Capítulo XII LA PRIMERA LLAMA

El terrible combate entre ambos barcos había sido desastroso para las tripulaciones. Más de doscientos cadáveres llenaban la toldilla, el castillo de proa y la cubierta de cámara del barco vencido.

Ciento sesenta hombres perdió el barco español, y cuarenta y ocho el corsario, además de veintisiete heridos, que fueron transportados a la enfermería de El Rayo.

También los buques habían sufrido grandes averías con el fuego de los cañones. Gracias a la rapidez del ataque, El Rayo no perdió más que dos penoles, de fácil recambio, y algunos trozos de la obra muerta, así como del cordaje y velamen; pero el navío español quedó casi en la imposibilidad de ponerse a la vela: al mesana no le quedó una cuerda; el palo mayor, medio quebrado en su base por la explosión de una bomba, amenazaba venir abajo al menor esfuerzo de las velas, y el timón lo había roto una bala de cañón; además, las amuras estaban bastante averiadas.

Pero, con todo esto, era una hermosa nave, que después de reparada se podía vender con gran ventaja en las Tortugas, pues tenía muchas bocas de fuego y municiones en abundancia, cosas ambas solicitadas por los filibusteros, que generalmente carecían de ellas.

Así que el Corsario Negro se dio cuenta de las pérdidas sufridas y de los destrozos causados a los dos buques, mandó despejar de cadáveres la toldilla y proceder con toda urgencia a las reparaciones más precisas, pues le corría prisa alejarse de aquellos parajes, no hiciera la mala suerte que se viese acometido por la escuadra del almirante Toledo, hallándose, como se hallaba, demasiado cerca de Maracaibo.

La triste ceremonia de arrojar al agua los cadáveres se hizo en seguida. Metidos de dos en dos en sacos y con un par de balas de cañón a los pies, todos descendieron a los abismos del gran golfo, no sin habérseles quitado cuanto tenían de algún valor, pues los peces no necesitan nada, como bromeando decía Carmaux a Wan Stiller, salvados milagrosamente de la muerte. Terminada tan lúgubre faena, la tripulación, bajo el mando de los contramaestres, limpió la cubierta de restos de cordajes, amuras, etc., arrojó torrentes de agua sobre la sangre y procedió al recambio de la maniobra estropeada, así fija como móvil.

Hubo necesidad de echar abajo el palo mayor del buque español y de reforzar fuertemente el de mesana, colocando en el puesto del timón un remo de dimensiones enormes, pues no encontraron ninguno de recambio en la carpintería ni en los almacenes.

A pesar de todo esto, el barco no estaba en condiciones de navegar por sí mismo, y fue preciso que lo tomase a remolque El Rayo, pues tampoco quería el Corsario dividir su ya escasa tripulación.

Se echó un gran cable de la popa de la nave filibustera a la proa del barco de línea, y a eso de la hora del crepúsculo se dieron a la vela y navegaron rápidamente hacia el Norte; pues deseaban por momentos ponerse en seguro en las formidables islas de las Tortugas.

Dadas las últimas órdenes por la noche, y después de recomendar que se redoblaran las guardias, pues no estaba tranquilo por la proximidad de las costas venezolanas, sobre todo después del cañoneo de la mañana, ordenó al negro y a Carmaux que pasasen al buque español para buscar a la duquesa flamenca.

Mientras los dos hombres bajaban al bote y se dirigían hacia el barco remolcado por El Rayo, el Corsario Negro paseaba por la toldilla, como si le hubiera acometido de pronto una gran agitación y una preocupación muy viva.

Contra su costumbre, estaba nervioso e inquieto; interrumpía repentinamente sus paseos para detenerse, cual si le atormentara algún negro pensamiento; se acercaba a Morgan, que vigilaba en el castillo de proa, como si tuviese intención de decirle algo; pero de pronto le volvía la espalda y se alejaba hacia popa.

Como siempre, veíasele tétrico, quizá más tétrico que nunca. Por tres veces salió de la cámara de popa para mirar el barco de línea, haciendo un gesto de impaciencia, y tres veces se alejó precipitadamente, para detenerse en el castillo de proa y mirar distraídamente a la luna, que en aquellos momentos surgía en el horizonte, esparciendo por el mar una lluvia de plata.

Pero en cuanto se oyó en el costado del buque el choque sonoro de la chalupa que volvía del barco español, se alejó presuroso del castillo de proa y se detuvo en lo alto de la escalera de babor, que bajaron en aquel momento.

Ligera como un pájaro, Honorata subía sin apoyarse en la baranda. Iba vestida lo mismo que por la mañana; pero llevaba en la cabeza un ancho lazo de seda de colores, recamado de oro y adornado con flecos, como los sarapes mexicanos.

El Corsario Negro esperaba sombrero en mano y apoyada la mano izquierda en las guardas de la espada.

—¡Os doy gracias, señora, por aceptar mi invitación! —le dijo.

—A vos es a quien debo darlas yo, caballero, por recibirme en su buque —contestó ella inclinando graciosamente la cabeza—. ¡No olvido que soy su prisionera!

—¡La galantería también se conoce entre los ladrones del mar! —contestó el Corsario con un ligero acento de ironía.

—¿Todavía me guardáis rencor por las palabras que pronuncié esta mañana?

El Corsario Negro no respondió, y le hizo seña con la mano para que le siguiese.

—¡Antes de nada, una pregunta, caballero! —dijo la joven deteniéndole.

—Decid.

—¿No os desagradará que haya traído conmigo a una de mis camaristas?

—No, señora; creí que vendrían las dos.

Le ofreció galantemente el brazo, y la condujo a popa, haciéndola entrar en el saloncito de la cámara.

Aquella habitación, situada bajo el castillo de popa, a nivel de la cubierta, estaba amueblada con una elegancia tal, que dejó estupefacta a la duquesa, a pesar de hallarse acostumbrada a vivir en medio del lujo.

Comprendíase en seguida que aquel corsario, a pesar de su oficio, no había renunciado al fausto y a la elegancia de sus castillos.

Las paredes del saloncito estaban tapizadas de seda azul con hilos de oro, y decoradas con espejos de Venecia; desaparecía el piso bajo un tupido tapiz oriental, y las amplias ventanas que daban al mar, divididas por elegantes columnitas acanaladas, estaban resguardadas por ligeras cortinillas de muselina.

En los ángulos veíanse cuatro cristaleras llenas de objetos de plata; en medio, una mesa ricamente cubierta con un blanco mantel de Flandes, y en derredor, cómodos asientos de terciopelo azul, con gruesas placas de metal.

Dos grandes y artísticos candelabros de plata iluminaban el saloncillo, reflejándose su luz en los espejos y haciendo brillar un grupo de armas entrecruzadas sobre la puerta.

El Corsario invitó a sentarse a la joven flamenca y a la mulata; después se sentó frente a ellas, y Moko, el hercúleo negro, sirvió la cena en vajilla de plata, que llevaba grabado en el centro un extraño escudo de armas, quizá el del Comandante, pues representaba una roca coronada por cuatro águilas.

La comida, compuesta en su mayor parte de pescado fresco, exquisitamente condimentado de varios modos, carne en conserva, dulces y frutas de los trópicos, acompañado todo de vinos escogidos de Italia y de España, terminó en silencio, pues de los labios del Corsario Negro no salió una palabra, ni por su parte la joven flamenca se había atrevido a distraerle de sus preocupaciones.

Después de servido el chocolate, según la costumbre española, en jícaras microscópicas de porcelana, el Comandante se decidió a romper el silencio casi sombrío que reinaba en el saloncito.

—¡Perdonadme, señora! —dijo, mirando a la joven flamenca—. Perdonadme que haya estado demasiado preocupado durante la comida y que haya sido tan mal compañero de mesa; pero cuando desciende la noche, cae sobre mi alma una negra tristeza: bajo con el pensamiento a los abismos del gran golfo, y vuelo a los nebulosos países que baña el mar del Norte. ¿Qué queréis? ¡Son tan negros los recuerdos que atormentan mi corazón y mi cerebro!

—¿A vos? ¿Al más valiente de los corsarios? —exclamó la joven con asombro—. ¿Vos, que batís el mar de sus enemigos, que tenéis un barco que desafía y vence a los más grandes navíos, hombres audaces que a una sola orden se hacen matar, que tenéis siempre abundantes riquezas, y que sois uno de los más formidables jefes del filibusterismo?

—¡Mirad el traje que visto, y pensad en el nombre que llevo! ¿No tiene todo esto algo de fúnebre?

—¡Es verdad! —contestó la joven duquesa, a quien llamaron la atención aquellas palabras—. Vestís un traje tétrico como la noche, y los filibusteros os han puesto un nombre que da miedo. En Veracruz, donde he pasado algún tiempo al lado del marqués de Heredia, he oído contar de vos cosas tan extrañas, que dan escalofríos.

—¿Qué cosas, señora? —preguntó el Corsario con tono de mofa, mientras que sus ojos, en los cuales brillaba una luz sombría, se clavaban en los de la joven flamenca como si quisiera leer en el fondo de su alma.

—He oído contar que el Corsario Negro había atravesado el Atlántico en unión de sus hermanos, que vestían: uno, traje verde, y otro traje rojo, para llevar a cabo una venganza terrible.

—¡Ah! —dijo el Corsario, cuya frente se anublaba.

—Me han dicho que erais un hombre que siempre estaba taciturno y sombrío, y que cuando la tempestad enfurecía el mar de las Antillas, salíais a recorrerle a despecho de las olas y los vientos, y depredaba sin temor alguno el gran Golfo, desafiando las iras de la Naturaleza, porque os protegían los espíritus infernales.

—¿Y qué más? —preguntó el Corsario.

—Que a los dos corsarios de los trajes rojo y verde los había ahorcado un hombre que era vuestro mortal enemigo, y que…

—¡Proseguid! —dijo el Corsario con voz cada vez más sombría.

En vez de terminar la frase, la joven duquesa se detuvo, mirándole con cierta inquietud, no exenta de vago terror.

—¿Por qué os interrumpís? —le preguntó él.

—¡No me atrevo! —contestó la joven vacilando.

—¿Es que os causa miedo?

—No; pero…

Y levantándose de pronto, le preguntó bruscamente:

—¿Es verdad que evocáis a los muertos?

En el costado de babor del barco se oyó en aquel momento el choque de una gran oleada, golpe que se reprodujo sordamente en las profundidades de la estiba, al mismo tiempo que algunos copos de espuma saltaban hacia las ventanas del saloncito, mojando las cortinillas.

El Corsario Negro se levantó precipitadamente, y, pálido como un cadáver, miró a la joven con ojos que brillaban como carbones encendidos, pero en los cuales se advertía una emoción profunda; en seguida se acercó a una de las ventanas, la abrió y se inclinó hacia fuera.

El mar estaba tranquilo y brillaba bajo los pálidos rayos del astro nocturno. La suave brisa que hinchaba las velas de El Rayo no levantaba más que ligeras encrespaduras en la inmensa superficie.

Pero por el lado de babor veíase el agua todavía espumeante debatirse contra el costado del buque, como si una gran oleada, producida por una fuerza misteriosa o por cualquier inexplicable fenómeno, la conmoviese.

El Corsario Negro, inmóvil ante la ventana y con los brazos cruzados, como de costumbre, proseguía mirando al mar sin decir palabra y sin hacer el menor gesto. Se diría que sus fulgurantes ojos querían sondar y recorrer las profundidades del mar Caribe. La duquesa se le había acercado en silencio, pálida y presa de un terror supersticioso.

—¿Qué miráis, caballero? —le preguntó con dulzura.

El Corsario Negro no dio muestras de haberla oído, porque no se movió.

—¿En qué pensáis? —volvió a preguntarle.

Esta vez el Corsario se estremeció.

—¡Me preguntaba —contestó con lúgubre voz— si es posible que los muertos sepultados en el fondo del mar puedan salir de los abismos donde reposan y subir a la superficie de las aguas!

La joven sintió un intenso escalofrío.

—¿De qué muertos habláis? —preguntó al cabo de unos instantes de silencio.

—¡De los que perdieron la vida sin haber sido vengados!

—¿De vuestros hermanos?

—¡Quizá! —contestó el Corsario con voz apenas perceptible.

En seguida, volviéndose hacia la mesa y llenando dos vasos de vino blanco, dijo con una sonrisa forzada, que contrastaba con el lívido aspecto de su rostro.

—¡Señora, a vuestra salud! Hace ya algunas horas que es de noche, y tenéis que regresar a vuestro barco.

—La noche está tranquila, caballero, y no amenaza peligro alguno a la chalupa que ha de llevarme a bordo —respondió ella.

La mirada del Corsario, hasta entonces tétrica, pareció serenarse de pronto.

—¿Queréis hacerme todavía compañía, señora? —le preguntó.

—Si eso no os molesta…

—¡De ningún modo, señora! En el mar es tan dura la vida, que semejantes distracciones son muy raras. Pero, si no me engañan mis ojos, debéis tener un motivo oculto para querer permanecer aquí.

—¡Puede ser!

—¡Hablad; mi tristeza se ha desvanecido!

—Decidme, caballero: ¿es verdad, en efecto, que habéis venido desde vuestro país para llevar a cabo una venganza terrible?

—Es verdad, señora; y debo añadir que no reposaré ni gozaré de bien alguno, ni en el mar ni en la tierra, hasta que no la haya cumplido.

—¿Tanto odiáis a ese hombre?

—¡Tanto, que por matarle daría hasta la última gota de mi sangre!

—Pero ¿qué es lo que os ha hecho?

—¡Ha matado, ha destruido a toda mi familia, señora! Pero hace dos noches he hecho un juramento, y lo sostendré aun cuando tuviera que recorrer todo el mundo y registrar los más apartados y recónditos sitios de la Tierra para encontrar a ese mortal enemigo mío y a todos cuantos tienen la desgracia de llevar su nombre.

—¿Y ese hombre está aquí en América?

—En una ciudad del gran Golfo.

—¿Y cómo se llama? —preguntó la joven ansiosamente—. ¿Puedo saberlo yo?

El Corsario miró fijamente a la duquesa en lugar de contestar.

—¿Os interesa saberlo? —preguntó al cabo de algunos instantes de silencio—. Vos no pertenecéis al filibusterismo, y sería peligroso.

—¡Oh, caballero! —exclamó la joven palideciendo.

El Corsario sacudió la cabeza como si quisiera desechar una idea importuna, y paseándose muy agitado, dijo:

—¡Señora, es tarde; es preciso que regreséis a vuestro barco!

Se volvió hacia el negro, que estaba inmóvil ante la puerta, semejante a una estatua de basalto, y le preguntó:

—¿Está lista la chalupa?

—¡Si, patrón! —contestó el africano.

—¿Quiénes la tripulan?

—El compadre blanco y un amigo.

—¡Venid, señora!

La joven se cubrió la cabeza y se levantó.

El Corsario le ofreció el brazo sin decir palabra, y la condujo a cubierta. Durante aquel breve camino se detuvo dos veces, ahogando un ligero suspiro.

—¡Adiós, señora! —dijo él cuando llegaron a la escala.

Ella le alargó su manita, y se estremeció al sentir temblar la del Corsario.

—¡Gracias por su hospitalidad, caballero! —murmuró la joven.

Él se inclinó en silencio y le indicó a Carmaux y a Wan Stiller, que la esperaban al pie de la escala.

La joven descendió, seguida de la mulata: pero así que hubo llegado abajo, levantó la cabeza y vio en lo alto al Corsario Negro, que inclinado sobre la amura, la seguía con la mirada.

Saltó a la chalupa y fue a sentarse en la popa, al lado de la mulata, mientras que Carmaux y Wan Stiller cogían los remos disponiéndose a arrancar.

En pocos golpes, la chalupa llegó debajo del buque de línea, el cual marchaba lentamente, siguiendo la estela de El Rayo, que le remolcaba.

Así que estuvo a bordo, en vez de dirigirse a la cámara, la joven flamenca subió al castillo de proa y miró con atención hacia el buque filibustero.

En la popa y hacia el timón vio delinearse a la luz de la luna la negra figura del Corsario, con la larga pluma de su sombrero ondeando agitado por la brisa de la noche.

Allí estaba, inmóvil, con un pie en la amura, con la mano izquierda puesta sobre las guardas de su temible espada y la diestra en la cadera, mirando fijamente a la proa del barco español.

—¡Mírale! ¡Es él! —murmuró la joven inclinándose hacia la mulata, que la había seguido—. ¡Es el fúnebre gentilhombre de Ultramar! ¡Qué hombre tan extraño!

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