Capítulo VII Un Duelo Entre Caballeros

El almuerzo, muy al contrario de las previsiones de Carmaux, tuvo poco de alegre, y el buen humor faltó, a pesar del excelente vino, de la magnífica cecina y del queso picante del pobre Notario.

Todos empezaban a estar inquietos ante el mal cariz que iban tomando las cosas por causa de aquel desgraciado jovencillo y de su matrimonio. Lo misterioso de su desaparición, juntamente con la del criado, debía de haber puesto en cuidado a los parientes y eran de esperar muy pronto nuevas visitas de criados, de amigos, o lo que era peor, del juez o del alguacil.

Aquel estado de cosas no podía durar de ninguna manera. Los filibusteros harían todavía algunos prisioneros más; pero después acudirían soldados, y no uno a uno, para que los prendiesen.

El Corsario y sus dos marineros expusieron y discutieron varios proyectos; pero ninguno pareció bueno. Por el momento era imposible huir: los reconocerían en seguida, les echarían mano y los ahorcarían como al desventurado Corsario Rojo y a sus hombres. Era preciso esperar la noche; pero también había que suponer que los parientes del jovencito no los dejasen tranquilos.

Los tres filibusteros, generalmente tan fecundos en astucias, se encontraban en aquel momento en un atolladero.

A Carmaux se le ocurrió la idea de vestirse con los trajes de los prisioneros y salir audazmente; pero en seguida se hizo cargo de la imposibilidad de realizarla, pues no era posible hacer uso de la capa del jovencito, porque, además de que ninguno de ellos podía ponérsela, la cosa era demasiado peligrosa si se encontraban con los soldados que recorrían la campiña. A su vez el negro había vuelto a su primera idea; esto es, ir a comprar trajes de alabarderos o de mosqueteros; también esto quedó descartado por el momento, puesto que era preciso esperar a la noche para poder ponerlo en práctica con alguna probabilidad de buen éxito.

Hallábanse en esta perplejidad, pensando y dándole vueltas al magín para encontrar un medio que los sacase de aquella situación, la cual de minuto en minuto se hacía más embarazosa y arriesgada, cuando fue a llamar a la puerta del Notario una tercera persona.

Esta vez no era un criado, sino un caballero castellano, armado de espada y puñal; probablemente algún pariente del jovencito o alguno de los testigos.

—¡Truenos! —exclamó Carmaux—. ¡Es una procesión de gentes la que viene a esta condenada casa! ¡Primero, el jovencillo; después, un criado; ahora, un caballero; luego, quizá venga el padre del novio, y detrás, los padrinos, los amigos! ¡Vamos a concluir por celebrar aquí el matrimonio!

Viendo que nadie se apresuraba a abrir, el castellano redoblaba los golpes, levantando y dejando caer sin cesar el pesado llamador de hierro. Aquel hombre no tenía la virtud de la paciencia, y probablemente sería más peligroso que el jovencito y el criado.

—¡Ve, Carmaux! —dijo el Corsario.

—¡Comandante, creo que no va a ser cosa fácil sujetarle y atarle! ¡Es un hombre fuerte, y de seguro hará una resistencia desesperada!

—¡Iré yo también; ya sabes que mis brazos no son flojos!

El Corsario, que vio en un rincón de la sala una espada, quizá una antigua arma de familia que el Notario conservaba, la cogió, y después de haber probado la elasticidad de la hoja, se la puso al costado, murmurando:

—¡Acero de Toledo! ¡Le dará que hacer al castellano!

Entretanto, Carmaux y el negro habían abierto la puerta, que amenazaba hundirse bajo los golpes furiosos e incesantes del llamador, y el caballero entró con la mirada amenazadora, el entrecejo fruncido y la mano izquierda en las guardas de la espada, diciendo con voz colérica:

—¡Aquí, por lo visto, se necesita un cañón para que abran la puerta!

El recién llegado era un hombre arrogante, como de unos cuarenta años, de alta estatura, tipo varonil y altivo, ojos negrísimos y espesa barba, negra también, que le daba cierto aspecto marcial.

Vestía un elegante traje español de seda negra, y calzaba altas botas de piel amarilla, con las cañas dentelladas en la parte superior, y espuelas.

—¡Perdone, caballero, si hemos tardado —contestó Carmaux inclinándose grotescamente ante él—; pero estábamos ocupadísimos!

—¿En qué? —preguntó el castellano.

—En curar al señor Notario.

—¿Acaso está malo?

—Tiene una fiebre elevadísima, señor.

—¡Llámame conde, tunante!

—¡Perdonad, señor conde; pero yo no tenía el honor de conocerle!

—¡Vete al demonio! ¿Dónde está mi sobrino? ¡Hace dos horas que ha venido!

—Nosotros no hemos visto a nadie.

—¡Tú quieres burlarte de mí! ¿Dónde está el Notario?

—En la cama, señor.

—¡Guíame hasta él!

Carmaux, que quería atraerle hasta el fondo del corredor antes de hacer seña al negro para que pusiera en juego su prodigiosa fuerza, echó a andar delante del castellano como si le guiase, y en cuanto llegaron al pie de la escalera, se volvió de repente, diciendo:

—¡Tú, compadre!

El negro cayó con rapidez sobre el castellano; pero este, que debía de estar muy sobre sí y que poseía una agilidad capaz de dar punto y raya a un marinero, de un solo brinco saltó a los primeros escalones, apartando con un violento golpe a Carmaux, y tiró de la espada, gritando:

—¡Hola! ¡Ladrones! ¡Canallas! ¿Qué significa esto? ¡Ahora voy a cortaros las orejas!

—¡Si queréis saber qué significa esto, yo os lo explicaré, señor mío! —dijo una voz.

El Corsario Negro apareció, casi de improviso, en el corredor alto con la espada en la mano, y comenzó a bajar la escalera.

El castellano se había vuelto, sin dejar por eso de mirar a Carmaux y al negro, que se había retirado al fondo del portal, poniéndose de guardia en la puerta. El primero empuñaba la navaja, y el segundo se apoderó de una tranca de madera, arma formidable en sus manos.

—¿Quién sois, señor mío? —preguntó el castellano sin manifestar el más mínimo temor—. ¡Porque por el traje se os podría tomar por un noble; pero no siempre el hábito hace al monje, y también podríais ser un bandido!

—Esa es una palabra que podría costaros cara, noble señor —contestó el Corsario.

—¡Bah! ¡Ya lo veremos!

—¿Vos sois un valiente, señor? ¡Tanto mejor! Sin embargo, os aconsejo que depongáis la espada y que os rindáis.

—¿A quién?

—A mí.

—¿A un bandido que tiende un lazo para asesinar a traición a las personas?

—No; al caballero Emilio de Roccabruna, señor de Ventimiglia.

—¡Ah! ¿Vos sois noble? ¡Entonces, quisiera saber, por lo menos, por qué el señor de Ventimiglia intentaba hacerme asesinar por sus criados!

—Esa es una suposición que os habéis hecho: nadie ha pensado en asesinaros. Se quería desarmaros y; reteneros prisionero algunos días, y nada más.

—¿Y por qué razón?

—Para impedir que advirtieseis a las autoridades de Maracaibo que yo estoy aquí —contestó el Corsario.

—¿Es decir, que el señor de Ventimiglia tiene que saldar cuentas con las autoridades de Maracaibo?

—No me quiere mucho Wan Guld, quien sería muy feliz si me tuviera en sus manos; tanto como yo me alegraría de tenerle a él en mi poder.

—¡Pues, señor, no lo comprendo! —dijo el castellano.

—Eso no os importe. ¡Vamos ya! ¿Os entregáis? ¿Sí, o no?

—¡Cómo! Pero ¿habéis pensado en eso? ¡Quien ciñe espada no cede sin defenderse!

—¡Entonces, me veré obligado a mataros! No puedo permitir que os vayáis, porque mis compañeros y yo nos veríamos perdidos.

—Pero, en fin, ¿quién sois?

—Debíais haberlo adivinado: somos filibusteros de las islas de las Tortugas. ¡Señor mío, defendeos, porque ahora os mataré!

—¡Lo creo, teniendo que hacer frente a tres adversarios!

—¡No os preocupéis de aquellos! —dijo el Corsario indicándole a Carmaux y al negro—. ¡Cuando se bate su Comandante, tienen la costumbre de no mezclarse en la lucha!

—En ese caso, espero que os pondré muy pronto fuera de combate. ¡Todavía no conocéis el brazo del conde de Lerma!

—¡Como vos tampoco conocéis el del señor de Ventimiglia! ¡Conde, defendeos!

—¡Permitidme una palabra! ¿Qué es lo que habéis hecho de mi sobrino y de su criado?

—Están presos, juntamente con el Notario. No es inquietéis por ellos: mañana estarán en libertad, y podrá casarse su sobrino.

—¡Gracias, caballero!

El Corsario Negro se inclinó ligeramente, y en seguida, descendiendo a escape la escalera, atacó con tal furia al castellano, que este se vio obligado a retroceder dos pasos.

Durante algunos instantes no se oyó en el corredor otro ruido que el estridente de los hierros. Carmaux y el negro, apoyados en la puerta y con los brazos cruzados, asistían mudos al duelo, procurando en vano seguir con la vista el vertiginoso voltear de las espadas.

El castellano se batía de un modo admirable, como un tirador valiente; paraba con mucha sangre fría y tiraba estocadas directísimas; pero muy pronto hubo de convencerse de que tenía delante un adversario de los más temibles, que poseía músculos de acero.

Después de los primeros botes recobró la calma el Corsario Negro. No atacaba más que de tarde en tarde, limitándose a defenderse, como si quisiera cansar al enemigo y estudiar su juego. Firme sobre las nerviosas piernas, con el torso derecho, levantando horizontalmente la mano izquierda y los ojos brillantes, parecía jugar.

En vano el castellano había procurado empujarle hacia la escalera, con la secreta esperanza de hacerle caer; a pesar de la tempestad de estocadas que le tiraba, el Corsario no había retrocedido ni un solo paso y permanecía inconmovible, rechazando los golpes con prodigiosa rapidez y sin perder ni una línea.

De improviso se lanzó a fondo. Batir en tercia la hoja del adversario con un golpe seco, ligarla de segunda y hacerla caer al suelo, fue todo uno.

Al verse desarmado, el castellano se puso pálido y dejó escapar una exclamación. La brillante punta de la hoja de la espada del Corsario siguió tendida un momento amenazándole el pecho, y en seguida se levantó.

—¡Sois un valiente! —dijo, saludando al adversario—. No queríais ceder el arma: ahora yo me la tomo; pero os dejo la vida.

El castellano se había quedado parado, con el más profundo asombro retratado en el rostro. Le parecía imposible que se encontrase vivo todavía.

De pronto avanzó rápidamente dos pasos y tendió la diestra al Corsario, diciendo:

—Mis compatriotas dicen que los filibusteros son hombres sin fe y sin ley, dedicados tan sólo al robo en el mar; ahora puedo decir que entre ellos también se encuentran valientes que, en lo que atañe a la caballerosidad y a la generosidad, pueden dar punto y raya a los más cumplidos caballeros de Europa. Señor caballero, he aquí mi mano. ¡Gracias!

El Corsario se la estrechó cordialmente, y en seguida, recogiendo la espada caída y alargándosela al conde, contestó:

—Conservadla, señor; a mí me basta con que me prometáis no esgrimirla contra nosotros hasta mañana.

—¡Os lo prometo por mi honor, caballero!

—Ahora, dejaos atar sin oponer resistencia. Me disgusta mucho tener que recurrir a este extremo, pero no puedo hacer otra cosa.

—¡Haced lo que queráis!

A una seña del Corsario, Carmaux se acercó al castellano, le ató las manos y en seguida se lo confió al negro, quien apresuradamente lo condujo al piso superior, a hacer compañía al sobrino, al criado y al Notario.

—Es de esperar que ahora habrá terminado la procesión —dijo Carmaux volviéndose hacia el Corsario.

—¡Al contrario; creo que dentro de poco vendrán a importunarnos otras personas! —contestó el Capitán—. Todas estas desapariciones misteriosas no tardarán en producir su efecto entre los familiares del Conde y del jovencito, y las autoridades de Maracaibo tomarán cartas en el asunto. Por lo cual haremos muy bien en levantar una barricada detrás de la puerta y prepararnos para la defensa. ¿Has visto si hay armas de fuego en esta casa?

—En el granero he encontrado un arcabuz y municiones, además de una alabarda vieja y llena de orín, y una coraza.

—El arcabuz puede sernos útil.

—Pero, Comandante, ¿cómo vamos a poder resistir si vienen los soldados a tomar la casa por asalto?

—¡Eso ya se verá! ¡Te aseguro que Wan Guld no me cogerá vivo! ¡Vamos; preparémonos a defendernos! ¡Después, si hay tiempo, pensaremos en comer!

El negro había vuelto, dejando a Wan Stiller de guardia al lado de los prisioneros. Una vez al corriente de lo que había que hacer, se puso a la obra afanosamente.

Ayudado por Carmaux, llevó al portal todos los muebles más pesados y voluminosos de la casa, no sin que el Notario protestase, aun cuando inútilmente. Cajas, armarios y mesas quedaron acumuladas ante la puerta, de modo que la obstruían por completo.

No contentos con esto, los filibusteros levantaron una segunda barricada en la parte baja de la escalera, con objeto de hacer imposible el paso a los asaltantes en el caso de que la puerta no pudiera resistir.

Apenas habían terminado los preparativos de defensa, cuando vieron que Wan Stiller bajaba corriendo la escalera.

—Comandante —dijo—, se han agrupado en la calleja varios vecinos, que miran atentamente hacia esta casa. Yo creo que ya se han dado cuenta de lo que sucede aquí.

—¡Ah! —exclamó el Corsario, sin que se alterara un solo músculo de su rostro.

Subió tranquilamente la escalera y se asomó a la ventana que daba a la calle, pero ocultándose tras la persiana.

Wan Stiller había dicho la verdad. Formando varios grupos, había como unas cincuenta personas en el extremo de la calleja.

Aquellas gentes hablaban con gran animación señalando la casa del Notario, y en las ventanas se veía aparecer y desaparecer a los vecinos.

—¡Va a suceder lo que temía! —murmuró el Corsario arrugando el entrecejo—. ¡Por lo visto, estaba escrito que yo debía morir también en Maracaibo! ¡Pobres hermanos míos, muerto sin que quizá pueda vengarlos! ¡Oh! ¡Sin embargo, no está aún la muerte tan cerca, y la fortuna protege siempre a los filibusteros de las Tortugas! ¡Carmaux!

Al oír que le llamaban, el marinero fue corriendo.

—¡Aquí estoy, mi Comandante!

—¿Me has dicho que habías encontrado municiones?

—¡Sí; un barrilito de pólvora como de ocho o diez libras!

—Colócalo en el portal, detrás de la puerta, y ponle una mecha.

—¡Relámpagos! ¿Vamos a volar la casa?

—¡Sí; va a ser preciso!

—¿Y los prisioneros?

—¡Peor para ellos si los soldados quieren prendernos! ¡Tenemos el derecho de defendemos, y lo haremos sin vacilar!

—¡Ah! ¡Allí están! —exclamó Carmaux, que tenía los ojos clavados en la calleja.

—¿Quién?

—¡Los soldados, Comandante!

—¡Anda! Ve a coger ese barril, y en seguida vuelve a buscarme, juntamente con Wan Stiller. ¡No hay que olvidarse del arcabuz!

En el extremo de la calle apareció un pelotón de arcabuceros mandados por un Teniente, y seguidos por un grupo de curiosos. Eran dos docenas de soldados, perfectamente equipados, como si fuesen a la guerra, con arcabuces, espadas y puñales de misericordia.

Al lado del Teniente vio el Corsario a un señor viejo, de barba blanca, con una espada, y sospechó en seguida que sería algún pariente del Conde o del jovencillo.

El pelotón se abrió paso por entre los curiosos que llenaban la callejuela, e hizo alto a diez o doce pasos de la casa del Notario, colocándose en triple línea y preparando los arcabuces como si fuesen a romper el fuego sin más preámbulos.

El Teniente miró durante algunos instantes a las ventanas, cambió algunas palabras con el viejo, y en seguida se acercó resueltamente a la puerta y dejó caer el pesado aldabón, gritando:

—¡En nombre del Gobernador, abrid!

—¿Estáis dispuestos, mis valientes? —preguntó el Corsario.

—¡Sí, señor, mi Comandante! —contestaron Carmaux, Wan Stiller y el negro.

—¡Vosotros permaneceréis conmigo; y tú, mi bravo africano, sube al piso alto y mira si se puede encontrar algún sitio que nos permita escapar por los tejados!

Dicho esto, abrió las maderas, e inclinándose sobre el alféizar, preguntó:

—¿Qué es lo que deseáis, señor?

Al ver que en lugar del Notario apareció aquel hombre de enérgicas facciones y cubierto con amplio sombrero negro, que adornaba una gran pluma del mismo color, el Teniente se quedó parado mirándole con asombro.

—¿Quién sois? —le preguntó al fin, al cabo de algunos instantes—. ¡Yo pregunto por el Notario!

—Contesto yo por él, puesto que el Notario en este momento no puede moverse.

—Entonces, abrid: ¡orden del Gobernador!

—¿Y si yo no quiero abrir?

—¡En ese caso, no respondo de las consecuencias! En esta casa han sucedido cosas muy extrañas, caballero, y tengo la orden de averiguar qué es lo que ha pasado al señor don Pedro Convexio, a su criado y a su tío, el conde de Lerma.

—Si os interesa saberlo, os diré que están todos vivos y sanos en esta casa, y que tienen un excelente humor.

—¡Mandadlos bajar!

—¡Señor, eso es imposible! —contestó el Corsario.

—¡Os intimo a obedecer, o mandaré echar la puerta abajo!

—Hacedlo; pero debo advertiros que he mandado colocar detrás de ella un barril de pólvora, y que a la primera tentativa que hagáis para forzarla, pondré fuego a la mecha y volaré la casa con el señor Convexio, el Notario, el criado y el conde de Lerma. ¡Ahora, haced la tentativa, si es que os atrevéis!

Al oír esto, dicho con voz tranquila, fría y cortada y en un tono que no dejaba lugar a duda alguna acerca de la terrible amenaza, corrió por los soldados y curiosos un escalofrío de terror, y varios de los últimos se apresuraron a marcharse más que a paso, temiendo que la casa volara de un momento a otro. El mismo Teniente dio algunos pasos atrás.

El Corsario permaneció tranquilamente en la ventana, como si fuera un simple espectador, no perdiendo de vista, sin embargo, los arcabuces de los soldados, mientras que Carmaux y Wan Stiller, que estaban detrás de él, espiaban las idas y venidas de los vecinos, los cuales corrieron en dirección a las terrazas.

—Pero ¿quién sois? —volvió a preguntar de nuevo el Teniente.

—Un hombre que no quiere que le moleste nadie, sea quien fuere, y mucho menos los oficiales del Gobernador —contestó el Corsario.

—¡Os intimo a que me digáis vuestro nombre!

—A mí no me parece que debo decirlo.

—¡Os obligaré a ello!

—Y yo haré saltar la casa.

—Pero ¿estáis loco?

—¡Tan loco como vos!

—¿También un insulto?

—Nada de eso, señor mío: contesto.

—¡Concluyamos! ¡La broma ha durado demasiado!

—¿Lo queréis? ¡Eh, Carmaux; anda a poner fuego a la pólvora!

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