Capítulo XXVIII LOS VAMPIROS

La noche transcurrió tranquila, tanto que los filibusteros pudieron dormir plácidamente algunas horas tumbados en las bifurcaciones de las enormes ramas del summameira.

No hubo más que una pequeña alarma, causada por el paso de un pequeño pelotón de arawakos que debían de formar la retaguardia de la tribu; pero ni siquiera se hicieron cargo de la presencia de los filibusteros, y siguieron su marcha hacia el Norte.

Apenas despuntó el Sol, el Corsario, después de haber estado escuchando largo rato, tranquilizado por el profundo silencio que reinaba en la floresta, dio orden de descender para reanudar el camino.

Lo primero que hizo Carmaux apenas puso el pie en tierra fue dedicarse a buscar el maracaya que tan mal cuarto de hora le había hecho pasar entre las ramas del gigantesco árbol. Lo encontró cerca de una mata de maleza, descoyuntado por la caída y por el golpe que le dio Moko con la culata de su arcabuz.

Era un animal muy parecido a los jaguares por el pelo, y aún por la forma, pero de cabeza mucho más pequeña, de cola muy corta, y que mediría escasamente unos ochenta centímetros de longitud.

—¡Canalla! —exclamó cogiéndole por la cola y echándole al hombro—. ¡Si hubiera sabido antes que eras tan pequeño, te hubiera dado tal puntapié, que te hubiese hecho ir por los aires! Pero ¡bah!, me vengaré asándole y comiéndomelo.

—¡Apresurémonos! —dijo el Corsario—. ¡Esos salvajes nos han hecho perder demasiado tiempo!

El catalán consultó la brújula, y en seguida se puso en marcha abriéndose paso por entre las lianas, las raíces y la maleza.

La floresta seguía siendo muy espesa, compuesta en su mayor parte por palmeras miritas, cuyo enorme tronco estaba erizado de agudas espinas que desgarraban las ropas de los filibusteros y de cecropias, por otro nombre árbol candelabro.

De cuando en cuando se veía también alguna que otra magnífica manicaria, de hojas rígidas como si fuesen de zinc y de una longitud de diez y aun de once metros, apretadas, rectas y dentelladas como una sierra, y pupumbes, otro género de palmeras que producen racimos de excelente fruta.

En cambio, escaseaban los pájaros, y no se veía ni un mono para un remedio. Cuando más, lograba atisbarse alguna pareja de papagayos de plumas de varios colores, o algún tucán solitario, de pico rojo y amarillo, cubierto el pecho con una lanilla muy fina de color rojo de fuego, o se oía el pito de un tonagra, lindo pájaro de plumas azules y con el vientre anaranjado.

Al cabo de tres horas de marcha forzada sin haber encontrado rastro de hombres, vieron los filibusteros que la selva comenzaba a cambiar de aspecto. Las palmeras, que eran de menor número, dejaban el puesto a las panzudas ariartras, plantas que gustan del agua, a bosquecillos de madera de cañón; a bombas, árboles de madera porosa, blanda y blanca, que semejan un queso, por lo cual se les conoce con el nombre de queseros; a grupos de otros arbustos que producen frutas jugosas que saben a trementina, o a grandes grupos de orquídeas y de otras varias plantas, como las aroídeas, cuyas raíces aéreas caen perpendicularmente, y a matas de soberbias bromelías, con las ramas cargadas de flores de color de la escarlata.

El terreno, enjuto hasta entonces, se impregnaba rápidamente de agua, y el aire se saturaba de humedad. La selva seca se convertía en húmeda, haciéndose más peligrosa, porque bajo aquellas plantas se oculta la fiebre de los bosques; fiebre fatal aún para los mismos indios que llevan largos años de aclimatación.

Un profundo silencio reinaba bajo aquellos árboles, como si tanta humedad hubiese puesto en fuga a aves y cuadrúpedos. No se oía ni el grito de un mono, ni el canto de un pájaro, ni el rugido de un puma, ni el maullido de un jaguar.

Tenía algo de triste aquel silencio, algo de pavoroso, que producía extraña impresión en los ánimos fuertes de los filibusteros de las Tortugas.

—¡Por mil tiburones! —exclamó Carmaux—. ¡No parece sino que vamos atravesando un inmenso cementerio!

—¡Pero un cementerio lagunoso! —añadió Wan Stiller—. ¡Siento que esta humedad me penetra hasta los huesos!

—¿Será el principio de un ataque de fiebre palúdica?

—¡No nos faltaría otra cosa! —dijo el catalán—. ¡A quien le dé, no sale vivo de esta selva!

—¡Bah! ¡Tengo duro el pellejo! —contestó el hamburgués—. ¡Ya me han acosado las marismas de Yucatán, y tú sabes que producen la fiebre amarilla! ¡No es la fiebre la que me da miedo, sino la falta de caza!

—Especialmente ahora, que estamos tan escasos de víveres —añadió el africano.

—¡Eh, compadre Saco de carbón! —exclamó Carmaux—. ¿Te has olvidado de mi gato? ¡Pues abulta bastante!

—¡Durará poco, compadre! —contestó el negro—. Si no lo comemos hoy, mañana esta humedad caliente le habrá puesto en un estado tal de putrefacción, que habrá que tirarlo.

—¡Bah! ¡Ya encontraremos otra cosa que poner entre los dientes!

—¡No conoces estas selvas húmedas!

—Mataremos pájaros.

—¡No los hay!

—Cuadrúpedos.

—¡Tampoco!

—Buscaremos fruta.

—¡Todos estos árboles carecen de ella!

—¡Hombre, por lo menos, algún caimán ya ha de haber!

—Aquí no hay lagunas. No verás más que serpientes.

—¡Nos las comeremos!

—¡Vamos! ¡Compadre!

—¡Por mil tiburones! ¡A falta de otra cosa las asaremos, y las haremos pasar por anguilas!

—¡Puah!

—¡Oh; el negro quisquilloso! —exclamó Carmaux—. ¡Ya veremos en cuanto tengas hambre!

Charlando de este modo continuaban marchando a buen paso a través de aquellos terrenos humedísimos, sobre los cuales se alzaba con frecuencia una neblina cargada de peligrosos miasmas.

El calor era intenso, aún bajo los árboles; pero era un calor enervante, que hacía sudar prodigiosamente a los filibusteros. Sudaban por todos los poros, empapándoseles las ropas y estropeándoseles las armas; tanto, que Carmaux no se atrevía a contar con la carga de su fusil para el caso de tener que disparar.

Les cortaban con frecuencia el camino grandes estanques llenos de una agua negra y apestosa y casi cubiertos de plantas acuáticas; a veces se veían obligados a detenerse ante algún igarapé (así llaman a los canales naturales que se comunican con algún río), y perdían mucho tiempo en buscar el vado, pues no se fiaban de aquellas arenas traidoras, que podían sepultarlos.

En aquellas orillas, si faltaban pájaros, abundaban los reptiles, que esperaban a la noche para ponerse a la caza de ranas. Veíanse enroscadas bajo la maleza o extendidas en medio de las hojas, calentándose al sol, las venenosísimas jaracarás, de cabeza pequeña y aplastada; las canianas, voraces bebedoras de leche, que suelen introducirse en las cabañas para chupar los pechos a las indias que están criando; y no pocas serpientes coral, que producen la muerte en el acto, y contra cuya mordedura no se conoce remedio, siendo impotente hasta la infusión de cierta hierba que casi siempre es muy eficaz contra el veneno de los demás reptiles.

Los filibusteros, sin excluir a Carmaux, que experimentaba una invencible repugnancia hacia tan feos reptiles, se guardaban muy bien de incomodarlas y miraban dónde ponían los pies, para evitar alguna mordedura mortal.

A eso del mediodía, cansados de aquella larga caminata, se detuvieron sin haber encontrado traza alguna de Wan Guld y de su escolta.

Como no tenían más que algunas libras de bizcocho, decidieron asar al maracaya, y aun cuando era bastante coriáceo y olía a montaraz, bien o mal, se lo fueron comiendo. Carmaux, sin embargo, lo disputó como excelente, contra el parecer de todos, y se dio un atracón.

A las tres, y habiendo aflojado un poco el calor infernal que reinaba en la floresta, se pusieron en marcha a través de la espesura, que se hallaba infestada de esos bichos llamados zanzaras, los cuales se arrojaban con verdadero furor sobre los filibusteros.

En medio de aquellas aguas estancadas, llenas de plantas acuáticas de amarillentas hojas, que se corrompían bajo los rayos de fuego del Sol, exhalaban olores insufribles, se veía surgir a veces la cabeza de alguna serpiente de agua, o aparecer, para en seguida volver a sumergirse las tortugas llamadas caretos, que tienen la concha de color obscuro y salpicada de manchas rojizas de forma irregular.

Las aves acuáticas seguían ausentes, cual si no pudieran soportar aquellas peligrosas emanaciones.

Hundiéndose a veces en terrenos pantanosos, pasando por encima de árboles caídos, abriéndose paso a través de bosquecillos de madera de cañón que servían de refugio a nubes de zanzaras, los filibusteros guiados por el infatigable catalán, marchaban impulsados por el deseo de atravesar pronto la selva.

Deteníanse con frecuencia para ponerse a escuchar, con la esperanza de oír algún rumor que les indicara la cercanía de Wan Guld y de su escolta; pero siempre con resultado negativo. Un silencio profundo reinaba bajo aquellos árboles y en medio de los bosquecillos.

Sin embargo, al caer de la tarde hicieron un descubrimiento que, si en parte los entristeció, desde otro punto de vista les produjo cierta satisfacción, pues era una prueba de que seguían la pista de los fugitivos.

Iban buscando un sitio a propósito para acampar, cuando vieron que el africano, que se había alejado un poco con la esperanza de encontrar alguna fruta, volvía apresuradamente y despavorido.

—¿Qué hay, compadre Saco de carbón? —preguntó Carmaux montando precipitadamente el fusil—. ¿Te sigue algún jaguar?

—¡No; pero allí hay un muerto… un blanco! —contestó el negro.

—¡Un blanco! —exclamó el Corsario—. ¿Un español, quieres decir?

—¡Sí, patrón! ¡He caído encima de él, y le he sentido tan frío como una serpiente!

—¿Será ese canalla de Wan Guld? —dijo Carmaux.

—¡Vamos a ver! —dijo el Corsario—. ¡Guíanos, Moko!

El africano se metió por en medio de una espesura de calupos, plantas que dan una fruta que cortada en pedazos suministra una bebida refrescante, y al cabo de unos veinte o treinta pasos se detuvo al pie de un simaruba, el cual se erguía solitario con un cargamento de flores.

No sin un estremecimiento de horror, vieron los filibusteros un hombre tendido de espaldas, con los brazos apretados sobre el pecho, las piernas medio desnudas, y los pies ya medio roídos por alguna serpiente o por las hormigas.

Tenía el rostro del color de la cera amarilla, empapado en la sangre que le había salido de una pequeña herida abierta cerca del temporal derecho; la barba, larga y rizada, y los labios, tan contraídos, que dejaban los dientes al descubierto. Le habían desaparecido los ojos, y en su lugar solamente veíanse dos sangrientos agujeros.

Nadie podía equivocarse acerca de su personalidad, porque tenía puesto un peto de cuero de Córdoba con arabescos, vestía calzones cortos rayados, a la moda española, y un poco separados, estaban sobre la hierba un yelmo de acero adornado con una pluma blanca, y una espada.

El catalán, que parecía hallarse muy emocionado, se inclinó sobre aquel desgraciado; pero en seguida se irguió exclamando:

—¡Pedro Herrera! ¡Pobre hombre! ¡En qué estado te encuentro!

—¿Era alguno de los que iban con Wan Guld?

—Sí, señor; era un soldado valiente y un buen compañero.

—¿Le habrán matado los indios?

—Herido, sí, porque le veo un agujero en el costado derecho, del cual todavía gotea alguna sangre; pero su asesino ha sido un vampiro.

—¿Qué quieres decir?

—Que este pobre soldado ha sido desangrado por un voraz vampiro. ¿No ve usted esa señal que tiene cerca del temporal, y de la que ha manado tanta sangre?

—Sí; la veo.

—Pues es probable que haya sido abandonado Pedro Herrera por sus compañeros por causa de la herida, que le impedía seguirlos en su precipitada fuga, y un vampiro, aprovechándose de su cansancio o de su desvanecimiento, le ha desangrado.

—Entonces, ¿Wan Guld ha pasado por aquí?

—Esto es una prueba.

—¿Cuánto tiempo crees que hará que ha muerto este soldado?

—Quizá haya muerto esta mañana. Si hubiera muerto ayer noche, ya le habrían devorado por completo las hormigas.

—¡Ah! ¡Están cerca! —exclamó el Corsario con voz sorda—. ¡Nos pondremos en camino a media noche, y mañana tú habrás restituido los veinticinco palos, y yo habré libertado a la Humanidad de ese traidor infame y vengado a mis hermanos!

—Eso espero, señor.

—¡Procurad descansar lo mejor que podáis, porque ya no nos detendremos hasta que hayamos alcanzado a Wan Guld!

—¡Diablo! —murmuró Carmaux—. ¡El Comandante va a hacernos trotar como caballos!

—¡Amigo, tiene prisa de vengarse! —dijo Wan Stiller.

—¡Y también de volver a ver su Rayo!

—¡Y a la joven duquesa!

—Es probable, Wan Stiller.

—¡Durmamos, Carmaux!

—¡Dormir! ¿No has oído al catalán hablar de unos pájaros que desangran a la gente? ¡Rayos! ¿Y si a media noche nos encontramos todos desangrados? ¡Pensando en esto, yo no puedo dormir tranquilo!

—¡El catalán ha querido burlarse de nosotros, Carmaux!

—No, Wan Stiller. También yo he oído hablar de los vampiros.

—¿Qué son esos vampiros?

—Según dicen, unos pajarracos muy feos. ¡Eh, catalán! ¿Ves algo por el aire?

—Sí; las estrellas —contestó el español.

—Te pregunto que si ves vampiros.

—Es muy pronto todavía. Solamente salen de sus escondrijos cuando oyen dormir y roncar a los hombres y a los animales.

—¿Qué clase de animales son? —preguntó Wan Stiller.

—Son unos murciélagos grandes que tienen el hocico largo y saliente, grandes orejas, piel muy suave, de color rojo obscuro por el lomo y amarillo obscuro en el vientre, y alas que miden cerca de pie y medio.

—¿Y es cierto que chupan la sangre?

—Y lo hacen con tal delicadeza, que no lo sentirías, pues tienen una especie de trompa tan fina, que perfora la piel sin producir dolor alguno.

—¿Los habrá en este sitio?

—Es probable.

—¿Y si vienen a nosotros?

—¡Bah! ¡En una sola noche no pueden desangrarnos! Además, todo se reducirá a una sangría más útil que dañosa en estos climas. Es verdad que las heridas que producen tardan mucho en curarse.

—Pues tu amigo se ha ido al otro mundo con una de esas sangrías —dijo Carmaux.

—¡A saber cuánta sangre habría perdido ya por las heridas! ¡Buenas noches, caballeros! ¡A media noche nos pondremos en marcha otra vez!

Carmaux se dejó caer en medio de las hierbas; pero antes de cerrar los ojos estuvo mirando atentamente por entre las ramas del simaruba, para asegurarse de que allí no se escondía ninguno de aquellos voraces chupadores de sangre.

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