Capítulo XXVII ENTRE FLECHAS Y GARRAS

Al llegar los filibusteros detrás de los árboles que rodeaban el campamento indio, se ofreció a sus ojos una escena aterradora.

Sentados en derredor de una hoguera gigantesca, dos docenas de arawakos esperaban ansiosos el momento de llenarse la panza con un asado que estaba concluyendo de hacerse en un larguísimo asador. Si se hubiera tratado de un enorme trozo de animal salvaje, de un tapir entero o de un jaguar, no se hubieran inquietado los filibusteros; pero aquel asado consistía en dos cadáveres humanos, en dos hombres blancos; probablemente dos españoles de la escolta de Wan Guld.

Ambos desgraciados, allí expuestos a la lumbre para después ser devorados por aquellos abominables salvajes, estaban ya asados, y sus carnes comenzaban a crepitar, despidiendo un olor nauseabundo que hacía dilatarse las narices de los monstruosos comensales.

—¡Rayos del Infierno! —exclamó Carmaux estremeciéndose—. ¡Parece imposible que haya seres humanos que se alimenten con sus semejantes! ¡Puah! ¡Qué asco!

—¿Puedes reconocer a esos dos desgraciados? —preguntó el Corsario al catalán.

—¡Sí, señor! —contestó este con voz ahogada.

—¿Pertenecen a la escolta de Wan Guld?

—Sí; son dos soldados. Tengo la seguridad de no equivocarme, aun cuando el fuego les haya quemado las barbas.

—¿Qué me aconsejas que haga?

—Señor… —murmuro el catalán mirándole con ojos suplicantes.

—¿Querrías quitárselos a esos monstruos para darles honrosa sepultura?

—Se crearía usted una situación peligrosa, señor. Los arawakos nos darían caza después.

—¡Bah! ¡No les temo a esos salvajes! —dijo el Corsario—. ¡Además, no son más que dos docenas!

—Es probable que esperen a los otros. Me parece imposible que esos solos sean capaces de comerse dos hombres.

—Pues bueno; antes de que lleguen sus compañeros, ya nosotros habremos dado sepultura a tus camaradas. ¡Eh, Carmaux, y tú Wan Stiller, que sois hábiles tiradores; vamos a ver si no falláis los tiros!

—¡Yo tumbaré a aquel gigante que echa hierbas aromáticas sobre el asado! —contestó Carmaux.

—¡Y yo —dijo el hamburgués—, atravesaré la cabeza al que tiene en la mano aquella especie de horquilla, con la cual da vueltas a los cadáveres que se asan!

—¡Fuego! —mandó el Corsario.

Resonaron dos tiros, rompiendo de improviso el silencio que en aquel momento imperaba en el bosque. El indio gigante cayó sobre el asado, y el que blandía la horquilla se desplomó hacia atrás con el cráneo hecho trizas.

Sus compañeros se pusieron en pie precipitadamente, con las mazas y los arcos en la mano; pero estaban tan aturdidos con aquella descarga inesperada y mortal, que por el momento no pensaron en tomar la ofensiva. El catalán y Moko aprovecharon aquel instante para descargar sus arcabuces sobre el grupo.

Al ver caer a otros dos compañeros, los arawakos no quisieron saber más y se dieron a la fuga sin cuidarse del asado, poniéndose en salvo a escape en medio de la espesura.

Iban los filibusteros a precipitarse tras ellos, cuando en lontananza se oyeron furibundas exclamaciones.

—¡Mil tiburones! —exclamó Carmaux—. ¡Los otros se disponen a volver!

—¡Pronto! —gritó el Corsario—. ¡Arrojad los cadáveres en medio de cualquier mata, si os falta tiempo para sepultarlos! ¡Después pensaremos en eso!

—Los delatará el olor de carne quemada —dijo Wan Stiller.

—¡Haremos lo que se pueda!

El catalán se había lanzado hacia la hoguera, y de un vigoroso tirón volcó el asador, en tanto que Wan Stiller, a fuerza de furibundos puntapiés, dispersaba los tizones.

Por su parte, Moko y Carmaux, habiéndose apoderado de dos mazas, que, como ya se ha dicho, tenían grandes puntas, socavaban un gran agujero en la tierra húmeda y blanda de la floresta, y el Corsario se puso de centinela en la linde de la espesura.

Los gritos de los indios se acercaban rápidamente.

La tribu, que debía de haberse lanzado en persecución de Wan Guld, al oír resonar a sus espaldas aquellos disparos, corrió en socorro de los hombres que quedaban encargados de preparar la monstruosa cena.

El Corsario, que se había adelantado temiendo una sorpresa por parte de los que huyeron, al oír que se quebraban ramas a corta distancia, volvió hacia atrás a toda prisa, y dijo a sus compañeros:

—¡Huyamos o, si no, dentro de cinco minutos tendremos encima a la tribu en pleno!

—¡Esto está hecho, Comandante! —dijo Carmaux, que empujaba con los pies la tierra para concluir de tapar ambos cadáveres.

—¡Señor —dijo el catalán volviéndose hacia el Corsario—, si huimos, nos perseguirán!

—¿Y qué es lo que quieres hacer?

—¡Escondernos allá arriba! —contestó señalándole un árbol enorme que por sí solo formaba un pequeño bosque—. ¡En medio de aquella espesura no nos descubrirán!

—¡Eres listo, compadre! —dijo Carmaux—. ¡Arriba los gavieros!

Precedidos por Moko, el catalán y los filibusteros se dirigían hacia aquel coloso de la flora tropical, ayudándose unos a los otros para encaramarse pronto a las ramas.

Aquel árbol era un summameira (eriodendron summauma), uno de los mayores entre los que crecen en los bosques de la Guayana y de Venezuela; tienen multitud de ramas muy largas, nudosas, cubiertas de una corteza blanquecina y de hojas muy espesas. Como a este árbol lo sostiene un gran número de troncos más pequeños formados por raíces adventicias, los filibusteros alcanzaron sin gran dificultad las primeras ramas, y de allí subieron a más de cincuenta metros del suelo. Estaba Carmaux acomodándose en la bifurcación de una rama, cuando vio que oscilaba de un modo bastante violento, como si alguien hubiera ido a refugiarse en el otro extremo.

—¿Eres tú, Wan Stiller? —pregunto—. ¿Quieres hacerme caer? ¡Te advierto que estamos tan altos que si me caigo me rompo los huesos!

—¿Qué es lo que dices? —preguntó el Corsario, que estaba más arriba, casi perpendicularmente a él—. ¡Wan Stiller está delante de mí!

—Entonces, ¿quién es el que mueve la rama y me balancea? ¿Se habrá refugiado aquí arriba algún arawako?

Miró en derredor, y a diez pasos de distancia, en medio de un montón de hojas reunido casi en el extremo de la rama en que él se encontraba, vio brillar los puntos luminosos de color amarillo verdoso.

—¡Por los arenales de Olona, como dice Ñau! —exclamó Carmaux—. ¿En compañía de qué animal estoy yo? ¡Eh, catalán, mira un momento y dime a qué clase de animalito pertenecen esos ojos tan feos que así me miran!

—¡Cómo! —exclamó el español—. ¿Hay alguna alimaña en este árbol?

—¡Sí! —dijo el Corsario—. ¡Me parece que estamos en muy mala compañía!

—¡Y los indios van a llegar de un momento a otro! —agregó Wan Stiller.

—También yo veo un par de ojos —contestó el catalán levantándose—; pero no sé si son de un puma o de un jaguar.

—¡De un jaguar! —exclamó Carmaux estremeciéndose—. ¡No faltaba más sino que se lanzara sobre mí y me hiciese caer encima de los arawakos!

—¡Silencio! —dijo el Corsario—. ¡Ya vienen!

—¿Y ese animal que está tan cerca de mí? —dijo Carmaux que principiaba a inquietarse.

—Quizás no se atreva a acometerte. ¡No te muevas, que van a descubrirnos!

—¡Pues bien; me dejaré devorar, con tal de salvar a usted, Comandante!

—¡No te inquietes, Carmaux! ¡Tengo la espada en la mano!

—¡Chito! ¡Ahí están! —dijo el español.

Los indios llegaban gritando como locos. Serían unos ochenta, o quizás más, todos armados con mazas, arcos y una especie de jabalinas.

Se lanzaron como una bandada de fieras en el espacio descubierto donde concluían de quemarse los tizones que había dispersado Wan Stiller; pero cuando, en lugar de los dos hombres blancos que ya creían asados, vieron los cadáveres de sus compañeros, empezaron a gritar rabiosamente ante tan inesperado descubrimiento.

Vociferaban como endemoniados, y golpeaban con furia el tronco de los árboles con sus formidables mazas, produciendo un ruido tremendo. No sabiendo contra quién emprenderla, lanzaban flechas en todas direcciones, asaeteando la maleza y las grandes hojas de las palmeras, con peligro de los filibusteros, que tan cerca estaban.

Desahogado el primer acceso de cólera, comenzaron a dispersarse para registrar los alrededores, con la esperanza de descubrir a los matadores de sus compañeros y de regalarse con un nuevo asado que compensara el que de modo tan misterioso había desaparecido.

Escondidos entre el follaje del summameira, los filibusteros no respiraban, y dejaban que los antropófagos desfogasen la ira. En cambio, los preocupaba el maldito animal que con tan mal acuerdo había ido a buscar un refugio en las ramas del gigantesco árbol; sobre todo Carmaux, que lo tenía tan cerca y que veía brillar entre las hojas, siempre fijos en él, aquellos ojos amarillo verdosos.

Aquel puma, o jaguar, o lo que fuese, no se había movido hasta entonces; pero no había que confiar, pues de un momento a otro podía lanzarse sobre el desgraciado filibustero, llamando de ese modo la atención de los indios.

—¡Condenado animal! —murmuró Carmaux, que se agitaba en la rama—. ¡No me quita los ojos un solo instante! ¡Eh, catalán, dime a qué barriga voy a parar si se decide a saltar sobre mí!

—¡Cállate o nos oirán los indios! —respondió el catalán, que estaba más abajo que él.

—¡También podía haberse ido al demonio el asado humano! ¡Hubiera sido mejor dejar que se lo comiesen en paz esos salvajes! ¡En la sepultura tampoco podrán masticar tabaco ni chuletas! ¡Si después!…

Un crujido que partió de la extremidad de la rama le cortó la palabra. Miró con ojos espantados al animal, y le vio moverse como si comenzara a cansarse de su no muy cómoda posición.

—¡Capitán —murmuró Carmaux—, creo que se dispone a merendarme!

—¡No te muevas! —respondió el Corsario—. ¡Ya te he dicho que tengo la espada en la mano!

—¡Estoy seguro de que no marrará la estocada, pero…!

—¡Chitón! ¡Ahí veo a dos indios rondando debajo de nosotros!

—¡De qué buena gana les tiraría encima este maldito animal!

Miró hacia el extremo de la rama y vio a la fiera erguida, como si se dispusiera a dar un salto.

—¿Irá a marcharse? —pensó respirando—. ¡Ya es hora de que deje ese sitio!

Miró hacia abajo y vio confusamente dos hombres que daban vueltas en derredor del árbol, deteniéndose a registrar las arcadas de raíces que formaban la base del tronco, bajo las cuales podían ocultarse varias personas.

—¡Mal va a concluir esto!

Los dos indios emplearon algunos minutos en la requisa y al cabo se alejaron, metiéndose por entre la maleza. Sus compañeros debían de estar ya lejos porque sus gritos llegaban bastante amortiguados.

El Corsario esperó todavía algunos minutos más y, no oyendo nada, convencido de que los arawakos se habían alejado definitivamente, dijo a Carmaux:

—¡Prueba a sacudir la rama!

—¿Qué quiere usted hacer, Comandante?

—¡Desembarazarte de esa peligrosa compañía!

—¡Eh, Wan Stiller, prepárate para atacarla con el sable!

—¡Aquí estoy yo también, patrón! —dijo Moko, que se había puesto de pie en la rama, cogiendo por el cañón su pesado fusil—. ¡De un buen mazazo echaré abajo a esa bestia!

Tranquilizado Carmaux al ver en derredor tantos defensores, empezó a saltar violentamente sacudiendo la rama.

El animal lanzó un sordo maullido, y comenzó a soplar como un gato irritado.

—¡Fuerza, Carmaux! —dijo el catalán—. ¡Si no se mueve, eso indica que te tiene miedo! ¡Sacude fuertemente, y échalo abajo!

El filibustero se cogió a una rama alta, y redobló los saltos. El animal refugiado en el otro extremo oscilaba a derecha e izquierda, manifestando por medio de maullidos y resoplidos cada vez más fuertes el poco gusto que le producía aquella danza de nuevo género.

Se le veía afianzarse con las garras a la rama buscando un nuevo punto de apoyo, y dilatarse sus ojos por el miedo.

De pronto, temiendo acaso dar una caída, tomó un partido desesperado. Se recogió sobre sí mismo, y saltó a otra rama que tenía debajo pasando por encima de la cabeza del catalán y tratando de buscar el tronco para lanzarse desde él al suelo.

Al verle pasar, el africano le descargó con la culata del fusil un golpe, que lo cogió de lleno haciéndolo caer sin vida.

—¿Muerto? —preguntó Carmaux.

—¡Ni tiempo ha tenido para lanzar un maullido! —contestó Moko riendo.

—¿Era un jaguar? Me pareció demasiado pequeño para ser uno de esos sanguinarios animales.

—¡Has tenido miedo de nada! —dijo el africano—. ¡Bastaba con un leñazo para aturdirle!

—Un maracaya.

—¡Sigo sin saber lo que es eso!

—Un animal que se parece al jaguar, pero no es más que un gato grande —dijo el catalán.

—Es un perseguidor de monos y de pájaros, que no se atreve a atacar a los hombres.

—¡Ah! ¡Bergante! —exclamó Carmaux—. ¡Si lo hubiera sabido antes, le hubiera cogido por el rabo; pero me vengaré del miedo que me ha hecho pasar! ¡Después de todo, los gatos bien asados no saben mal!

—¡Oh! ¿Comes gatos? ¡Qué asco!

—¡Te los haré probar, catalán de mi corazón, y veremos entonces si les haces ascos!

—Puede ser que no; tanto más, cuanto que estamos escasos de víveres, y la selva que tenemos que atravesar es muy pobre de caza.

—¿Por qué? —preguntó el Corsario.

—Es la selva palúdica, señor, la más difícil de atravesar.

—¿Es grande?

—Llega hasta Gibraltar.

—¿Tardaremos mucho en atravesarla? No quisiera llegar a Gibraltar después que el Olonés.

—Creo que podremos recorrerla en tres o cuatro días.

—¡Llegaremos a tiempo! —dijo el Corsario, como hablando consigo mismo—. ¡Creo que sería una imprudencia ponernos ahora en camino!

—Todavía no se han alejado bastante los indios, señor. Yo le aconsejo que pase la noche en este árbol.

—Pero entretanto se aleja Wan Guld.

—Le alcanzaremos en la selva palúdica, señor; estoy seguro de ello.

—Tengo miedo de que pueda llegar a Gibraltar antes que yo, y que se me escape por segunda vez.

—También estaré yo en Gibraltar, señor y no pienso perderle de vista. ¡No he olvidado los veinticinco palos que mandó darme!

—¿Tú en Gibraltar? ¿Qué quieres decir?

—Que yo entraré antes que ustedes, y que por eso le vigilaré.

—¿Y por qué vas a entrar antes que nosotros?

—¡Señor, yo soy español! —dijo el catalán gravemente.

—Prosigue.

—Y espero que usted me permitirá hacerme matar al lado de mis camaradas; porque supongo que no ha de obligarme a batirme en las filas de usted contra la bandera de España.

—¡Ah! ¿Tú quieres defender a Gibraltar?

—Tomar parte en su defensa, Comandante.

—¿Tienes prisa por abandonar este mundo? ¡Los españoles de Gibraltar van a morir todos!

—¡Pues bien; aunque así sea, morirán con las armas en la mano en derredor de la gloriosa bandera de la patria lejana! —dijo el catalán conmovido.

—¡Es verdad! ¡Eres un valiente! —contestó el Corsario suspirando—. Sí; irás antes que nosotros a luchar al lado de tus camaradas. Wan Guld es un flamenco; pero Gibraltar es una plaza española.

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