Capítulo XXIX LA FUGA DEL TRAIDOR

Apenas surgió la Luna por encima de los árboles de la floresta, ya el Corsario se había puesto de pie, en disposición de emprender de nuevo la obstinada persecución de Wan Guld y su escolta.

Sacudió al catalán, al negro y a los dos filibusteros, y se puso en marcha sin haber dicho ni una sola palabra, pero con paso tan rápido, que sus compañeros apenas podían seguirle.

Parecía que, en efecto, estaba decidido a no detenerse hasta haber alcanzado a su mortal enemigo; pero muy pronto nuevos obstáculos le obligaron a buscar paso, y no tan sólo a aminorar la velocidad de la marcha, sino también a detenerse.

Lagunas y charcas que recogen todas las aguas provenientes de la selva, terrenos pantanosos, breñales espesísimos y riachuelos, todo esto que encontraban a cada instante los obligaba a dar rodeos en busca de sitio por donde pasar, ya fueran sendas, ya vados, o bien a derribar arbustos para improvisar puentes.

Sus hombres hacían esfuerzos sobrehumanos para ayudarle; pero comenzaban a sentirse exhaustos por tan larga y penosa caminata, que ya duraba diez días, por las noches de insomnio y por lo escaso de la alimentación.

Al amanecer ya no pudieron más y se vieron en la precisión de rogarle que les concediese un poco de reposo, pues les era imposible tenerse en pie, además de estar hambrientos. Los bizcochos se habían concluido, y el gato de Carmaux había sido digerido hacía quince horas.

Se pusieron en busca de caza y de árboles frutales; pero aquella selva palúdica no tenía trazas de poder proporcionarles una cosa ni otra. No se oía el charloteo de los papagayos ni los gritos de los monos, ni se veía árbol alguno que tuviese fruta comestible.

Sin embargo, el catalán, que juntamente con Moko se había dirigido hacia una marisma cercana, fue tan afortunado (no sin haber recibido crueles mordeduras), que pudo coger una praira, pescado que abunda mucho en las aguas muertas, que tiene la boca armada de agudísimos dientes, y el lomo negro; y por su parte Moko se apoderó de un cascudo, otro pez también, como de un pie de longitud, defendido por durísimas escamas, negras por arriba y rojizas por debajo.

Aquella comida ligera, absolutamente insuficiente para saciar a todos, la engulleron en seguida, y después de algunas horas de sueño volvieron a caminar a través de la tristísima floresta, que parecía no tener fin.

Procuraban no apartarse de la dirección del Sudeste, en busca de la extremidad del lago de Maracaibo, pues allí se hallaba la fuerte ciudadela de Gibraltar; pero continuamente tenían que desviarse a causa de las continuas charcas que encontraban y de los terrenos fangosos.

Prolongaron esta segunda caminata hasta el mediodía, sin haber vuelto a descubrir el rastro de los fugitivos ni oír detonación ni grito alguno. Hacia las cuatro de la tarde, y después de reposar un par de horas, descubrieron en las orillas de un riachuelo los restos de una hoguera, cuyas cenizas todavía estaban calientes.

¿La habría encendido algún cazador indio, o los fugitivos? Era imposible saberlo, porque allí el terreno era muy seco y estaba cubierto de hojas. A pesar de eso, tal descubrimiento los reanimó, convenciéndolos de que en aquel sitio se había detenido Wan Guld.

La noche los sorprendió sin haber visto ninguna otra cosa más. Sin embargo, instintivamente comprendían que los fugitivos no debían de encontrarse lejos.

Los pobres hombres se vieron aquella noche en la precisión de acostarse sin cenar, pues no dieron con nada que pudiera comerse.

—¡Vientre de un tiburón! —exclamó Carmaux, que procuraba engañar el hambre masticando algunas hojas de sabor azucarado—. ¡Si esto continúa así, vamos a llegar a Gibraltar en tal estado, que será preciso que nos metan en seguida en un hospital!

Fue aquella noche la más mala de todas las que pasaron en medio de los bosques de Maracaibo. A los sufrimientos del hambre se agregó la tortura de los picotazos de enormes enjambres de zanzaras feroces, que no les permitieron pegar ojo.

Cuando a eso del mediodía siguiente volvieron a ponerse en marcha, estaban más cansados que la noche anterior. Carmaux declaraba que no podría resistir dos horas más si, por lo menos, no encontraba un gato silvestre para asarlo o media docena de sapos, Wan Stiller prefería una cazuela de papagayos o un mono; pero nada de esto se veía en aquella selva maldita.

Hacía cuatro horas que caminaban, mejor dicho, que se arrastraban, siguiendo al Corsario, el cual iba siempre a toda prisa, como si poseyera un vigor sobrehumano, cuando oyeron un disparo a corta distancia.

El Corsario se detuvo en el acto lanzando un grito.

—¡Por fin! —exclamó desenvainando la espada.

—¡Truenos de Hamburgo! —gritó Wan Stiller—. ¡Parece que esta vez están cerca!

—Supongo que ya no se nos escaparán —contestó Carmaux—. ¡Los ataremos de tal manera que no nos hagan correr otra semana!

—Ese tiro lo han disparado a media milla de nosotros —dijo el catalán.

—¡Sí! —respondió el Corsario—. ¡Dentro de un cuarto de hora, espero tener en mi poder al asesino de mis hermanos!

—¿Quiere usted que le dé un consejo, señor? —dijo el catalán.

—¡Habla!

—¡Tendámosles una emboscada!

—¿Cómo?

—Esperándolos entre una espesura, para obligarlos a rendirse sin empeñar una lucha sangrienta. Deben de ser siete u ocho, y nosotros no somos más que cinco, y estamos completamente exhaustos de fuerzas.

—Seguramente que no estarán más descansados que nosotros; sin embargo, acepto tu consejo. Caeremos de improviso sobre ellos, de modo que no tengan tiempo para ponerse a la defensiva. ¡Preparad las armas, y seguidme sin hacer ruido!

Cambiaron la carga de los fusiles y de las pistolas para que no fallasen los tiros en el caso de que se vieran en la necesidad de luchar, y en seguida se deslizaron por entre las raíces y las lianas, procurando no hacer crujir las hojas secas ni romper las ramas.

La selva palúdica había concluido. Comenzaban de nuevo los árboles añosos, los bombas, arcaabas, palmeras de todas especies, siniambas, jupatías, bussus y tantos otros magníficos, adornados con hojas de grandes dimensiones y cargados de flores y de frutos, algunos de ellos deliciosos.

Los pájaros principiaban también a dejarse ver, sobre todo los papagayos, los canindes y los tucanes, y de trecho en trecho se oían los formidables gritos de alguna bandada de monos aulladores que hacían andar a Carmaux con los ojos encandilados, pues en medio de tal abundancia de caza no podía aprovecharse de ella.

El Corsario le había prohibido severamente disparar un tiro, con objeto de no poner sobre aviso al Gobernador y a su escolta.

—¡Después me desquitaré —se decía— y mataré tantas fieras, que estaré comiendo doce horas seguidas!

Quien no parecía haberse dado cuenta de aquel cambio era el Corsario; tan preocupado iba con su venganza. Se deslizaba como una serpiente, saltaba por encima de los obstáculos como un tigre y sin apartar los ojos de la lejanía, para ver tan pronto como apareciera a su mortal enemigo.

Ni aún se volvía para enterarse de si le seguían sus compañeros, como si tuviera el propósito de empeñar la lucha y de vencer él solo a toda la escolta del traidor.

No producía el menor ruido. Pasaba sobre las capas de hojas sin hacerlas crujir, separaba las lianas sin moverlas y se deslizaba como un reptil por entre las raíces; ni las largas fatigas ni las privaciones habían quebrantado aquel maravilloso organismo.

De pronto se detuvo, con la mano izquierda armada de una pistola, y terciada hacia adelante y la espada en alto, como si se dispusiera a arrojarse con ímpetu sobre alguien.

En medio de un bosquecillo de calupus se oían dos voces.

—¡Diego! —decía una voz amortiguada y como si fuera a extinguirse—. ¡Otro sorbo de agua; uno solo, antes de que cierre los ojos!

—¡No puedo! —contestaba otra voz ronca—. ¡Pedro, no puedo!

—¿Y esos están lejos? —proseguía la primera.

—¡Para nosotros todo ha concluido, Pedro! ¡Aquellos perros de indios me hirieron de muerte!

—¡Y yo con esta fiebre que me mata!

—¡Cuando vuelvan ya no me encontrarán!

—El lago está cerca y el indio sabe dónde hay una barca. ¡Ah! ¿Quién vive?

El Corsario Negro se había lanzado en medio de la espesura con la espada en alto y dispuesto a herir.

Dos soldados, pálidos, deshechos y cubiertos de harapos, estaban tendidos al pie de un gran árbol. Al ver aparecer a aquel hombre armado se levantaron sobre las rodillas, haciendo un supremo esfuerzo, e intentaron coger los arcabuces que estaban a algunos pasos de ellos; pero en seguida volvieron a desplomarse, como si de improviso les hubieran faltado las fuerzas.

—¡El que se mueva es hombre muerto! —gritó el Corsario con voz amenazadora.

Uno de los soldados había vuelto a incorporarse y dijo con forzada sonrisa:

—¡Caballero! ¿Mataría usted a dos moribundos?

El catalán, seguido por el africano y los filibusteros, se había lanzado también en medio del bosque en aquel instante.

Dos gritos se le escaparon:

—¡Pedro!… ¡Diego!… ¡Mis pobres camaradas!…

—¡El catalán! —exclamaron ambos soldados.

—¡Soy yo, amigos, y…!

—¡Silencio! —dijo el Corsario—. Decidme: ¿dónde está Wan Guld?

—¿El Gobernador? —preguntó el que se llamaba Pedro—. Hace dos horas que se ha marchado.

—¿Sólo?

—Con un indio que nos ha servido de guía, y dos oficiales.

—¿Estará muy lejos ya? ¡Habla, si no queréis que os mate!

—No deben haber podido andar mucho.

—¿Le esperan en la villa del lago?

—No; pero el indio sabe dónde hay una barca.

—¡Amigos! —dijo el Corsario—, es preciso ponerse en marcha en seguida, o si no, se nos escapa Wan Guld.

—Señor —dijo el catalán—, ¿quiere usted que abandone a mis camaradas? El lago está ya cerca y, por lo tanto, mi misión ha terminado. ¡Por no abandonar a estos infelices, renuncio a mi venganza!

—¡Te comprendo! —contestó el Corsario—. Puedes hacer lo que quieras; pero me parece que serán inútiles tus socorros.

—¡Quizás pueda salvarlos, señor!

—Dejo contigo a Moko. Yo y mis dos filibusteros nos bastamos para dar caza a Wan Guld.

—Señor, le prometo que volveremos a vernos en Gibraltar.

—¿Tus camaradas tienen víveres?

—Algunos bizcochos, señor —contestaron ambos soldados.

—¡Basta con eso! —dijo Carmaux.

—¡Y leche! —añadió el catalán, que había echado una mirada al árbol bajo el cual yacían los dos españoles de la escolta.

—¡Por el momento, no pido más! —contestó Carmaux.

El catalán hizo una profunda incisión con la navaja en el tronco del árbol, que no era realmente el árbol de la leche sino un masarandula, especie semejante y que destila una linfa blanca, densa y muy nutritiva, que tiene el sabor de la leche, pero de la que no se puede abusar, porque a menudo produce trastornos.

Llenó los frascos de los filibusteros, les dio algunos bizcochos y les dijo:

—¡Márchense, caballeros, porque, si no, volverá a escapárseles Wan Guld! ¡Espero que nos veremos en Gibraltar!

—¡Adiós! —contestó el Corsario poniéndose en marcha—. ¡Allí te espero!

Wan Stiller y Carmaux, que se habían reconfortado un poco vaciando la mitad de los frascos y devorado apresuradamente algunos bizcochos, se lanzaron detrás de él haciendo un llamamiento a todas sus fuerzas para no quedarse atrás.

El Corsario se apresuraba para ganar las tres horas de ventaja que le llevaban los fugitivos y también para llegar a la orilla antes que se hiciese de noche. Eran ya las cinco y, por tanto, restábales muy poco tiempo.

Por suerte, se aclaraba el bosque cada vez más.

Los árboles no estaban ya entrelazados por las lianas, sino formando grupos aislados, por lo cual podían los filibusteros marchar con desembarazo, sin verse en la necesidad de tener que perder el tiempo en abrirse paso por entre los vegetales.

Se adivinaba la cercanía del lago: el aire era más fresco y estaba saturado de emanaciones salinas y se veían algunas parejas de bernáculos, pájaros acuáticos muy abundantes en las orillas del golfo de Maracaibo.

Temeroso de llegar tarde para alcanzar a los fugitivos, el Corsario apresuraba cada vez más el paso. No andaba; corría, sometiendo a dura prueba a las piernas de Carmaux y de Wan Stiller.

A las siete, en el momento en que el Sol iba a ponerse, viendo que se quedaban atrás sus compañeros, les concedió un descanso de un cuarto de hora, durante el cual concluyeron de vaciar los frascos y de comerse los bizcochos.

Pero el Corsario no estaba quieto: mientras Wan Stiller y Carmaux descansaban se alejó hacia el Sur, en la creencia de que quizás oiría en aquella dirección algún disparo o algún rumor que le indicase la cercanía del traidor.

—¡Marchemos, amigos; otro esfuerzo más, y al fin, caerá Wan Guld en mis manos! —dijo apenas volvió—. ¡Mañana podréis descansar a vuestro gusto!

—¡Vamos! —dijo Carmaux levantándose con gran trabajo—. ¡Ya deben de estar cerca las orillas del lago!

Volvieron a ponerse en movimiento, metiéndose por entre los bosquecillos. Las sombras de la noche empezaron a descender, y de la parte más espesa de la floresta llegaba hasta ellos alguno que otro aullido de fieras.

Hacía como unos veinte minutos que caminaban anhelosos, pues todos estaban rendidos ya, cuando delante de ellos oyeron sordos mugidos que parecían producidos por olas que rompían en la orilla. Casi al mismo instante, y por entre los árboles, vieron brillar una luz.

—¡El golfo! —exclamó Carmaux.

—¡Aquella hoguera señala el campamento de los fugitivos! —rugió el Corsario—. ¡En manos las armas, marineros! ¡El asesino de mis hermanos ya es mío!

Corrieron hacia la hoguera, que parecía arder en la linde del bosque. El Corsario cayó en medio del espacio iluminado con la formidable espada empuñada y dispuesto a matar; pero en lugar de acometer se detuvo, y un aullido de rabia brotó de sus labios.

No había nadie en derredor del fuego. Veíanse señales de que los fugitivos habían hecho alto allí, pues hallaron los restos de un mono asado, pedazos de bizcocho y un frasco roto; pero los que habían acampado ya no estaban.

—¡Rayos del Infierno! ¡Llegamos demasiado tarde! —gritó el Corsario dando una voz terrible.

—¡No, señor! —gritó a su vez Carmaux, que le había alcanzado—. ¡Quizás estén todavía al alcance de nuestras balas! ¡Allí! ¡Allí! ¡En la playa!

El Corsario volvió los ojos hacia aquella parte. A doscientos metros de distancia concluía el bosque y se extendía una playa baja, sobre la cual rodaban rumorosas las ondas del lago.

A los últimos resplandores del crepúsculo Carmaux vio que una canoa india tomaba el lago apresuradamente, doblando hacia el Sur en dirección de Gibraltar.

Los tres filibusteros se precipitaron a la playa, montando rápidamente los fusiles.

—¡Wan Guld! —gritó el Corsario—. ¡Detente, o eres un cobarde!

Uno de los cuatro hombres que tripulaban la canoa se levantó y disparó un arma de fuego.

El Corsario pudo oír el silbido de una bala, que fue a perderse entre las ramas de los árboles más cercanos.

—¡Ah, traidor! —bramó el Corsario en el colmo de la rabia—. ¡Fuego sobre ellos!

Carmaux y Wan Stiller, que se habían arrodillado en la arena, asestaron los fusiles, y un momento después retumbaron dos detonaciones.

Resonó un grito en el espacio y se vio que alguien caía; pero, en lugar de detenerse, la canoa se alejó con más velocidad; se dirigió hacia la costa meridional del lago, y fundióse en las tinieblas, que descendían con la rapidez propia del crepúsculo en las regiones ecuatoriales.

Ebrio de furor, el Corsario iba a lanzarse a la carrera a lo largo de la playa esperando encontrar una canoa, cuando le detuvo Carmaux, diciéndole:

—¡Mire usted, Capitán!

—¿Qué quieres? —preguntó el Corsario.

—¡Allí hay otra canoa en la arena de la playa!

—¡Ah! ¡Wan Guld es mío! —exclamó el caballero.

A los veinte pasos de ellos y dentro de una pequeña ensenada que dejó en seco la baja mar, había una de esas canoas indias construidas con el tronco de un cedro; esas chalupas, que a primera vista parecen pesadas, bien dirigidas desafiaban, sin miedo de quedarse atrás, a las mejores embarcaciones.

El Corsario y sus compañeros se precipitaron hacia la caleta, y de un vigoroso empujón lanzaron al mar la canoa.

—¿Hay remos? —preguntó el Corsario.

—¡Sí, Capitán! —contestó Carmaux.

—¡A la caza, mis valientes! ¡Ya no se me escapa Wan Guld!

—¡Fuerza de músculos, Wan Stiller! —gritó el vizcaíno—. ¡Los filibusteros no tienen rivales remando!

—¡Ohé! ¡Uno! ¡Dos! —contestó el hamburgués inclinándose sobre el remo.

Salió la chalupa de la caleta y se lanzó en las aguas del golfo sobre la pista del gobernador de Maracaibo con la velocidad de una flecha.

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