Capítulo XXIII LA ACOMETIDA DEL JAGUAR

A una distancia como de cincuenta pasos, y en los lindes de un grupo de árboles, hallábase en acecho cerca de la orilla de la charca y en la actitud de los gatos cuando acechan a los ratones, un magnífico animal que se parecía mucho a un tigre.

Medía casi dos metros de longitud, y debía de ser uno de los ejemplares más grandes de la especie. Su cola tendría unos ochenta centímetros, su cuello era corto y tan grueso como el de un novillo, y robustas y musculosas las zarpas armadas de formidables garras.

Su piel era de una belleza extraordinaria, espesa, suave, de color amarillo rojizo, con manchas negras y bordeadas de rojo, más pequeñas en los costados y más grandes y abundantes en el lomo, donde formaban largas y anchas estrías.

Los filibusteros no tardaron en reconocer en aquel animal a un jaguar, el carnívoro más terrible de ambas Américas, la más peligrosa de las fieras, tal vez más que los osos de las Montañas Rocosas.

Estas fieras, que se encuentran en todas partes, desde la Patagonia a los Estados Unidos, representan en las dos Américas a los tigres; son tan terribles como ellos, y poseen la misma agilidad, fuerza y ferocidad.

Generalmente viven en los bosques húmedos y en las orillas de las grandes charcas o de los grandes ríos, especialmente en las márgenes del Plata, del Amazonas y del Orinoco, pues (cosa extraña en los felinos) les gusta mucho el agua.

Los estragos que hacen esas fieras son terribles, porque, dotadas de un apetito fenomenal, atacan indistintamente a todos los seres vivos que encuentran. Los monos no logran escapárseles, pues los jaguares trepan fácilmente a los árboles, lo mismo que si fueran gatos. Las reses bovinas, y los solípedos de las factorías se defienden con los cuernos y a coces; pero casi siempre sucumben con la columna vertebral rota de un solo zarpazo, pues al caer sobre ellos la fiera los embiste dando un gran salto con la rapidez del rayo. Ni las tortugas pueden librarse, a pesar de la resistente coraza que las envuelve. Las poderosas garras de esas bestias feroces perforan hasta el doble caparazón de las tortugas llamadas arruas, y les extraen la carne.

Tienen una aversión profunda a los perros, de cuya carne no gustan; mas, a pesar de eso, solamente por cogerlos se atreven a penetrar en las aldeas, hasta en pleno día.

Ni a los hombres respetan. Todos los años perecen entre las garras de semejantes carniceros centenares de pobres indios, y aun cuando no quedan más que heridos sucumben casi siempre a consecuencia de las heridas causadas por las uñas de esas fieras, que abren anchos surcos, pues son romas.

El jaguar que estaba en acecho en la orilla de la laguna no parecía haberse hecho cargo de la vecindad de los filibusteros, porque no hizo el menor movimiento de inquietud.

Miraba fijamente a las negruzcas aguas, como si espiase a alguna presa escondida bajo las anchas hojas de la victoria regia.

Agachado en medio de los árboles, se hallaba en actitud de dar el salto.

Sus erizados bigotes se movían ligeramente indicando impaciencia o cólera, y con la larga cola rozaba blandamente las hojas, sin producir el más pequeño rumor.

—¿Qué es lo que espera? —preguntó el Corsario, que parecía haberse olvidado de Wan Guld y de su escolta.

—Espía a alguna presa —respondió el catalán.

—¿Alguna tortuga, quizás?

—No —dijo el africano—; espera a un adversario digno de él. Mire usted hacia allí debajo de las hojas de la victoria: ¿no ve usted un hocico?

—¡Tiene razón el compadre! —dijo Carmaux—. ¡Bajo las hojas veo algo que se mueve!

—Es el extremo del hocico de un jacaré, compadre —contestó el negro.

—¿De un caimán? —preguntó el Corsario.

—Sí, patrón.

—¿Y se atreven a acometer también a tan formidables reptiles?

—Sí, señor —dijo el catalán—. Si estamos callados, podremos presenciar una lucha terrible.

—Son poco pacientes ambos adversarios, y en cuanto se encuentren frente a frente no economizarán los bocados. ¡Ah! ¡Ya sale el jacaré!

Se apartaron bruscamente las hojas de la victoria, y dos enormes mandíbulas armadas con dientes triangulares aparecieron alargándose hacia la orilla.

Al ver que se acercaba el caimán, el jaguar se levantó haciendo un movimiento de retroceso. Sin embargo, no debía de haber retrocedido por miedo a las mandíbulas del reptil, sino con intención de atraer a tierra a su adversario, con objeto de privarle de uno de los principales medios de defensa, pues fuera del agua esos saurios se mueven con dificultad.

Engañado el caimán con aquel movimiento, y creyendo acaso que el jaguar se amedrentaba, se lanzó hacia adelante por medio de un poderoso golpe de cola, que tronchó las ramas de la victoria y levantó una gran oleada. Una vez en tierra, se paró de repente enseñando las terribles mandíbulas completamente abiertas.

Era un jacaré de cerca de cinco metros de largo, con el lomo cubierto de plantas acuáticas que brotaban del fango que tenía incrustado en las escamas óseas.

Se sacudió el agua que le inundaba lanzando en derredor millares de gotas, y en seguida se plantó sobre las cortas patas posteriores lanzando un grito que parecía el vagido de un niño, quizás el grito de desafío.

En lugar de atacarle, el jaguar dio otro salto hacia atrás y quedó recogido en sí mismo, dispuesto para la acometida.

El rey de los bosques y el rey de las lagunas se miraron en silencio durante algunos instantes, relampagueando ferozmente sus ojos amarillentos; al cabo, el primero dio un rugido de impaciencia, se erizó bufando como un gato enfadado.

Sin mostrar espanto, seguro de su prodigiosa fuerza y la solidez de sus dientes, el caimán subió resueltamente la orilla moviendo a derecha e izquierda su pesada cola.

Aquel era el momento esperado por el astuto jaguar. Al ver ya a su adversario en tierra, dio un salto para echarse encima; pero aun cuando sus garras eran fuertes como el acero, se encontraron con las escamas de hierro del reptil, y esas escamas son tan duras que no las atraviesa una bala.

Furioso por no haber logrado nada en aquella primera acometida, se revolvió con vertiginosa rapidez, y dando a su adversario un zarpazo en la cabeza, le arrancó un ojo; en seguida, por medio de una segunda voltereta, saltó a tierra a diez pasos de distancia.

El reptil lanzó un largo mugido de rabia y de dolor. Privado de un ojo, ya no podía hacer frente con ventaja al peligroso enemigo, y procuraba volverse a la laguna, dando grandes coletazos que levantaban en derredor de él enormes cantidades de fango.

El jaguar, que estaba siempre en guardia, dio otro salto, volviendo a caerle encima; mas esta vez no pretendió clavar las garras en la impenetrable coraza. Se inclinó hacia adelante, y por medio de un zarpazo bien aplicado abrió el costado derecho del reptil, arrancándole de debajo tiras de carne.

La herida debía de ser mortal; pero el caimán aún tenía mucha vitalidad para darse por vencido.

Con una sacudida irresistible se desembarazó de su enemigo haciéndole rodar a mucha distancia y con gran violencia en medio de los troncos de los árboles; en seguida se le fue encima para partirle en dos con un bocado de sus innumerables dientes.

Desgraciadamente para él, como no tenía más que un ojo, no pudo hacer con exactitud la puntería, y en lugar de triturar al adversario, cosa que le hubiera sido facilísimo, no le cogió más que la cola.

Un aullido feroz lanzado por el jaguar advirtió a los filibusteros que le habían seccionado de un golpe el apéndice.

—¡Pobre animal! —exclamó Carmaux—. ¡Qué figura tan fea va a hacer sin rabo!

—¡Sí, pero se toma el desquite! —dijo el catalán.

En efecto; el sanguinario jaguar se revolvió contra el reptil con el furor de la desesperación. Se le vio agarrársele al hocico, lacerarle de un modo feroz, aun a riesgo de perder las zarpas, y utilizar las garras con rapidez prodigiosa.

Chorreando sangre, el pobre jacaré, horriblemente mutilado y ciego, retrocedía para sumergirse en la laguna. Con la cola daba tremendos golpes, y cerraba y abría ruidosamente las mandíbulas, sin lograr desembarazarse de la fiera, que proseguía desangrándole.

De pronto cayeron ambos al agua. Durante algunos instantes se les vio debatirse entre un monte de espuma que enrojecía la sangre; después uno de los combatientes apareció en la orilla.

Era el jaguar; pero en estado lastimoso; de su cuerpo goteaba sangre y agua a un tiempo; la cola quedó entre los dientes del reptil, tenía desollado el lomo y una zarpa rota.

Subió la orilla fatigosamente, deteniéndose de cuando en cuando para mirar al agua de la laguna; sus ojos despedían una luz feroz. Por fin llegó al grupo de los árboles, y desapareció de los ojos de los filibusteros lanzando un último maullido de amenaza.

—¡Creo que lleva qué rascar! —dijo Carmaux.

—Sí; pero el jacaré ha muerto, y cuando mañana vuelva a la superficie, le servirá de almuerzo al jaguar —contestó el catalán.

—¡Se lo ha ganado; pero le ha costado mucho!

—¡Bah! ¡Esas fieras tienen la piel muy dura! ¡Sanará!

—Pero la cola ya no volverá a salirle de seguro.

—¡Le basta con los dientes y las garras!

El Corsario Negro se había puesto en marcha costeando las orillas de la laguna. Al pasar por donde acaeciera la terrible lucha, Carmaux vio en tierra uno de los ojos que había perdido el reptil.

—¡Puah! —exclamó—. ¡Qué feo es! ¡Concluyéndosele la vida, como se le concluye, todavía conserva una expresión feroz de odio y de ansias por devorar!

Los filibusteros apresuraron el paso. Como el camino que seguían sólo estaba interceptado por troncos de mucumucú y de madera de cañón, plantas fáciles de cortar, la marcha se hacía más rápida que a través de la selva.

Pero, en cambio, tenían que guardarse de los reptiles, abundantísimos en los alrededores de esas lagunas especialmente de las jaracasé, serpientes que se confunden con facilidad con las hojas secas, porque tienen su mismo color, y cuya mordedura es mortal de necesidad.

Por fortuna, parecía que no había por allí semejantes serpientes, a pesar de que viven en los lugares húmedos. Los que abundaban de un modo extraordinario eran los volátiles, los cuales revoloteaban en numerosas bandas sobre las plantas acuáticas y los árboles de madera de cañón.

Además de las aves propias de las montañas palúdicas, se veían lindísimos pájaros de río llamados ciganas, que tienen rizadas las plumas y muy largas las alas; nubes de papagayos, verdes unos, amarillos y rojos otros; soberbios canindes, papagayos grandes semejantes a las cacatúas, con las alas de color azul y el pecho amarillo, y millares de pequeños pajarillos llamados tico-ticos.

También aparecieron en la orilla de la laguna algunos pelotones de monos procedentes de la selva. Eran los cebinos barbas blancas, de pelaje largo y tan suave como la seda, de color negro y gris; bajo la cara tenían una larga barba muy blanca que les daba aspecto de viejos.

Las hembras seguían a los machos llevando en hombros a los pequeños; mas apenas veían a los filibusteros, echaban a correr, dejando a los machos el cuidado de proteger la retirada.

A eso del mediodía, como viese el Corsario Negro el cansancio que aquella marcha de diez horas produjo en sus hombres, dio la señal de alto, concediéndoles un reposo que tan bien ganado tenían.

Era preciso economizar los pocos víveres que llevaban, que podían serles de mucha necesidad en la gran selva, y se pusieron en el acto en busca de caza y de fruta.

El hamburgués y el negro se dedicaron a esto último, y tuvieron tanta suerte, que a poca distancia de las orillas de la laguna descubrieron una bocaba, lindísima palmera que da flores de color de crema, y que haciéndole una incisión gotea un líquido parecido al vino, y una jabuti cabeira, árbol de seis o siete metros, con hojas de color verde obscuro, que produce cierta fruta amarilla del tamaño de nuestras naranjas, y que contiene una pulpa exquisita rodeando un hueso enorme.

A su vez, Carmaux y el catalán se encargaron de la caza, pues había que llevar algo para la cena.

Como observasen que en las orillas de la laguna no se veían más que pájaros difíciles de matar, por carecer de mostacilla, decidieron acercarse a la selva, con la esperanza de que allí podrían cobrar algún kariakú (semejante a la cabra salvaje) o algún otro cuadrúpedo parecido.

Después de haber dicho a los compañeros que dispusieran la lumbre se alejaron rápidamente, pues ya sabían que el Corsario no esperaría mucho tiempo, apremiándole como le apremiaba el deseo de sorprender a Wan Guld y a la escolta.

En quince minutos atravesaron las espesas matas de maleza y de mucumucú y se encontraron en las lindes de la selva virgen, en medio de una aglomeración de grandes cedros, de palmeras de todas especies, de cactus espinosos, de grandes hetianthus y de espléndidas salvias fulgens cargadas de flores de un matiz crema sin igual.

El catalán se había detenido, y escuchaba con atención con objeto de ver si percibía rumores que indicaran el paso de algún animal cazable; pero el silencio más absoluto imperaba bajo aquella bóveda de verdura.

—¡Temo que vamos a vernos obligados a echar mano de nuestras reservas! —dijo moviendo la cabeza—. ¡Pudiera suceder que estuviésemos en los dominios del jaguar y que la caza haya desertado hacia otra parte!

—¡Parece imposible que en este bosque no se pueda encontrar ni siquiera un gato!

—Ya has visto que no faltan; pero ¡qué gatos!

—Si encontramos al jaguar, le mataremos.

—La carne de esas fieras no es mala del todo, especialmente asada a la parrilla.

—¡Ahí! —exclamó el catalán levantando la cabeza con rapidez—. ¡Creo que podemos matar alguna cosa mejor!

—¿Has visto algún cabrito, catalán de mi corazón?

—Mira allá arriba: ¿no ves volar un pájaro grande?

Carmaux alzó los ojos y vio, efectivamente, un gran pájaro negro revoloteando entre las hojas y las ramas de los árboles.

—¿Y es ese el cabrito que me prometes?

—Es un gule-gule. ¡Mira: allí hay otro y más allá, otros!

—¡Pégale un balazo, si eres capaz! —dijo Carmaux con ironía—. ¡Además, no me inspiran confianza tus gule-gule!

—No pretendo matarlos; pero por si no lo sabes, te diré que esos pájaros nos indicarán dónde podremos encontrar excelente caza.

—¿Qué clase de caza?

—Jabalíes.

—¡Vientre de un pez martillo! ¡Cómo agradecería una chuleta y un poco de jamón de jabalí! ¡Pero, catalán de mi corazón, explícame qué es lo que tienen que ver tus gule-gule con esos animales!

—Los gule-gule tienen una vista agudísima: desde muy lejos descubren a los jabalíes, y en cuanto los ven se apresuran a hacerles compañía, con objeto de llenarse el buche.

—¿Con carne de jabalí?

—No; con los gusanos, escorpiones y ciempiés que ponen al descubierto cuando los jabalíes hozan la tierra con objeto de buscar las raíces y los tubérculos de que se alimentan.

—¿Y se comen los ciempiés?

—¡Ya lo creo!

—¿Y no se mueren?

—Dícese que los gule-gule son refractarios a la acción del veneno de esos insectos.

—¡Comprendido! Sigamos a esos pájaros antes de que desaparezcan, y preparemos los fusiles. ¡Tate! ¡Pero los españoles podrían oírnos!

—¡Entonces que ayune el Corsario!

—¡Hablas como un libro impreso, catalán mío! ¡Es preferible que nos oigan y que llenemos la tripa, o de lo contrario, no tendremos fuerzas para continuar la persecución!

—¡Silencio!

—¿Los jabalíes?

—No sé; pero se acerca algún animal. ¿No oyes cómo delante de nosotros se mueven las hojas?

—Sí lo oigo.

—Esperemos y preparémonos para hacer fuego en el momento preciso.

Share on Twitter Share on Facebook