Capítulo XXV LOS ANTROPÓFAGOS DE LA SELVA VIRGEN

Penetraron en la floresta metiéndose por entre espesuras de palmeras, de bacabas viniferas, de ceropias, llamados también árboles candelabros por la extraña disposición de sus ramas, de caris, especie de palmeras de fuste espinoso lo que hace difícil y peligrosa la marcha por entre ellos; de mirites, que son otras palmeras de enormes dimensiones con las hojas dispuestas en forma de abanico; y de sipos, unas lianas gruesas y resistentes que emplean los indios en la construcción de sus cabañas.

Por miedo a una sorpresa avanzaban con extremada prudencia, aguzando el oído y mirando atentamente hacia los grupos de árboles más espesos, por si entre ellos se escondían los indios.

No había vuelto a oírse la señal; pero todo indicaba que por allí habían pasado hombres. Desaparecieron los pájaros y los monos, asustados, sin duda, por la presencia de sus eternos enemigos los indios, que hacen a unos y a otros encarnizada guerra, pues aprecian mucho su carne. Hacía dos horas que caminaban, siempre con grandes precauciones y procurando dirigirse constantemente hacia el Sur, cuando de pronto oyeron a cierta distancia algunas modulaciones que parecían producidas por una de esas flautas de caña que usan los indios. El Corsario detuvo a sus compañeros con un gesto.

—Eso es una señal, ¿verdad? —preguntó al catalán.

—Sí, señor —contestó este—. ¡No es posible equivocarse!

—Los indios deben de estar cerca.

—Quizás más de lo que usted cree. Estamos en medio de matas espesísimas muy a propósito para una emboscada.

—¿Qué me aconsejas que haga? ¿Esperar a que se muestren o continuar marchando?

—Si ven que nos detenemos van a creer que es por miedo. Avancemos, señor y no perdonemos a los primeros que asomen.

Las modulaciones de la flauta volvieron a oírse, pero más cercanas.

Parecían salir de entre un gran grupo de palmeras caris, plantas que oponían a los exploradores una barrera insuperable con sus troncos erizados de largas y agudas espinas.

—¡Wan Stiller —dijo el Corsario volviéndose hacia el hamburgués—, procura hacer callar a ese músico misterioso!

El marinero, que era un magnífico tirador, pues ejerció el oficio de bucanero durante algunos años, apuntó al fusil en dirección del grupo de árboles, procurando distinguir al indio que tocaba o de descubrir algún sitio donde se moviesen las hojas, y disparó, pero a la ventura.

A la ruidosa detonación siguió un grito, que se cambió en seguida en una carcajada.

—¡Muerte del Diablo! —exclamó Carmaux—. ¡Has errado el golpe!

—¡No se reiría si hubiera podido verle la cabeza!

—¡No importa! —dijo el Corsario—. ¡Ya saben ahora que llevamos armas de fuego y tendrán más cautela! ¡Adelante, marineros!

La selva se había hecho sombría y salvaje. Un verdadero laberinto de árboles de gigantescas hojas, de lianas y raíces monstruosas aparecía confusamente ante los ojos de los filibusteros, porque los rayos del Sol no conseguían penetrar a través de la espesura.

A pesar de eso se sentía un calor intenso y húmedo, como de invernadero, que hacía sudar copiosísimamente a aquellos hombres tan animosos que querían atravesar la enorme selva.

Puesto el dedo en el gatillo del fusil, con los ojos bien abiertos y aguzados los oídos, el catalán, el Corsario, los marineros y el negro seguían penetrando cautamente por la espesura, yendo uno tras otro.

Mirando a los grupos de árboles, a las enormes matas, a las inmensas hojas, a las masas de lianas y raíces, prontos a disparar las armas sobre el primer indio que se hubiera atrevido a aparecer.

Nada había vuelto a turbar el profundo y pavoroso silencio que reinaba en la floresta desde que se oyeron las señales; mas, a pesar de eso, ni el Corsario ni sus compañeros se creían seguros de un ataque imprevisto, sino todo lo contrario.

Instintivamente comprendían que aquellos enemigos que tanto cuidado tenían en no mostrarse debían de andar cerca.

Llegaron a un paso bastante más intrincado que los otros y muy obscuro, cuando se vio que el catalán se agachaba de pronto, y que en seguida corría a guarecerse detrás del tronco de un árbol.

Por el aire se escuchó un ligero silbido, y una caña delgadita, atravesando las hojas, fue a clavarse en una rama que se hallaba a la altura de un hombre.

—¡Una flecha! —gritó el español—. ¡Cuidado!

Carmaux, que estaba detrás de él, disparó su mosquete.

No se había apagado el ruido de la detonación, cuando en medio de las espesas matas se oyó un grito agudo y prolongado: era un grito de dolor.

—¡Vientre de tiburón! ¡Te he cogido! —gritó Carmaux.

—¡Cuidado! —exclamó en aquel momento el catalán.

Cuatro o cinco flechas de un metro o más de longitud pasaron silbando por encima de los filibusteros, en el instante mismo en que estos se arrojaban al suelo.

—¡Allí, en aquella espesura! —gritó Carmaux.

Wan Stiller, el negro y el catalán descargaron sus armas, que produjeron una sola detonación; pero no se oyó ningún otro grito. A través de los árboles pudo oírse cómo se rompían impetuosamente las ramas y el crujir de las hojas secas: después cesó todo rumor.

—¡Parece que ya tienen bastante! —dijo Wan Stiller.

—¡Silencio y pónganse detrás de los árboles! —dijo el catalán.

—¿Temes que todavía vuelvan a acometernos? —preguntó el Corsario.

—He oído moverse las hojas hacia la derecha.

—¡Pues esto es una verdadera emboscada!

—¡Lo sospecho, señor!

—¡Si Wan Guld cree que van a poder detenernos los indios, se equivoca mucho! ¡Seguiremos adelante, a despecho de todos los obstáculos!

—¡No abandonemos esos árboles protectores, señor! ¡Es probable que estén envenenadas las flechas de esos caribes!

—¿De veras?

—Suelen envenenarlas, como los salvajes del Orinoco y del Amazonas.

—¡Pero aquí no podemos estar eternamente!

—Lo sé; mas, sin embargo, no podemos exponemos a un flechazo.

—Patrón —dijo en aquel momento el negro—, ¿quiere usted que vaya a reconocer aquellas espesuras?

—No, porque te expondrás a una muerte segura.

—¡Silencio, Comandante! —dijo Carmaux—. ¿Oye usted?

En lo más espeso del bosque resonaron algunas notas de flauta. Eran sonidos tristes, monótonos y tan agudos, que debían oírse a gran distancia.

—¿Qué significa eso? —preguntó el Corsario que comenzaba a impacientarse—. ¿Será una señal para retirarse, o para acometer?

—Comandante —dijo Carmaux—, ¿me permite usted que le dé un consejo?

—¡Habla!

—¡Arrojemos de sus nidos a esos enojosos indios incendiando el bosque!

—Y nos quemaremos vivos nosotros también. ¿Quién va a apagar el fuego después?

—¡Marchemos disparando a diestro y siniestro los arcabuces! —dijo Wan Stiller.

—¡Creo que has tenido una buena idea! —contestó el Corsario—. ¡Avanzaremos con la música a la cabeza! ¡Vamos; fuego a ambos lados, mis valientes, y dejadme a mí el cuidado de abrir paso!

El Corsario se puso a la cabeza con la espada en una mano y una pistola en otra, y detrás de él, dos a dos y a alguna distancia, se colocaron los filibusteros, el catalán y el negro.

Apenas salieron de detrás de los troncos protectores, Carmaux y Moko descargaron los fusiles, uno a la derecha y otro a la izquierda, y después de un pequeño intervalo, el catalán y Wan Stiller. Cargaron rápidamente las armas y continuaron con aquella música infernal, sin economizar las municiones.

Mientras tanto, el Corsario iba abriendo camino cortando ramas, hojas y lianas; pero siempre preparado para disparar la pistola sobre el primer indio que apercibiese.

Aquel continuo disparar parecía producir cierto efecto sobre los misteriosos enemigos, porque no asomaba ninguno. Sin embargo, alguna que otra flecha pasó silbando sobre el pelotón, o fue a caer ante los expedicionarios.

Ya se creían a salvo de la emboscada, cuando, produciendo un horrible estrépito, se desplomó casi encima de ellos un árbol enorme que les cortó el paso.

—¡Truenos de Hamburgo! —exclamó Wan Stiller, que por poco queda aplastado—. ¡Si se desploma medio segundo más tarde, hace una tortilla a todos nosotros!

No había concluido de hablar, cuando estalló un gran vocerío, y gritos furibundos salieron de la espesura. Varias flechas surcaron el aire, yendo a clavarse con fuerza en los troncos de los árboles. El Corsario y sus hombres se echaron en tierra en el acto detrás del árbol caído, el cual hasta cierto punto, podría servirles de trinchera.

—Ahora es de esperar que se presenten —dijo Carmaux—. ¡Todavía no he tenido el placer de ver la cara a ninguno de esos indios obstinados!

—¡Separaos! —dijo el Corsario—. ¡Si nos ven tan juntos, van a disparar sobre nosotros una granizada de flechas!

Iban a dispersarse por detrás del árbol para no ofrecer blanco a las flechas enemigas, cuando de pronto se oyó sonar a corta distancia una flauta.

—¡Se acercan los indios! —dijo Wan Stiller.

—¡Preparaos para recibirlos con una descarga! —dijo el Corsario.

—¡No; espere usted, señor! —dijo el catalán, que hacía algunos instantes escuchaba atentamente las tristes notas del instrumento.

—¡Eso no es una marcha de guerra!

—¿Qué quieres decir? —preguntó el Corsario.

—¡Espere usted, señor!

Se levantó, y miró hacia la parte de allá del árbol.

—¡Un parlamentario! —exclamó—. ¡Caramba! ¡Es el piaye de la tribu que viene!

—¿Un piaye?

—Es decir, el adivino, señor —dijo el catalán.

Los filibusteros se levantaron prontamente con los fusiles preparados, pues no se fiaban de aquellos antropófagos.

De entre uno de los compactos grupos de árboles inmediatos salió un indio, que se dirigió hacia ellos seguido por dos tocadores de flauta.

Era un hombre de cierta edad y de mediana estatura, como lo son casi todos los indios de Venezuela, de anchas espaldas y hombros musculosos, y de color amarillo rojizo, un tanto obscurecido por el hábito que tienen esos salvajes de frotarse el cuerpo con grasa de pescado o aceite de coco y de oriana para preservarse de las picaduras de ciertos insectos.

Su rostro, redondo y abierto, de expresión más melancólica que feroz, estaba desprovisto de barba, pues aquellos salvajes se depilan; en cambio en la cabeza lucía una larga cabellera negrísima que despedía reflejos azulados.

Como piaye de la tribu, además de una especie de camisa azul llevaba sobre sí, una verdadera carga de ornamentos: collares de conchitas, anillos de espinas de pescado pacientemente labrados, brazaletes de hueso y de garras y dientes de jaguar, picos de tucanes, pedazos de cuarzo cristalizado y aros de oro macizo. Tenía adornada la cabeza con una diadema de largas plumas de papagayo carindé y de ará, y atravesándole la ternilla de la nariz, una gran espina de pescado de tres o cuatro pulgadas.

Sus dos acompañantes también vestían una camisa y lucían ornamentos en menor cantidad; pero, en cambio, iban armados con largos arcos de madera y de hierro, con un haz de flechas cuyas puntas eran de hueso, o de sílex, y con una batu, o maza formidable de un metro de largo pintada a trozos con colores muy vivos.

El piaye se acercó a unos cincuenta pasos del árbol caído, e hizo seña a los flautistas para que callasen. Después gritó en malísimo español y con voz estentórea:

—¡Que me oigan los hombres blancos!

—¡Ya te escuchan los hombres blancos! —respondió el catalán.

—¡Este es el territorio de los arawakos! ¿Quién les ha dado permiso a los hombres blancos para violar nuestros bosques?

—Nosotros no tenemos intención alguna de violar las selvas de los arawakos —respondió el catalán—. Las atravesamos solamente para dirigirnos al territorio de los hombres blancos que se encuentran al sur de la bahía de Maracaibo; pero sin hacer la guerra a los hombres rojos, de quienes nos declaramos amigos.

—¡La amistad de los hombres blancos no se hizo para los arawakos, porque esa amistad ha sido fatal para los hombres rojos de la costa! ¡Estas selvas son nuestras! ¡Volveos a vuestro país, u os comeremos a todos!

—¡Demonio! —exclamó Carmaux—. ¡Hablan de ponernos en tartera, si no he comprendido mal!

—Nosotros no somos hombres blancos de los que han conquistado la costa reduciendo a la esclavitud a los caribes. Por el contrario, somos amigos suyos, y atravesamos estos bosques persiguiendo a algunos de vuestros enemigos, que han escapado —dijo, mostrándose al propio tiempo, el Corsario Negro.

—¿Eres tú el jefe? —preguntó el piaye.

—Sí; el jefe de los hombres blancos que me acompañan.

—¿Y vais persiguiendo a otros blancos?

—Sí; para matarlos. ¿Han pasado por aquí?

—Sí; los hemos visto; pero no irán muy lejos, porque nos los comeremos.

—¡Y yo te ayudaré a matarlos! —Entonces, ¿tú los odias?

—Son enemigos míos.

—¡Idos a mataros a la costa, si así lo queréis; pero no en el territorio de los arawakos! ¡Hombres blancos, volveos, u os haremos la guerra!

—Ya te he dicho que nosotros no somos enemigos de los hombres rojos. Respetaremos a tu tribu y vuestras carbets (cabañas), así como vuestros graneros.

—¡Hombres blancos, volveos! —repitió con más fuerza el piaye.

—¡Escúchame!

—¡He dicho que os volváis! ¡Si no os volvéis, os haremos la guerra y os comeremos!

—¡Ten en cuenta que nosotros atravesaremos tus bosques a pesar de tu tribu!

—¡Os lo impediremos!

—¡Tenemos armas que despiden truenos y rayos!

—¡Y nosotros flechas!

—¡Tenemos sables que cortan, y espadas que agujeran!

—¡Nosotros, nuestros batus, que hacen pedazos las cabezas más fuertes!

—¿Eres aliado quizás de los hombros blancos a quienes vamos persiguiendo?

—No; porque también nos los comeremos.

—¿Es decir, que quieres la guerra?

—Sí, si no os volvéis atrás.

—¡Hombres de mar, marineros! —gritó el Corsario saltando sobre el árbol con la espada en la mano—. ¡Demostraremos a estos indios que no les tenemos miedo! ¡Adelante!

Al verlos avanzar con los fusiles tendidos, el piaye se alejó precipitadamente seguido de los flautistas, y se ocultó en la espesura.

El Corsario Negro impidió a sus hombres que les hicieran fuego, pues no quería ser el primero en provocar la lucha; pero avanzaba intrépidamente a través de la selva, dispuesto a sostener la acometida de las hordas de los arawakos.

Se había convertido en el formidable filibustero de las Tortugas, en aquel filibustero que tantas pruebas dio de un valor extraordinario.

Con la espada en la diestra y una pistola en la siniestra, guiaba al pelotón y se abría paso a través de la selva, preparado a comenzar en el acto la refriega.

Pronto comenzaron a silbar algunas flechas por entre las ramas. Wan Stiller y Carmaux contestaron en seguida disparando a la casualidad, pues los indios, a pesar de las bravatas del piaye, no se dejaron ver.

Haciendo fuego a derecha e izquierda y con intervalos de un minuto, aquellos hombres rebasaron felizmente la parte más espesa e intrincada de la selva, sin que les disparasen más que raras flechas y alguna que otra jabalina. Por fin llegaron a un pequeño claro en cuyo centro había una laguna.

Como ya el Sol iba a ponerse y no se veía indio alguno, ni habían vuelto a inquietarlos, el Corsario Negro mandó hacer alto para establecer el campamento.

—Si quieren acometernos, los esperaremos aquí —dijo a sus compañeros—. Este descampado es bastante grande para poder verlos tan pronto como aparezcan.

—¡No podíamos escoger un sitio mejor! —dijo el catalán—. Los indios son peligrosos en la espesura; pero no se atreven a atacar en terreno descubierto. Además, voy a disponer y preparar el campamento de modo que no puedan forzarle.

—¿Quieres construir una trinchera? —preguntó Carmaux—. ¡Sería uno operación un poco larga, amigo catalán!

—Bastará con una barrera de fuego.

—¡Saltarán por encima; no son jaguares ni pumas para que tengan miedo a unos cuantos tizones!

—¿Y esto? —dijo el catalán mostrando un puñado de frutos redondos.

—¿Qué es eso?

—Pimienta; y de la más fuerte. Durante la marcha he venido haciendo recolección y traigo llenos los bolsillos.

—Es muy buena para comer con la carne, aun cuando abrasa un poco la garganta.

—También servirá para los indios.

—¿Cómo?

—La echaremos en el fuego.

—¿Sienten miedo al estallido de esas vainas?

—No; pero al humo que despiden, sí. Si quisieran saltar la barrera de fuego, se les abrasarían los ojos, y se quedarían ciegos durante un par de horas.

—¡Vientre de tiburón! ¡Tú sabes más que el mismo Demonio!

—¡Los caribes han sido los que nos han enseñado este medio para tener lejos a los enemigos; ya verán cómo produce el efecto que se busca, si quieren acometernos los arawakos! ¡Vamos! ¡Buscaremos leña, y esperémonos tranquilos!

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