Capitulo V

EL PRESIDIO DE ZIDI-HASAN

El presidio de Zidi-Hasan era uno de los más terribles de los seis que había en Argelia, y también el que gozaba de la más triste celebridad, no teniendo que envidiar nada a las horribles prisiones de Salé, tan temidas por los esclavos cristianos.

Mientras en los otros presidios había espaciosos patios y vastas terrazas en los cuales los esclavos podían pasear libremente, y celdas sobre tierra, en Zidi-Hasan faltaba una cosa y otra. Los calabozos eran todos subterráneos, húmedos, tenebrosos, y pululaban en ellos verdaderos enjambres de escorpiones. Aquellas mazmorras recibían solamente un poco de aire a través de postigos pequeñísimos, defendidos por enormes barrotes de hierro, tan espesos que apenas permitían pasar la luz.

Y como si esto no bastara para evitar la evasión de los prisioneros, la mayor parte de ellos estaban encadenados y con centinelas de vista noche y día.

Nada más terrible que la existencia que llevaban en aquellos calabozos los esclavos cristianos. Su lecho consistía en un montón de paja húmeda, y su alimento en un pedazo de pan moreno. Por la menor infracción, por el más pequeño acto de rebeldía, eran azotados sin misericordia. Una tentativa de evasión se castigaba con la muerte más espantosa: unas veces el reo era atravesado por hierros enrojecidos; otras era arrojado en fosas llenas de cal viva, y otras, descuartizados sin piedad.

Tal era el presidio de Zidi-Hasan, el más espantoso de todos, y cuyo solo nombre hacía temblar de horror a los treinta y seis mil esclavos de ambos sexos que en aquella época se encontraban en Argel.

El barón, presa todavía del delirio que le produjo el tormento ordenado por Culquelubi, había sido encerrado por orden de éste, y en compañía de Cabeza de Hierro, en uno de aquellos horribles calabozos subterráneos, abiertos en la proximidad del mar, bajo una de las cuatro torres que defienden el presidio por la parte del golfo.

Por un capricho inexplicable, que no debía atribuirse a generosidad, el capitán general había dado órdenes de no encadenarlos, pero dispuso que se doblasen los centinelas delante del postigo que iluminaba la mazmorra y de la puerta que cerraba el calabozo.

Apenas entró en él, el barón había caído en un profundo letargo, que era de buen augurio. La exaltación producida por aquellas malditas gotas de agua había ya cesado, sin causar en el cerebro una gran perturbación, a juzgar por el aspecto del preso.

Aquel sueño tan repentino, que casi parecía un síncope, había, no obstante, asustado mucho a Cabeza de Hierro, cuyo cerebro no se encontraba en mejor situación que el de su amo.

— ¡Va a morir entre mis manos! -se decía el desventurado catalán-. ¡Pobre de él, y pobre de mí también! ¡Van a cortarnos en pedazos, a despedazarnos entre potros, o nos arrojarán a alguna fosa llena de cal! ¡No; no saldremos vivos de las uñas de estos antropófagos, hijos del demonio!

Al decir esto se había acercado al barón, el cual yacía inerte sobre la húmeda estera.

Entonces le contempló con los ojos doloridos y dilatados por el espanto.

En aquel momento, algunas palabras confusas salían de los labios del joven.

El caballero soñaba y hablaba en voz alta. Su cerebro, perturbado aún por aquel horrible tormento, evocaba recuerdos lejanos.

— ¡Ahora la veo! -murmuraba-. ¡Allí está! ¡En la terraza! ¡Mira hacia el mar y saluda a mi galera! ¡He aquí la playa de San Pedro! ¡Pronto volveré a verla! ¿Qué es lo que hace Zuleik? ¿Por qué mira él también al mar? ¡Piensa en traicionarnos! ¡Me parece que busca una espada! ¡Me acecha como una pantera hambrienta! ¡Ese hombre me será fatal!

¡Guárdate de él, Ida! ¡Es astuto como la sierpe de la tierra africana!

— ¡Pobre señor! -volvió a decir Cabeza de Hierro, con voz lastimera-. ¡Sueña con su prometida, a quien no volverá a ver! ¡El día que volvamos a ver el sol será el último para nosotros! ¡Qué bien estábamos en aquel maravilloso palacio de la princesa mora! ¡Ah!, infortunado Cabeza de Hierro! ¡Aquí acabarás tu honrada carrera, y la maza de armas de tus abuelos no volverá a Cataluña!

Y al decir esto se acurrucó cerca del barón, el cual en aquel momento parecía dormir tranquilamente. El silencio que reinaba en el calabozo sólo era interrumpido por el andar acompasado de los vigilantes genízaros.

De cuando en cuando, sin embargo, algún grito que parecía salir de debajo de la tierra resonaba lúgubremente, acompañado de un siniestro rechinar de cadenas.

A pesar de su angustia, el catalán estaba ya a punto de dormirse, cuando sintió rechinar los goznes de la puerta.

Un guardián de aspecto áspero, y que llevaba en la mano un enorme látigo, entró en el calabozo, acompañado de dos genízaros con las cimitarras desevainadas.

— ¿Quién de ambos es el criado? -preguntó en pésimo italiano, encarándose con Cabeza de Hierro.

— ¡Yo soy! -balbuceó el catalán, palideciendo.

— Pues, bien; sígueme, perro cristiano.

— ¡Permitidme que vele por mi amo!

— De eso se encargarán los escorpiones! Y, además, me parece que ahora no te necesita, porque duerme.

— ¿Qué desean de mí?

— Creo que tratan de escaldarte las plantas de los pies -respondió el guardián con un guiño de burla.

— ¡Yo no he hecho mal a nadie!

— Eres un perro cristiano, y eso basta. Conque, ¡andando, vientre redondo, si no quieres que te haga bailar con el látigo como a un mico!

— ¡Tened compasión de mi pobre amo!

— ¡Nadie se lo comerá, porque los centinelas no son leones ni leopardos!

— ¡Infortunado de mí! -gimió Cabeza de Hierro.

Un puntapié vigoroso le hizo levantarse del suelo precipitadamente.

— ¡Condenados mahometanos! -dijo para sus adentros-. ¡Si tuviese aquí la maza de hierro, yo os haría respetar al último descendiente de los Barbosas!

— ¡Adelante, poltrón! -gritó el carcelero-. ¡Estás temblando como una gacela!

— ¡Yo! ¡Cabeza de Hierro!

— ¡Cabeza de palo, andando!

Los dos genízaros, a una señal del carcelero, le habían cogido por los brazos, sacándole a empellones fuera del calabozo. El mísero catalán, un poco reacio y un mucho aterrado, fue llevado a una sala subterránea bajo el patio del presidio.

En poco estuvo que Cabeza de Hierro no cayese al suelo al ver en torno suyo garfios de acero, cuchillos puntiagudos, calderas gigantescas que debían de servir para el suplicio llamado de sciamgat, y para colmo de horror cuatro cabezas clavadas en garfios, que todavía goteaban sangre.

— ¿Es esto un matadero? -preguntó, balbuciendo y castañeteando los dientes con terror.

— ¡Sí, de los cristianos! -dijo el guardián con sonrisa atroz-. ¿Qué es esto? ¿Te sientes malo? ¡Estás lívido como la muerte! ¡Ea; voy a colorearte las mejillas con la sangre de tus compatriotas!

Y al decir esto señalaba las cabezas recién cortadas.

El catalán perdió en aquel momento toda su timidez. La ofensa del musulmán hizo hervir en sus venas toda la noble sangre de los Barbosas.

Con un soberbio gesto de indignación se irguió de pronto, y mirando cara a cara al miserable, le gritó:

— ¡Toma, cobarde!

Y su pesada mano cayó sobre el rostro del vil carcelero, haciéndole girar dos o tres veces sobre sí mismo como una peonza.

Los genízaros que se encontraban en la sala, en vez de caer sobre el catalán, viendo al carcelero desplomarse sobre el pavimento, prorrumpieron en una carcajada general.

— ¡Demonio con el panzudo! -había gritado uno.

— ¡Eh, Daud; contesta a esa palmada, -respondió otro.

El carcelero, cuyo rostro estaba manchado con la sangre que le salía por la boca, se levantó del suelo blasfemando.

Iba a arrojarse sobre Cabeza de Hierro cuando entró en el subterráneo un viejo de aspecto majestuoso, con una larga barba gris, con inmenso turbante sobre la cabeza y el cuerpo envuelto en un amplio alquicel.

— ¡El caid! -exclamaron los genízaros.

El guardián se detuvo.

— ¿Os golpeáis aquí? -dijo el viejo, arrugando la frente.

— ¡Es este perro cristiano el que se atreve a rebelarse, señor! -respondió el carcelero.

— Y tú, que maltratas a los prisioneros, sin haber recibido orden para ello. ¡Vete a los calabozos!

Luego, acercándose a Cabeza de Hierro, que se mantenía en actitud de desafío, le miró atentamente.

— ¿Eres italiano? -le preguntó.

— Español, señor, o mejor dicho, catalán.

— Te interrogaré en tu idioma, que conozco perfectamente. Eres escudero de un barón,

¿no es cierto?

— Del señor de Santelmo.

— Yo soy el caid de Culquelubi.

— Y yo Cabeza de Hierro, último descendiente de la familia de los Barbosas.

El caid sonrió, y luego dijo con cierta ironía:

— Si eres noble serás valeroso.

— ¡Nunca conocí el miedo, señor!

— El capitán general de las galeras desea saber de ti quién es el que ha conducido a Argel al barón de Santelmo.

Cabeza de Hierro experimentó un escalofrío; pero tuvo el valor de permanecer callado.

— ¿Me has entendido?

— No soy sordo.

— Pues respóndeme-dijo el caid-. Y ten cuidado que no se te trabe la lengua, porque aquí hay muchos instrumentos que hacen hablar de corrido a los mudos más obstinados.

— ¡Ya los veo! -respondió el desgraciado catalán, echando una mirada de angustia sobre todos aquellos utensilios de tortura.

— Entonces, habla.

— El que nos ha conducido a Argel es un tunecino traficante de esponjas.

— ¿Es verdaderamente un tunecino?

— Así lo aseguraba él -respondió resueltamente el prisionero, que rápidamente había fraguado su plan y que estaba decidido a no denunciar al normando.

— ¿O es un fregatario cristiano?

— ¡El un cristiano! ¡Ni pensarlo siquiera! ¡Todo el día estaba invocando a Mahoma!

— ¿Dónde se encuentra ese hombre?

— En viaje para Marruecos, pues no creo que haya desembarcado aún.

— ¿Qué señas tiene?

— Bajo, rechoncho como yo, con barba áspera, y color muy bronceado.

— ¿No me engañas?

— He navegado tres días con él y recuerdo perfectamente sus facciones -dijo el catalán.

— ¿Dónde le encontrasteis?

— En Túnez.

— ¿Así es que, después del combate sostenido con nuestras galeras, entrasteis en Túnez y

el bey os dejó entrar tranquilamente en el puerto con vuestro barco casi destruido?

¡Oh! ¡Valiente historia!

Luego, volviéndose hacia los genízaros, dijo:

— ¡Apoderaos de ese hombre! Cabeza de Hierro se había puesto densamente pálido.

— Yo he dicho…

— ¡Una porción de embustes!

— Y juro…

— ¿Por quién?

— ¡Por Dios o por Mahoma, si os parece mejor!

— ¡Jurarás más tarde!

A una señal del caid, cuatro genízaros le derribaron al suelo y le sujetaron fuertemente de pies y manos. Otro, armado con un vergajo muy flexible, le quitó las botas y las medias.

— ¡Manos a la obra! -dijo el caid-. Pero no aprietes mucho, porque este hombre no resistirá y confesará pronto.

El genízaro que oficiaba de verdugo no se hizo repetir la orden. Sacudió la planta de los pies con tal ímpetu, que el pobre hombre aullaba de dolor.

Al quinto golpe, el caid hizo una señal.

— ¿Confesarás? -preguntó, acercándose al catalán.

— ¡Sí, sí! ¡Todo lo que queráis!

— Está bien; pero seguirás atado, y así volveremos a comenzar. ¡Ya sabía yo que no habrías de soportar muchos golpes! Pues bien; ¿cómo se llamaba aquel fregatario?

— Cantalub, me parece.

— ¿Luego no era un tunecino?

— No; era un francés.

— ¿Era de estatura elevada, con la barba negra y los ojos de color de acero?

— ¡Sí; negro, alto y con una nariz como el pico de una cotorra!

— ¡Era él! -exclamó el caid con acento de triunfo.

— ¡El mismo; corre a buscarle! -murmuró para sus adentros el catalán.

— ¿Dónde se encuentra en la actualidad?

— Ya os he dicho que se ha ido a Marruecos.

— ¿A qué ciudad?

— A Tánger.

— No; tú debes de engañarte.

— En tal caso habrá sido él quien me ha engañado a mí, porque me dijo que iba a esa ciudad para salvar a un prisionero provenzal.

— ¿Tiene una falúa pintada de verde?

— Sí, señor; pintada de verde.

— Que se llama la Medscid.

— Así me parece que se llama -respondió Cabeza de Hierro, muy satisfecho de poder evitar nuevos vergajazos.

— Culquelubi no se engañaba en sus sospechas -dijo el caid-. ¡Qué olfato tiene el general!

— ¡Más que un perro de caza!

— volvió a decir para sus adentros el catalán.

— Está bien -dijo el caid después de permanecer silencioso durante unos momentos-.

Haremos que busquen a la Medscid en los puertos de Marruecos, y cuando el fregatario esté en nuestro poder te lo pondremos delante. ¡Veremos si entonces se atreve a afirmar todavía que es un buen musulmán!

Cabeza de Hierro volvió a experimentar otro escalofrío.

— Si nos hubieras engañado -dijo el caid, te haremos pedazos en el tahrigs, y reduciremos tu cuerpo a una papilla sanguinolenta.

— ¿Y si he dicho la verdad?

— El capitán general te otorgará un premio.

A una señal suya, los genízaros desataron al prisionero y le pusieron en pie.

— Volved a llevarle al calabozo -dijo.

— ¡Gracias, señor! -exclamó el catalán, andando sobre la punta de los pies, porque tenía la planta hinchada por los vergajazos.

Los genízaros le sacaron del subterráneo y le condujeron a su prisión, cerrando detrás de ellos la puerta de hierro.

Al oír aquel estrépito, el barón había abierto los ojos.

— ¿Eres tú, Cabeza de Hierro? -preguntó con voz débil.

— ¡Sí; soy yo, señor! ¡Soy yo, que acabo de escapar por milagro de la muerte! ¿Cómo os encontráis ahora? Hace poco tiempo delirábais.

— Tengo la cabeza pesada, y me parece que un martillo me golpea e! cráneo sin cesar. ¡Es la impresión de aquella maldita gota de agua! ¿Dónde estamos?

— ¡En el peor de todos los lugares del mundo: en el presidio de Zidi-Hasan! ¡Estamos sepultados bajo tierra!

— ¡Ahora sí que creo que todo ha concluido para nosotros, pobre Cabeza de Hierro! -dijo el barón con un doloroso suspiro.

— Todavía no, señor. Hasta que descubran al misterioso fregatario, nada tenemos que

temer. Después ya sé lo que harán de nosotros.

— ¡El normando! -exclamó el barón con espanto.

— ¡Oh, no! Se trata de otro; de otro a quien ni vos ni yo conocemos. Yo he confirmado todo lo que dijeron, para salvar las plantas de los pies, que por poco quedan en la sala del tormento reducidas a papilla.

— No entiendo lo que dices.

— ¡Ah, sí; es cierto, señor; vos no sabéis nada!

En pocas palabras informó al barón del interrogatorio que acababa de sufrir en la sala del tormento.

— Para huir de un peligro -dijo su amo- te has echado encima otro mayor. Si llegan a prender a ese hombre…

— Acaso no lo consigan, señor.

— ¿Estás seguro de que no se trata del normando?

— Segurísimo.

— ¡Más vale así!

— Y a propósito del normando, ¿se habrá olvidado de nosotros?

— No lo creo.

— ¿Suponéis que procurará ayudarnos?

— Lo supongo.

— Pero no podrá hacer nada por nosotros. ¿Quién sería capaz de entrar en este calabozo, vigilado siempre por los genízaros?

— No estaremos siempre en él.

— ¿Qué decís?

— Yo sé que, por la noche, a gran parte de los prisioneros y de los esclavos los conducen a bordo de las galeras para mayor seguridad.

— ¿Y suponéis que harán otro tanto con nosotros?

— Es posible.

— ¿Y cuál será nuestra suerte?

— Nos venderán como esclavos.

— ¡Prefiero la esclavitud a la muerte! De la esclavitud se huye, de la muerte, . no. Y

después de huir, acaso podamos salvar a la señora condesa.

El ‘ barón sonrió tristemente.

— ¡Está perdida para mí! -dijo con voz sorda-. ¡Quién sabe lo que habrá sido de ella! ¡Ah!

¡Mi cabeza! ¡Mi pobre cabeza!

— Volved a acostaros, señor. El reposo, os hará bien.

El barón se había dejado caer sobre el montón de paja, apretándose el cráneo con las manos.

— ¿Cómo acabará todo esto? -murmuró el catalán, suspirando profundamente.

Nadie turbó durante aquel día el reposo de la prisión. Solamente hacia la noche entró un guardián y arrojó un pedazo de pan de centeno, la comida destinada a los esclavos cristianos.

Contrariamente a las previsiones del barón, aquella noche permanecieron en el calabozo, en vez de ser conducidos a las galeras; pero siempre oyeron detrás de la puerta las pisadas del centinela.

A la mañana siguiente, una sorpresa inesperada despertó en su corazón un asomo de esperanza. Como hemos dicho, la mísera ración de los prisioneros consistía en un pedazo de pan. Cabeza de Hierro, que sentía todos los tormentos del hambre, cogió la hogaza y empezó a partirla a bocados.

De pronto, sus dientes tropezaron en un objeto duro. Se apresuró a examinarlo y vio, con gran sorpresa suya, que era un pequeño alfiletero de metal, y que debía de contener alguna cosa dentro, porque no era verosímil que tan extraño objeto hubiera caído casualmente en la masa del pan.

— ¡Señor, señor! -había gritado el catalán, dirigiéndose al barón, que todavía permanecía acostado, y mostrándole el hallazgo-. ¿Qué significa esto que acabo de encontrar en la hogaza?

El caballero se apoderó vivamente del objeto y lo examinó con atención.

— ¿Qué decís, señor? -preguntó Cabeza de Hierro, cuyo estupor aumentaba.

— Que ha debido de ser colocado en el pan por alguien. ¡Veamos! ¡Acaso haya algo dentro!

El barón lo abrió, y vio que contenía un fragmento de papel perfumado con ámbar.

— ¡Veo en esto la mano de la princesa! -dijo, arrugando la frente-. ¡Reconozco su perfume favorito!

— ¿De veras?

— Quizá se haya arrepentido de habernos entregado a Culquelubi y ahora trata de salvarme. ¡Preferiría que no se acordase de mí!

— Leedlo, señor.

El barón sacó con precaución el pedazo de papel, y al fijar los ojos en lo escrito se estremeció.

— ¡El mirab! -exclamó.

— ¿El ex templario?

— ¡Sí!

— ¡No es posible, señor!

— ¡Lee!

No había en el papel más que estas pocas palabras: «Hasta la noche.El mirab.»

— ¡Por San Jaime! -exclamó el catalán-. ¿Cómo habrá podido ese hombre enviarnos este billete? ¿Tendrá amigos en el presidio?

— ¿La mora?

— ¿Él o Amina?

— El billete está perfumado con ámbar, y debe de haber salido de las manos de la hermana de Zuleik.

— ¡Por mí, aunque venga de las manos del mismo diablo! A mí me basta con que nos saquen de aquí, y eso parece dar a entender el billete. «¡Hasta la noche!» Esa noche es la de hoy; no hay duda. Señor barón, ¿será esto un ardid de Culquelubi a fin de encontrar un pretexto para enviarnos al otro mundo?

— ¿Cómo quieres que él haya podido conocer nuestra relación con el jefe de los derviches? No; aquí no interviene para nada el capitán general de las galeras.

— Entonces, ¿estará el mirab de acuerdo con el normando?

— Y probablemente con la princesa.

— ¿De modo que después de baberos puesto en las manos de Culquelubi, ahora quiere sacaras de ellas? ¡El demonio que entienda el corazón de estas moras! Pero, en fin, más vale caer en las uñas de aquella princesa que en las del feroz capitán general de las galeras. Por lo menos, si el golpe no fracasa, ya no tendré que temer el careo con el famoso fregatario de la falúa verde. Señor barón, comamos ahora este pedazo de pan para cobrar fuerzas, y esperemos los acontecimientos de esta noche.

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