Capítulo XXIV LAS DESVENTURAS DE CARMAUX

A distancia como de unos cuarenta pasos de los cazadores se oía mover las hojas con precaución. Carmaux y el catalán escondiéronse apresuradamente detrás del tronco de un gran simaruba.

Las ramas crujían aquí y allá, como si el animal que se acercaba, vacilara acerca del camino que debería seguir; pero no por eso dejaba de avanzar.

De pronto, Carmaux vio abrirse la maleza y saltar en medio de un pequeño espacio descubierto un animal como de medio metro, de pelaje negro y rojizo, de patas cortas y con la cola muy peluda.

Carmaux no sabía qué clase de animal era, ni siquiera si sería comestible, pero al verle quieto como a unos treinta pasos, le apuntó con el fusil e hizo fuego.

El animal cayó; pero volvió en seguida a levantarse con una vivacidad que indicaba que no estaba herido gravemente, y se alejó metiéndose por entre la maleza y las raíces.

—¡Vientres de todos los tiburones del Océano! —exclamó el filibustero—. ¡Le he fallado! ¡Vaya, querido; me parece que no has de poder correr mucho!

Se lanzó hacía donde había desaparecido la alimaña, y sin pararse a volver a cargar el fusil emprendió animosamente su persecución, sin hacer caso del catalán, que iba detrás gritándole:

—¡Cuidado con las raíces!

El animal huía a todo correr, en busca, probablemente, de su madriguera; pero Carmaux le andaba a los alcances con el sable de abordaje en la mano y dispuesto a partirle en dos.

—¡Ah, bergante! —gritaba—. ¡Aunque vayas a esconderte a casa del Demonio, yo he de alcanzarte!

El pobre animal no se detenía; pero perdía fuerzas. Por las manchas de sangre que dejaba sobre las hierbas se colegía que el filibustero le había tocado.

Llegó un momento en que, fatigado por aquella carrera y exhausto de fuerzas por la pérdida de sangre, se detuvo junto al tronco de un árbol. Carmaux creyendo que ya le tenía en la mano, se le echó encima; pero de improviso se sintió sofocado por un olor tan horrible, que cayó de espaldas, como si se hubiera asfixiado repentinamente.

—¡Muerte de todos los tiburones del Océano! —se le oyó gritar—. ¡Que el infierno se lleve a esa carroña! ¡Qué es esto! —Y en seguida prorrumpió en una larga serie de estornudos que le impidieron proseguir sus invectivas.

El catalán corrió en su ayuda para prestarle auxilio; pero al llegar a unos diez pasos de distancia de Carmaux se detuvo, y se tapó las narices con ambas manos.

—¡Caramba! —dijo—. ¡Ya gritaba yo que te detuvieses! ¡Vaya, ahora has quedado bien perfumado para una semana! ¡Por mi parte, no tengo ganas de acercarme a ti!

—¡Eh, amigo! —gritó Carmaux—. ¿Tendré la peste? ¡Siento que me pongo malo, como si me marease! ¡Me parece que voy a reventar! ¿Qué es lo que ha sucedido?

—Huye de ese olor insoportable que ha infestado la maleza.

Carmaux se levantó con trabajo y se alejó, procurando dirigirse hada donde estaba el catalán. Este, al ver que iba hacia él, se apresuró a ponerse a cierta distancia.

—¡Mil tiburones! ¿Tienes miedo? —preguntó Carmaux—. ¡Entonces, es que me ha dado el cólera!

—¡No; pero sí me acerco me perfumarás también a mí!

—¿Y cómo voy a arreglarme para volver al campamento? ¡Huirán todos, incluso el Comandante!

—¡Será preciso que te dejes fumigar! —dijo el catalán, que refrenaba la risa con mucho trabajo.

—Pero dime, amigo: ¿qué es lo que ha sucedido? ¿Ha sido aquel animal el que ha soltado este olor a ajos podridos que me revuelve el estómago? ¿Sabes que se me figura que me estalla la cabeza?

—¡Lo creo!

—¿Ha sido aquel animal?

—¡Sí!

—¿Qué clase de bestia es esa?

—Le llaman zorrillo. Es una especie mal oliente de la familia de las martas, pero que, en lugar de despedir olor de almizcle, da ese otro, el más corrompido que se conoce, pues ni los mismos perros lo resisten.

—¿Y en qué sitio guardan ese perfume endiablado?

—En unas glandulillas que tienen debajo de la cola. ¿Te ha tocado alguna gota siquiera del líquido?

—No; porque todavía estaba un poco lejos.

—¡Pues has tenido suerte! ¡Si te hubiese caído en la ropa una sola gota de ese líquido apestoso, tendrías que continuar el viaje tan desnudo como nuestro padre Adán!

—¡Y, sin embargo, hiedo peor que una letrina!

—¡Ya te fumigaremos!

—¡Que se vayan al infierno todos los zorrillos de la Tierra! ¡No puede haberme sucedido nada peor! ¡Vaya una figura que vamos a hacer a nuestro regreso! ¡Nos esperaban coa alguna caza, y, en lugar de caza, llevo a remolque un cargamento de este olor infernal!

El español no contestaba: reía hasta desquijararse oyendo las lamentaciones del filibustero, y procuraba estar siempre lejos de él, esperando a que el aire orease un poco al desgraciado cazador.

Ya cerca del campamento encontraron a Wan Stiller, que había salido a su encuentro creyéndolos ocupados en arrastrar alguna pieza demasiado pesada para sus fuerzas. Al percibir el olor que despedía Carmaux, echó a correr tapándose las narices.

—¡Ahora todos huyen de mí como si tuviese el cólera! —dijo Carmaux—. ¡Concluiré por tirarme a la charca!

—¡No conseguirás nada! —dijo el catalán—. Detente ahí y espera que yo vuelva; si no, vas a concluir por apestar a todos.

Carmaux hizo un gesto de resignación y se sentó al pie de un árbol, lanzando un suspiro.

Después de informar al Corsario de la cómica aventura, el catalán fue al bosque con el africano y cogió algunos brazados de ciertas sarmentosas, que depositó a unos veinte pasos de Carmaux, y les puso fuego.

—¡Déjate ahumar un poco para desinfectarte! —dijo escapando y riendo a un tiempo—. ¡Te esperaremos para comer!

Carmaux, resignado, fue a exponerse a la acción del humo densísimo que salía de aquellos sarmientos, resuelto a no alejarse de allí hasta que hubiese desaparecido el nauseabundo olor de que estaba impregnado.

Aquellas plantas despedían al arder un olor tan acre, que el pobre filibustero lloraba. A pesar de todo resistía filosóficamente, y se dejaba ahumar a conciencia.

Al cabo de media hora, y no sintiendo ya sino ligeramente el olor de las glándulas del zorrillo, decidió dar por terminada la operación y se dirigió hacia el campamento, donde se hallaban ocupados sus compañeros en partir una gran tortuga que lograron sorprender en las orillas de la laguna.

—¿Se puede? —preguntó—. ¡Creo que ya me he fumigado bastante!

—¡Adelante! —contestó el Corsario—. Estamos acostumbrados al olor del alquitrán y podemos tolerar el que despides; pero supongo que te guardarás de perseguir en adelante a los zorrillos.

—¡Por cien mil tiburones! ¡Apenas vea uno, me pondré a tres millas de distancia: se lo prometo, Comandante! ¡Primero me las entiendo con un jaguar!

—¿Estabas adentro del bosque cuando hiciste fuego?

—Supongo que no se habrá oído muy lejos el sonido de la detonación —contestó el catalán.

—¡Sentiría que los fugitivos sospechasen que los perseguimos!

—Pues yo creo que tienen la seguridad de que es así, Capitán.

—¿Y por qué supones eso?

—Por lo rápido de su marcha. De otro modo ya debíamos haberlos alcanzado.

—Es que hay un motivo muy apremiante que obliga a apresurarse a Wan Guld.

—¿Cuál, señor?

—El temor de que caiga sobre Gibraltar el Olonés.

—¿Querrá intentar el asalto de esa plaza? —preguntó con inquietud el catalán.

—¡Quizás! ¡Veremos! —contestó de un modo evasivo el Corsario.

—Si eso sucediera, yo no combatiría nunca en contra de mis compatriotas, señor —dijo con emoción el catalán—. Un soldado no puede volver sus armas contra una ciudad en cuyos muros ondea la bandera de su país. Mientras se trate de Wan Guld, que es un flamenco, estoy dispuesto a ayudar a usted; pero nada más. Si han de exigirme otra cosa, prefiero que me ahorquen.

—Admiro tu afecto y tu devoción hacia tu patria —contestó el Corsario Negro—. En cuanto hayamos alcanzado a Wan Guld te dejaré en libertad para que vayas, si quieres, a defender a Gibraltar.

—¡Gracias, señor! Hasta ese momento estoy a su disposición.

—Entonces, pongámonos en marcha, o no vamos a poder alcanzarle.

Recogieron las armas y los pocos víveres que tenían, y volvieron a emprender la marcha, siguiendo las orillas de la laguna, que continuaban libres de árboles grandes.

El calor era intenso, y se sentía mucho más por la falta de sombra; pero los filibusteros, acostumbrados a las altas temperaturas del Golfo de México y del mar Caribe, no experimentaban gran molestia. Sin embargo, humeaban como yacimientos de azufre, y sudaban tan profusamente que a los pocos pasos llevaban las ropas empapadas.

Además, las aguas de la laguna, heridas de plano por el Sol, producían reflejos cegadores que les lastimaban dolorosamente los ojos. Por otro lado, se elevaban miasmas peligrosos bajo la forma de ligeras nubecillas de neblina que podían ser fatales, pues producen las temidas fiebres de los bosques.

Por fortuna, a eso de las cuatro de la tarde vieron ya el extremo opuesto de la sabana, la cual se prolongaba por medio del gran bosque en forma de cuello de botella.

Los filibusteros y el catalán, que caminaban con gran brío a pesar de hallarse muy fatigados, iban a doblar hacia la floresta, cuando el negro, que marchaba a retaguardia, les señaló una cosa roja que se veía en la superficie de un pantano verdusco, el cual se alargaba hacia la sabana.

—¿Un pájaro? —preguntó el Corsario.

—Más bien me parece un casquete español —dijo el catalán—. ¿No ve usted que todavía conserva unas plumas en un lado?

—¿Quién le habrá tirado a ese pantano? —preguntó el Corsario.

—Yo creo que eso indica algo peor, señor —dijo el catalán—. O mucho me equivoco, o ese fango está formado por cierta arena movediza que no perdona jamás.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Que quizás debajo de ese casquete haya algún desgraciado que ha sido tragado vivo por el fango.

—¡Vamos a verlo!

Se desviaron del camino que seguían y se dirigieron hacia aquella capa de fango, que tendría una longitud de trescientos o cuatrocientos metros por otros tantos de anchura, y que parecía una laguna medio seca.

Pronto vieron que era uno de aquellos birretes y gorras de seda rayados de rojo y amarillo y adornados con una pluma que usaban los españoles.

Quedóse adherido al fango en el centro de un hoyo que tenía la forma de un embudo y cerca veíanse como cinco palitos de un color que hizo estremecerse a los filibusteros.

—¡Los dedos de una mano! —exclamaran Carmaux y Wan Stiller.

—Ya les había dicho a ustedes que bajo esa gorra se encontraba un cadáver —dijo tristemente el catalán.

—¿Quién podría ser ese desgraciado, tragado por el abismo? —preguntó el Corsario.

—Un soldado de la escolta del Gobernador —dijo el catalán—. Esa gorra se la he visto yo a Juan Barrés.

—¿Entonces Wan Guld ha pasado por aquí?

—Es muy probable, señor.

—¿Habrá caído casualmente en el fango este desgraciado?

—Eso creo.

—¡Qué muerte tan horrible!

—La más horrible, señor. ¡Verse absorbido vivo por ese fango tenaz y nauseabundo, debe de ser espantoso!

—¡Vamos; dejemos a los muertos y pensemos en los vivos! —dijo el Corsario dirigiéndose hacia la floresta—. Ya estamos seguros de hallarnos sobre la pista de los fugitivos.

Iba a decir a sus compañeros que apretaran el paso, cuando le detuvo un silbido prolongado y con ciertas extrañas modulaciones que resonó hacia la parte más espesa del bosque.

—¿Qué es eso? —preguntó volviéndose hacia el catalán.

—No lo sé —contestó este lanzando una mirada de inquietud hada los grandes árboles.

—¿Será algún pájaro?

—Señor, yo jamás he oído silbido semejante.

—¿Y tú, Moko? —preguntó el Corsario dirigiéndose al africano.

—Ni yo tampoco, Capitán.

—¿Será una señal?

—Eso temo —contestó el catalán.

—¿De tus compatriotas? ¿De los que perseguimos?

—¡Hum! —dijo el español moviendo la cabeza.

—¿No lo crees?

—No, señor. Lo que temo es que pronto vamos a tener que habérnoslas con los indios.

—¿Indios libres o aliados vuestros? —preguntó el Corsario arrugando el entrecejo.

—Que nos echa encima el Gobernador.

—Entonces, debe saber que vamos tras él.

—Puede haberlo sospechado.

—¡Bah! ¡Si sólo se tratara de indios fácilmente los pondremos en fuga!

—En las selvas vírgenes son más peligrosos que los blancos. Es difícil evitar sus emboscadas.

—Procuraremos no dejarnos sorprender. Montad los fusiles y no economicéis los disparos. Ahora ya sabe el Gobernador que vamos pisándole los talones y, por lo tanto, poco importa que oiga nuestros mosquetazos.

—¡Vamos, entonces, a ver cómo son los indios de este país! —dijo Carmaux—. ¡Seguro estoy de que no serán más hermosos ni más malos que los demás indios!

—¡Pero tened cuidado, caballeros! —dijo el catalán—. ¡Los hombres rojos de Venezuela son antropófagos, y les agrada mucho asarlos a ustedes!

—¡Vientre de tiburón! ¡Wan Stiller, amigo mío, vamos a ver cómo defendemos nuestras propias chuletas!

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