Capítulo VIII Una Fuga Prodigiosa

Al oír aquel mandato se alzó un clamoreo de terror, no solamente entre la multitud de curiosos, sino también entre los soldados. Sobre todo, los vecinos gritaban a cuello herido; y con razón, pues ya creían verse volando, porque saltando la casa del Notario, con seguridad se derrumbarían las suyas también.

Curiosos y soldados se apresuraron a desalojar la callejuela y ponerse a salvo al extremo de esta y por su parte, los vecinos bajaban como locos las escaleras llevando consigo los objetos más preciosos que poseían. Todos tenían ya la seguridad de que aquel hombre, un loco según algunos, pondría en ejecución la terrible amenaza.

Sólo el Teniente permaneció animosamente en su puesto; pero por la ansiedad de sus miradas se comprendía que si estuviera solo y no llevara las insignias de su grado, seguramente no se habría quedado allí.

—¡No! ¡Deteneos, señor! —gritó—. ¿Estáis loco?

—¿Deseáis algo? —le preguntó el Corsario con su tranquila voz de costumbre.

—¡Os digo que no pongáis en ejecución tan desastrosa amenaza!

—Con mucho gusto, pero siempre que me dejen tranquilo.

—¡Pues dejad en libertad al conde de Lerma y a los demás prisioneros, y os prometo no molestaros!

—Así lo haría si quisierais aceptar mis condiciones.

—¿Qué condiciones son esas?

—Ante todo, mandar que se retire la tropa.

—¿Y después?

—Proporcionarme para mí y para mis compañeros un salvoconducto firmado por el Gobernador con objeto de poder salir de la ciudad sin que nos incomoden los soldados que están dando batidas por el campo y por el bosque.

—Pero ¿quién sois, que necesitáis de un salvoconducto? —dijo el Teniente, cuyo asombro aumentaba, como asimismo sus sospechas.

—Un noble de Ultramar —contestó el Corsario con arrogante fiereza.

—¡Entonces, no necesitáis ningún salvoconducto para salir de la ciudad!

—¡Al contrario!

—En ese caso, tendréis algún delito sobre la conciencia. ¡Señor, dígame cómo se llama!

En aquel momento se acercó al Teniente un hombre que llevaba vendada la cabeza con un pedazo de lienzo, manchado de sangre en varios sitios; avanzaba con trabajo, como si tuviese mala una pierna.

Carmaux, que seguía detrás del Corsario mirando a los soldados, al verle dio un grito.

—¡Relámpagos! —exclamó.

—¿Qué tienes, valiente? —preguntó el Corsario volviéndose con viveza.

—¡Que van a delatarnos, Comandante! ¡Aquel hombre es uno de los vascos que nos acometieron con las navajas!

—¡Ah! —dijo el Corsario.

El vasco —pues era, en efecto, uno de los que habían asistido al duelo en la taberna y después acometido a los filibusteros en la calle— se dirigió al Teniente, diciendo:

—¿Queréis saber quién es aquel caballero del sombrero negro?

—Sí —contestó el Teniente—. ¿Le conoces tú?

—¡Caray! ¡Como que uno de esos hombres es el que me ha puesto de este modo! ¡Señor teniente, que no se os escape! ¡Es uno de los filibusteros!

Un grito, pero no de espanto, sino de furor, estalló por todas partes, siguiendo un disparo y un gemido doloroso.

A una señal del Corsario, Carmaux levantó rápidamente el mosquete, y con una bala admirablemente dirigida tumbó al vasco.

Aquello era demasiado. Veinte arcabuces se levantaron apuntando a la ventana que ocupaba el Corsario Negro, y la multitud gritaba a voz en cuello:

—¡Aplastad a ese canalla!

—¡No; prendedlos y ahorcadlos en la plaza!

—¡Quemadlos vivos!

—¡Matadlos! ¡Matadlos!

Por medio de una rápida seña, el Teniente mandó bajar los arcabuces, y adelantándose hasta debajo de la ventana, dijo al Corsario, que no se había movido de su sitio, como si todas aquellas amenazas no le interesaran:

—¡Caballero, ha terminado la comedia! ¡Rendíos!

El Corsario contestó encogiéndose de hombros.

—¿Me habéis oído? —gritó el Teniente, rojo de cólera.

—¡Perfectamente, señor!

—¡Rendíos, o mando echar la puerta abajo!

—¡Mandad! —contestó fríamente el Corsario—. Solamente os advierto que está dispuesto el barril de pólvora, y que volaré la casa con los prisioneros dentro.

—¡Volaréis vosotros también!

—¡Bah! ¡Morir en medio del estruendo de las ruinas humeantes es preferible a la muerte ignominiosa que me haríais sufrir tan pronto como me rindiese!

—¡Os prometo la vida!

—De vuestras promesas no sé qué decir, porque no sé lo que valen. Señor, son las seis de la tarde, y yo no he comido nada. Mientras decidís lo que hayáis de hacer, voy a tomar un bocado con el conde de Lerma y su sobrino, y haremos lo posible por beber un vaso a vuestra salud, si es que antes no vuela la casa.

Dicho esto, el Corsario se quitó el sombrero, saludando con perfecta cortesía, y se entró, dejando al Teniente, a los soldados y a la multitud más asombrados y confusos que antes.

—¡Venid, mis valientes! —dijo el Corsario a Carmaux y a Wan Stiller—. ¡Creo que tendremos tiempo para cenar y cambiar unas cuantas palabras!

—¿Y esos soldados? —preguntó Carmaux, que no estaba menos asombrado que los españoles por la sangre fría y el atrevimiento de su Comandante.

—¡Dejémoslos gritar si quieren!

—¡Entonces, vamos a hacer la última cena, mi Capitán!

—¡Quiá! ¡Nuestra última hora está más lejana de lo que crees! —contestó el Corsario—. ¡Espera a que venga la noche, y ya verás qué milagros hace ese barrilito de pólvora!

Entró en la habitación, y sin más explicaciones cortó las ligaduras que sujetaban al conde de Lerma y al jovencillo, y los invitó a tomar asiento ante la improvisada comida, diciéndoles:

—Acompáñenme; pero cuento con su palabra de no intentar nada contra nosotros.

—¡Sería imposible hacer nada, caballero! —contestó sonriendo el Conde—. Mi sobrino no tiene armas, y yo sé muy bien lo peligrosa que es vuestra espada. ¿Qué hacen mis compatriotas? He oído un vocerío ensordecedor.

—Por ahora se limitan a sitiarnos.

—Siento decírselo; pero temo, caballero, que terminarán por echar abajo la puerta.

—Pues yo, Conde, creo lo contrario.

—Entonces seguirán el asedio, y, más pronto o más tarde, no tendréis más remedio que rendiros. ¡Vive Dios! ¡Le aseguro que sería para mí un disgusto ver a un hombre tan valiente y amable como vos en las manos del Gobernador! ¡Ese hombre no perdona a los filibusteros!

—¡No me cogerá Wan Guld! Es preciso que yo viva, porque tengo que saldar una cuenta antigua con ese flamenco.

—¿Le conocéis?

—¡Por mi desgracia le he conocido! —dijo el Corsario lanzando un suspiro—. Ha sido un hombre fatal para mi familia, y si me he hecho filibustero, a él se lo debo. ¡Vamos; no hablemos más de esto! ¡Siempre que pienso en él siento que mi sangre se satura de un odio implacable, y me pongo excesivamente triste! ¡Bebed, Conde! Carmaux, ¿qué hacen los sitiadores?

—Están conferenciando entre sí, Comandante —contestó el filibustero, que venía de la ventana—. ¡Parece que no se deciden a acometernos!

—¡Lo harán; pero cuando lo hagan, probablemente ya no estaremos aquí! ¿Sigue vigilando el negro?

—Está en el tejado.

—Wan Stiller, llévale algo de beber.

Dicho esto, el Corsario pareció sumergirse en hondos pensamientos, a pesar de seguir comiendo. Se había puesto más triste que nunca; y tan preocupado estaba, que ni siquiera oía las palabras que le dirigía el conde de Lerma.

La cena terminó en silencio, sin que nada la hubiese interrumpido. Los soldados, a pesar de su ira y del vivísimo deseo que tenían de ahorcar o de quemar vivos a los filibusteros, no se atrevían a tomar ninguna determinación. No les faltaba valor, ni los espantaba el estallido del barril, importándoles muy poco que la casa fuese por los aires; pero temían por el conde de Lerma y su sobrino, dos personas muy respetables de la ciudad, a quienes había que salvar a toda costa.

Ya se había hecho de noche cuando Carmaux advirtió al Corsario que un pelotón de arcabuceros, reforzado por una docena de alabarderos, había llegado y ocupado la bocacalle.

—Pues eso significa que se disponen a intentar algo —contestó el Corsario—. ¡Llama al negro!

Al cabo de unos minutos estaba en su presencia el africano.

—¿Has reconocido con cuidado todo el desván? —le preguntó.

—¡Sí, patrón!

—¿No hay ningún hueco?

—Ninguno; pero he hundido una parte del techo, y por allí podemos pasar.

—¿No has visto enemigos?

—¡Ni uno siquiera, patrón!

—¿Sabes adónde podemos descender?

—Sí, y apenas hay que andar.

En aquel momento resonó en la callejuela tan formidable descarga que hizo retemblar los vidrios. Algunas balas atravesaron las persianas de los balcones, penetraron en la casa, horadaron las paredes y se clavaron en el techo.

El Corsario se puso en pie de un salto y desenvainó la espada con un movimiento rápido. Aquel hombre, tan tranquilo hacía un instante, se transfiguró al sentir el olor de la pólvora: se iluminaron sus ojos, y en sus pálidas mejillas apareció una ligera tinta rosácea.

—¡Ya comienzan! —exclamó con tono burlón.

En seguida, volviéndose hacia el Conde y su sobrino, añadió:

—Les he prometido la vida, y suceda lo que quiera, sostendré mi palabra; pero tienen que obedecerme y jurar que no se rebelarán.

—¡Hablad, caballero! —dijo el Conde—. Siento mucho que los acometedores sean mis compatriotas; si no lo fuesen, os aseguro que tendría un placer en combatir a vuestro lado.

—Tienen que seguirme, si no quieren volar.

—¡Qué! ¿Va a saltar la casa?

—Dentro de muy pocos minutos no quedará derecho ni un muro.

—¿Queréis arruinarme? —chilló el Notario.

—¡Cállate, avariento! —gritó Carmaux, al mismo tiempo que desataba al pobre hombre—. ¿Te salvamos la vida, y todavía no estás satisfecho?

—Pero ¡yo no quiero quedarme sin mi casa!

—¡Que te indemnice el Gobernador!

En la calleja resonó otra descarga, y algunas balas atravesaron la habitación, haciendo pedazos una lámpara que pendía del techo.

—¡Adelante, hombres de mar! —gritó el Corsario—. ¡Carmaux, ve a poner fuego a la mecha!

—¡En seguida, Comandante!

—¡Cuidado con que estalle el barril antes de que hayamos podido alejarnos de la casa!

—¡La mecha es bastante larga, señor! —contestó el filibustero bajando la escalera a toda prisa.

El Corsario, seguido por los cuatro prisioneros, Wan Stiller y el africano, subió al desván, en tanto que los arcabuceros proseguían disparando las armas, especialmente en dirección de las ventanas, y dando grandes voces intimándoles la rendición.

Las balas entraban por todas partes, zumbando de un modo que hacía estremecerse al pobre Notario; desconchaban grandes trozos de pared y rebotaban en los ladrillos; pero ni los filibusteros ni el conde de Lerma, hombre aguerrido al fin, se preocupaban gran cosa.

Ya en el desván, el africano mostró al Corsario una abertura ancha e irregular que comunicaba con el tejado, y que había hecho sirviéndose de una traviesa arrancada al maderamen del tejado.

—¡Adelante! —dijo el Corsario. Envainó momentáneamente la espada, se cogió a los bordes del boquete y subió al tejado, echando una rápida mirada en derredor.

Vio que había tres o cuatro tejados más adelante, y árboles elevados y palmeras, una de las cuales crecía al lado de un muro y extendía sus espléndidas hojas sobre las tejas.

—¿Es por allí por donde tenemos que descender? —preguntó al negro, que se le había reunido.

—¡Sí, patrón!

—¿Se podrá salir de aquel jardín?

—¡Eso espero!

El conde de Lerma, su sobrino, el criado y el mismo Notario también, empujados por los robustos brazos de Wan Stiller, estaban ya en el tejado, cuando apareció Carmaux, diciendo:

—¡Pronto, señores; dentro de dos minutos se hundirá la casa bajo nuestros pies!

—¡Arruinado! ¡Estoy arruinado! —sollozó el Notario—. ¿Quién va a resarcirme?

Wan Stiller le cortó la palabra empujándole con rudeza.

—¡Andad, si no queréis ir por los aires! —le dijo.

Seguro de que allí no había enemigos, el Corsario había saltado a otro tejado, seguido por el conde de Lerma y su sobrino.

Las descargas sucedían a las descargas, y nubes de humo se elevaban por la callejuela, deshaciéndose lentamente por encima de las casas. No parecía sino que los arcabuceros habían decidido acribillar la casa del Notario antes de echar abajo la puerta, con la esperanza, quizá, de obligar a rendirse a los filibusteros.

Probablemente temían que el Corsario se decidiera a poner en ejecución la terrible amenaza de sepultarse entre los escombros juntamente con sus cuatro prisioneros; este temor los detenía, y no se atrevían a intentar un asalto general.

A pesar de tener que llevar en vilo al Notario, que no podía moverse (tanto era su espanto), los filibusteros llegaron en pocos instantes a la orilla del último tejado y al lado de la palmera.

Abajo se extendía un amplio jardín circuido por un muro muy alto, que parecía prolongarse en dirección del campo.

—¡Yo conozco este jardín! —dijo el Conde—. Pertenece a mi amigo Morales.

—¿Supongo que no nos descubriréis? —dijo el Corsario.

—¡Al contrario, caballero! ¡Todavía no he olvidado que os debo la vida!

—¡Pronto; bajemos en seguida! —dijo Carmaux—. ¡La explosión puede lanzarnos al vacío!

Apenas había terminado de decir esto cuando se vio brillar un enorme relámpago, al cual siguió sin solución de continuidad un horroroso estampido. Los filibusteros y cuantos los acompañaban sintieron retemblar el tejado bajo sus pies, e inmediatamente cayeron unos sobre otros, en tanto que en derredor de ellos llovían trozos de madera, muebles deshechos y pedazos de tela ardiendo.

Sobre los tejados se extendió una nube de humo que lo envolvió todo durante algunos instantes, y en la callejuela se oyó el crujir y derrumbar de paredes, mezclándose con aquel estruendo gritos de terror y de ira.

—¡Truenos! —exclamó Carmaux, que había ido a parar hasta el borde del alero—. ¡Un par de pies más allá y caigo en el jardín como un saco de lana!

El Corsario Negro se había levantado prontamente, vacilando entre el humo que le envolvía.

—¿Están todos vivos? —preguntó.

—¡Eso creo! —contestó Wan Stiller.

—¡Pero aquí hay alguien inmóvil! —dijo el Conde—. ¿Le habrá matado algún cascote?

—¡Es el poltrón del Notario! —contestó Wan Stiller—. Pero tranquilizaos; no es más que un desvanecimiento producido por el susto.

—¡Dejémosle ahí! —dijo Carmaux—. ¡Ya saldrá del atranco como pueda, si es que no se muere con el sentimiento de haber perdido la casuca!

—¡No! —contestó el Corsario—. Entre el humo veo levantarse llamas, y si le dejásemos aquí, correría el peligro de morir abrasado. La explosión ha incendiado las casas contiguas.

—¡Es verdad! —dijo el Conde—. ¡Allí veo una que comienza a arder!

—¡Amigos míos, aprovechémonos de la confusión para huir! —dijo el Corsario—. ¡Tú, Moko, te encargas del Notario!

Se acercó al borde del alero del tejado, se agarró al tronco de la palmera y se dejó deslizar al jardín, seguido por los demás.

Iba a echar a andar por un sendero que conducía directamente al muro que cercaba al jardín, cuando vio que algunos hombres armados con arcabuces se lanzaban fuera de la espesura gritando:

—¡Quietos o hacemos fuego!

El Corsario empuñó la espada con la diestra y con la otra mano se quitó del cinto una pistola, decidido a abrirse paso; el Conde le detuvo con un gesto.

—¡Dejadme a mí, caballero!

Y, adelantándose al encuentro de aquellos hombres, añadió:

—¡Cómo! ¿No conocéis a los amigos de vuestro amo?

—¡El señor Conde de Lerma! —exclamaron atónitos.

—¡Abajo las armas o me quejaré de vosotros a mi amigo!

—¡Perdone el señor Conde —dijo uno de aquellos criados—; ignorábamos con quién teníamos que habérnoslas! Hemos oído una detonación espantosa, y como sabíamos que los soldados cercaban en la vecindad a unos corsarios, hemos acudido para impedirles la fuga.

—Los filibusteros han escapado ya y, por tanto, podéis iros. ¿No hay puerta alguna en la tapia del jardín?

—Sí, señor Conde.

—Pues abrídnosla para que podamos salir mis amigos y yo, y no os cuidéis de más.

Aquel hombre despidió con una seña a los de los arcabuces, y dirigiéndose por un sendero lateral llegó ante una puerta forrada de hierro y la abrió.

Los tres filibusteros y el negro salieron precedidos por el Conde y su sobrino. El criado, que tenía en brazos al Notario, el cual seguía desvanecido, se detuvo al lado del que abrió la puerta del jardín.

El Conde guio a los filibusteros como unos doscientos pasos, metiéndose por un callejón desierto flanqueado solamente por murallas, y en seguida dijo:

—Caballero, me habéis salvado la vida, y yo me felicito de haber podido prestaros este pequeño servicio. Hombres tan valerosos como vos no deben morir en la horca; y os aseguro que no habría perdonado al Gobernador si hubierais caído en sus manos. Seguid adelante este callejón, que desemboca en campo abierto, y retomad en seguida a bordo de vuestro buque.

—¡Gracias, Conde! —contestó el Corsario.

Los dos nobles se estrecharon la mano cordialmente y se separaron, quitándose el sombrero.

—¡Ese es un hombre de una vez! —dijo Carmaux—. ¡Si volvemos a Maracaibo, no he de dejar de ir a buscarle!

El Corsario se puso en marcha rápidamente, precedido por el negro, que conocía quizá mejor que los mismos españoles todos los alrededores de la ciudad.

Diez minutos después, y sin contratiempo alguno, se encontraban fuera de Maracaibo los filibusteros y penetraban en las lindes del bosque, en medio del cual hallábase la cabaña del encantador de serpientes.

Miraron atrás, y vieron elevarse por entre las últimas casas una nube de humo rojizo coronada por un penacho de chispas que el aire empujaba hacia el lago. Era la casa del Notario, que acababan de consumir las llamas, probablemente en unión de alguna otra vivienda.

—¡Pobre diablo! —dijo Carmaux—. ¡Se morirá del disgusto! ¡Su casa y su bodega! ¡Es un golpe demasiado rudo para un avaro como él!

Se detuvieron durante unos cuantos minutos bajo la oscurísima sombra de un gigantesco simaruba, por temor a que en los alrededores hubiese algún pelotón de españoles de los enviados a explorar la campiña. Cuando, ya tranquilizados por el profundo silencio que reinaba en el bosque, decidieron marchar, avanzaron a escape, siempre bajo los árboles.

Bastáronles veinte minutos para recorrer la distancia que los separaba de la cabaña. No distaban de ella más que algunos pasos cuando oyeron un gemido.

—¡Truenos! —exclamó Carmaux—. ¡Es nuestro prisionero, que dejamos atado al tronco de un árbol! ¡Ya me había olvidado de ese soldado!

—¡Es verdad! —murmuró el Corsario.

Se acercó a la cabaña y distinguió al español, que todavía estaba atado.

—¿Queréis hacerme morir de hambre? —preguntó el pobre hombre—. Entonces, debéis hacer que me ahorquen en seguida.

—¿Ha venido alguien a rondar por estos sitios? —le preguntó el Corsario.

—¡Señor, yo no he visto más que vampiros!

—Anda y ve a coger el cadáver de mi hermano —dijo el Corsario, dirigiéndose al negro.

En seguida, acercándose al soldado, que había comenzado a temblar temiendo que hubiese llegado su última hora, le libertó de las ligaduras, diciéndole con voz sorda:

—¡Yo podría vengar en ti antes que en nadie la muerte del que voy a enterrar en el Océano y la de sus desgraciados compañeros, colgados todavía en la plaza de esa ciudad maldita; pero te he prometido el perdón, y el Corsario Negro no ha faltado jamás a la palabra empeñada! Eres libre; pero debes jurarme que apenas llegues a Maracaibo irás a ver al Gobernador y decirle en mi nombre que yo, ante mis hombres escalonados en el puente de mi barco y ante el cadáver del Corsario Rojo, haré un juramento tal que le hará temblar. Ese hombre ha matado a mis dos hermanos, y yo le mataré a él y a cuantos lleven el nombre de Wan Guld. Le dirás que he jurado por el mar, por Dios y por el infierno, y que nos veremos muy pronto.

En seguida, cogiendo al prisionero, que quedó estupefacto y empujándole por la espalda, añadió:

—¡Anda y no vuelvas atrás, porque podría arrepentirme de haberte perdonado la vida!

—¡Gracias, señor! —dijo el soldado, escapando lleno de miedo y temiendo no salir del bosque.

El Corsario le vio alejarse, y así que le perdió de vista entre las sombras se volvió hacia los que le acompañaban y dijo:

—¡Marchemos; el tiempo apremia!

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