Capitulo IV

EN LA ERMITA DEL “MIRAB”

Seis horas después, es decir, un poco antes de que despuntase el alba, el normando llegaba felizmente detrás de la Casbah y se detenía delante de la morada del ex templario.

Viendo brillar a través de las rendijas de la puerta un hilo de luz, se apresuró a llamar, después de haber atado la mula al tronco de la encina que crecía al lado de la pequeña habitación.

La voz del viejo respondió en el acto.

— ¿Quién me busca?

— ¡El normando!

La puerta se abrió.

— ¡Te esperaba! -dijo mirab, haciéndole entrar y cerrando la puerta-. Traes malas noticias;

¿no es cierto, Miguel?

— ¿Luego sabéis … ?

— Ayer he visto entrar en la ciudad a Zuleik, que conducía prisionero al barón de Santelmo, escoltado por algunos moros.

— Entonces es inútil que os cuente…

— Al contrario, debes contármelo todo -dijo el mirab.

El normando no se lo hizo decir dos veces. El viejo le escuchó atentamente sin interrumpirle; después, cuando el fregatario hubo terminado la reseña de aquella desgraciada expedición, dijo:

— ¡Lo había previsto!

— Hemos estado desgraciados, señor, y nada más. Ahora quisiera saber lo que hará Zuleik con e! barón. ¿Le denunciará a Culquelubi?

— Lo dudo.

— ¿Por qué?

— Porque hay una persona que le protege y a quien todo Argel respeta.

— ¿Aquella dama mora?

— Sí, y hoy he sabido quién es -dijo el mirab, sonriendo-. Tú sabes que tengo muchas relaciones y hasta una especie de policía secreta que me ayuda en las evasiones de los pobres cristianos.

— Eso no es nuevo para mí.

— ¿Sabes quién es aquella dama?

— No acierto a adivinarlo.

— La princesa Amina Ben-Abend, la joven viuda de Sidi-Alí-Mamí, el famoso navegante del Mediterráneo; la hermana de Zuleik; en suma.

— ¡Voto a mil bombardas! -exclamó el normando-. ¡Qué extraña combinación! ¡La hermana de Zuleik protectora del barón! ¡Entonces está a salvo, a menos que el hermano consiga arrancárselo a viva fuerza! ¡No se atreverá a ponerse enfrente de Amina! ¡La energía de esa mujer es indomable! ¿Estará quizá enamorada del barón?

— Es posible -respondió el mirab.

— ¿Y si el barón, que ama a la condesa, no corresponde a su cariño?

— En eso está el peligro. Amina no le perdonaría nunca semejante afrenta, y se vengaría de una manera implacable.

— Y probablemente haría también víctima de su odio a la misma condesa.

— Pero ella está segura dentro de las murallas de la Casbah.

— ¿Qué decís?

— Lo que oyes. La condesa de Santafiora ha sido elegida por los agentes del bey, y conducida a la Casbah como esclava.

— ¡Entonces está perdida, lo mismo para el barón que para Zuleik!

— En efecto; no será fácil libertarla de aquel lugar. No obstante, prefiero verla esclava del bey a que se encuentre en poder de Zuleik. Yo tengo entrada franca en la corte, en mi calidad de jefe de los derviches, y no me será difícil verla, y aun hablarla, pues hasta que entre en el harén no puede ser recluída en absoluto, y en el harén no puede entrar en algunos meses.

— ¿Y por qué no antes?

— Porque, ante todo, tiene que aprender la lengua árabe, tocar la tiorba y cantar; es decir, transformarse en una verdadera musulmana, y estas cosas no se aprenden en quince días.

— Nunca he necesitado más tiempo para salvar a un cristiano y preparar su fuga del presidio.

— La Casbah no es un presidio, y -tendremos que vencer dificultades enormes para robar a la condesa. Pero ya llega el alba, y debo ir a la mezquita. ¿Quieres aguardarme aquí? Espero traerte noticias del barón.

— Desearía ver a mis gentes.

— Tu falúa sigue en el puerto y nadie se cuida de ella. Yo haré que tus marineros conozcan tu regreso. No es prudente, después de lo ocurrido, que te aventures por las calles de Argel, y mucho menos habiéndote visto Zuleik y sus moros. Aquí tienes una buena cama, víveres, tabaco y alguna botella de buen vino. Como ves, hay más de lo necesario para no aburrirse.

— No puedo pedir más -respondió el normando-. Dormiré algunas horas, porque aun tengo necesidad de descanso. ¿Cuándo volveréis?

— Después del mediodía.

Dicho esto, el mirab se echó sobre los hombros el abrigo, tomó el bastón y salió a la calle.

Una vez cerrada la puerta, el normando se echó en la cama y reanudó el sueño que había interrumpido la noche anterior.

Cuando abrió los ojos ya era más de mediodía y, sin embargo, el mirab no se había presentado aún. Pero no le inquietó aquella tardanza, pues sabía que el viejo gozaba de mucha consideración entre los berberiscos a causa de su condición de jefe de una de las Ordenes religiosas más respetadas.

Se preparó la comida, a la cual hizo mucho honor, acompañando los manjares con un par de botellas que el viejo templario tenía escondidas en la tumba donde después de su muerte debía ser enterrado el santo musulmán.

Transcurrió el día entero sin que el viejo apareciese.

— ¿Qué le habrá pasado al mirab? -se preguntaba el normando.

Salió muchas veces a la puerta, esperando verle volver; pero en vano. Un poco inquieto ya, se preparaba a desatar la mula, decidido a seguir hasta la casa del renegado, cuando le vio regresar. No obstante su edad avanzada, el ex templario marchaba de prisa.

— No me esperabas ya, ¿verdad, Miguel? -dijo el viejo, entrando y dejándose caer sobre el diván.

— En efecto; estaba muy inquieto por vuestra tardanza.

— Tengo muchas cosas que contarte.

— ¿Buenas?

— El mirab bebió un trago de vino que el normando le escanciaba, y después replicó con cierto mal humor:

— No son muy buenas, en efecto. La hermana de Zuleik ha comprometido gravemente al barón.

— ¿Comprometido?

— De tal modo que dudo que pueda librarse de las iras de ese monstruo de Culquelubi.

— ¿Qué decís?

— Traicionado no sé por quién, pero probablemente por los moros o halconeros que acompañaban a Zuleik en su partida de caza, ha sido denunciado al capitán general.

— ¿Y ha sido arrestado? -preguntó el normando, palideciendo.

— Todavía no. La princesa dispuso que sus gentes recibieron a los genízaros de Culquelubi a mazazos, poniéndolos en fuga y arrancando al caballero de su poder, después de matar a algunos de ellos.

— ¿Y adónde le han llevado?

— Eso se ignora; pero Culquelubi dará con él, y entonces se vengará, a pesar de la princesa.

— Si llegan a prenderle, yo también me veré envuelto en la catástrofe. Le pondrán en el tormento para saber quién ha sido la persona que lo ha conducido a Argel.

— Ese caballero se dejará matar antes de descubrir tu nombre -respondió el mirab.

— ¿Y creéis que el otro resistirá?

— ¿Cuál otro?

— Su criado.

— ¿Cabeza de Hierro?

— Sí.

— No había pensado en él.

— ¿Sabéis si también está preso?

— Lo está, Miguel.

— Pues entonces mi muerte es cosa segura -dijo el normando, palideciendo-. ¡Ese bravucón nos denunciará a todos por salvar la piel!

— Todavía no se encuentra entre las garras de los genízaros de Culquelubi -dijo el mirab-.

¿Quién sabe dónde le habrá escondido la princesa? Pero, en fin, pronto sabremos todo lo que sucede en el palacio del capitán general. Un esclavo cristiano nos informará de todo.

— ¿Y no tenéis ninguna noticia de la condesa?

— No me ha sido posible entrar en la Casbah, porque el bey tenía que recibir hoy a una embajada francesa. Mañana trataré de verla.

— ¿Y mis gentes?

— Ya saben que has vuelto y que no corres peligro alguno. Cenemos, y después a dormir.

No soy un chico, y los años cada vez me pesan más.

La cena no fue muy alegre. Ambos estaban preocupados; su pensamiento volvía siempre a Culquelubi, pues temían, con razón, que aquel monstruo realizara una de sus frecuentes venganzas.

A la mañana siguiente, sus temores se redoblaron. Un cristiano disfrazado de árabe les había llevado las gravísimas noticias que ya conocen los lectores de esta verídica historia.

La captura del barón en el castillo de la primera mora, su interrogatorio y las confesiones arrancadas por el delirio del tormento, y, por último, su conducción, en compañía de Cabeza de Hierro, al presidio de Zidi-Hasan.

— ¡La catástrofe no puede ser más completa! -dijo el normando cuando se encontró a solas con el mirab-. Comienzo a desconfiar del buen éxito de nuestra empresa, señor, y siento que el más profundo desaliento se apodera de mí.

— Haces mal -respondió el ex templario.

— ¿Qué decís?

— El presidio de Zidi-Hasan no es la Casbah, y aunque Culquelubi haya conseguido apoderarse del barón, cosa que yo no creía, no dudo de conseguir su huída. No será el primero a quien haya libertado.

— Los genízaros velarán sobre él. Me sorprende que el capitán de las galeras, tan feroz siempre con los cristianos, no haya mandado empalar a ese pobre joven.

— También a mí me admira -dijo el mirab-. Los cristianos sorprendidos en Argel nunca

encontraron gracia cerca de esa pantera, y ha mandado matarlos con los suplicios más atroces.

— Así es.

— Debe de andar en ello la mano de la princesa. De fijo, Culquelubi no se ha atrevido a inmolar a un hombre protegido por la hermana de Zuleik.

— ¿Es posible que la princesa logre sacarle del presidio?

— Eso mismo estaba pensando en este momento, y quizá…

— ¿Qué?

— Quizá me atreva a intentar un golpe de audacia.

— ¿Cuál?

— Ir a ver a Amina.

— ¡Os comprometeríais! ¡Un jefe de los derviches entremeterse en la liberación de un cristiano! ¡Pensadlo bien, señor!

— Está pensado.

— ¿Qué vais a hacer?

— Ir a verla -respondió el viejo, con acento resuelto-. Esa generosidad de Culquelubi me infunde miedo.

— ¿Por qué?

— Porque temo que haya respetado la vida del barón y la del catalán con la esperanza de poder arrancarles otras confesiones que podrían envolver mi ruina, la tuya y hasta la de tus gentes. Sé que Culquelubi ha jurado la destrucción de los fregatarios, que todos los años roban un buen número de esclavos, y estoy convencido de que hará todo lo imaginable para descubrir a los que han conducido al barón a Argel.

— ¿Eso teméis?

— Eso temo. Si ayer no pudo obtener esa confesión, la obtendrá otro día. ¡Oh! Conozco la astucia y la ferocidad de ese hombre, y si no nos apresuramos a arrancar los prisioneros de sus manos, ninguno de nosotros puede estar seguro de ver el alba o el anochecer de mañana.

— ¡Me aterrorizáis, señor!

— Ya ves que debemos obrar. Si consigo recabar el auxilio de la princesa, Culquelubi acabará por perder la partida. Los Ben-Abend son poderosos.

— ¿Y Zuleik?

— De ése hemos de guardamos, pues tenemos interés en que no sepa nada, toda vez que no habría de ayudarnos a salvar a un rival.

— Cierto.

— ¡No perdamos tiempo!

— ¿Estáis decidido?

— Más que nunca.

— ¡Pensadlo bien!

— Todo está reflexionado.

— ¿Podré seros útil?

— Tú rondarás por las cercanías del presidio. ¡Quién sabe! Acaso puedas recoger alguna noticia acerca del barón.

— Lo haré.

— Evita, sin embargo, las calles frecuentadas y cambia de traje; los disfraces no faltan en Argel.

— ¿Queréis utilizar mi mula?

— Sí -respondió el mirab-. Esta noche nos volveremos a ver aquí o en casa del renegado.

El normando le ayudó a montar sobre la cabalgadura.

Después, el viejo se puso en camino con dirección a la ciudad. Hacía ya mucho tiempo que conocía el palacio de Amina, uno de los más espléndidos de la ciudad de Argel.

Para pasar inadvertido, el viejo mirab cruzó por las calles más extraviadas, y a eso de las diez de la mañana se detenía delante del palacio de los Ben-Abend, siendo saludado por la guardia.

Su condición de jefe de los derviches le abría todas las puertas.

Descendiendo de la mula, el viejo se dirigió a uno de los criados y le dijo:

— Advertid a la señora que deseo verla.

Pocos momentos después, el mayordomo apareció en la entrada de palacio y acompañó al mirab hasta la puerta de una cámara lujosísima, adornada con tapices y divanes del mejor gusto. Sobre un pebetero dorado ardían suavemente los más delicados perfumes, esparciendo por toda la habitación aquel olor delicioso de que tanto gustan las poblaciones del Africa septentrional.

Amina, espléndidamente vestida, se encontraba ya recostada en uno de los divanes de aquella habitación.

Al ver entrar al mirab se había incorporado ligeramente, levantando el velo de muselina hasta la altura de los ojos.

— Salan Alikun{2}[2], Amina BenAbend -dijo el viejo, inclinándose.

— Y contigo, santo varón -respondió la princesa-. ¿A qué debo el honor de la visita del jefe de los derviches? Si se trata de edificar alguna nueva mezquita o cualquier ermita, la bolsa de los BenAbend está abierta y puedes disponer de ella libremente, mirab.

— Mi venida no se relaciona con nuestra religión, princesa. Se trata de la salvación de un hombre que quizá interese a Amina Ben-Abend.

La mora no pudo contener un gesto de asombro.

— No te comprendo, santo varón -dijo después de un momento de silencio.

— Entonces, ¿a qué obedece vuestro asombro? Tengo la seguridad de que conocéis el nombre de la persona de quien os hablo.

La princesa le miró fijamente, sin decir una sola palabra.

— Vengo a hablaros del barón de Santelmo, de ese infortunado joven a quien habéis salvado de las garras de los genízaros de Culquelubi.

Presa del mayor asombro, Amina se levantó bruscamente y miró al viejo con un estupor imposible de describir. Una oleada de sangre había teñido su semblante color de púrpura.

— ¿Tú? -exclamó-. ¿Tú, un mirab, un fanático musulmán, se interesa por un cristiano, por un infiel? ¿Es eso lo que dices?

— Sí, princesa -respondió el viejo con voz pausada-. Yo, jefe de una de las corporaciones religiosas más potentes, he dispensado mi protección al caballero de Santelmo. ¿Eso os asombra?

— ¿Y no hay motivo para ello? Hasta hoy he oído a los ulemas y a los derviches tronar contra los infieles y predicar el exterminio de los cristianos.

— Los otros, sí; yo, no -dijo el ex templario-. Para mí, el cristiano es un hombre como el musulmán. Ambos han sido creados por Dios.

— ¡Es un santo varón! -exclamó como hablando para sí la princesa. Luego, mirándole fijamente, dijo:

— ¿Has conocido al barón?

— A él, no; pero sí a su padre.

— ¿A su padre? ¿Cuándo?

— Hace ya muchos años. Entonces no era yo ni viejo ni mirab.

— ¿Y por qué te interesas ahora por el hijo?

— Deseo pagar una deuda de gratitud a su padre, que me salvó la vida un día, y ahora trato yo de salvar la de su hijo. Por eso acudo a vos, princesa.

— ¿A mí?

— Sabed que ese pobre joven está en las manos de Culquelubi.

— Lo sé -murmuró Amina con voz trémula.

— Es preciso libertarle, y no dudo que vos, princesa, me ayudaréis a ello.

— Entonces, ¿ignoras que fui yo misma quien lo entregó a Culquelubi?

— ¿Vos? -exclamó el mirab con tono de censura.

— ¡Sí, yo! Yo, que dominada por el demonio de los celos, cometí una indignidad. ¡Qué loca fui! ¡Culquelubi no le libertará nunca!

— ¿Celosa de quién?

— ¡De la condesa de Santafiora, de una cristiana!

— ¿De su prometida?

— ¿Prometida has dicho?

— Sí.

— ¡Ah! -replicó Amina con doloroso acento-. ¡En tal caso debo considerarle perdido para mí!

Al decir esto se puso en pie y empezó a recorrer la habitación agitadamente. Después, volviéndose hacia el mirab, exclamó con tono conmovido:

— ¡Los celos me impulsaron a cometer una locura! Comenzaba a amar a ese joven, que me recordaba a otro a quien adoré apasionadamente en mi juventud, cuando recorrí Italia en compañía de mi padre, buscando a Zuleik, robado por un corsario maltés. Reconozco que he cometido una infamia; ¡pero yo te juro sobre el Corán, mirab, que arrancaré esta pasión de mi pecho, y que he de poner todas mis fuerzas y mis riquezas a tu disposición para rescatar al barón de Santelmo!

— Sabía de antemano que la princesa Ben-Abend me ayudaría.

Dos lágrimas rodaron por las mejillas de la joven.

— ¡Sí; he realizado una locura -dijo con voz triste-, cuyas consecuencias me fue imposible medir! ¡Una descendiente de los califas no puede llegar a ser la esposa de un caballero cristiano! Eso habría traído el deshonor sobre mi casa, y todos los mahometanos me habrían maldecido. ¡El odio religioso no disculparía la pasión de Amina!

Se volvió a sentar silenciosamente, sin cuidarse siquiera de ocultar sus lágrimas, y luego, con la mayor amargura, continuó:

— ¡Y, sin embargo, yo amaba a ese joven de ojos azules y de cabellos rubios! ¡Le amaba por su valor antes de que le hubiese conocido! Cuando mi hermano me hablaba de él, de su valentía y gentileza, de su audacia en el terrible combate de San Pedro, sentía por ese hombre una admiración profunda y en el ánimo una viva turbación, pues una voz misteriosa me decía que el destino le pondría delante de mí! ¡Ese joven me recordaba un idilio comenzado en Italia con otro caballero, idilio terminado trágicamente aquí, en esta nefasta Argel, cueva de panteras sedientas de sangre! ¡Oh, días felices de mi juventud, transcurridos bajo el hermoso cielo de Italia, cuántas veces os recuerdo! ¡Todavía habría podido sentir idénticas emociones si el barón de Santelmo no hubiera conocido a esa cristiana! ¡Tú no sabes, mirab, qué sueños de venganza turbaron mi mente cuando llegué a saber que el cariño del barón me lo disputaba otra! ¡Si ayer hubiese descubierto a esa mujer, la habría inmolado con mis propias manos! ¡Pero basta ya! ¡La locura ha pasado, y la calina volverá poco a poco a mi corazón! ¡Sí; Amina no renegará de la fe de sus padres!

Y ahora, dime, mirab: ¿qué puedo hacer por el barón? ¡Habla, antes de que pueda arrepentirme!

— Debemos salvarle, libertándole del presidio.

— ¿Y no será eso una empresa superior a nuestras fuerzas? Culquelubi habrá ordenado que lo vigilen constantemente. Sin embargo, no desespero de alcanzar su libertad.

— ¿Qué pensáis hacer?

— Tengo esclavos de una fidelidad a toda prueba y oro en abundancia. Con tales elementos, yo creo que se puede hacer una tentativa.

— ¿Cuál?

— Comprar a los guardianes del presidio y sacar de él al barón. Déjame a mí el cuidado de preparar todo lo necesario para ello.

— Yo puedo poner a vuestra disposición doce marineros conducidos por un fregatario que no tienen miedo a los genízaros de Culquelubi.

— ¿Es el mismo que ha conducido al barón? -preguntó Amina.

— ¿Le conocéis quizá?

— Mis esclavos me habían informado de que el caballero llegó a bordo de una falúa mandada por un fregatario.

— Me asombra que vos, como musulmán, no hayáis denunciado a ese marinero.

— Yo no odio a los cristianos, y deploro su suerte. Dirás a esos hombres que estén preparados para ayudar a mis negros.

— ¿Cuándo obraremos?

— Lo más pronto que sea posible, porque temo que Culquelubi tenga algún siniestro proyecto contra el barón. Hoy mismo sabré en qué calabozo están encerrados los prisioneros, y mañana por la noche intentaremos dar el golpe.

— ¿Y luego?

— ¿Qué más quieres?

— ¿Y la cristiana?

Un relámpago de ira brilló en el rostro de la mora.

— ¡La cristiana! -dijo-. ¡No!

¡Nunca, nunca tomaré parte en su libertad! ¡En esa mujer pensarás tú, mirab!

— ¡Sea! -replicó el viejo, levantándose-. Hasta mañana, princesa, y contad con los marineros del fregatario.

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