ¿De qué modo se habrán arreglado para subirse a los árboles? ¿Podrías decírmelo tú, compadre Saco de carbón?

En lugar de contestar, el negro se echó a reír.

—¿Y esos, qué son? —prosiguió Carmaux—. Parece como si fueran cien marineros que hiciesen rechinar todos los cabrestantes de un barco para no sé qué endiablada maniobra. ¿Serán monos, compadre?

—Son ranas; todas ranas.

—¿Y cantan de ese modo?

—Sí, compadre.

—¿Y esos otros, qué son? ¿Oyes? ¡Parecen millares de obreros, machacando cobre para las calderas de Belcebú!

—Son ranas.

—¡Vientre de un tiburón! ¡Si me lo dijese otro, creería que se burlaba de mí o que se había vuelto tonto! ¡Esas son ranas de nueva especie, por lo visto!

En la inmensa selva resonó de improviso una especie de maullido poderoso, seguido de un ulular que hizo que cesara de repente el formidable concierto de las ranas.

El negro levantó prontamente la cabeza y echó mano al fusil, que tenía a su lado; pero con tan precipitado movimiento, que revelaba gran temor.

—¡Parece que ese que aúlla tan fuerte no es una rana! ¿Verdad, compadre Saco de carbón?

—¡Oh, no! —exclamó el africano con voz temblorosa.

—Entonces, ¿qué es?

—¡Un jaguar!

—¡Centellas de Vizcaya! ¿El formidable carnicero?

—¡Sí, compadre!

—Prefiero encontrarme de pronto con tres hombres dispuestos a hacerme trizas, antes que habérmelas con esa fiera. Dicen que es tan temible como los tigres de la India.

—Y como los leones de África, compadre.

—¡Por vida de cien mil tiburones!

—¿Qué es?

—Que pienso ahora que si nos acomete no podremos hacer uso de las armas de fuego.

—¿Por qué?

—Al oír los disparos, el Gobernador y su escolta en seguida sospecharán que vamos siguiéndolos, y se apresurarán a ponerse en salvo.

—¡Ah! ¿Querrás hacer frente a un jaguar con los cuchillos?

—¡Utilizaremos los sables!

—¡Quisiera verte haciendo la prueba!

—¡No me la desees, compadre Saco de carbón!

Un segundo maullido, más potente que el primero y más cercano, resonó en medio de la tenebrosa espesura, haciendo estremecerse al negro.

—¡Diablo! —masculló Carmaux, que comenzaba a inquietarse—. ¡La cosa se pone seria!

En aquel momento vieron que el Corsario Negro se quitaba el ferreruelo con que se cubría y trataba de levantarse.

—¿Es un jaguar? —preguntó con voz tranquila.

—¡Sí, comandante!

—¿Está lejos?

—¡No!, y, lo que es peor, ¡parece que se dirige hacia esta parte!

—¡Suceda lo que quiera, no hagáis uso de las armas de fuego!

—¡Nos devorará ese ladrón!

—¡Ah! ¿Crees eso, Carmaux? ¡Ya lo veremos!

Se quitó el ferreruelo, lo dobló con cierto cuidado, se rodeó con él el brazo izquierdo, desenvainó la espada y se irguió.

—¿Hacia dónde le habéis oído? —preguntó.

—Hacia aquella parte, comandante.

—¡Le esperaremos!

—¿Despierto al catalán y a Wan Stiller?

—¡Es innecesario: bastamos nosotros! Callad, y reavivad el fuego.

Escuchando atentamente, se oía en medio de los árboles el run-run particular de los gatos y de los jaguares y crujir de cuando en cuando algunas hojas secas. La fiera debía de haberse hecho cargo de la presencia de aquellos hombres, y se acercaba con cautela, con la esperanza quizá de caer de improviso sobre cualquiera de ellos.

El corsario estaba inmóvil al lado del fuego y con la espada en la mano, escuchando atentamente y fijos los ojos en la espesura que los rodeaba, dispuestos a rechazar la acometida de la fiera. Carmaux y el negro se habían colocado detrás, uno armado con un sable de abordaje y el otro con un fusil, el cual empuñaba por el cañón, con objeto de servirse de él como de una maza.

Por el lado donde mayor era la espesura proseguía oyéndose el crujir de las hojas, y el run-run parecía acercarse, aun cuando con lentitud. Se comprendía que el jaguar avanzaba con prudencia.

De pronto cesó todo rumor. El Corsario se había inclinado hacia adelante para escuchar mejor; pero en vano. Al enderezarse, sus miradas se encontraron con dos puntos luminosos que relucían bajo una gran mata espesísima de maleza. Estaban inmóviles y tenían un reflejo verdoso y fosforescente.

—¡Allí está, comandante! —murmuró Carmaux.

—¡Ya lo veo! —contestó el Corsario tranquilamente.

—¡Se dispone a acometernos!

—¡Le espero aquí!

—¡Qué diablo de hombre! —masculló el filibustero—. ¡No tiene miedo ni del mismo compadre Belcebú con todos sus compañeros!

El jaguar se había detenido a unos treinta pasos del campamento, distancia muy corta para semejantes carnívoros, que están dotados de una poderosa elasticidad muscular, igual o superior a la de los tigres. Sin embargo, no se decidía a acometer. ¿Le inquietaba el fuego que ardía al pie del árbol, o la resuelta actitud del Corsario? Así permaneció bajo aquella espesísima mata de manigua más de un minuto, sin quitar ojo del adversario y en amenazadora inmovilidad. Después aquellos puntos luminosos desaparecieron bruscamente.

Durante algunos instantes se oyó el movimiento de las ramas y el crujir de las hojas; pero en seguida cesó todo rumor.

—¡Se ha ido! —dijo Carmaux lanzando un suspiro—. ¡Que los caimanes se lo traguen en tres bocados!

—¡Es más probable que él se coma a los caimanes, compadre! —dijo el negro.

El Corsario aún estuvo algunos minutos quieto en su sitio y sin bajar la espada; mas al cabo, no oyendo nada, la envainó tranquilamente, desplegó la capa, se la puso en derredor, y se acostó al pie del árbol, diciendo solamente:

—¡Si vuelve, llamadme!

Carmaux y el africano se pusieron detrás del fuego y continuaron la guardia; pero escuchando y mirando a todas partes, pues no estaban muy persuadidos de que la feroz alimaña se hubiese alejado de un modo definitivo.

A las diez despertaron a Wan Stiller y al catalán, les advirtieron de la proximidad del carnívoro, y se apresuraron a acostarse al lado del Corsario, el cual dormía tan plácidamente como si se encontrara en el camarote de su barco.

Aquel segundo cuarto de guardia pasó con más tranquilidad, aun cuando Wan Stiller y su compañero habían oído resonar más de una vez en la sombría floresta el maullido del jaguar.

A medianoche, así que salió la Luna, el Corsario que ya se había levantado, dio la orden de ponerse en camino, esperando que con una marcha rápida podrían alcanzar a su mortal enemigo en todo el día siguiente.

El astro nocturno lucía esplendoroso en un cielo purísimo; derramando su pálida luz sobre la extensa selva; pero muy pocos eran los rayos que lograban atravesar la espesa bóveda formada por aquellas gigantescas hojas. Sin embargo, algo se veía bajo tanta espesura, lo cual permitía a los filibusteros sostener un paso bastante rápido y ver los obstáculos que interceptaban el camino.

A pesar de que el sendero que abrió la escolta del Gobernador lo habían perdido, no se preocupaban de buscarlo. Ya sabían que se dirigían hacia el Sur para acogerse a Gibraltar, y ellos seguían la misma dirección orientándose por medio de una brújula, seguros de que de un momento a otro le alcanzarían.

Llevaban caminando como cosa de un cuarto de hora abriéndose paso fatigosamente por entre ramas, lianas y monstruosas raíces que dificultaban el paso, cuando el catalán, que iba a la cabeza del pelotón, se detuvo bruscamente.

—¿Qué sucede? —preguntó el Corsario.

—¡Pues sucede que en sólo veinte pasos ya van tres veces que oigo un ruido sospechoso!

—¿Qué ruido?

—Se diría que alguien camina paralelamente a nosotros por la otra parte de esta espesura.

—¿Qué has oído?

—Romper de ramas y crujir de hojas.

—¿Vendrá siguiéndonos alguien? —preguntó el Corsario.

—¿Quién? Nadie se atrevería a caminar de noche por en medio de estos bosques vírgenes, y sobre todo a estas horas —contestó el catalán.

—¿Será alguno de los de la escolta del Gobernador?

—¡Hum! ¡Esos deben de estar muy lejos!

—Entonces, será algún indio.

—Quizás; pero dudo que sea un indio. ¿Eh? ¿Han oído ustedes?

—¡Sí! —afirmaron los filibusteros y el africano.

—¡Alguien ha quebrado una rama a pocos pasos de nosotros! —dijo el catalán.

—Si no fueran tan espesos esos grupos de árboles y esas malezas, se podría ir a ver quién es el que nos sigue —dijo el Corsario desenvainando la espada.

—¿Probamos, señor?

—Dejaríamos las ropas entre los espinos ansara; pero admiro tu valor.

—¡Gracias! —contestó el español—. ¡Eso, dicho por usted, vale para mí mucho! ¿Qué debemos hacer?

—Proseguir la marcha con la espada desnuda. ¡No quiero que se utilicen los fusiles!

—¡Entonces, adelante!

El pelotón volvió a ponerse en camino, pero con cautela y sin apresurarse.

Llegaron a un paso muy estrecho abierto entre palmeras elevadísimas ligadas caprichosamente entre sí por una verdadera red de lianas, cuando de pronto cayó sobre el español, que iba delante de todos, una masa informe y pesada, derribándole de golpe.

La acometida fue tan rápida, que los filibusteros creyeron en un principio que se había desgajado sobre el desgraciado prisionero alguna rama enorme; pero una especie de rugido lanzado por aquella masa los hizo comprender que se trataba de una fiera.

El catalán dio al caer un grito de terror; en seguida se revolvió rápidamente, procurando desembarazarse de aquella masa, que le tenía como clavado en tierra impidiéndole levantarse.

—¡Socorro! —gritó—. ¡El jaguar me desgarra!

Pasado el primer momento de estupor, el Corsario se lanzó en socorro del pobre hombre con la espada en alto. Rápido como el rayo alargó el brazo y clavó la hoja en el cuerpo de la fiera; al sentirse herida, esta abandonó al catalán, y se volvió hacia su nuevo adversario, intentando echársele encima.

El Corsario se había retirado con un movimiento instintivo mostrando la brillante punta de la espada, en tanto que prestamente se cubría con la capa el brazo izquierdo.

El animal vaciló un momento; pero en seguida saltó adelante con rabia desesperada. En un empuje tropezó con Wan Stiller, y le derribó; después se revolvió contra Carmaux, que estaba al lado de su compañero, e intentó desgarrarle de un solo golpe con sus poderosas zarpas.

Afortunadamente, el Corsario no estuvo ocioso; al ver en peligro a los filibusteros, se lanzó por segunda vez sobre la fiera, acuchillándola sin piedad, aunque sin atreverse a acercarse demasiado, para evitar que le alcanzara y le desgarrase con sus terribles zarpas.

La fiera retrocedió rugiendo a fin de tomar espacio para volver a lanzarse; pero el Corsario se le iba siempre encima.

Asustada, o quizás herida gravemente, se volvió de lado, y dando un gran salto fue a encaramarse entre las ramas de un árbol cercano donde se ocultó lanzando prolongados rugidos.

—¡Atrás! —gritó el Corsario temiendo que desde allí se dejara caer sobre ellos.

—¡Truenos de Hamburgo! —gritó Wan Stiller, que se había levantado casi en el acto sin haber sufrido el menor arañazo—. ¡Va a ser preciso fusilarlo para calmarle el hambre!

—¡No; que nadie haga fuego! —contestó el Corsario.

—¡Yo iba a partirle la cabeza! —dijo una voz detrás de él.

—¡Estás vivo todavía! —exclamó el Corsario.

—¡Y debo dar gracias a la coraza de cuero de búfalo que llevo debajo de la camisa, señor mío! —dijo el catalán—. ¡Sin ella, me hubiese abierto el pecho de un solo zarpazo!

—¡Cuidado! —gritó en aquel momento Carmaux—. ¡Ese condenado animal va a volver a lanzarse!

Apenas terminó de decirlo, cuando la fiera se precipitó sobre ellos, describiendo una parábola de seis o siete metros. Cayó casi a los pies del Corsario; pero le faltó tiempo para dar otro salto hacia adelante.

La espada del formidable depredador del mar le entró por el pecho, y el africano le rompió el cráneo de un mazazo dado con la culata de su pesado fusil.

—¡Vete al diablo! —gritó Carmaux, dándole a su vez otro golpe para asegurarse de que ya estaba muerto—. ¿Qué clase de bestia era esa?

—¡Ahora lo sabremos! —dijo el catalán cogiéndola por la cola y arrastrándola hacia un pequeño espacio que iluminaba la luna—. No es pesada pero ¡qué empuje y qué garras! ¡En cuanto lleguemos a Gibraltar iré a poner una vela a la Virgen de Guadalupe por haberme protegido!

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