Capítulo XXVI LA EMBOSCADA DE LOS ARAWAKOS

Cenaron de prisa un pedazo de tortuga que habían reservado y unos cuantos bizcochos; después registraron los alrededores para ver si encontraban algún indio escondido, golpearon la hierba para hacer huir a las serpientes, y en seguida encendieron en torno del campamento grandes hogueras, en las cuales echaron algunos puñados de pimienta, supremo remedio contra los zanzaras (cierta clase de insectos), cuyas picaduras son muy dolorosas, y también contra las acometidas de hombres y fieras.

Temiendo, con razón, no pasar tranquila la noche, decidieron hacer guardia, primero los dos marineros y el negro, y luego el Corsario y el catalán.

Estos últimos, después de haber cambiado las cargas para tener la seguridad de que no fallarían los tiros, se apresuraron a acostarse, mientras que Carmaux y sus compañeros se disponían a dar una vuelta por dentro del círculo de fuego con los fusiles dispuestos.

La enorme selva quedó silenciosa, pero aquella calma era poco tranquilizadora para los que hacían la guardia, pues sabían por experiencia que los indios preferían los ataques nocturnos a los diurnos, a causa del miedo que tenían a la precisión de las armas de fuego, y, además, porque las tinieblas les permitían acercarse con mayor facilidad, especialmente en los bosques.

Sobre todo Carmaux hubiera preferido los maullidos de los jaguares o los rugidos de los pumas. La presencia de estos carnívoros hubiera sido un seguro indicio de la ausencia de los enemigos de epidermis roja.

Hacía como un par de horas que vigilaban con los ojos fijos en las espesuras vecinas y echando de cuando en cuando en el fuego algunos puñados de pimienta, cuando el africano, cuyo oído debía de ser finísimo, notó un ligero rumor, como de hojas que se movían.

—¿Has oído, compadre blanco? —murmuró inclinándose hacia Carmaux, que estaba muy ocupado en saborear con envidiable beatitud un pedazo de cigarro que encontró en uno de sus bolsillos.

—No he oído nada, Saco de carbón —contestó el filibustero—. Esta noche no hay ranas que ladren, ni pájaros que martilleen como calafates.

—Allá abajo se ha movido una rama. Tu compadre negro lo ha oído.

—Entonces, es sordo tu compadre blanco.

—¡Tate! ¿Oyes? Se ha roto una rama.

—Yo no he oído nada ahora tampoco; si es cierto lo que dices, alguien trata de acercarse a nosotros.

—Sí, compadre.

—¿Quién será? ¿Mi compadre Saco de carbón no tiene ojos de gato? ¡Eso sería una gran cosa!

—No veo nada; pero siento que alguien se acerca.

—¡Tengo preparado el fusil! ¡Calla y escuchemos!

—¡Échate a tierra, compadre blanco, o te herirán con las flechas!

—¡Acepto tu consejo, pues no tengo gana de reventar con la barriga llena de veneno!

Los dos se tendieron en la hierba, haciendo seña a Wan Stiller, que estaba al otro lado, para que los imitase, y se pusieron a escuchar teniendo los fusiles en las manos.

En efecto; uno o más hombres debían de acercarse. En medio de una mata espesísima que se hallaba a una distancia de cincuenta pasos movíanse ligeramente las hojas, y algunas veces crujían las ramas.

Comprendíase desde luego que los enemigos tomaban precauciones para llegar a tiro de flecha sin descubrirse.

Casi enteramente ocultos por las hierbas, el negro y los filibusteros no se movían, esperando verlos aparecer para hacer fuego. De pronto a Carmaux se le ocurrió una idea.

—Compadre —dijo—. ¿Crees que están lejos todavía?

—¿Los indios?

—¡Sí; dímelo pronto!

—Todavía están en medio de las matas; pero si continúan avanzando, dentro de un minuto estarán en la linde de la espesura.

—¡Tengo el tiempo preciso! ¡Wan Stiller, échame tu chaqueta y tu gorro!

El hamburgués se apresuró a obedecer, pensando, y con razón, que si Carmaux le había pedido aquellas prendas de indumentaria era porque debía de tener algún proyecto. El filibustero se había incorporado también para desembarazarse de su propia chaqueta. Alargó la mano, cogió algunas ramas, las entrelazó como pudo, las cubrió con la chaqueta, y encima puso los gorros.

—¡Esto está hecho! —dijo volviendo a tumbarse.

—¡Mi compadre es un tuno! —dijo riendo el negro.

—¡Si no hubiera improvisado esos muñecos, podrían los indios lanzar sus flechas contra el Corsario y el catalán! ¡Ahora están resguardados y no corren peligro!

—¡Silencio, compañeros! ¡Ya llegan!

—¡Estoy preparado! ¡Eh, Wan Stiller: otro puñado de pimienta!

El hamburgués iba a levantarse; pero en seguida se volvió a agachar.

Se habían oído algunos silbidos, y tres o cuatro flechas fueron a clavarse en los improvisados fantoches.

—¡Veneno desperdiciado y que no producirá efecto, queridos míos! —murmuró Carmaux—. ¡Supongo que os mostraréis para que yo pueda obsequiaros con mis confites de plomo!

Viendo los indios que nadie había dado señales de vida, lanzaron otras seis o siete flechas, que también se clavaron en los muñecos; en seguida uno de ellos, el más audaz, sin duda, saltó fuera de la mata blandiendo su terrible maza.

Ya Carmaux levantaba el fusil para apuntarle, e iba a partir la bala, cuando en medio de la inmensa selva, y a distancia de algunas millas, resonaron de improviso cuatro disparos, seguidos de formidables alaridos.

El indio dio una rápida vuelta, metiéndose en la espesura antes de que Carmaux hubiese tenido tiempo de volver a apuntarle.

El Corsario y el catalán, despertados de pronto por aquellos tiros y aquellos aullidos, se levantaron precipitadamente, creyendo que había sido acometido por indios el campamento.

—¿Dónde están? —preguntó el Corsario lanzándose afuera con la espada en la mano.

—¿Quiénes, señor? —preguntó Carmaux.

—¡Los indios!

—¡Han desaparecido, Comandante, antes de que hubiese podido obsequiarlos con los dulces de mi fusil!

—¿Y esos gritos y esas detonaciones? ¿Oyes? ¡Otros tres disparos!

—Combaten en medio de la espesura —dijo el catalán—. Los indios han acometido a hombres blancos, señor.

—¿Al Gobernador y a su escolta?

—Eso creo.

—¡Sentiría que ellos le matasen!

—¡También yo, porque así no podría devolver los palos a un muerto! Pero…

—¡Calla!

Otros dos disparos más lejanos, seguidos de furibundos gritos, dados, de seguro, por una tribu numerosa de indios, resonaban de nuevo; luego volvió a oírse otro disparo aislado; después nada.

—¡Ha concluido la lucha! —dijo el catalán, que había estado escuchando con cierto temor.

—Por el Gobernador, no me movería; pero por los otros, que son compatriotas míos…

—Querrías saber qué es lo que ha sucedido, ¿verdad? —preguntó el Corsario.

—¡Sí, Comandante!

—¡Y a mí me interesa saber si a estas horas está vivo o muerto mi eterno enemigo! —contestó el Corsario con voz sombría—. ¿Serías capaz de guiarnos?

—Señor, la noche está muy obscura, pero…

—¡Prosigue!

—Podríamos encender algunas ramas gomíferas.

—¿Y atraer sobre nosotros la atención de los indios?

—¡Es verdad, señor!

—Con nuestras brújulas, sin embargo, podríamos orientarnos.

—Señor, es imposible afrontar los cien mil obstáculos que presenta esta selva tan espesa; pero también…

—¡Di, hombre, habla!

—Allí abajo hay cucuyos que pueden servirnos. Concédame cinco minutos nada más. ¡Moko, ven conmigo!

Se quitó el casco, y acompañado por el negro se dirigió hacia un grupo de árboles entre los cuales veíanse brillar grandes puntos luminosos de luz verdosa que revoloteaban fantásticamente en la obscuridad.

—¿Qué querrá hacer ese endemoniado catalán? —se preguntó Carmaux, que no acertaba a comprender la idea del español—. ¡Cucuyos! ¿Qué serán? ¡Eh, tú, hamburgués; prepara el fusil, no vayan a caer en una emboscada!

—¡Camarada, no tengas cuidado! Miro con gran atención a los dos, y estoy preparado para defenderlos.

Así que llegaron junto a los árboles el catalán comenzó a dar saltos a derecha e izquierda, como si quisiera cazar aquellos puntos luminosos.

Minutos después regresó al campamento, llevando el casco tapado con una mano.

—¡Ahora ya podemos echar a andar, señor! —dijo dirigiéndose al Corsario.

—¿Y cómo? —preguntó este.

El catalán metió la mano en el casco y sacó un insecto que despedía una lindísima luz verde pálida, la cual se extendía hasta cierta distancia.

—Nos ataremos dos de estos cucuyos a las piernas, como hacen los indios y, con la luz que despiden podremos ver, no tan sólo las lianas y las raíces que embaracen el camino, sino también las peligrosas serpientes que se oculten entre las hojas. ¿Quién tiene un poco de hilo?

—¡Los marineros siempre lo llevan consigo! —dijo Carmaux—. ¡Yo me encargaré de atar esos cucuyos!

—¡Cuida de no apretarlos demasiado!

—¡No temas! Además, hay abundancia de ellos, porque veo muchos en tu capacete.

Ayudado por Wan Stiller, el filibustero cogió delicadamente los cucuyos y fue atándolos de dos en dos a las hebillas de los zapatos de sus compañeros, procurando no hacerles daño. Esta operación, no muy fácil, necesitó más de media hora; pero por fin todos quedaron provistos de tan bellos faroles vivientes.

—¡Es una idea ingeniosa! —dijo el Corsario.

—Puesta en práctica por los indios —respondió el catalán—. Ya con estas luces, podemos evitar los peligros que encontremos en el camino.

—¿Estamos ya?

—¡Todos! —contestó Carmaux.

—¡Adelante, y no hagáis ruido!

Se pusieron en marcha uno detrás de otro, yendo a buen paso y con los ojos fijos en el suelo para ver dónde ponían los pies.

Los cucuyos hacían su oficio a maravilla, pues con su luz se distinguían, no solamente las lianas y las raíces que serpenteaban por entre los árboles, ofreciendo incesantes peligros sino también los insectos nocturnos.

Aquellas luciérnagas, que son las más hermosas de todas y las mejores, despiden tan viva luz, que se puede leer con ellas a más de treinta centímetros de distancia, pues la potencia de sus órganos luminosos es muy grande.

Cuando son pequeñas, la luz que despiden es azulada; pero al hacerse adultas cambia el color, que se torna verde pálido y de muy bello efecto. Los huevos que depositan las hembras son ligeramente luminosos.

Sobre estos pyrophorus noctilucus, como los llaman los naturalistas, se han hecho curiosísimos estudios con objeto de saber cuál es el órgano que produce luz tan viva, y se ha averiguado que consiste en tres placas, situadas dos en la parte anterior del tórax y la otra en el abdomen, y que la substancia generadora de la luz es una albúmina soluble en el agua que se coagula con el calor.

Aún arrancados al insecto esos órganos, conservan la facultad luminosa durante algún tiempo, y lo mismo secados y pulverizados, a condición de bañarlos con un poco de agua pura.

Los filibusteros proseguían su rápida marcha; metiéndose sin vacilar por entre la manigua, pasando bajo los espesos grupos de lianas, deslizándose por entre las raíces, que formaban inextricables redes, o saltando y dejándose escurrir por los troncos de los árboles tumbados por decrepitud o por los rayos.

Los tiros de fusil habían cesado. Sin embargo, oíanse en lontananza gritos que lanzaban, probablemente, los indios de alguna tribu. Ya cesaban, ya resonaban más agudos, para volver a extinguirse de nuevo.

Parecía como si hubiera terminado una batalla y la tribu acampase en algún obscuro rincón de la floresta, quizás para festejar la victoria, o para reunirse con objeto de celebrar alguno de los monstruosos banquetes a que estaban acostumbrados los indios de Venezuela en aquella época, y especialmente los caribes y arawakos, que devoraban a los prisioneros y a los muertos en el combate.

El catalán avanzaba presuroso, empujado por el deseo de saber qué suerte habían tenido sus compatriotas. Del Gobernador no se preocupaba, aun cuando en el fondo de su corazón no le hubiera disgustado encontrarle muerto o de otro modo peor, asado, por ejemplo; pero en lo tocante a sus camaradas, ya era otra cosa. Así, pues, precipitaba la marcha, con la esperanza de poder llegar a tiempo para socorrerlos, porque temía que hubiese caído alguno en manos de aquellos antropófagos.

Resonaban ya los gritos a corta distancia, cuando Carmaux, que marchaba al lado del catalán, al levantar la vista para evitar unas lianas, tropezó con una masa inerte, y cayó en tierra de tan mala manera, que aplastó los cucuyos que llevaba en las hebillas.

—¡Cuerpo de un cañón! —exclamó levantándose a toda prisa—. ¿Qué es eso? ¡Relámpagos! ¡Un muerto!

—¡Un muerto! —exclamaron el catalán y el Corsario inclinándose hacia el suelo.

—¡Miren ustedes!

Entre las hojas secas y las raíces yacía un indio de elevada estatura, con la cabeza adornada con plumas de ará y vestido con una camiseta de color azul obscuro. Tenía la cabeza rota por un tajo de espada, y el pecho, agujereado de un balazo. Debían de haberlo matado hacía muy poco tiempo, porque todavía le corría sangre de ambas heridas.

—¡Por lo visto, ha sido aquí el encuentro! —dijo el catalán.

—¡Si! —afirmó Wan Stiller—. Veo algunas mazas, y clavadas en los troncos de los árboles, multitud de flechas.

—¡Veamos si hay por aquí tendido alguno de mis camaradas! —dijo con cierta emoción el catalán.

—¡Es perder el tiempo! —contestó Carmaux—. Si ha sido herido alguno, A estas horas estarán disponiéndose a condimentarlo.

—Puede haberse escondido algún herido.

—¡Buscad! —dijo el Corsario.

El catalán, el negro y Wan Stiller registraron las matas cercanas llamando en voz baja, sin obtener respuesta. En cambio, hallaron en medio de la maleza otro indio que había recibido dos balazos en dirección del corazón, y cerca, algunas mazas y arcos y un haz de flechas.

Convencidos de que allí no había ser viviente alguno, volvieron a emprender el camino. Se oían muy cerca los gritos de la tribu, y los filibusteros calcularon que con una marcha rápida llegarían al campamento de los antropófagos antes de un cuarto de hora.

Realmente, parecía que los arawakos celebraban una victoria, porque entre los gritos se oían algunas flautas que tocaban aires alegres.

Ya habían atravesado los filibusteros la parte más espesa de la selva cuando, a través de las hojas, vieron una luz vivísima que se reflejaba en las alturas.

—¿Son los indios? —preguntó deteniéndose el Corsario.

—Sí —dijo el catalán.

—¿Están acampados en derredor del fuego?

—Sí. Pero ¿qué será lo que guisan en aquella hoguera? —dijo el catalán muy emocionado.

—¿Algún prisionero quizás?

—¡Mucho lo temo, señor!

—¡Canallas! —murmuró el Corsario, que experimentó un vivo estremecimiento—. ¡Venid, amigos; vamos a ver si Wan Guld ha huido de la muerte, o si ha encontrado aquí el castigo de sus delitos!

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